Jacinto Prieto del Rey
A Dios por la cuarta vía
[ Chausa España 1946 = Fernando Chausa Arosa (1918-1999)
B. Morgan N. York = Biblioteca de J. P. Morgan, Nueva York ]
I
a + bn / n = x, donc Dieu existe
Pareció no ha mucho en los escaparates de algunas librerías de esta ciudad un sugerente libro, titulado La matemática en la vida del Hombre, que un estudiante de la Facultad de Filosofía no vacilaría en calificar “anglosajón de raza” a los primeros capítulos de su lectura, con la misma facilidad con que cualquiera un poco entendido en la materia podría clasificar “bulldog” a un can inglés. No es que los libros, y mucho menos la Ciencia o la Verdad, objetivamente considerados, puedan dividirse en razas. Nada más universal y menos nacional, por tanto, que la Verdad. Ella sí que es ciudadana, si no ya reina legítima del mundo, sin distinción de planetas. Pero no así la actitud, el modo de confrontamiento de los autores de libros con el Cosmos, la Ciencia o la Verdad, que pueden ser mirados, v. g., desde un punto de vista especulativo, con el ansia de que en el alma se dibuje como en un espejo el orden del Universo y sus causas: o pragmático y utilitario, con el único intento de manejar la realidad lo más sencillamente posible, el cual punto de vista nada tendría en sí de vituperable si no se pretendiera excluir con él el primero, presentándonos como un sustituto de la Verdad este manejo de las cosas.
Comienza el mencionado libro con la siguiente anécdota: «Cuentan que durante una estancia de Diderot en la Corte de Rusia, este filósofo atraía la atención de la nobleza con su amena conversación, y que la zarina, llegando a temer que influyera en la fe de sus cortesanos, encargo a Euler, el matemático más distinguido de su época, que entablase una discusión pública con Diderot. Este estaba ya informado de que un matemático había establecido la demostración de una tesis filosófica, pero al llamarle a Palacio no le mencionaron el nombre de su contrincante. Ante toda la Corte reunida, Euler se dirigió a Diderot, y con solemnidad adecuada pronunció la siguiente sentencia:
a + bn / n = x, donc Dieu existe. Répondez!»
Diderot, que entendía de algebra tan poco como de árabe, no fue capaz de discernir donde estribaba el busilis. De haber sabido que el álgebra es sencillamente un lenguaje que nos sirve para expresar las magnitudes de las cosas, en contraposición a los lenguajes o idiomas ordinarios de que nos valemos para describir las diferentes clases de cosas que nos afectan, Diderot hubiera podido solicitar de Euler que le diese la versión francesa de la primera parte de dicha sentencia, y cuyo enunciado completo puede traducirse libremente al español diciendo: «Para obtener un número x, se toma un número a, se le añade otro b, multiplicado por sí mismo un cierto número de veces y el resultado se divide por el número de veces que b se ha multiplicado por sí mismo. Y si, yendo más allá, Diderot hubiese pedido ejemplos sobre la parte algebraica, al objeto de que la Corte la comprendiese bien claramente, el matemático habría podido contestar airosamente diciendo: Siempre que a sea 1, b sea 2 y n sea 3, se cumplirá que x será 3, o bien al suceder que a valga 3, b valga 3 y n valga 4, x valdrá 22, &c. Pero los apuros de Euler habrían empezado al pedirle la Corte que explicase la manera cómo la segunda parte de su sentencia podía ser consecuencia de la primera.»{1}
De estas últimas palabras se desprende que el autor de La matemática en la vida del Hombre no cree que, sentada la premisa a + bn / n = x, sea posible por ningún camino llegar a la conclusión de que Dios existe. Y si esto es así, forzoso es reconocer que el insigne matemático se presentó mentalmente inerme ante la Corte, exponiéndose a ser víctima del bochorno que él mismo hizo padecer a su adversario con sólo que éste hubiera simplemente negado la consecuencia o un cortesano curioso pedido la demostración. Lo cual resultó bastante poco verosímil.
Por otra parte, como ya entonces no era nuevo el intento de demostrar la existencia de Dios tomando como punto de partida las verdades eternas (Bossuet: “El conocimiento de Dios y de sí mismo”), y muy particularmente de la verdad matemática y moral –como parcela, “sit venia verbo”, la más accesible y clara del campo inmenso de la verdad inmutable, común a todas las inteligencias, sobre las cuales brilla indefectiblemente, gobernando a su vez todas las cosas (San Agustín: “De libero arbitrio”, l. II, y “De musica”)–, no estará de más salir al encuentro del desenfado con que en el citado libro se manda a hacer gárgaras, en dos palabras, a las verdades eternas, interpretadas sin más a la manera platónica o kantiana. ¿Quedará alguna verdad en pie si no hay verdad eterna? Si no existe algo que “es” simplemente verdad –en presente perpetuo–, habrá tan sólo verdades que arrastra el tiempo, el “no nos bañamos dos veces en el mismo río” porque siempre es nueva el agua; el “descendemos y no descendemos porque somos y no somos los mismos al descender, al sumergirnos y después de haber salido del baño”; el “todo fluye”, en una palabra. Pero entonces nada será ya inteligible, porque a la inteligencia se la habrá llevado también la corriente.
¿Que el lenguaje es convencional, y, por tanto, también éste de la cantidad, la matemática? Nadie afirmará que todo lenguaje signifique las cosas como el humo significa fuego o los juncos agua, aunque tampoco negará nadie que algún lenguaje de este género existe (¡quién sabe si el que la mente usa al decirse lo que las cosas son –el “verbum mentis”– no se parecerá algo a esto!). Pero eso que permanece, pese a todos los convencionalismos, y sobre lo cual tratamos de entendernos a través de los más variados idiomas, no puede ser convencional. Los signos, las voces –que es lo variable– son la cáscara, el vaso, pero dentro está el meollo, la significación, el néctar divino de la verdad, que es lo que es, digamos nosotros lo que digamos de ella.
Es verdaderamente lamentable que Diderot quedara con tanta facilidad desconcertado, privándonos de la interesante argumentación euleriana. En la imposibilidad de adivinarla. veamos si, en caso contrario admite el lance una salida decorosa y hasta plausible tal vez. El lector lo ha de decir.
Para ello habrá que abandonar pronto el terreno del álgebra y entrar en el de la realidad, conectando “ese lenguaje de la cantidad” con la pluralidad real, que multicolora el mundo. Mas no se estime esto como un intento de salirse por la tangente. Sería suficiente colocar al lado de la expresión algébrica a+bn / n = x, esta menor: Es así que esto no sería verdad si no radicara en un pensamiento eterno, a saber: en Dios. Luego existe Dios. Y traduciendo un poco libremente la parte algebraica, aunque esta versión no sea muy del agrado de Mr. Hogben: «El resultado de las combinaciones numéricas obedece a un orden fijo, universalmente válido –independientemente de nuestro pensamiento, que ha de plegarse a él (fenómeno real)– para todo tiempo y lugar y para toda pluralidad, real o posible, que el pensamiento pueda alcanzar. Ahora bien: el último fundamento de este orden sólo puede hallarse en un pensamiento eterno, que por encima del tiempo lo impone a la realidad, múltiple y cambiante. Ese pensamiento es Dios.»
También podríamos elevarnos simplemente del número a la unidad pura divina; mas como éste y otros caminos posibles desembocan en la tradicional cuarta vía tomista, entremos y caminemos por ella hasta el fin, donde hallaremos la Verdad y Unidad absolutas.
II
En clase de aritmética elemental
El Profesor.— Señor N.: ¿Tiene usted la bondad de decir qué es número concreto?
El Alumno.— Número concreto es el que “dice” la especie de sus unidades: como tres hombres, cinco caballos, cien árboles.
P.— ¿Y abstracto?
A.— El que no las “dice”, como tres, cinco, cien.
P.— ¿No sería más exacto decir que el número concreto es el que se refiere a cosas u objetos reales o determinados, mientras que el número abstracto no se refiere a ninguna cosa determinada? Solamente cuenta, pero no cuenta nada.
A.— Pensaba que algo había de contar.
P.— Entonces, ¿no puedo yo contar: uno, dos, tres…, cien; 3 × 5 = 15, &c.?
A.— Sí, señor.
P.— ¿Y qué cosas he contado?
A.— Ninguna.
P.— Luego puedo contar sin contar nada: esto es precisamente jugar con números abstractos. La Aritmética entera no trata de objetos, sino de números, ¿no es así?
A.— Así es.
P.— En otros términos, cuando decimos: “tres hombres” tratamos de esos hombres a los que medimos o contamos con el número tres. Y cuando decimos “tres” escuetamente expresamos la idea pura de un número. Tres es un número puro, puramente un número. ¿No le parece?
A.— Sí, señor.
P.— Y ¿qué es un número puro? (Aquí el alumno hace ademán de buscar la expresión indicada, que no encuentra.) ¿Qué entiende usted por vino puro?
A.— El que no está mezclado con agua, por ejemplo.
P.— Efectivamente. De la misma manera, números puros serán los que no están mezclados con cosas, son números solamente, puramente números. Mas ¿dónde le parece a usted que existen estos números?
A.— En la Aritmética.
P.— Y si quemáramos todas las aritméticas del mundo, ¿quemaríamos con ellas los números y la verdad de sus posibles combinaciones?
A.— No, señor. Los números y las verdades aritméticas no arderían.
P.— Claro está. Se quemaría el papel con los signos que lo cubren, pero no esa otra entidad por ellos significada. Podríamos quemar las aritméticas, pero no la Aritmética. En ésta sí que están los números, pero en aquéllas sólo se hallan los signos que sirven de anclas a nuestro pensamiento para no naufragar por la verdadera Aritmética. Pero ésta, ¿dónde existe, que es lo que antes preguntaba? ¿Dónde está esa entidad inteligible de los números que no arde?
—Son ideas –dice uno con ribetes de filósofo.
—Seguramente quiere usted decir que están en un entendimiento.
—Eso precisamente.
—Porque no creo yo que usted sea un platónico convencido. Platón escribe, en efecto, que el mundo de las ideas puras existe –según su expresión– en un “lugar celeste”, patria de la misma luz, y que ése es el mundo verdadero, el verdaderamente real. El nuestro no es más que una sombra, una huella suya impresa en la materia; oscura, imprecisa y borrosa como una mala fotografía, a través de la cual apenas si reconocemos a la idea transparente. Según él, pues, nuestra cuestión estaba solventada: los números, la Aritmética, la Verdad, formarían ese mundo ingrávido, incorpóreo, ideal, pero realísimo. ¿Le convence a usted el sentir de Platón?
—No mucho.
—Entonces, ¿prefiere decir que los números y sus leyes están en el pensamiento?
—Sí, señor.
—Mas, si nos dormimos o dejamos de pensar en ellos, ¿dejan de existir? ¿Ya no será verdad que 2x2=4?
—Otros estarán despiertos si nosotros dormimos.
—Ciertamente, pero ahora sabemos científicamente que la Tierra y demás planetas fueron estrellas, grandes globos incandescentes donde era imposible la vida y que, por tanto, la vida humana ha comenzado un día en el planeta. Ahora bien; antes de existir el hombre, ¿no existía la verdad aritmética? ¿No sería verdad que 2 × 2 = 4?
—Sería verdad lo mismo que hoy. No se ve por qué había de empezar a serlo un día de modo que no lo fuera el día anterior.
—Pero en este caso ya no podremos decir que los números y sus leyes están en el pensamiento.
—No sé qué replicar.
—¿Cree usted que no lucirá en el universo más pensamiento que el humano?
—Nada tendría de extraño que hubiera seres inteligentes en otros mundos.
—Pero si la vida nació también en ellos no queda resuelto el problema. ¿Es posible un pensamiento que no haya nacido en ningún planeta y que sea, por tanto, anterior a toda vida planetaria?
—Ciertamente.
—¿Es posible la existencia de un pensamiento que no haya comenzado, ingénito y eterno? Porque alguna ha debido ser la realidad primera y, por tanto, increada. ¿No lo cree usted así?
—Sin duda.
—¿Y tampoco habrá reparo en que ésta haya sido pensamiento?
—Tampoco.
—Más reparos había, en efecto, que oponer si afirmáramos que la realidad primera careció de pensamiento.
—Seguramente.
—¿Y decía usted que la Aritmética no ha empezado a ser verdadera en un día determinado?
—No, siempre lo fué.
—¿Y dejará de serlo algún día?
—Tampoco.
—Mas tampoco le convenía a usted mucho el sentir de Platón sobre la existencia en sí del mundo de los números y de las ideas.
—No, ciertamente.
—Y que sería más razonable creer que ese mundo “ideal” está en un pensamiento “real”.
—Indudablemente.
—Pero un pensamiento en que resida la verdad que no ha nacido, tampoco puede haber nacido. Y si la verdad no ha comenzado a ser, tampoco el pensamiento a pensarla, y si la verdad es imperecedera, el pensamiento también.
—Claro está.
—¿Y no ha oído usted hablar de un ser pensante que existe sin principio, desde siempre, y no duerme nunca?
—Dios, tal vez.
—Pues en el pensamiento divino, eterno y siempre activo está la verdad indeficiente, y sin él todo se hundiría en el caos y desfallecería en el ser, del mismo modo que desaparecería en la sombra el mundo planetario si el sol dejara de lucir. Dios, pues, existe y en Él radica inmutable ese orden lógico-matemático que preexiste a la realidad fluyente y la gobierna.
III
El profesor consigo mismo
La verdad es que el señor profesor comprendió que la cosa no hubiera marchado tan lisa y llanamente si el interlocutor del precedente diálogo hubiera sido el mismo Diderot en persona, por lo cual buscó los últimos fundamentos de sus ideas, que se le antojaron en exceso simplistas. prosiguiendo de esta manera con su propia razón.
Razón.— Volviendo a la distinción entre número concreto y abstracto, parece resultar que éste es un molde vacío, una forma mental de percibir la realidad, según la cual es posible someterla al orden. ¿No es así?
Profesor.— Hasta casi cabría decir que al número abstracto no le queda, separado de la realidad, más que un ser mental, por más que de ella arranque y se funde en ella.
R.— Y dime: un entendimiento que no tuviera noticia de la existencia de seres reales, pero conociera, si esto fuera posible, los números, ¿podría aprender Aritmética?
P.— La dificultad está en que ese entendimiento pudiera darse; pero esto supuesto, claro que sí.
R.— ¿Y serían verdaderas las leyes de divisibilidad y demás axiomas y teoremas aritméticos para dicho entendimiento?
P.— Lo serían.
R.— Y si no existiera cosa alguna, ¿todavía serían verdaderas para él esas relaciones de los puros números?
P.— Todavía.
R.— Mas ¿qué significado podría tener entonces esa verdad?
P.— Por lo menos sabría el presunto entendimiento que, de existir cosas –y sus propios actos serían realidades numerables–, éstas podrían y aun tendrían que someterse al número.
R.— ¿Ni más ni menos que lo que decían los pitagóricos?
P.— Ni más ni menos si entendemos, el número en la forma abstracta y pura que ellos desconocieron. El 1 no será, como para ellos, el punto, ni el 2 la línea, ni el 3 el triángulo, ni el 4 el tetraedro, sino una idea, un molde mental, como antes decías, en que el pensamiento vierte las unidades por conjuntos. Cada grupo es una figura numérica, un número, de la misma manera que toda porción separada o limitada de espacio forma una figura geométrica. Es más, bastan unos puntos para que el pensamiento humano les dé forma, como ya en la antigüedad hizo con las estrellas, agrupándolas en constelaciones. Mas las unidades “reales” de donde el pensamiento abstrae la verdad aritmética y el número pueden, como el ser, decirse de muchas maneras. La unidad de una roca no es como la de un árbol, ni la de éste como la de un hombre. La roca puede disgregarse en rocas de formas y tamaños diferentes; el árbol puede dividirse en árboles, pero no caprichosamente; y el hombre no puede dividirse en hombres de ninguna manera. Precisamente por esto el mundo corpóreo –extenso y múltiple– puede más fácilmente ser sometido a número, peso y medida. Pero al entrar en el reino de la vida domina una unidad de otro género más rebelde a nuestros cálculos.
R.— Mas volviendo a nuestro presunto entendimiento puro, desconectado de la realidad, con la sola intuición del número y las relaciones numéricas y del espacio y las relaciones espaciales, le suponías capaz de prever ciertas leyes inflexibles a las que habría de someterse esta realidad corpórea. ¿no es así?
P.— Es más, si un habitante de la Tierra le instruyera acerca de las formas cristalizadas que en ella adoptan espontáneamente ciertos minerales, podría argüir: “Pero ni la Naturaleza ni ningún ingenio terrestre sería capaz de hacerlos cristalizar en ‘tetraedros octógonos’ ni un sexto poliedro regular.”
Y allá cuando los viejos pitagóricos creyeron entusiasmados haber descubierto en los cuatro primeros el número definitivo de los poliedros regulares –que se apresuraron a identificar con las formas o números constitutivos de las partículas de cada uno de los cuatro elementos tierra, agua, aire y fuego–, de haberlos observado muy bien pudiera haber iniciado una intelectual sonrisa de seguridad, pensando en la posibilidad del quinto que les quedaba por descubrir; para lo bastábale sentirse en posesión de la razón abstracta, de la norma eterna que ninguna realidad espaciotemporal puede traspasar y según la cual pueden ser cinco y sólo cinco.
R.— Se me ofrece, con todo, una dificultad: ¿Cabría concebir la existencia de una realidad inabordable por el número, ajena y anterior a la inteligencia?
P.— Una realidad de simplicidad absoluta, sin distinción en su esencia, sería la unidad misma y, por ende, inabordable por el número. Sería además incomprensible para nosotros, aunque fuera en sí inteligible. Mas si te refieres a la posibilidad de una realidad ininteligible, irracional, el problema no es fácilmente soluble en pocas palabras.
R.— Dejémosle por ahora y veremos si a lo largo de nuestra conversación se va esclareciendo. Quedábamos en que la Aritmética sería verdadera aunque no existieran cosas.
P.— Ciertamente.
R.— Y en que no puede dejar de serlo.
P.— También.
R.— Es decir, que la verdad de los números ni nace ni perece. No se ve envuelta en la inquietud de las cosas cambiantes. No puede ser arrastrada por el tiempo, sino que más bien el tiempo se mueve dentro de sus moldes. La verdad es lo permanente en lo que pasa, lo quieto en la movilidad del tiempo, la ley fija de la realidad fluyente, el logos que luce dentro de su entraña opaca. Veamos, según esto, si podemos precisar más la significación del número concreto: “Estos 20 pinos de este bosque” y su abstracto “20”. Dichos pinos, ¿no son también 20?
P.— Yo diría que en los 20 pinos tenemos el número 20 por un lado y los pinos por otro, mientras que, en el número 20 puro, tenemos sólo un esquema mental, una medida. Brevemente: por el lado del pensamiento, 20; por el de la realidad, pinos.
R.— ¿Y qué serán “estos 20 pinos” por el lado de la realidad? ¿Serán pinos, pero no serán 20?
P.— Imposible. Esa separación sólo podrá hacerse mentalmente. En la realidad serán 20 pinos.
R.— ¿No existirán, pues, bosques de pinos sin que éstos sean en número determinado?
P.— No. La realidad no puede ser de tal manera indeterminada.
R.— Y en un universo inconsciente y caótico que existiera autónomo, ajeno a toda intervención mental, ¿habría número? Los pinos de sus bosques, ¿serían aún determinables por el número o serían innumerables?
P.— Es que tal universo parece inconcebible.
R.— De acuerdo, pues suponemos que no hay mente que lo conciba, y volvemos al problema de la racionalidad de lo real. Sigamos adelante. Decías que los 20 pinos no pueden dejar de ser 20.
P.— Cierto.
R.— Según esto parece que los números son realmente inseparables de las cosas. Necesitan estar realizados en ellas. Como diría un pitagórico, el número es un constitutivo de los acordes musicales, porque cuando varios martillos golpean sobre un yunque, la altura de los sonidos varía con su peso, y, con la longitud de las cuerdas, las notas de una lira. La mecánica moderna tiende a reducirlo todo al número. Y según la ley de las proporciones definidas, las combinaciones químicas tienen siempre lugar con número, peso y medida constantes. El número, pues, no es separable de la realidad.
P.— Pero esto es entender el número de una manera concreta, y hemos quedado en que la Aritmética es eminentemente abstracta e incorpórea.
R.— También hemos quedado en que los 20 pinos del bosque no solamente son pinos, sino al mismo tiempo 20. Por tanto, ¿no sería más exacto decir que las cosas son inseparables de los números, pero los números no dependen de las cosas?
P.— Evidentemente. Por esta razón las cosas son numerables.
R.— Mas no lo serían si no hubieran sido hechas con números.
P.— Sin duda.
R.— Y en consecuencia, el número preexiste lógica y metafísicamente a las cosas múltiples, indicio de que la realidad no es irracional.
P.— Mas si el número (y sus leyes) es separable, independiente de la realidad y anterior a ella, ¿dónde existe la república de los números?
R.— Opino que más bien es monarquía. Y en cuanto a tu pregunta, creo que si sólo la mente, como antes afirmaste, puede hacer la separación antedicha entre las cosas y sus números, éstos existirán en la mente, y que, por tanto, la mente es también anterior a la realidad multiforme y fluyente que constituye este mundo del espacio y del tiempo en que hemos nacido. Por esta causa la realidad, aunque oscura, lleva en sí algo como la huella de la idea que se ilumina al contacto del pensamiento que la hace inteligible.
P.— No cabe otra respuesta, a no ser que prefieras decir que esa entidad ideal del número y sus leyes tiene una existencia en sí impersonal e inconsciente, y que, penetrando a la realidad, la va diferenciando y esclareciendo a la manera de la nebulosa laplaciana, en virtud de una inexplicable y fatal ley interna de evolución, hasta imprimir orden en ella e inteligencia en el hombre, sacando la inteligibilidad, el pensamiento y la libertad del caos, la inconsciencia y la fatalidad. Los números tienen un cierto modo de ser ideal que se encuentra, por decirlo así, materializado en la realidad en que se nos hace tangible recordándonos a la idea, como diría Platón. Las combinaciones numéricas son verdaderas aun cuando ningún entendimiento humano piense en ellas. Su verdad no nace ni perece; sobrenada intacta y serena en medio del fluir universal de la realidad por ella gobernada. Ahora bien; este mundo ideal, ¿dónde existe? ¿Subsistiendo en sí y por sí en un “lugar celeste”, como diría Platón, o en un pensamiento siempre activo?
P.— En efecto; parece que el pensamiento es el lugar propio de la verdad.
R.— Pero un pensamiento eventual que es y no es, piensa y no piensa, conoce muy poco e ignora regiones inmensas, así del orden real como del ideal, no parece asiento adecuado de la verdad.
P.— No, éste debería ser un pensamiento sin principio, siempre presente a sí mismo y a quien todo está presente.
R.— A este pensamiento eterno, transparente a sí mismo, que funda la verdad y la mantiene en eterna vigencia, como un sol de resplandor perenne sin aurora ni ocaso, podemos llamar Dios. Y como en él solamente puede hallarse el principio, cuenta y medida de la realidad temporal, múltiple y cambiante, es asimismo el fondo uno, inagotable, igual a sí mismo, de donde ésta irradia.
P.— Y esto, ¿por qué?
R.— Hasta aquí hemos sacado en limpio que el número concreto es la realidad en cuanto numerada o medida por la inteligencia, y el abstracto la norma o medida que ésta impone a la realidad plurificada que es por ende hija de la inteligencia, posterior a ella; pero que no es nuestra inteligencia la que impone esta norma a la realidad, sino que la encuentra en ella, lo que indica que nuestra inteligencia desciende de otra inteligencia superior también.
Pero cabe asimismo considerar otra importante diferencia entre el número concreto y el abstracto. Cuando digo: “Estos 20 pinos de este bosque”, los pinos de que hablo están, por decirlo así, penetrados cada uno de su unidad real (no abstracta), porque cada uno es tan “uno” como pino y todos ellos tan pinos como 20. Pero el número “20” puede penetrar igualmente a 20 hachas colocadas junto a ellos y a 20 hombres que las manejen para cortarlos.
Fig. 1ª
El número 20 se multiplica en infinita variedad de seres reales sin dejar de ser el mismo. Pero en concreto, 20 pinos ya no son 20 hachas ni 20 hombres.
Fig. 2ª
Como la luz blanca sintetiza en sí la luz de todos los colores, el SER puro cifra en su unidad absoluta todas las determinaciones del ser.
—Es cosa clara.
—Síguese de aquí que si no hubiera diferenciación ninguna en la realidad existente, el número 20 no podría multiplicarse ni aun existir en la realidad, que sería entonces una e idéntica a sí misma. No existiría el 20, sino el 1 solamente.
—En efecto.
—Y si los 20 pinos no tuvieran algo que los diferenciara entre sí, no serían 20.
—Tampoco.
—Y, en general, si no hubiera diferenciación ninguna, sólo existiría la unidad, dado que algo existiera.
—Indudablemente.
—Pero esta unidad absoluta y simplicísima puede concebirse de dos maneras: o como la plenitud del ser, porque lo es todo, o como la carencia absoluta de todo ser, porque no es nada determinado. En el primer caso, la misma plenitud del ser borra las diferencias y la pluralidad; en el segundo, la ausencia de todo ser hace lo mismo. ¿En qué forma, pues, hemos de concebir posible la existencia de esa unidad?
—En la primera, ciertamente, ya que en la segunda forma no hay existencia posible. Puesta entre el ser y la nada, esa posibilidad pura no llegaría al ser y se quedaría, por ende, en la nada. O es. pues, el ser puro, sin mezcla de “no-ser”, o la nada pura, sin mezcla de ser.
—De existir, entonces, “lo uno”, ¿será la plenitud del ser?
—Será, sin duda.
—¿Y existe en realidad el Ser pleno, uno, idéntico?
—Su existencia parece absolutamente necesaria como fondo inagotable y principio determinante de la pluralidad de las cosas en que el ser, la vida. la conciencia, &c., se encuentran realizados en grados diversos, con limitaciones y deficiencias.
Así como la pluralidad sólo es posible por esta limitación y dispersión del ser, la unidad absoluta sólo es posible mediante la concentración del ser sin límite.
Pero “lo uno” es lo primario, y de aquí irradia esa diversidad de grados y formas en que participan del ser las demás cosas. Así como la luna y demás planetas participan en diversos grados de una misma luz solar, pero “el que luce” es el sol, de la misma manera “el que es” propiamente, porque le es propio el ser, es “el uno”.
—Y esto, ¿por qué? ¿Cómo podremos llegar a comprenderlo claramente?
—Ya más arriba quedó indicado. Si toda la virtualidad de la especie pino se desplegara en un bosque, ¿podría haber más bosques de pinos?
—Por supuesto que no.
—Y si toda la virtualidad del bosque se recogiera y condensara en un pino, ¿habría bosque?
—Tampoco.
—Luego la limitación a que está sujeto cada pino es condición de que pueda existir el bosque, y la que afecta a cada bosque, la que hace posibles otros bosques.
—Es claro.
—Y asimismo, ¿por qué dentro de la unidad de la especie humana existen muchos hombres distintos? ¿Son todos hombres?
—Sin duda.
—¿Son todos distintos?
—También.
—Sócrates, Agustín, Pedro…, ¿son hombres por lo que tienen de propio y peculiar?
—Serán hombres, más bien por lo que tienen de hombres, no por lo que tienen de Sócrates, Agustín o Pedro.
—¿Hay, pues, algo que les es común?
—El ser hombres precisamente: la especie.
—¿No crees, entonces, que un hombre pueda agotar las posibilidades de la especie humana?
—Ya antes hemos dado por cierto que no.
—¿Qué reparos ves, pues, en ello?
—Un hombre tal debería hallarse en todos los tiempos, lugares, situaciones, actitudes y posibilidades en que se habrán de ver todos y cada uno de los hombres que compendiara en sí, disfrutando, por tanto, de una inmensidad omniterrestre y una presencia omnitemporal con el don de la inmortalidad orgánica que hoy lleva en sí sólo la especie. Lo cual le pondría en mil situaciones contradictorias.
Aparte de que uno cualquiera de los individuos humanos, la elección de un camino de posibilidades cierra constantemente otros que no volverán a abrirse más.
—Cuan cierto sea ésto, es cosa del dominio común.
Bien claro lo expresó el poeta:
“¡Juventud, divino tesoro.
Ya te vas para no volver!…”
—Indudablemente. La edad, que descubre nuevos horizontes en la vida, se encarga de ir cerrando otros que ya no volverán, hasta estrecharnos en un callejón sin salida ni vuelta atrás a este mundo, al menos por donde una vez hemos sido.
Ahora bien, esto mismo cabría decir de los individuos de todas las especies de animales y plantas.
—Lo mismo, claro es.
—Por esto, si una especie condensara en sí la vida y posibilidades de las demás, no serían éstas posibles. Existiría sola.
—Sin duda.
—Y si un individuo de esta especie la condensara toda, ¿solamente él existiría?
—Innegablemente.
—Y, por tanto, si hay muchas especies y grados de vida y muchos individuos en cada especie, es porque ninguno acopia en sí la vitalidad de todos ellos, y, por tanto, todos tienen un círculo de vida limitado.
—Claro está.
—La vida, por ende, es algo común a todos los vivientes, especies e individuos; pero no propio de uno solo.
—Naturalmente.
—Mas entre la realidad que está al alcance de nuestro conocimiento hállase también el mundo de lo inorgánico, que tiene de común con el orgánico un cierto modo de ser, lo cual demuestra que ni uno ni otro reino agota el ser.
—Es cosa clara.
—Y que si el ser les es común, no es propio y exclusivo de cada uno.
—Naturalmente.
—Pero lo que no es propio, lo que no se tiene de sí y por sí –“a se”– y no obstante se tiene, se ha recibido de otro, “ab alio”, según expresión de la Escuela.
—No se puede negar.
—Con todo, es cosa clara que alguien ha de poseer el ser como propio, “a se” y no “ab alio”. De otro modo, existiría la corriente de las cosas sin manantial primero. Existe, pues, el “ser-a se”.
—Necesariamente,
—Y, finalmente, este ser al que es propio el existir es el ser absoluto, sin límites.
—Esto es lo que no acabo de ver claro.
—Digo que cuando dos o más cosas poseen una perfección común, en diversos grados, debe existir una que la posee como propia en su grado máximo y que de ella participan las demás que la poseen fragmentariamente.
—Te agradecería sensibilizaras este principio en un ejemplo.
—Sea. ¿Te parece que todos los vinos y licores poseen alguna realidad común y en diversos grados?
—El alcohol.
—Y si no existiera el alcohol, ¿no habría vinos y licores?
—En manera alguna.
—Luego existe el alcohol puro, absoluto.
—Claro está.
—Y el alcohol absoluto, ¿admite grados?
—¿Cómo ha de admitirlos si es pura y simplemente alcohol?
—¿Y algún vino puede llegar al grado máximo del alcohol absoluto?
—Tampoco, porque dejaría de ser vino.
—El alcohol es, pues, único.
—Único.
—Lo mismo cabe decir del ser A “a se”: es el ser puro, absoluto, sin plural, en grado máximo, porque en él desaparecen todos los grados y límites como las quebraduras del fondo del Océano al ser rebasadas por las aguas. En él se hallan todas las determinaciones del ser sin quebraduras de no-ser, todas las formas de vida sin zanjas de muerte.
—¡Hermosa es la perspectiva de esta avenida que termina en la Unidad Divina! Y confirma su practicabilidad la misma disposición de la mente humana, que, pese a sus múltiples limitaciones, tiende a verlo todo desde el punto de vista de la unidad y la infinitud, “sub specie unitatis et infinitatis”. Puesta en medio de la pluralidad, aspira implacable a la unidad del ser, y entre el “más y el menos”, se abre al infinito sin comprenderlo.
—Pues aún cabe otro punto de vista exacto y luminoso para contemplar la existencia del ser único, sin plural, del “Ser-a-se”, desde la pluralidad misma de las cosas mundanas. Porque la pluralidad es un síntoma de contingencia –que es decir de eventual existencia– tan manifiesto como el movimiento o el cambio universal. Si no, dime: ¿Te parece que en este atormentado planeta que habitamos existe actualmente un número determinado de hombres?
—Indudablemente.
—¿El hombre es, pues, un ser que admite plural?
—Nada más cierto. ¡Y qué pequeño sería solo!
—Pero nada hay en la Naturaleza humana ni en la de cada hombre en particular que determine la existencia de ese número precisamente, de seres humanos, pudiendo en absoluto ser más, ser menos y ser otros enteramente distintos de los que son y hasta de los que fueron.
—Es cosa clara.
—Luego muy bien podía no haber existido ninguno de los hombres que han existido.
—Cierto.
—Y, por tanto, ninguno de los que existen o han existido tenía en sí la razón de ser él el que es o ha sido; o lo que es igual: ninguno de los hombres es llamado a la existencia en virtud de su propio ser; todos obedecen a una voz, a un mandato que reciben de fuera.
—Evidentemente.
—Pero éste es el caso de todo ser multiplicable, de todo ser que admite a su lado otro semejante. ¿O te parece que hay en el mundo un ser tal que sea único, sin plural?
—No se conoce ninguno, ciertamente.
—Entonces, como los hombres, ninguno de ellos tiene en sí la razón de ser él el que existe y no otro.
—Ninguno, claro está.
—Por consiguiente, la causa determinante de que existan tales seres, ni más ni menos éstos y no otros, solamente puede hallarse fuera de la pluralidad, en la elección, por decirlo así, de un ser tal que no admite plural, y, por ende, tiene en sí mismo la razón suficiente de ser él el que es, precisamente: “YO SOY EL QUE SOY”, ha dicho.
De manera que, indudablemente, la consideración de la pluralidad concreta nos eleva a la contemplación de “lo Uno concretísimo”, que es el Ser puro, absoluto, sin plural: de la misma manera que la reflexión sobre el número abstracto nos llevó al conocimiento de la norma eterna de la realidad cambiante.
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{1} La matemática en la vida del Hombre, Lancelot Hogben. Traducción directa del inglés por Eduardo Condeminas Abós, ingeniero industrial.
[ Chausa España 1946 = Fernando Chausa Arosa (1918-1999) ]