Filosofía en español 
Filosofía en español


Aventura del Pensamiento

Localización histórica del pensamiento hispanoamericano
(notas para una interpretación histórico-filosófica)

Por José Gaos

Nuestra vida” mueve a algunos a esforzarse por filosofar sobre ella, a reconocer y proponer en ella el tema de la filosofía en la actualidad.

Ahora bien, al menor esfuerzo por filosofar sobre nuestra vida, se le descubre ésta como caracterizada última, decisivamente por su historicismo. Por ello, a la filosofía se le impone en la actualidad estudiar nuestra vida con su radical historicismo.

Pues bien, las mudanzas en que consiste la historia se localizan más o menos fijamente en la superficie de la Tierra. La historia se modela sobre la geografía física y humana, pero sin sujeción rigurosa, fatal a la primera ni aun a la última, antes imponiendo sus formas propias no sólo a ésta, sino incluso a aquélla. La Humanidad no depende de su Tierra hasta el extremo. Por tal localización y modelación, sin embargo, cardinales divisiones históricas, principales entidades históricas llevan o deben llevar nombres geográficos o de oriundez geográfica. Ante todo, Occidente y Oriente. Luego, Eurasia, Euramérica, Euráfrica y otras menores. Pero esta geografía histórica se desprende mucho de la física, no deja de desprenderse ni siquiera de la humana. La historia forma, por ejemplo, continentes históricos que se desgajan de los literalmente terráqueos en sismos históricos comparables a los cataclismos geológicos.

Nuestra vida es ante todo la vida actual de Hispanoamérica –y se va a ver muy pronto en qué sentido enciendo esta denominación. Pero los caracteres que enseguida se hacen patentes en ella, y en particular el fundamental historicismo, se hacen patentes al mismo tiempo como caracteres de una vida más vasta: la vida actual de Occidente. Nosotros somos ante todo los actuales hispanoamericanos –en el mismo sentido aludido–, pero los actuales hispanoamericanos somos parte de los hombres actuales de Occidente y nosotros resultamos estos hombres actuales de Occidente. Occidente –he aquí la primera entidad histórica que debe ocuparnos. Occidente –nuestra vida, se nos presenta como la actual de Occidente o como comprensible sólo por las edades anteriores de esta entidad histórica y las correspondientes entidades parciales.

Occidente: ante todo, el Próximo Oriente africano y asiático desde cuándo y hasta dónde viene siendo circunstancia de Occidente, unidad con él, ingrediente de él. Desde el remoto entonces se inició la formación de una Eurasia histórica en antagonismo con la simplemente geográfica. Esta se extiende desde las Islas Británicas hasta el archipiélago japonés. Aquella nunca ha pasado de un meridiano intermedio entre Rusia europea, Irán y Arabia a Poniente, Rusia asiática e India a Levante, un meridiano que pasa aproximadamente –si es que los meridianos pueden hacerse sinuosos para pasar así– por los Urales, la depresión del Caspio y del Aral y el Indo. Esta Eurasia histórica fractura la simplemente geográfica en ella misma, la Eurasia histórica, y el resto de Asia, el Oriente, sin calificación de Próximo ni de Extremo, aunque representado eminentemente por este último. Luego–Occidente–, por primera vez en sentido propio: Grecia. Después, el mundo helenístico y el romano. Más tarde, la medieval Cristiandad europea. A partir de los comienzos de la edad moderna, empezó a formarse una Iberoamérica, compuesta de una Hispanoamérica y una Lusoamérica. O a partir de aquellos primeros comienzos, una mayor. Euramérica menor y mayor.

Por estas denominaciones de Iberoamérica, Hispanoamérica, Lusoamérica, Angloamérica, Euramérica, no entiendo simplemente las entidades formadas en este continente. Para designar estas entidades emplearé las denominaciones de América ibérica, América española, América portuguesa, América inglesa, América. Las existentes de aquellas primeras denominaciones y las correspondientes de estas últimas se emplean corrientemente como sinónimas, para designar las entidades formadas en este continente. Pero no existen sólo estas entidades. Existen también las integradas por éstas y por las que fueron sus metrópolis europeas, y por el intermedio de estas metrópolis, por las entidades formadas en este continente y por Europa, por la Eurasia histórica misma, en suma: así se constituyó Occidente con la significación máxima que ha llegado a tener el término y es aquella en que se opone a Oriente, sin calificación. Para designar estas entidades así integradas se dice corrientemente, por ejemplo, España y América española o España e Hispanoamérica, o Europa y América. Pero estas denominaciones tienen la inexactitud de que su composición antes encubre que expresa las entidades correspondientes en la unidad que las hace ser. La denominación de Occidente es la única del grupo que expresa con exactitud la respectiva entidad. Es que la solidaridad de la Península Ibérica y las Islas Británicas con la Europa continental; la dependencia colonial primero y la independencia nacional luego –aunque resulte paradójico, las dos– de la América ibérica y la América inglesa respecto de España, Portugal e Inglaterra; la posponderancia de la nueva, joven América, a pesar del desarrollo estupendo de la inglesa, respecto de la vieja Europa tomada en su innegable, irrenegable unidad y totalidad geográfica e histórica, en cuya ponderosidad entra hasta la ancha gravitación de Roma y primero la profunda y originaria, creadora, de Grecia –todo esto ha encubierto el hecho de que la Península Ibérica y la Gran Bretaña, sin dejar de formar parte de la Eurasia histórica, habían venido a formarla del nuevo mundo creado por los descubrimientos, conquistas y colonizaciones llevadas a cabo por ellas; que España, Portugal y el Reino Unido habían venido a ser otras tantas naciones más entre las integrantes de este nuevo mundo, puede que ni siquiera las más viejas o las independientes hace más tiempo…; el hecho de la constitución de una Iberoamérica y una Angloamérica, de una Euramérica menor, las tres en el sentido indicado–si todo ello no encubrió igualmente el hecho de la constitución de una Euramérica mayor en el mismo sentido, puesto que el término de Occidente llegó a tener la significación que tiene. Como consecuencia, y más aún, lo mismo todo oscureció la previsión de los movimientos que iban a poder llevarse a cabo dentro de Euramérica mayor o de Occidente. Mas en estos días estamos asistiendo al espectáculo de la revelación evidente ya para todos de una Angloamérica en el sentido repetido, por intensificación de la solidaridad que ahora se ve preexistía entre Inglaterra y la América inglesa y por desplazamiento del centro de gravedad de esta Angloamérica de su parte europea a la americana. El espectáculo de Iberoamérica, siempre en el mismo sentido, es quizás más complicado. Porque es quizá más complicado el simple espectáculo de Hispanoamérica –en adelante ya no será menester insistir en qué sentido. En contraste con Angloamérica, que intensificando su solidaridad y desplazando su centro de gravedad la ha hecho patente para todos, España y la América española están por el momento en trance de separación: estando ya España del lado de la Europa continental, acabando por estar toda la América española del lado de Angloamérica–sin que esta separación impida, antes bien parece que lo fomenta, un desplazamiento del centro de gravedad de Hispanoamérica en la misma dirección que el de Angloamérica, no sé si menos visible, pero en todo caso no menos efectivo, sino quizás más. Claro que así el curso ulterior de aquella solidaridad como la suerte futura de esta separación dependen del desenlace de la guerra.

Mas en todos los casos se presenta como sumamente improbable todo lo que no sea la consumación del desplazamiento del centro de gravedad de Angloamérica e Iberoamérica, de Euramérica menor, de sus partes europeas a las americanas. Y se divisa del lado del futuro en el horizonte histórico el día en que el peso del platillo citramarino, citra-atlántico de la gigantesca balanza telúrica e histórica despegue de su base, de su pasado, y levante el ultramarino, ultra-atlántico en vilo, en su propio vilo de futuro, suyo, del platillo citra-atlántico, fraccionando Euramérica mayor, Occidente, por el mar del Norte y el canal de la Mancha y por los Pirineos, en Euramérica menor y el resto de Euramérica mayor y de la Eurasia histórica, la Eurasia histórica continental. E incluso el día en que Euramérica menor empiece a representar algo equivalente a lo que no ha dejado aún de representar la Eurasia histórica. El desplazamiento de su centro de gravedad hacia Occidente, complejo y paulatino pero en definitiva constante, desde sus antecedentes orientales próximos y sus orígenes griegos, pasando por su era romana, antigua y gentil y medieval y católica, y por su edad moderna, española, francesa, inglesa, hasta su americano presente y más aún futuro, parece el histórico movimiento y el cósmico sino propio de la gran entidad que lleva el nombre de su punto cardinal con tal fidelidad a él. En todo caso, lo que se acaba de apuntar en esta nota habrá mostrado o confirmado que los hechos son más complejos de lo que parece percibirse o pensarse corrientemente, a juzgar por el instrumental onomástico de que se ha dispuesto hasta aquí y el uso que hasta aquí se ha hecho de él, y que por tanto debe dividirse y completarse este instrumental como se ha propuesto y hecho en lo que se acaba de apuntar, ya que los términos de América ibérica, española, portuguesa, inglesa, no se prestan a designar las entidades integradas por las formadas en este continente y las que fueron sus metrópolis, como se prestan a hacerlo los otros términos, de Iberoamérica, Hispanoamérica, etc.

Euramérica menor ha pasado ya por dos etapas históricas; la de dependencia colonial de sus partes americanas respecto de las europeas y la de la independencia nacional de aquéllas como de éstas.

El proceso de transición entre las dos primeras etapas resulta mucho más complicado en Hispanoamérica que en las otras dos componentes de Euramérica menor. Del proceso de independencia de las colonias americanas de Inglaterra y Portugal salieron sendas naciones americanas independientes. Del proceso de independencia de las colonias americanas de España salieron una pluralidad de naciones americanas independientes que tardaron un siglo, en redondo, para llegar a ser las actuales. Pero no sólo esto. También lo relacionado con esto y lo consecuencia de ello.

En el siglo XVIII se inicio en España y sus colonias americanas el que debe considerarse un mismo movimiento por la identidad de sus orígenes y de su dirección. En España, un movimiento de renovación cultural, de reincorporación después de la decadencia inmediatamente anterior, de revisión y crítica del pasado que había concluido en aquella decadencia. En las colonias, en México señaladamente, un movimiento de renovación cultural asimismo, de independencia espiritual respecto de la metrópoli, de la consecuente tendencia, siquiera implícita, a la independencia política. A priori puede afirmarse que uno y otro se originaron en la evolución propia de metrópoli y colonias. A posteriori se sabe que el gran movimiento de la cultura de Occidente que se cifra en el nombre de la Ilustración fue concurrente origen común de ambos. Es fácil echar de ver, en fin, que en su capa más radical son, el primero, un movimiento de independencia espiritual respecto directamente del pasado patrio; el segundo, un movimiento de independencia espiritual y política respecto directamente de la metrópoli, pero por la correlación de metrópoli y colonia dentro del imperio, respecto indirectamente de la colonia como tal y en suma del Imperio o del pasado imperial, metropolitano-colonial, común; ambos, en conclusión, movimientos de independencia respecto del pasado propio, que es el mismo.

El movimiento se hizo decisivamente político y triunfó como tal en las colonias del continente a principios del siglo XIX. En las colonias de las islas antillanas se hizo movimiento político crecientemente poderoso a lo largo del mismo siglo, para triunfar hacia su final en la última colonia. En la Península, y a lo largo del siglo pasado y lo que va del presente, persistió y se ensanchó y elevó y ahondó como movimientos constitucionales y liberales y en los movimientos republicanos que terminaron en la Primera y en la Segunda República, pero como movimiento político no ha triunfado todavía.

De todo este triple movimiento doble: triple, continental, insular, peninsular; doble, espiritual y político, hay entre el momento inicial que puede cifrarse en la fecha 1810 y el eventual momento final un momento intermedio de importancia singular, el que corresponde al año 98. El 98 es data a la que corresponde un acontecimiento de importancia máxima en la historia de España, y de la América española, al fin del Imperio español, y a la que se ha ligado una significación importante en la historia del sector más ilustre de la cultura española, el de sus letras: la significación de nombre de una generación de relieve singular en la historia de las letras españolas contemporáneas, con cuanto significa a su vez una generación semejante, entre ello un “hecho generacional”, que para la aludida es el mencionado fin del Imperio. A pesar de ello, acaso no se haya dicho aún todo lo que hay que decir acerca del momento. El triunfo del movimiento de independencia espiritual y política de Hispanoamérica respecto del pasado común en la última colonia no podía menos de tener en la metrópoli una repercusión efectiva única, resultase más o menos sensible o aparente. En el 98, al hacerse independiente de la metrópoli la última colonia, no sólo se hacía independiente ella de la metrópoli: ipso facto hacía independientes decisivamente consigo a las antes también colonias y a la metrópoli misma –del pasado común, terminando con el Imperio en la misma forma en las colonias y en la metrópoli. Ni siquiera en ésta podía el Imperio, el pasado subsistir sino en la forma en que podía subsistir en la colonia que acababa de hacerse independiente y en que había subsistido en aquellas que se habían hecho independientes a partir de cerca de un siglo. La vieja España imperial no venía existiendo sólo en la Península. Dada la correlación entre metrópoli y colonia dentro del Imperio, puede decirse que sólo desde el momento en que empezó a existir en América, empezó a existir en España. En todo caso, prácticamente, venía existiendo en metrópoli y colonias desde los comienzos de éstas. No sólo porque en éstas se sucediesen las autoridades representantes de la imperial. Más aún porque en las colonias vivían partidarios de la metrópoli o del Imperio, de lo que una u otro representaban para ellos espiritual, social, materialmente, que resultaban los predominantes de hecho. Sin ellos y su predominio efectivo, las autoridades representantes de la imperial, el Imperio, ni siquiera se hubieran establecido; en todo caso, no se hubieran sostenido, como no se sostuvieron a partir del momento en que los adversarios del Imperio prevalecieron sobre los partidarios. Pero éstos no se extinguieron en las colonias con éstas mismas. Han sobrevivido dentro de las nuevas naciones independientes, en las clases o grupos sociales y políticos que han seguido siendo partidarios del pasado o de lo que éste representaba espiritual, social, materialmente; que se opusieron a la Independencia y han reaccionado repetidamente contra las manifestaciones y efectos del consecuente desarrollo histórico del movimiento de independencia espiritual y político, apoyando movimientos culturales y hasta políticos y bélicos retrógrados; que comprendieron perfectamente su comunidad de intereses, o cuando menos de espíritu, con el movimiento que terminó con la Segunda República española. En tal forma, de clases o grupos sociales y políticos con el espíritu de la vieja España imperial, si no con un ideal preciso y expreso programa de restauración del Imperio, pero sin fuerza para imponerse a los demás habitantes de las naciones independientes de la América española, pervive aún el pasado imperial dentro de éstas. Después de haberle quitado la independencia de la última colonia toda otra forma de realidad, en la misma podía pervivir en la propia España. Sólo que se comprende: el Imperio fue más fuerte que en las colonias continentales en las insulares durante casi un siglo; con y sin el Imperio, la vieja España siguió más fuerte que en las colonias en la metrópoli hasta nuestros días; y las vicisitudes del movimiento de independencia respecto del pasado hasta consolidarse políticamente, por las que no dejaron de atravesar las colonias, resultan mucho más tardías o duraderas que en éstas en la metrópoli.

El movimiento iniciado en el siglo XVIII en España y en América española se presenta, pues, como un movimiento único, de independencia espiritual y política, por respecto a una vieja Hispanoamérica imperial y una, de una plural Hispanoamérica nueva, con una constitutiva ideología ochonovecentista, democrática, liberal, republicana, antimperialista. En el siglo XVIII se inicia la independencia espiritual de la metrópoli respecto de sí misma, se consuma la de las colonias respecto de la metrópoli: se inician las nuevas naciones hispanoamericanas, entre ellas una nueva España. La mayoría de las continentales lograron la independencia política dentro del primer tercio del siglo XIX; la última en lograrla de las insulares, a fines del mismo siglo; la peninsular no la ha logrado todavía. España es la última colonia de sí misma que de sí misma, la única nación hispanoamericana que del común pasado imperial, queda por hacerse independiente, no sólo espiritual, sino también políticamente. La vieja España existía tanto en las colonias cuanto en la metrópoli: como en aquéllas, también en ésta puede sustituirla una nueva. La medida y forma en que lo logre depende del desenlace de la guerra actual, pero las naciones americanas de Hispanoamérica pueden influir decisivamente sobre el desenlace en este punto, según como continúe desarrollándose la comprensión de la solidaridad de la vieja y la nueva Hispanoamérica. Los partidarios de la vieja en España y América han comprendido en general la suya.

Muchos de los españoles residentes en la América española, e incluso algunos de los residentes en España, comprendieron, simplemente con mayor o menor sagacidad histórica, la solidaridad de una nueva España con la conversión de las colonias en naciones. En cambio, no comprendió la suya con esta conversión la Primera República Española. Más clarividentes y generosos que ésta, los representantes, los constituyentes de la nueva Hispanoamérica en América, muy en primer término en México, han comprendido la suya con la Segunda República española, ayudándola combatiente y acogiéndola derrotada y desterrada, reemplazando un antihispanismo que seguía siendo reacción contra la vieja España por un hispanismo que promete ser percepción definitiva de la nueva y adopción relativamente a España de una actitud pareja a la adoptada por las naciones hispanoamericanas que se habían hecho ya independientes relativamente a las que seguían sujetas a las fuerzas del Imperio.

La diferencia entre los orígenes de las colonias americanas de España y los de las de Inglaterra; la consiguiente diferencia entre el carácter y la evolución de unas y otras; la diferencia, en fin, de destino entre el imperio inglés y el español, después de la independencia de las respectivas colonias americanas –el primero, subsistente hasta hoy, incluso en América; el segundo, extinto–, bastarían para que no fuesen exactamente las mismas en Angloamérica y en Hispanoamérica las relaciones de las metrópolis y colonias consigo mismas y entre las respectivas metrópolis y colonias antes y después de la independencia de las últimas. Sin embargo, parece que un cierto trasplante de la tradición histórica y el espíritu imperial de Inglaterra a los Estados Unidos contribuiría a explicar la historia de las relaciones entre la América inglesa y la española. Se habla de las dos Américas. Hay, en efecto, dos Américas, pero, en rigor, dobles: la inglesa y la española anteriores y posteriores a la independencia de las colonias. Cuando la metrópoli española era protagonista de la historia, tuvo en la inglesa su antagonista vencedor. Lo que separaba más radicalmente ambas metrópolis, la religión, el sentido de la vida, las aptitudes ligadas con este sentido, nada de ello sin nexos, ni mucho menos, con su antagonismo político e incluso económico, es lo que sigue separando más radicalmente ambas Américas. Un cierto trasplante del antagonismo entre las dos metrópolis y del imperialismo inglés a los Estados Unidos es antecedente, que no lo parece meramente en el sentido cronológico, del imperialismo que han practicado los últimos y del antagonismo que ha existido entre las dos Américas. Mas, por otra parte, y sin que obsten los ingredientes que en los orígenes y consiguiente tradición de las colonias americanas de Inglaterra eran de antemano de signo contrario a la Ilustración, ésta, que en Inglaterra tuvo su origen, y la consiguiente ideología democrática, liberal, republicana y antiimperialista, es un espíritu común de ambas Américas desde los inicios de su independencia espiritual y política y un origen de ésta. El sentimiento de esta comunidad, vivificado e iluminado por la crítica coyuntura actual, bien podría ser lo más radical y decisivo de la política del Buen Vecino y de la solidaridad panamericana, singularmente en esta coyuntura.

Un Imperio no está sólo en la metrópoli y no también en la colonia. No puede estar en la primera sin estar en la última. Por esencia, reside simultáneamente en una y otra y simultáneamente en una y otra deja de, existir. No se trata de meros juegos dialécticos con conceptos formales, sino de enunciar y beneficiar las realidades históricas. ¿Se habrá dado el caso de que en colonias que se hicieron independientes no hubiera más que coloniales partidarios de la independencia y en la metrópoli imperiales opuestos a ella, y no más bien siempre el caso de coloniales bien hallados con el Imperio y coloniales partidarios de la independencia, de metropolitanos opuestos a ésta y metropolitanos simpatizantes con ella, representantes de un nuevo espíritu antiimperialista? Por ello, la simple aspiración a la independencia, no ya su consumación, no resulta una simple separación geográfica entre metropolitanos y coloniales, sino una mucho más compleja separación histórica entre metropolitanos y coloniales representantes y partidarios del pasado y representantes y partidarios de un nuevo presente y futuro. Al hacerse independiente, no ya política, tan sólo espiritualmente, un pueblo de otro, no sólo experimenta un cambio el que pasa de la sujeción espiritual o política a la independencia correspondiente, sino que este cambio hace experimentar ipso facto otro correlativo al otro pueblo, que pasa de ser, por ejemplo, pueblo imperial política o espiritualmente a dejar de serlo –como, a la inversa, al ser sojuzgado política o espiritualmente un pueblo por otro, no sólo pasa el uno de la libertad política o espiritual a la respectiva servidumbre, sino al par el otro de no ser dominador política o espiritualmente a serlo. Los movimientos de independencia y separación de pueblos y naciones, como ya los inversos, de unión y conquista, como asimismo los de simple desplazamiento de centros de gravedad entre o en ellos, se ven habitualmente en el espacio. Se ven territorios que se juntan o se separan o por los que se desplaza un centro de gravedad. Pero la realidad es que todos estos movimientos son más radical, últimamente, movimientos de innovadora ruptura en el tiempo. Pueblos o naciones cuyo centro de gravedad se desplaza, rompen a una con el pasado gravitante sobre el centro anterior. Pueblos o naciones que se separan o unen, rompen a una con su pasado de unión o de separación, con su pasado común o propio. Más: todos estos movimientos son posibles como movimientos en el espacio sólo en cuanto son o por ser movimientos en el tiempo. Unos espacios se unen a otros o se separan de otros, porque en ellos un presente rompe con un pasado. No para andar por la Tierra necesita y emplea el hombre tiempo: porque su naturaleza, su vivir es algo a lo largo del tiempo, puede y necesita desplazarse por el espacio-material o ideal.

La historia de nuestra filosofía, la filosofía occidental, no es vista por nosotros desde nuestro hoy como la veían desde su ayer nuestros antecesores de hace unos decenios. Hoy la vemos, como sigue, o cabe que la veamos, más bien como sigue.

Dos grandes mundos, dos grandes culturas, sucesivamente, en la Eurasia histórica. El mundo, la cultura de los pueblos antiguos, de los pueblos que acabaron incorporados y unidos en el Imperio de Alejandro y las monarquías helenísticas, más amplia y decisivamente en el Imperio romano. Y el mundo, la cultura de los pueblos modernos: los pueblos europeos de la edad media y la moderna, que son los mismos a lo largo de ambas edades, que a lo largo de la media se constituyen en los Estados nacionales que hacen la historia a lo largo de la moderna –y los pueblos americanos nacidos de la colonización europea, al cabo Estados nacionales ellos mismos. El hecho histórico divisorio, más radicalmente, de ambos mundos y culturas: el cristianismo. Más que la fusión de “bárbaros del Norte” y del Este y romanizados del Mediodía y de Occidente, es la evangelización de unos y otros general y unificadora. Los pueblos nacidos de la fusión de romanizados y bárbaros se definen durante la edad media como la Cristiandad.

A los dos mundos y culturas, sendas filosofías: la filosofía griega, a que se reduce la antigua toda; la filosofía medieval y moderna, que es una, aunque la moderna, dividida en filosofías nacionales –hasta que las nacionalidades modernas no están bien constituidas y como tales empiezan a hacer la historia, tampoco empieza la división de la filosofía en filosofías nacionales: como la formación de la lengua es la expresión más propia y aun la función más constitutiva de la formación de la nacionalidad en general, la adopción de la lengua nacional es la expresión y la función análogas de la aparición de la nacionalidad en la filosofía, y la adopción de las lenguas nacionales modernas por la filosofía no empieza hasta bien entrada la edad moderna. Sin embargo, en los últimos grandes escolásticos medievales, ingleses, cabe ver el inicio de un carácter nacional; pero también se trata del inicio de la filosofía moderna. Las inflexiones más profundas en la historia de la filosofía occidental, las que corresponden a la irrupción del cristianismo en ella y al esfuerzo reiterado y crecientemente logrado de ella por emanciparse del cristianismo. Más divididas entre sí la filosofía antigua y la medieval y moderna por el paganismo de los pueblos antiguos y el cristianismo de los modernos, que unidas la antigua y la medieval por la recepción de la primera por la segunda o divididas la medieval y la moderna por el esfuerzo aludido. No sólo la teología filosófica de la edad media, una gran obra de interpretación racional del sentido y la idea cristianos de la vida y el mundo. La metafísica de los dos últimos tercios del siglo XVII y primer tercio del XVIII, una nueva gran obra de interpretación racional de los mismos sentido e idea, motivada por las innovaciones que son orígenes de los tiempos modernos, o un gran intento de conciliación racional de aquellos sentido e idea con estas innovaciones. Kant y el idealismo alemán, el último gran intento hasta hoy de la misma interpretación, motivado en parte por las peculiaridades de la nacionalidad alemana, entre ellas las de su desarrollo histórico, en parte como reacción a la Ilustración. Porque a este movimiento de interpretación racional del sentido y la idea cristianos de la vida y el mundo, reiterado con creciente grandiosidad a lo largo de la historia medieval y moderna de Occidente, opuesto otro, en oleadas alternantes con las del anterior: un movimiento tendiente a emancipar la filosofía occidental del cristianismo, movimiento creciente también. Iniciado en la filosofía en que se disuelve –mejor que decae– la Escolástica medieval: la filosofía de los últimos grandes escolásticos mismos y de sus escuelas, principalmente el nominalismo. Mejor que continuado por la filosofía del Renacimiento, en la que hay de todo, complicado con el Renacimiento en general, con cuya inspiración básica y tendencia predominante coincide. Reanudado por la Ilustración y proseguido por la prolongación de ésta en la filosofía contemporánea; y en esta su última etapa, tocante a su máximo hasta hoy.

Filosofía contemporánea, la posterior al último gran clásico, a Hegel. Filosofía que se presenta como la alternación de oleadas de dirección opuesta que continuarían respectivamente los dos grandes movimientos de la filosofía medieval y moderna. Continuación e intentos de restauración del moderno idealismo metafísico, culminante en Hegel: epígonos del idealismo, de la metafísica, inventores de la metafísica inductiva –Weisse y Fichte hijo, Herbart, Fechner, Lotze, E. de Hartmann, Wundt, Eucken; nuevos espiritualismos metafísicos: Schopenhauer, Biran, Cousin y su escuela, Boutroux, Bergson; neoidealismos–, neokantismo, neofichteanismo, neohegelianismo; fenomenología eidética de Husserl; filosofías de los valores. Positivismo y marxismo, Kierkegaard y Nietzsche, Dilthey, filosofías de la vida, fenomenología trascendental de Husserl, filosofía existencial: reacción contra Hegel, inversión de Hegel, sustitución del idealismo por un realismo humano que continúa, en evolución de sentido determinado, la Ilustración y a través de ésta el movimiento reanudado por ella.

Siguiendo a Dilthey, cabe reconocer a lo largo de esta historia de la filosofía occidental la alternación, igualmente, de dos formas de filosofías, o quizá mejor, del filosofar, en relación con los dos grandes movimientos registrados. Filosofías más sistemáticas, no sólo en la integridad, orden y rigor del pensamiento, sino también en la forma de exponerlo; filosofías que se acercan a la ciencia y llegan a confundirse con ella: son principalmente las grandes filosofías metafísica – Aristóteles, la Escolástica, Descartes, Spinoza, Kant, Hegel. Filosofías de forma de exposición más literaria, si no siempre de ideación asistemática: son principalmente las filosofías que ponen en primer término o en término único las cosas humanas y que por transiciones insensibles pasan a pensamiento, aplicado, ético, político, estético…, a literatura de ideas y llegan hasta confundirse con la literatura de imaginación o ficción –Platón, los postaristotélicos, los renacentistas, los pensadores– escritores de la Ilustración y de los siglos XIX y XX.

Pero, a todo esto… La edad media no terminó ni empezó la moderna el 28 de junio de 1453. La edad moderna se inició por lo menos a finales del siglo XIII, con los viajes de los Polo. Y la edad media ha prolongado su existencia, en algunos de sus ingredientes o aspectos, dentro de algunos países, hasta tiempos muy recientes. Las divisiones de la historia no terminan unas y se inician otras en un punto y hora. Las posteriores se inician en plenas divisiones anteriores y éstas es extinguen en plenas divisiones posteriores. Las divisiones históricas se encabalgan. Consecuencias y manifestaciones: asincronismos y complejidades. Las gestas, las obras, las figuras presentan o descubren una mezcla de elementos o rasgos propios de las divisiones sucesivas, en dosificación cambiante con la localización en el tránsito entre dos de ellas o en la plenitud de una. Hay elementos y rasgos inequívocos de auténtico medievalismo en el descubrimiento y conquista de América, en Lutero, en Copérnico, en Descartes –hasta en Kant, hasta en Hegel. Pero, a la inversa, las innovaciones que son orígenes de la edad moderna son una de las razones de ser de la filosofía de Descartes y de sus grandes continuadores inmediatos; la Ilustración, de la de Kant y los suyos. Dentro de la filosofía contemporánea, las más de las filosofías pertenecen por distintos elementos o rasgos a uno y otro de los dos movimientos registrados. Ha sido con arreglo al movimiento dentro del cual parecen filosofías o filósofos haber ejercido su mayor influencia hasta ahora o deber ser incluidos desde el punto de vista actual, como se ha hecho la distribución del correspondiente aparte anterior, hecha además en buena parte a título de simple ejemplificación. Salvedades análogas habría que hacer por respecto a las dos formas del filosofar y su correspondencia con las filosofías. En la realidad con su detalle, que llega a la individualidad, no sólo de los autores, sino de las obras, hay entre ambas formas todas las gradaciones intermedias y en la correspondencia histórica todas las complejidades y excepciones.

Mas si despegando de los detalles la vista, que sólo puede ir recorriéndolos aisladamente, se abarca la totalidad de la historia, situado a la distancia necesaria en el hoy, la totalidad abarcada se ofrece con un dinámico relieve inequívoco. La filosofía occidental, a partir de los fines de la medieval y principios de la moderna, dibuja un nítido movimiento de reiterada y ascendente emancipación de su vinculación al cristianismo –hasta nuestros mismos días. En filosofías que se ocupan con este mundo, con esta vida hasta desprenderse absolutamente y por principio de toda otra vida, de todo otro mundo. Filosofías que se ocupan con este mundo, con esta vida, en la detallada concreción de sus cosas del mundo, cosas de la vida. Que, congruentemente, se expresan en formas con preferencia parciales o casuísticas, libres y bellas: el ensayo, la carta, el artículo de revista y de periódico, pero no de periódico o de revista técnica, sino general, literaria. La mirada avizora en el fondo, base y raíz de este movimiento otro, del que por ello resulta el anterior tan sólo la expresión: el movimiento de génesis y auge del hombre moderno, el burgués laico. El hombre que acomete la empresa de organizar la vida humana, en todas sus dimensiones, públicas y privadas, en la ecumene y en la intimidad de la persona, a base de ella misma exclusivamente. La empresa de vivir, de ser hombre, a base exclusivamente de la humanidad, del ser hombre. Mas la mirada acaba vislumbrando en el fondo de esta empresa, a su vez, un doble problema, que a la ilustración y a la filosofía que la ha continuado hasta hoy, que al hombre sujeto último de este movimiento filosófico, plantea el término actual de la trayectoria histórica recorrida por este hombre mismo, y que se plantea a sí propia la filosofía en su instante actual igualmente. Tal preocupación exclusiva por el más acá, tal inmanentismo, es un hecho como doctrina de un movimiento del pensamiento y como propósito de un tipo de hombre. ¿Lo será igualmente como realidad? ¿No habrá error, limitación superficial, en la concepción de “la vida a base de ella exclusivamente”, del “a base exclusivamente de la humanidad, del ser hombre?” La vida, el hombre ¿no implicarán, o “complicarán”, en su ésta, en su más acá, en su humanidad, un otra, un más allá, un humus donde arraigue y se sostenga y sustente la raíz sostén y sustento? La crítica coyuntura actual, la cuestión que es nuestra vida ¿no estribará justamente en que hayamos hecho la experiencia histórica de tal inmanentismo hasta el extremo en que se revela últimamente imposible? La misma filosofía oriunda y abogada de este inmanentismo no ha podido menos de acabar volviendo a la metafísica. Es cierto: a una metafísica doctrinalmente irreligiosa. Pero no menos cierto, que por ella se pasa al segundo estrato, más profundo y decisivo, del problema. El cristianismo es desde los comienzos de la edad media la raíz tradicional del Occidente moderno, europeo y americano. Es desarraigarse, descristianizarse, para el occidental, europeo y americano. Mas por otra parte, es innovar hacer la historia o ser hombre. ¿Será la humana una naturaleza condenada a errar sucesivamente de un extremo a otro, sin que le sea dado ni siquiera en el punto medio de cada vaivén conciliar arraigo o tradición e innovación o historia en síntesis reiteradamente superiores de tesis y antítesis dialécticamente necesarias? Si el cristianismo pudo ser raíz, es porque es religión. ¿Será la religión etapa accidental de la historia humana, como implica en su último fondo la ley positivista de los tres estados, o capa esencial de la humana naturaleza, la capa básica, como la ha concebido la tradición general del pensamiento y siguen concibiéndola algunos dentro de la misma filosofía más actual? La religión, lo único verdaderamente radical y en consecuencia capaz de religar por la raíz o de radicar o arraigar. Porque si esto último, el inmanentismo habrá sido, podrá seguir siendo doctrina y propósito, pero no será realidad: el hombre complicará alguna trascendencia. Y la metafísica irreligiosa será y podrá seguir siendo doctrina, pero no verdadera: la trascendencia complicada por el hombre será religiosa.

Se consignó y razonó en la nota anterior: las modernas filosofías nacionales empiezan con el término de la constitución de los modernos Estados nacionales y con el empleo de los idiomas correspondientes. Por tanto, Séneca, S. Isidoro, los filósofos árabes y judíos españoles no integran o contribuyen a integrar una filosofía propiamente española, suponiendo que integrasen o contribuyesen a integrar una filosofía, compensado el aislamiento de un Séneca y de un San Isidoro por la serie árabe y la serie judía, culminantes además dentro de las filosofías respectivas. Lulio pertenece a la Escolástica europea o a una cultura española que no es la Euramericana o universal, la de lengua castellana; y es una figura tan aislada como ingente. Pero–la mística germánica de fines de la edad media y principios de la moderna es uno de los orígenes de la filosofía moderna, aunque lo fuese sólo de la filosofía alemana como tal: lo es por el pensamiento y por la lengua. Pues bien, en esta mística tiene también uno de sus orígenes, más o menos directo e importante, la española, en la que los hombres de lengua española podemos reconocer sin empacho, tanto más cuanto que en el reconocerlo no nos encontramos solos, la culminación de la mística cristiana, europea y universal. Y en ella podemos reconocer igualmente, tampoco solos, una filosofía española, de la forma en que la filosofía es pensamiento místico, religioso. Una filosofía española por la lengua y por el pensamiento, asimismo. Y hasta una vez aun acompañados, la más alta filosofía española, puesto que, por una parte, a ella podemos agregar otras aportaciones españolas a la filosofía o el pensamiento universal contribuyentes a integrar una filosofía española, pero, por otra parte, estas aportaciones no alcanzan dentro de la cultura humana tan altas cimas. Existe una escolástica española que se extiende densa desde Vitoria hasta Suárez y que tiene una localización que le da carácter nacional en grado no conocido hasta ella por la Escolástica. Es, más que una continuación de la medieval, una restauración de ella que acaba alcanzando las mismas alturas en Suárez. Por algunos puntos, señaladamente por la independencia que las Disputaciones del último devuelven a la metafísica respecto de la teología, es otro de los orígenes de la filosofía moderna, y no de la de una nación sola. En los últimos grandes escolásticos medievales cabía ver un inicio de carácter nacional. En la escolástica española cabe verlo más aún. La inserción en plena edad moderna, la coexistencia con el empleo de las lenguas nacionales para la manifestación del pensamiento, de la filosofía, contagian el fondo escolástico y la expresión latina de modernidad y nacionalidad en los problemas y soluciones y en la forma mental y verbal, didáctica y literaria. En esta escolástica debe encontrarse, pues, la segunda aportación, y aportación importante, de España a la filosofía universal o contribuyente a integrar una filosofía española. Una tercera puede hallarse en la misma edad. Hay una aportación ibérica al Humanismo y a la filosofía del Renacimiento que se esparce desde los más o menos erasmistas, pasando por figuras como las de Servet, Pereira, Huarte, Sánchez hasta los rezagados Quevedo y Gracián, y que puede considerarse como una filosofía española del Renacimiento. Hay, en fin, una cuarta aportación. Mas para llegar a ella hay que saltar del triple movimiento coetáneo, místico, escolástico, renacentista, al encenderse de las luces en Hispanoamérica. Salto seguramente no tan considerable en la superficie del tiempo, dada la prolongación del movimiento anterior hasta la segunda mitad del siglo XVII, cuarto en las honduras de la historia.

La Ilustración se extiende en el mismo siglo XVIII a Hispanoamérica. Ante todo, da a ésta un conocimiento de la filosofía moderna extranjera que, favorecido crecientemente por las crecientes relaciones internacionales del mundo moderno, ya no sufrirá colapso. Hispanoamérica se da, a su vez, a este conocimiento, con avidez que ha llegado a parecer extremada y contraproducente. Hispanoamérica importa desde el siglo XVIII hasta nuestros mismos días filosofía extranjera, no siempre elegida con el mismo discernimiento. Primero, en pleno siglo XVIII, los que se enteran de la existencia de la filosofía moderna de Bacon, de Descartes, toman conocimiento de ella, se dejan influir por ella, procuran que tomen conocimiento de ella y se dejen influir por ella sus compatriotas: Feijoó, los mexicanos humanistas del siglo XVIII, jesuitas desterrados a Italia, Gamarra. En seguida, los que influidos ya propiamente por la Ilustración y sus primeras derivaciones, son promotores eficaces de la renovación de los estudios filosóficos o del interés por ellos: Lafinur y Agüero; Caballero, Varela, Luz y Caballero; Martí de Eixalá. Más adelante, los principales movimientos producidos en Hispanoamérica durante todos los tiempos contemporáneos por la importación de filosofías extranjeras: el del krausismo en España y el del positivismo en la América española, cuyos maestros alcanzan desde Sanz del Río hasta D. Manuel B. Cosío, desde Barreda hasta Varona e Ingenieros: contraste entre las dos partes de Hispanoamérica–no hay prácticamente ni positivismo en España, ni krausismo en la América española. Ayer, los superadores del positivismo y los que ya no se curan del krausismo, los que se inspiran o forman en nuevas filosofías, la de Bergson, la neokantiana: Korn, Vasconcelos, Caso, Ortega. En fin, hoy, los formados o inspirados por los principales filósofos de obra o de influencia posterior, Husserl, Scheler, Nikolai Hartmann, Heidegger, Dilthey, Blondel, Marcel: Romero, Astrada, Vassallo, Ramos, Zubiri, García Bacca.

Pero si no hubiera en la Hispanoamérica contemporánea más que esta importación de filosofías extranjeras, aun contando con la asimilación, transformación y aplicación personal y nacional eminentes en la obra de un Luz y Caballero, de un Korn, de un Caso, de un Romero, de un Ramos, de un García Bacca, y con que en esta obra se encuentran los gérmenes y hasta los comienzos de una filosofía, en el sentido más riguroso, original de Hispanoamérica; aun contando con los efectos culturales, sociales, disueltos por todo el organismo nacional, o cristalizados en puntos o momentos de la política, que hay que atribuir al krausismo en España o que haya que conceder al positivismo en México –quizás no habría aún una cuarta aportación, ya no de España, sino de Hispanoamérica, a la filosofía, al pensamiento universal, ni por ende a una filosofía, tampoco ya española, sino hispanoamericana. Pero hay más.

La Ilustración reanimó la vida intelectual y aun contribuyó a renovar la vida toda de Hispanoamérica. Hasta el mismo punto que en los países de donde venía y en otros: reanimar, por una reacción natural y comprensible, la vida de aquello mismo a que en el curso de la historia venía a oponerse. En España, Balmes destaca la grandeza filosófica de Descartes y Leibniz. No es difícil encontrar lo que le inspira. Se trata de oponerlos a la doble filosofía posterior a ellos: la irreligiosa filosofía de la ilustración, la idealista y escéptica o panteísta filosofía alemana de Kant a Krause. Pero la obra toda de Balmes es hija del espíritu del siglo de las luces. Es obra de luces y de luces dirigidas en el mismo sentido que las de la Ilustración y que el inmanentismo del hombre moderno que marcha en el fondo de la Ilustración: la historia de la civilización europea, la política nacional e internacional. Con tal obra se anticipó Balmes al neoescolasticismo contemporáneo con que la Iglesia no pudo menos de reaccionar ante la amenaza del progreso del inmanentismo, de la filosofía contemporánea que responde a él como a él había respondido la Ilustración. En el encomio de la filosofía moderna y de Bacon, Galileo, Descartes que se encuentra en los mexicanos y jesuitas humanistas del siglo XVIII, no parece suspicacia infundada suponer un brote anterior del mismo propósito de oposición. Y en la obra toda de estos humanistas hay que reconocer una primera manifestación de la misma reacción. Ya esta obra era hija del espíritu de su siglo, obra de luces dirigidas en el sentido de las luces de la Ilustración y del inmanentismo del hombre moderno: la cultura patria y su renovación por la filosofía moderna.

Al inmanentismo motor de la Ilustración respondía la ocupación de ésta con las cosas de este mundo, pero principalmente de esta vida, las cosas humanas, en su detalle concreto. Entre las cosas humanas en su detalle concreto hay una que toma cuerpo porque éste es destacada concreción de las cosas humanas en su detalle: es la patria con su cultura, la realidad nacional. La Ilustración hace que en España se plantee, que España se plantee el tema España: el tema de la grandeza y decadencia de España, de la historia y la esencia de España, con las correspondientes crítica y terapéutica, la principal, la ilustración, la visión de las luces extranjeras como operación difusiva de ellas en el país. En los aludidos jesuitas mexicanos se encuentra la conciencia acabada de la mexicanidad, de la nacionalidad americana como distinta de la española. En los ilustrados de la América española se encarna, pues, la independencia espiritual de la colonia respecto de la metrópoli, respecto del pasado común, que iba a traducirse en la independencia política. No hay solución de continuidad, sino continuidad sin solución, entre gentes como aquellos humanistas y las que iniciaron el movimiento de independencia política que triunfó, según muestra el caso de Hidalgo: Hidalgo era un ilustrado. Lo que seguramente ni atisbaron aquellos jesuitas ilustrados y americanistas fue todo el alcance del movimiento en que entraron, ni en la dirección del pasado, de la independencia respecto de éste y de lo que él representaba, ni en la dirección del futuro, de la consecuencia con que la independencia espiritual iba a traer a su zaga la política y el desarrollo de ésta. En todo caso, conciencia de la nacionalidad distinta, independencia espiritual y política respecto de la metrópoli y del pasado, desarrollo de la independencia política o proceso de constitución de las nuevas naciones, significaban el planteamiento teórico y el proceso de resolución práctica del problema América en general y española en particular, en esencial correlación.

Estos temas, España y América, iban a ser los principales del pensamiento hispanoamericano y a dar a éste originalidad y otros valores de alcance universal. En España, a través de Larra, de Costa, de Ganivet, hasta Unamuno, la generación del 98, Ortega. En la América española, con Bolívar, Sarmiento, Montalvo, Martí, Rodó, Vasconcelos. Como un unitario movimiento de pensamiento político –político en la más genuina y generosa acepción del término, aquella en que la política es la organización de la vida y cultura toda de la polis– se presenta éste. Movimiento de preocupación intelectual por España, por América, por la independencia espiritual y política, por la superior organización política y cultural de una y otra, que en los casos más egregios es acción práctica y hasta heroica, en una indisoluble unidad que vincula especialmente este pensamiento a la corriente de las filosofías contemporáneas que unen idénticamente el pensamiento y la acción en su teoría –pensar existencia– y en casos también en la práctica –el caso de Marx. En el continente, lograda en seguida la independencia política, el pensamiento pasa por las mismas prontas fechas a ser pensamiento constituyente de los distintos países y de la América española en función de América en general. El pensamiento cubano sigue siendo pensamiento previamente, fundamentalmente pro independencia política hasta el 98. El pensamiento español sigue siendo radicalmente, aunque no sea consciente de ello, o al menos igualmente en todos los casos, pensamiento pro independencia política hasta la Segunda República –ha de seguir siéndolo por hoy. Lo que los pensadores precursores y promotores de la independencia continental, de la cubana, son relativamente a las independencias respectivas, parecerán los pensadores españoles de la línea Ilustración –generación del 98 y continuación, relativamente a la independencia política de España– aunque en el futuro no se consumara y se quedase en posibilidad frustrada. Cabría decir que Martí estuvo en “situación de Bolívar” y quizá mejor aún que los intelectuales republicanos españoles en América estamos en “situación de Martí”. Sólo que Bolívar estuvo a la altura de su propia situación y Martí a la altura de la “situación de Bolívar”, mientras que los intelectuales españoles no hemos estado a la altura de esta situación ni de la “situación de Martí” hasta ahora; hasta ahora no hemos tenido los españoles un Bolívar ni un Martí. En suma: un mismo movimiento de pensamiento, iniciado con la Ilustración en Hispanoamérica, más avanzado en el continente y cuyo extremo rezagado es el pensamiento español más reciente. Pero hay que tener en cuenta los asincronismos y las complejidades que son consecuencia del encabalgamiento de las divisiones históricas. El pensamiento post-Independencia del continente y el pre-Independencia de Antillas y Península se han influido recíprocamente, y han sido influidos por el universal, si es que no han influido en él.

A este pensamiento político hispanoamericano cabe vincular el resto del pensamiento hispanoamericano contemporáneo. Lo más importante de este resto es el pensamiento estético, también en un amplio sentido del término: estético por los temas, por temas estéticos en sentido estricto y por una peculiar actitud estética ante los demás y conducta estética con ellos; estético por sus formas. Este pensamiento estético parece la mitad, si no más, del pensamiento hispanoamericano contemporáneo. Mas cabe descubrir nexos con el político que lo vincularían a éste. La visión estética de los temas estéticos y no estéticos, extranjeros y nacionales, actuales y pretéritos, es operación céntrica, básica de la política ilustrada. De otras porciones menores del mismo pensamiento, la mayor la pedagógica, se advierte al punto la estrecha relación con los pensamientos político y estético así vinculados. Al mismo pensamiento se vincula, en fin, lo más personal y nacional de la asimilación, transformación y aplicación de las filosofías importadas: las preocupaciones iniciales, los propósitos y proyectos finales, temas, ideas y usos intermedios.

Este pensamiento hispanoamericano contemporáneo fundamentalmente político, nuclear, y formalmente estético, promoción voluminosa y valiosa de la Ilustración y de la filosofía contemporánea –principalmente de la que continúa la Ilustración– y últimamente del inmanentismo del hombre moderno, es la más reciente y no menor aportación de Hispanoamérica a una filosofía propia y a la universal.

Únicamente visto en la unidad que lo localiza con exactitud en la historia de Occidente y su filosofía, y localizado así en esta historia, es posible caracterizarlo más detalladamente, y radicalmente por su situación, y el sentido de ésta, dentro del fondo histórico y la cuestión actual de nuestra vida. Mas tal caracterización requiere toda una nueva serie de notas.