Don Miguel y Don Miguel
Manuel Suárez Caso
Cuando Brunetiére asegura, sobre poco más o menos, que los libros de caballerías, por tan caballerescos y tan novelescos, no pueden ser más que españoles, adoptamos instintivamente una actitud expectante y arisca. No es que nos moleste la espontánea concesión, reconocimiento de unas virtudes bien localizadas geográficamente, ni que esperemos la demanda compensativa que siempre ha subseguido a las donaciones que nos hacen. Pero el estudio de la literatura caballeresca ha sido siempre un proemio para engrosar el volumen de ensayos sobre el Quijote por la fácil línea ética del símbolo. Y aquí la instintiva posición de defensa se torna huraña y desesperante, porque, hasta ahora, el vademécum de los ensayistas había construido una escolástica que circulaba como inabordable, hermética, impermeable. Las fisuras se disimulaban con el adobe de esa suficiencia exégeta que lucen los que intentan hacer del Quijote algo más de lo que honradamente hizo Cervantes. Y los españoles debíamos recordar cada mañana, al levantarnos, la síntesis quijotesca, para alcanzar una garantía de conducta. Luego, la obligación residía en lanzarnos a la circulación –al quehacer– y estrellamos materialmente, impulsados por el motor espiritual, contra las columnas del alumbrado, para mantener el prestigio de la raza.
Hasta ahora, todas la especulaciones en torno a nuestra primera novela fueron el tema fácil de la simbolización. No se incidió en la técnica perfecta ni en la perfecta suma de los elementos que juegan en el empastamiento armónico. Pero, lo más lamentable, existió una cómoda sincronización temática para andar todos el mismo camino –ya hecho–, sin que apareciera la valiente divergencia que trazara una nueva visión, una inédita ruta de posibilidades menos amenas, pero más exactas y aleccionadoras. Y reparadoras.
Ocurría, en fin, que la misma aparente idiosincrasia del medio prestaba su motivo de emparejamiento con el personaje. Ocurría que la terrible fuerza espiritual de Alonso Quijano subyugaba, captaba, y así como los niños sueñan con viajar al abordaje por el Pacífico –tras conocer a Sandokan–, el señor que había de justificar ese punto que se llama “sazón literaria” dedicaba sus aplausos a Don Quijote sin pretender molestarle mucho{1}. (Y aquí cobra actualidad un vacío literario del que hablaremos.) Ocurría que nada tan fácil para el perspicaz como recoger la pluralidad de cualquier nación, amputarla, disimularla y plegarla al héroe puramente literario de la mejor obra literaria nacional. Conectar vena con vena, nervio con nervio. Corazón con corazón. Trasvasar continuamente de uno a otro. Y cuando el color y la substancia fueran los mismos, decir: es todo uno. Y a esta operación de alquimia se llegó siempre que se quiso, porque, indudablemente por lo que a nuestro caso se refiere, existen coincidencias, cuantas se deseen, entre Alonso Quijano y el español de todos los tiempos, sobre todo, el español de después del Quijote.
No sabemos para qué el subconsciente nos trae ahora la trivial afirmación de Jorge Sand de que el crepúsculo es la hora del recuerdo{2}. Como no especifica, y como, a la postre, los pueblos son también individualidades, nos conviene la hipotética máxima para afirmar que precisamente en el crepúsculo –y nos duró trescientos años– nuestros literatos se permitieron la comodidad de no recordar. A fin de cuentas, Quijano es tan ficción en el lustro inicial del XVII como ahora. O dicho de otra forma, para que no se escandalicen los puritanos, tanta realidad como hoy, ya que, entonces como hoy, la vida del aventurero está en el libro. No ocurre así con un real golpe de mandoble dado en aquel quinquenio. Y henos, ya, en el punto central de la diatriba.
Como no creemos que la aparición de toda obra genial obedezca a un hecho fortuito, sino a la presencia del genio, y como el mismo genio está expuesto a las fluctuaciones especulativas (que por algo nos hablan de genios del bien y de genios del mal –y los habrá asimismo entre los dos polos–), el español está obligado a pensar frecuentemente en el hecho doloroso –y doloso– de que don Miguel de Cervantes hubiera desperdiciado la primera de nuestras ocasiones geniales para dotar de la gran espuela proselitista a ese cuerpo familiar que nace, por ejemplo, en el primer tercio del siglo octavo y se proyectará hacia el infinito. He aquí la tan anunciada carencia de la auténtica epopeya nacional. Está en los elementales libros de texto y no es muy necesario insistir en el tema.
Por mucho que se esfuerce, el español no apto para la actitud estática quedará siempre sin comprender por qué Cervantes se entregó a un personaje fabulesco y a un anecdotario inventado y geográficamente doméstico. Más o menos ladinamente, a veces se quiere reconocer que don Miguel fue a la parodia, que ya es sátira. (Y que también es canto el verdadero caballero andante, al héroe del extrarradio, y, por origen, a nuestro simbolismo ecuménico de entonces.) Pero ¿por qué despreció la sátira doble, que encerraría ya un principio político. Se presentaba fácilmente: frente al lacio peregrinaje por tierras internas estaba la realidad de la marcha forzada a que la juventud se entregaba por tierras distantes{3}. Mas la ocasión desperdiciada viene de antes. Don Miguel desaprovechó el temple sublime que le ofrecía, por todos sus poros, la revolucionaria substancia política con que España aprobaba el mando del orbe. Cervantes alcanzó, aceptémoslo convencionalmente, la cima espiritual. Pero ya sabemos, ya, del peligro del arte por el arte, del espíritu por el espíritu. Trento fue algo más que quijotesco espíritu. ¡Y era Trento! Y España –ahí estuvo su persistente caída– necesitaba, también, algo más que agotar su potencia en una contemplativa actitud frente al arte puro{4}.
El amante de Aldonza no cosecha más que palizas. Dicen que la obra representa –y es cierto– un triunfo del espíritu. Porque el espíritu triunfa tras un contumaz entrenamiento para el mamporrazo, para el fracaso como meta de ideales. Y en la contumacia para el fracaso reside la fuerza del espíritu.
Está bien. Empero, a nuestras jóvenes generaciones les convendría saber si, como quieren los ensayistas, el caballero Alonso es el arquetipo de la raza, con toda su fuerza espiritual innegable, pero también con su cosecha de bofetadas afrentosas y de fracasos bélicos.
Porque circulan por esas páginas de las historias ciertos caballeros españoles que ni en espíritu debieron andar muy escasos ni en verdaderas fazañas –de las que contabilizó el Imperio y de las que nos dieron amplitud de contorno e intensidad poética para el mensaje y para el esplendor político– debieron ser muy parcos. Y el dilema enfrenta sus términos, a muerte. Si el deambular de Quijote es ejemplar, la precisión guerrera y heroica del Cid carece de importancia. Si Quijote es el arquetipo, el de Vivar queda relegado. Puede formularse deducción pareja en sentido opuesto. Lo que no podemos admitir es que ahora se nos diga que Quijano y Rui Díaz son uno. No. O uno u otro. O aquél, fracasando en el rescate de falsas princesas, o éste, pleno de auténtica aventura y de intención política-realidad geopolítica.
No comprenderemos nunca, no, cómo don Miguel despreció el tema palpitante que le ofrecía el campear de las armas imperiales por todo el Mundo. De Santa Fe a la muerte del Felipe austero –que calificara el solitario de Baeza– hay una geografía externa, huraña, hostil, plural, que se ofrecía como escenario para las letras porque antes había conocido la razón y el estilo de nuestro guerrear. Gravelinas o Cosenza, el Mediterráneo o el Atlántico descifrado y todo el siglo XVI del quehacer transoceánico. Porque la espiritualidad no había en tal caso que inventarla. No sabemos si Gonzalo de Córdoba pronunciaba una máxima cuando el accidente liviano se injertara en su estrategia. A lo peor, soltaba un taco. Pero el Gran Capitán era espíritu. Porque en Gonzalo, como en el de Austria, Pinzón, Yrala y la serie interminable, había infinitamente más espíritu que en cien Quijotes metropolitanos. Pero espíritu auténticamente español. Espíritu a nuestro modo permanente: político, imperial. Esto es: expansivo, de los que saltan las fronteras y las llevan muy lejos{5}. Quijote, en cambio, aún sigue su marcha penosa por el corazón de la península. Casi sin acercarse a la periferia, por si acaso,
Cuando España, en la decadencia, leía su obra cumbre, no encontraba más que el ejemplo políticamente negativo: la saturación espiritual sin destino, sin dirección y el jolgorio de la belleza ética precisa para recibir un golpe con el enfático acompañamiento de cualquier frase más o menos filosófica. Así hemos circulado por el mundo, vueltos cobardemente a nosotros y justificando cualquier despojo o cualquier menosprecio nacional con la adopción del aire quijotesco. Con ese a modo de gesto suficiente, despectivo, con que desprecia Quijano, después de recibir la paliza, al mozo vizcaíno. Como si nuestra superioridad potencial fuera tan apabullante que su graciosa posesión nos ordenara el gesto olímpico de perdonavidas, cuando la exactitud residía en una entraña corroída, tísica, impotente. Y como nuestro quijotismo no ocultaba la verdad, como se sabía de nuestra predisposición y de nuestra flaqueza, cobrábamos nuevos fracasos tan pronto como al enemigo le conviniera atacarnos{6}.
Frente a Alonso Quijano, Alfonso II; frente a Quijano, el batallador de las Navas; frente a Quijano, Guzmán{7}; frente a Quijano, el cardenal de los sueños argelinos; frente a Quijano, el de Pescara; frente a Quijano, los navegantes, los descubridores, los conquistadores. Por encima del espíritu doméstico e intermesetario de Quijano, ese temblor de brisa heroica y ese rebrillo de tornasol –que igual puede venir del astro que de unos llamas– que se posan en la pluma del chambergo de cualquier español en Flandes. Y, por encima de Alonso Quijano, el mismo Miguel, soldado en galeras cristianas.
Porque algún día don Miguel de Cervantes, genio literario, autor de la primera novela del mundo, puede ser acusado de haber despreciado el fragor de que fue testigo y sangre en la síntesis de la manifestación exterior de nuestra política: Lepanto.
Frente a la locura, el genio político
En busca del epílogo, vamos a adentrarnos, con paso inicial comedido, en este magnífico, impetuoso torrente del otro don Miguel. Nuestra excursión por la jungla unamunesca tiende a buscar la línea de enlace de su tesis quijotesca de la locura con su amorfo regimiento –amorfo: sin ritmo, sin paso, sin compás– que ha de navegar como los marineros. Por la voluntad de una estrella y en busca de un sepulcro que no se sabe en qué grado caerá. Esa línea de nuestras cavilaciones, que queremos sorprender y destrozar silenciosamente, para que don Miguel no se nos enfurruñe, es la de la “atomización” de la Poesía por elemento degenerador. Porque el alférez de ese escuadrón, que cogía las flores y no las posaba en el ojal, apareció también como vértice de triunviros y paladín no de la locura, sino del espíritu ardiente e iluminado. Conviene en este caso rozar levemente la resabida tesis aristotélica que plantea las relaciones del genio y de la locura. Que en la exaltación de don Miguel –en el torrente– las aguas eran una sola masa, pero aún así no llegó el castellano de Vizcaya a la locura, porque supo cubrir sus objetivos si no de genio de genialidad, y porque, teóricamente, el enlazamiento de genio y locura quedó con la técnica del XVIII. Empero, si se trataba de la locura como calificación regalada por los ruines o dominación que ahorraba –poéticamente, don Miguel– otras definiciones, y no se trataba del caso patológico, José Antonio y su Falange fueron locos. Y no buscaron el sepulcro del Caballero de la Locura, porque iban a la vida de España, mas encontraron a veces sus sepulcros, en el choque violento. Porque no interesaba la tumba del caballero Don Quijote cuando, estremecidos de soledad, de olvido, palpitaban en los aires de nuestra tierra dormida los legados vitales e imperiosos de Isabel-Fernando, Carlos, Felipe… Entonces, sí. Descubiertos, había que abrazarse amorosamente a ellos y seguir la marcha; redoblado el ímpetu, con acompañamiento de disparos de pistola. Entonces, sí, don Miguel: “¿Qué vamos a hacer en el camino, mientras marchamos? ¡Luchar! ¡Luchar”.{8} Y en lo alto, las estrellas.
Y he aquí que don Miguel no puede disimular su poesía, a pesar de la cacofonía torrencial. O quizá por ella. Morir de sed de océanos, de hambre de universos, de morriña de eternidad. ¿Qué más poesía? Todo en José Antonio y en sus triunviros y en su Falange; pero no egoístamente, no para sí. Para España. Para España sed de océanos, hambre de universos, eternidad… Y en lo alto, las estrellas.
Porque don Miguel, que aceptaba la abismática poesía del fanatismo, además del escuadrón para luchar, había creado su estrella solitaria e intentaba casarse con una grande y pura idea, como José Antonio fue siempre con la suya no por una noche: hasta la noche de un día de noviembre. Y en lo alto, las estrellas.
Porque don Miguel, que no temió el ridículo, hizo la concesión de llamar Poesía a lo convencional, a lo ficticio, a lo que no era apasionado. Mas pudo calificar con mayor mordacidad, porque nunca nosotros podríamos ver en él ni un bohemio ni un “Arlequín”. Nosotros únicamente podríamos discutirle el mérito de la locura patológica cuando íntimamente el estilo tenía bastante con una espiritualidad captada heroicamente a los aires y con una poesía tan heroica como el espíritu. Aunque cuando llegara el caso se fuera a la locura y se tomara la lanza –sin locura, pero con pasión, con frenesí– y se arremetiera no contra molinos: contra cerebros, contra corazones{9}. Por eso no era necesario encararse con Cervantes so pretexto de que descuidó la conducta de Sanchuelo: porque no interesa mucho el “campeón de causas perdidas” que iba delante por caminos ya repasados. (A estas alturas ya no se sabe si Sancho llevaba por delante a Quijano o si Don Quijote llevaba detrás a Sancho. Interesaban, por contra, los campeones de causas ganadas, a quienes hemos aludido en un principio. Campeones que llevaban innegablemente un fondo español de Quijotes. El último de nuestros infantes estuvo en Flandes o en América o en Italia porque era… quijote. Pero quijote inicial y sin adulteración. Y completo, absoluto, porque a la fuerza espiritual arrolladora sumaba una potencia física irresistible que originaba la eficacia. Y la eficacia, en las grandes empresas del espíritu, tiende sólo, cuando no busca la esterilidad –que hay eficacias estériles–, al fin político y biológico del dominio, del mando. Tomar como punto de partida la estrella y como punto de llegada el sepulcro de la Locura, es conquistar –entre estrella y Locura– el vacío. Tomar como punto de partida el ejemplo y el mensaje de nuestros Caudillos y llegar al descanso de las estrellas, es realidad, necesidad, lógica, biológica y poética. Lógica carnal, telúrica, nuestra –no retórica–; biología: herencia, obediencia, vitalidad… Y Poesía abismal… y fanática, ¿por qué no?
Quizá exageremos los términos, pero frente al platonismo –Don Quijote– está el empirismo –pongamos algo inglés: un lloyd, por ejemplo–. Entre uno y otro está lo aristotélico: lo escolástico: España: Carlos V convocando –exacto– el Concilio de Trento. Y José Antonio y sus triunviros convocando a una hora que el Caudillo localizó en el 18 de julio.
Manuel Suárez Caso
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{1} Frente a los que gusten de recorrer la ruta de Don Quijote proclamamos la superioridad de un viaje en carabela a las Lucayas. O a Breda, aunque sea en automóvil.
{2} Por cierto que otro francés, La Bruyère, y perdónesenos la insoportable abundancia de gabachos, aseguraba que las personas no recuerdan haber sido jóvenes. Tengamos la esperanza de que los hombres de esta generación de trincheras, disparos y alambradas sí lo recuerden, porque del 18 de julio a lo que venga, pasando por el Volchow, hay una terrenal efervescencia –de la que fuimos intérpretes– que estará con nosotros con la intensidad temblorosa y emocionada de una primera comunión, que por algo nos obliga de por vida.
{3} ¿Qué dirían los hombres de la División Azul si en estos instantes algunas capas españolas se dedicaran a exaltar la heroicidad de cualquier loco coetáneo que buscara fantasmas por los caminos de Castilla?
{4} Si El Quijote es cumbre de nuestra literatura, nuestras imprescindibles obras literarias son, por amplitud y por la cita de la consigna, El Alcalde de Zalamea y Fuente Ovejuna, ya que en ellas esa amplitud literaria indispensable alcanza a la indispensable política. Ellas están cara a la vida. Cara a la palpitación multitudinaria, al terrible quehacer político de la captación de horizontes.
{5} Sí, señor. Las bacías son yelmos. ¿Y qué? ¿A que tampoco niega nadie que las fronteras de España están hoy en el lago Ilmen?
{6} La enseñanza de Cristo es para el hombre. Hay que ofrecer la otra mejilla. ¿Cuenta esto para los pueblos? ¿Estuvimos alguna vez obligados a regalar a otro Rooke otro peñón o más bien obligados a recuperar el primero?
{7} Las gestas tipo Sagunto –que llegaron multiplicadas a nuestra última Cruzada– son, sobre todas, algo más que espíritu quijotesco.
{8} El sepulcro de Don Quijote, a modo de prólogo en la segunda edición de Vida de Don Quijote y Sancho.
{9} Nada del quijotesco ir a romper una lanza. Que la gracia y la eficacia están en que la lanza no se rompa. Ahora que si rompe…