Aventura del Pensamiento
Reflexiones sobre el utilitarismo
Por Eduardo García Máynez
La historia del pensamiento ético enseña que hay dos formas radicalmente diversas de estimación de la conducta. Consiste la primera en juzgar el valor de ésta atendiendo a los resultados que produce; estriba la segunda en medir el mérito de los actos de acuerdo con las intenciones de su autor. En un caso se toma en cuenta el aspecto externo del comportamiento individual; en el otro, su faceta interna. La oposición a que aludimos ha sido claramente definida por Max Scheler, en las primeras páginas de su libro magistral: Der Formalismus in der Ethik und die materiale Wertethik.{1} A la moral pragmática, o ética del éxito, opone aquél la moral de los propósitos, o ética de la intención. El mayor merecimiento del filósofo de Koenigsberg –coloso de acero y bronce– como lo llama Scheler, consistió en convertir la pureza de la voluntad en supremo criterio estimativo, en vez de atender a las manifestaciones exteriores –más o menos contingentes– de la actividad humana. Lo decisivo –en el orden práctico– no es para Kant lo que el hombre hace, sino lo que piensa o quiere o, dicho mejor, la forma como quiere y piensa. El autor de la Metafísica de las Costumbres rechaza a un tiempo la moral empírica y la ética de fines. Aquélla pondera la significación moral de un proceder a la luz de sus efectos –placenteros o aflictivos–; ésta la refiere a un fin terminal o bien supremo, llámese felicidad o eudemonía. En ambos casos prescíndese de los propósitos, y se pesan sólo los resultados. El mérito del comportamiento se busca no en el hombre mismo, sino en algo independiente de él, que se pone ante sus ojos como dechado, señuelo o paradigma. Lo que la persona logra deviene entonces más importante que lo que es, y el sentido de la moralidad se pierde por completo.
Por elevados que los ideales humanos aparezcan, nada moralmente cierto cabe afirmar de los mismos, si permanecen ocultos los resortes que hacia ellos nos mueven. Pues “Sólo la rectitud de los propósitos permite distinguir los designios de Dios de las miras del diablo”.{2}
Entre las doctrinas que hacen depender el mérito de la conducta de las consecuencias que ésta engendra, la más característica es sin duda alguna el utilitarismo. Pero en dicha teoría no son los fines el criterio de la moralidad, sino la adecuación entre medios y finalidades. Semejante tesis desemboca fatalmente en un lamentable trastocamiento conceptual.
La primera confusión reside en la indebida equiparación de lo bueno y lo útil. A la pregunta: ¿qué es lo bueno?, los utilitaristas responden: bueno es lo útil. Mas no advierten que la utilidad es sólo un atributo de los medios, en cuanto son idóneos para la consecución de un determinado propósito. Lo que aquel calificativo designa es la virtud de los medios adecuados. Trátase de un valor instrumental o técnico, como el del reloj que mide el tiempo con exactitud o el vehículo que nos permite desplazarnos fácilmente en el espacio. La confusión de que hablamos es fomentada por el lenguaje cotidiano. Hay en él la costumbre de llamar bueno a lo simplemente útil. Del cuchillo que tiene filo declaramos que es un buen cuchillo, y al taquígrafo apto lo calificamos de buen taquígrafo. Si el error fuese simplemente verbal –un mero lapsus– la cosa no tendría importancia. Mas, por desgracia, ha trascendido a la terminología filosófica, y engendrado, en el campo de la ética, esa curiosa miopía moral que los ingleses bautizaron con el nombre de utilitarismo.
Declarar que un medio tiene utilidad, equivale a sostener que permite el logro del propósito a que sirve. La realización de un fin supone, necesariamente, la elección y aplicación de ciertos medios. En todo acto teleológico cabe distinguir, según el penetrante análisis de Hartmann, tres momentos esenciales. Primeramente, el del planteamiento del propósito. Es el acto por el cual un sujeto, en uso de su albedrío, decide ejecutar algo. Propuesto el fin, tiene la persona que seleccionar, entre los medios existentes e idóneos, el o los que le parezcan más eficientes. La índole de los procedimientos empleados depende de la de las miras perseguidas, en cuanto sólo son medios genuinos los que permiten alcanzar lo propuesto. Por ello escribe el filósofo berlinés que en el segundo estadio del proceso finalista hay una determinación retroactiva de los medios por los fines. La naturaleza de los segundos determina necesariamente la de los primeros, del mismo modo que la posición del blanco condiciona la trayectoria de la flecha.
Planteado el fin y elegidos los medios, hace falta poner en práctica estos últimos. Llégase de tal suerte a un tercer momento: el de la realización. En dicha etapa, los medios, obrando causalmente, provocan la finalidad querida. El fin resulta entonces un efecto, y los medios aparecen como causas. De aquí se sigue que la utilidad asignada a los segundos, cuando tienen realmente el carácter de medios, depende de su aptitud para producir causalmente ciertas consecuencias, que desde el punto de vista teleológico no son sino fines. El hombre es capaz de proponerse y alcanzar finalidades, porque puede orientar el devenir natural en la dirección de sus anhelos. Ello no quiere decir que los procesos teleológico y causal se confundan. Simplemente significa que la teleología reclama, en la fase de la realización, un conocimiento adecuado de las indefectibles conexiones entre causas y efectos. Pues así como para llegar a una ciudad es preciso conocer el camino que a ella conduce, para alcanzar un fin hay que saber qué medios tienen la virtud de engendrarlo causalmente.
Pero la eficacia técnica de los medios nada dice del valor ético de los fines, como la bondad o hermosura de una carretera no es índice de la importancia de la ciudad a que lleva. Los medios mejores, desde el punto de vista del éxito, pueden estar al servicio de las finalidades más nefandas. Entre los procedimientos empleados para la consumación de un acto heroico y los que sirven para ejecutar un impulso criminal, no existe ninguna diferencia, en lo que a su idoneidad atañe. La daga del asesino es tan eficaz, en su tarea homicida, como las balas del pelotón de soldados que cumple una sentencia de muerte, o los disparos del artillero que mata en defensa de la patria. Y, sin embargo, los tres actos difieren entre sí profundamente, si se les juzga desde el ángulo visual de la moral o del derecho. Pero, en todos ellos, los medios poseen eficacia equivalente, y su utilidad es ajena a la significación de los designios a que sirven y, sobre todo, al valor ético de los móviles que condujeron a su elección y aplicación.
Podría objetarse que si bien los medios no tienen, por sí mismos, dignidad moral ninguna, es posible concederles la que proviene de las finalidades cuyo logro permiten. La excelencia de los fines trascendería a los medios, bañándolos en la luz de un sentido nuevo; pero esa luz sería prestada, como es prestada la que nos llega del sol. El sentido ético de los medios útiles y, por ende, de la utilidad y el utilitarismo, sería derivado o indirecto. Diríamos entonces que el medio al servicio de un fin valioso es valioso también, de acuerdo con el postulado siguiente: la realización de un valor positivo es un valor positivo. Y a la inversa: el que fuese inadecuado para conseguir una finalidad meritoria, carecería de significación ética, según el principio opuesto: la no realización de un valor positivo es un valor negativo. De modo parejo cabría aplicar los otros dos axiomas de Brentano: la realización de un valor negativo es un valor negativo; la no realización de un valor negativo es un valor positivo.
Mas ello equivaldría a aceptar lo que desde un principio hemos venido sosteniendo, conviene a saber: que la utilidad es valor meramente instrumental o técnico, por completo independiente del mérito de una conducta. Sólo en sentido traslaticio le sería atribuible una dimensión ética. Además, tal atribución confirmaría nuevamente la tesis, en cuanto la moralidad de los procedimientos quedaría condicionada por la estimación que de los fines hiciésemos.
Solemos declarar que el fin justifica los medios. Tomada al pie de la letra, esta frase expresa una falacia. Pues los medios, como tales, no requieren justificación, como no la requieren la plomada del albañil o la escofina del carpintero. Son los medios meros instrumentos de acción. Su esencia estriba en ser útiles; si carecen de utilidad, dejan de ser medios auténticos, y desembocan en el fracaso. De ellos puede decirse que son adecuados o ineficaces, mas no tiene sentido inquirir si se justifican. El problema de la justificación pertenece al terreno de la ética, y debe sólo plantearse a propósito de seres capaces de conducirse de manera responsable. Es verdad que todo comportamiento implica una serie de nexos teleológicos, pero también es cierto que la conducta es inseparable de su autor y constituye un todo indisoluble, al menos desde el punto de vista moral. La justificación de un proceder no depende del valor técnico de los medios de que la persona echa mano, ni debe examinarse únicamente a la luz del valor de los fines. Pues el enlace de medios y finalidades en la vida del hombre es sólo la manifestación exterior de un conjunto de estimaciones y propósitos. Referir la bondad de una acción a la índole de sus relaciones con determinados bienes o males de un mundo postulado como real, es hacer depender el valor de la voluntad de la existencia más o menos azarosa de aquél. La modificación o destrucción del mismo traerían consigo un cambio inevitable en el sentido del bien y el mal, y el significado ético del querer humano quedaría subordinado al destino de ese mundo. Y no habría entonces manera, como dice Scheler, de escapar al relativismo, porque los bienes se hallan insertos en el proceso causal de las cosas reales, y el mundo de aquéllos puede ser destruido por las fuerzas de la naturaleza o de la historia.{3}
Los partidarios de la teoría del bien supremo cometieron el error de reducir el acto moral a una pura manifestación externa, constituida por la realización de un fin, y prescindieron del aspecto esencial y recóndito del comportamiento humano. Este cercenamiento es llevado al extremo por los utilitaristas, quienes, mutilando una vez más la conducta del hombre, tratan de convertirla en simple operación técnica, y la juzgan, no atendiendo a sus miras, sino en función de los medios de que el sujeto se vale.
Frecuentemente se olvida que los fines sólo se justifican cuando el querer que los postula es un querer bueno. Este principio es esencial a todo fin, independientemente del sujeto de la postulación y, como escribe Scheler, vale incluso para los designios divinos.{4} No es correcto, según el gran comentarista de la moral kantiana, hablar de fines buenos y malos. Buena o mala es la postulación de las finalidades, no la forma en que éstas son llevadas a efecto. Por ello no puede decirse de un proceder que es o no valioso, si sólo se atiende a su relación con una meta, ya sea que permita o estorbe el arribo a la misma. La buena persona persigue fines buenos. Pero en el contenido de lo propuesto nunca lograremos descubrir, mientras desconozcamos la índole y etapas de la postulación, características que hagan digna de encomio una parte del fin, y de vituperio otra. Los conceptos bueno y malo no son deducibles del contenido empírico de las finalidades. Pues para afirmar que un fin es o no es meritorio, no nos bastará con conocerlo a él, sino que será indispensable saber en qué forma su ejecución fue concebida.
Si la bondad de un comportamiento no depende de sus conexiones con una finalidad cualquiera, menos aún podremos colegirla de la utilidad de los medios que la persona pone en juego. Para sostener que un proceder es útil, hay que escindir el acto moral, que como tal forma un todo, en dos diversos elementos, y considerarlos artificialmente como acciones distintas. Lo arbitrario de esta dicotomía resulta evidente, cuando se reflexiona en que no tiene ningún sentido hablar de conducta útil, si no se sabe con relación a qué la utilidad de la misma es predicada. Los utilitaristas responderán quizá que la actividad valiosa es aquella que beneficia al individuo o a la sociedad de que forma parte. Semejante respuesta no es satisfactoria, porque la utilidad, individual o común, es siempre e indefectiblemente utilidad de algo en relación con algo, es decir, utilidad de tales o cuales medios relativamente a ciertos fines. Hablar de lo útil en sí es contradictorio, tan contradictorio como pensar en una relación sin términos. Lo útil es tal en conexión con otra cosa. Por ello el utilitarismo no puede permanecer fiel a sí mismo, y sin remedio desemboca en la ética de fines. Si no terminase en ella, resultaría inexplicable y mutilado. Una teoría de la utilidad, que no fuese al propio tiempo teoría de los fines respectivos, sería como un camino que no condujese a ninguna parte. Medios y fines aparecen indisolublemente ligados en la vida del hombre. Son los hermanos siameses de su experiencia moral.
En rigor, las doctrinas utilitaristas acaban por confundirse con el eudemonismo. Si analizamos, verbigracia, las páginas que John Stuart Mill dedicó a la exposición de esa doctrina, podremos percatarnos de que la tesis del pensador británico es ética de fines. La moral utilitaria resulta entonces el odre nuevo de un vino viejo, como que es el mismo de los moralistas griegos. “The utilitarian doctrine is, that happiness is desirable, and the only thing desirable, as an end; all other things being only desirable as means to that end”. Y en otro pasaje de la misma obra, el propio autor escribe: “Happiness is the sole end of human action, and the promotion of it the test by which to judge of all human conduct; from whence it necessarily follows that it must be the criterion of morality, since a part is included in the whole”.{5}
Stuart Mill reconoce implícitamente, en el último de los párrafos transcritos, que el mero criterio de la utilidad no tiene por sí mismo ningún sentido, y que es necesario referirlo a la idea de la dicha, considerada ésta como supremo bien. Pero hacer de la ventura el último fin de la vida, y convertir las demás aspiraciones humanas en simples medios al servicio de tal desideratum, es eudemonismo puro, de genuino corte clásico.
En cuanto al primero de los párrafos copiados, más que definición de la moral utilitaria, lo es de la eudemonista. Mill presenta, al amparo de un nuevo nombre, la conocida doctrina aristotélica del sumo bien, casi con los mismos giros del pensador de Estagira.
El análisis crítico de ciertas doctrinas acaba por reducirlas a una mera palabra que, o bien no corresponde a ninguna realidad, o es sólo una denominación diferente para un pensamiento milenario. Es lo que sucede con el utilitarismo y, también, con la postura escéptica. Son, para emplear una expresión de José Ortega y Gasset, teorías suicidas. Si queremos pensarlas de manera consecuente, las llevamos a su propia destrucción. Lo que nada tiene de extraño, pues anida en ambas una contradicción interna. Así como el perfecto escéptico debe dudar de todo, incluso de su escepticismo, el utilitarista absoluto tendría que hacer de la utilidad, que es simple atributo de los medios idóneos, la suprema virtud, el último fin. Pero ni la utilidad en sí, ni el escepticismo radical, pueden sostenerse. Lo útil en sí sería la virtud de medios no referidos a fin alguno, y el escepticismo perfecto obligaría al escéptico a dudar de todo, hasta de su propia duda.
Lo anteriormente dicho no significa que el utilitarismo carezca por completo de sentido dentro de la vida moral. Si por esa palabra se entiende el prudente empleo de los medios para la consecución de fines moralmente valiosos, entonces toda doctrina ética debe ser, hasta cierto grado, utilitarista. De lo contrario, permanecería estancada en el limbo de los ideales perennemente irrealizados, sin ejercer influencia alguna en la vida de los hombres. De hecho, el elemento utilitario ha existido, como dice Hartmann, en todas las teorías de la conducta que la historia registra, lo mismo en la moral de Sócrates que en la ética social. Pero este matiz no determina nunca el contenido de la moral misma. Tal contenido lo forman los valores intrínsecos a que está referido el engranaje de la utilidad y los medios. “Como tal, la utilidad es en todas partes la misma. Constituye una categoría general de la práctica, la forma de relación de medios y finalidades. Por esto no tiene sentido hacer de la utilidad un utilitarismo. Ello equivale a convertir los medios en fin, lo dependiente en principio, y una banalidad que se sobrentiende, en contenido de la vida”.{6}
El error de los utilitaristas reside, según Scheler, en creer que nos ofrecen una teoría del bien y el mal, cuando en realidad sólo nos brindan una doctrina (verdadera) sobre los juicios sociales de elogio y censura de lo bueno y lo malo. La sociedad aprueba o critica aquello que resulta para la misma útil o perjudicial. La utilidad o nocividad de las formas de comportamiento funcionan “como el umbral de la posible alabanza o reprobación” de los valores morales.{7} Por ello declara el citado filósofo que los adversarios del utilitarismo se equivocan al sostener que esta tesis es falsa en todos sus aspectos. En rigor, el utilitarismo debe ser considerado como la única teoría correcta acerca de la aprobación y reprobación sociales. Entre la actitud del utilitarista y la del fariseo hay sin embargo una diferencia. El segundo llama bueno a lo que es simplemente útil, en tanto que el primero, descubre esta hipocresía, y explica en qué forma suele la sociedad formarse sus juicios estimativos. Mas, al proceder de tal suerte, incurre en contradicción consigo mismo, ya que adopta una actitud altamente valiosa desde el punto de vista ético, pero perjudicial en extremo. “Pues nada más nocivo que ser utilitarista, ni más conveniente que ser fariseo”. Ello explica, según el propio Scheler, que el utilitarista práctico sea idealista en teoría, mientras que los teóricos del utilitarismo –como Bentham o los dos Mill– son prácticamente idealistas.
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{1} Der Formalismus in der Ethik und die materiale Wertethik, 1927, pág. 3.
{2} Scheler, Der Formalismus in der Ethik und die materiale Wertethik, 1927, pág. 5.
{3} Scheler, Der Formalismus in der Ethik und die materiale Wertethik, 1927, pág. 4.
{4} Scheler, Der Formalismus in der Ethik und die materiale Wertethik, 1927, pág. 5.
{5} John Stuart Mill, Utilitarianism, págs. 32 y 36. Everyman’s Library.
{6} N. Hartmann, Ethik, Zweite Anflage, pág. 80.
{7} Scheler, Der Formalismus in der Ethik und die materiale Wertethik, 1927, pág. 179.