Sir William y el paro. Apostillas a unas conferencias
Por Germán Bernacer
I
Es difícil sustraerse a la simpatía que emana de este escocés vivo y dinámico, cuya fisonomía irradia energía y que goza de una ancianidad vigorosa y optimista. Sir William ha dejado, creo, tras sí en España una cordial estela de afecto personal. El carácter generoso de sus ideales es también propicio a ejercer una seducción singular sobre los ánimos españoles, propensos a la exuberancia de corazón. Dar empleo a todos, asegurar a cada ciudadano un mínimo decoroso de vida y la seguridad de no verse desamparados en las múltiples malaventuras que este pícaro mundo suele traer a la vida de las familias, y todo ello sin privarnos de aquellas libertades básicas que forman el acervo político espiritual de la personalidad humana –conquista de los tiempos modernos que ahora anda bastante en precario por esos mundos–, son cosas que tienen el encanto de los cuentos de hadas y han de promover el aplauso y la estimación hacia el hombre que ha sabido con su prestigio personal darles estado oficial como aspiración humana realizable, consagrando ese programa como carta futura de los individuos frente al Estado, algo que podríamos llamar “la declaración de los derechos económicos del hombre”.
No quisiera en estas líneas que voy a dedicar a la ideología de sir William actuar de aguafiestas: si me creo en el deber de poner algunos sinceros reparos a los proyectos del gran economista inglés, es pensando que sería gran lástima que tan nobles ideales fracasaran, y podrían fracasar, no por utópicos, sino por creer a la ligera que es cosa fácil y hacedera en un periquete. Un fracaso sería de penosas consecuencias para la suerte de la Humanidad toda, porque son hoy muchas las gentes que, con un sentido que ellos creen positivista, están dispuestas a negar la posibilidad de su realización en esa sociedad libre que sir William sueña conservar y a servirnos el pan de la felicidad económica sin el pastel de las libertades sociales.
Dos escollos son los que observamos más destacadamente en el camino que propugna seguir sir Beveridge: la inflación y la pereza. Aunque no lo parezca, son dos términos íntimamente relacionados.
II
Una visión un tanto simplista de los fenómenos económicos nos ha presentado el problema de la inflación como el simple resultado de la proliferación de los medios de pago. Esta concepción ha causado, está causando y causará todavía cuantiosos daños en el mundo. En realidad, la inflación, sin ser un fenómeno demasiado complejo, es algo más que eso: es un acontecimiento parecido a la bancarrota de una empresa. Cuando el pasivo de un negocio va aumentando y disminuyendo el activo, el saldo es una pérdida creciente, que acaba por ahogar financieramente a la empresa.
Un acontecimiento parecido en el orden colectivo tiene por resultado la depreciación constante de la moneda con carácter vertiginoso, no la depreciación con respecto al oro o a otras monedas, que eso puede no tener ninguna significación intrínseca, sino la depreciación con respecto a las mercancías necesarias para el vivir. La proliferación de los medíos de pago no es más que el efecto superficial e inducido de esta evolución, de esta quiebra del organismo social, en que las deudas se van comiendo los activos. Las deudas son para la comunidad dos dineros (téngase muy en cuenta la inversión de conceptos que esto supone con respecto al común pensar), y los activos, los valores reales. Las mercaderías necesarias para la subsistencia, el abrigo o el regalo. Entre el vulgo, y entre los economistas también más a menudo de lo que fuera de desear, la mirada se suele detener en lo superficial, sin penetrar suficientemente en lo hondo.
Ahora, por ejemplo, se están desarrollando enormes inflaciones por todas partes, y donde no, se hallan en potencia, y difícilmente cabrá evitarlas. Los medios de pago se multiplican, es cierto. Pero ¿ha sido una caprichosa multiplicación de medios de pago lo que está trayendo esas consecuencias inflacionistas que observamos? Evidentemente, no. Es que la guerra comporta como fatal secuela la escasez, y nadie se resigna, si pueda evitarlo, a rebajar su nivel de vida. La reacción natural del sistema económico ante la escasez es la elevación de precios, a fin de reducir la capacidad adquisitiva de las retribuciones y disminuir así proporcionalmente la parte de cada cual en los productos reales. De esto todo el mundo trata de defenderse: los obreros piden más jornal para compensar la merma de capacidad de compra de su salario; los empleados, más sueldo, y, a falta de ello, unos y otros, así como los rentistas y demás partícipes en la producción social, tratan de aumentar sus ingresos por diversos medios, o muerden en sus ahorros o capitales, lanzando más capacidad de compra al mercado en demanda de productos que se hacen cada vez más escasos y caros. El Estado mismo y las corporaciones públicas se ven en la necesidad de aumentar sus gastos; como consecuencia de las peticiones de sus funcionarios y de la necesidad de mantener su seguridad y rango, y a veces su propia existencia, que peligra si no atiende a reclamaciones acuciosas de los ciudadanos; la miseria tiende a disminuir la seguridad y a exigir mayores gastos para garantizarla.
Todo esto se puede resumir en una sola cosa: todas las haciendas, las privadas y las públicas, caen en déficit, y el resultado es un descubierto conjunto de gran volumen, que ha de pesar sobre el ahorro y, en cuanto éste no baste, sobre la creación de poder de compra, de poder de compra que no nace como resultado de una producción que tiene su contrapartida en un producto de igual valor, sino como un poder de compra adicional, que no tiene contrapartida alguna real. La proliferación de los medios de pago no es, pues, más que el resultado de ese disputarse las escasas cosas existentes. Si esas cosas fuesen capaces de multiplicarse con la misma facilidad que se multiplican los medios de adquirirlas, no habría inflación ni carestía, porque nadie pagaría las cosas más caras pudiendo obtenerlas al precio normal.
La inflación la he calificado en otro lugar de diátesis consuntiva del organismo social; las salidas son mayores que las entradas, y hay una desasimilación constante, a expensas de los tejidos antiguos. La depresión, por el contrario, es un estado de plétora, en que las entradas son superiores al consumo, también perjudicial, porque las materias en exceso que no se consumen se transforman fácilmente en tóxicos para el organismo. La depresión representa las mercancías invendibles, no por innecesarias, sino porque quienes las necesitan carecen de poder de compra para demandarlas; en consecuencia, la producción tiene que ser reducida, lo cual trae el paro y la disminución de capacidad de demanda de los consumidores que pierden su modo de vivir. Esos elementos en paro forzoso, seres sobrantes, inútiles para la comunidad, caen en la condición de parásitos, de parias, propicios a desmoralizar a los demás; son nidal de delincuentes, de criminales, de nihilistas. Este es el terrible azote que sir William Beveridge quisiera desterrar.
III
Ahora los economistas andan un tanto obsesionados por experiencias recientes:
1.ª La de la pasada postguerra, en la cual antes del primer año sobrevino un bajón en los precios, que inauguró la gran crisis que, con relativas remisiones, ocupa todo el período interbélico, acompañada de los fenómenos de paro más vastos de los tiempos modernos.
2.ª La experiencia de la depresión iniciada en 1928, y que fue una de las más extensas e intensas que se han conocido, con una persistente baja en los precios, que exigió las medidas drásticas del “New-Deal” en América y la desconexión con el oro de casi todas las monedas del mundo.
3.ª La experiencia de la Alemania hitleriana, que consiguió resolver el problema del paro sin elevación de los precios, mediante una política de gastos públicos combinada con severas medidas de control.
4.ª Finalmente, la resolución espontánea y gradual del paro en los países anglosajones, como resultado, primero, de la preparación para la guerra, y, luego, de la guerra misma, que impuso los más grandes dispendios financieros y el lanzamiento al mercado de todo el poder de compra disponible recogido por los Gobiernos mediante el impuesto y los empréstitos patrióticos, sin notables alzas de precios.
La influencia decisiva de esta última experiencia se percibe claramente en los razonamientos de sir William y de la pléyade de economistas actuales que sostienen tesis semejantes. Si para la guerra ha sido posible movilizar todos los recursos y dar empleo a todos los hombres y a una gran parte de la población femenina, ¿por qué no ensayar un procedimiento semejante con el fin de conseguir el pleno empleo en la paz? Lo que allí se ha gastado en proyectiles y en destrucciones, ahora se trata de utilizarlo en la reconstrucción y en mejorar la suerte de la Humanidad, fomentando la instrucción, las instituciones de socorro, de esparcimiento, la mejora de la vivienda, &c. La guerra contra el paro es algo no menos meritorio que la guerra contra el enemigo, y que vale la pena de iguales sacrificios.
Lo que se olvida es que la situación psicológica de los hombres no es la misma. Durante una guerra se procura mantener el fervor patriótico, lo que no es difícil si se trata de una guerra popular entre todas las clases, especialmente entre las trabajadoras, como ocurría en la lucha contra Alemania, que se presentaba como la lucha contra la opresión y la tiranía, la lucha por las libertades clásicas de los pueblos anglosajones. Pero ¿será posible sostener el mismo espíritu en la paz? Aun en la guerra más popular, si se prolonga mucho, la moral decae, y la victoria suele ser un problema de moral de los pueblos. ¿Puede aspirarse lógicamente a que cuando el peligro exterior ha cesado se mantengan los espíritus largamente en la misma tensión? La moral de la victoria se sostiene porque de ella se espera y se promete la redención de los males de la guerra y de muchos que se padecían antes de ella. Los sufrimientos de la guerra idealizan excesivamente el triunfo. Mantener el espíritu de sacrificio después de él es cosa mucho más difícil que antes. Con ser el pueblo inglés el modelo más acabado de flema y estoicismo, apenas la guerra ha terminado, las disminuciones de rendimiento se han hecho sentir, y los ministros laboristas predican en balde por un aumento de esfuerzo en la producción. Si no se obtiene la victoria sobre el espíritu de pereza, a la victoria en la guerra no seguirá la victoria en la paz.
IV
Lo que, en síntesis, propone sir William es partir, como base, de un presupuesto social o de plena ocupación. Antes se fijaba en los presupuestos públicos previamente la capacidad tributaria del país, y con arreglo a ella se establecían los gastos; ésta era, al menos, la ortodoxia en cuestión de una Hacienda bien administrada. Según sir William, se debe proceder al revés: se establece el gasto total necesario para mantener la plena ocupación, y lo que no se pueda cubrir por medio del impuesto, se llena por medio del empréstito.
Sir William no va en esto tan lejos, en apariencia, como otro opinante que he comentado recientemente{1} y que pertenece a la misma escuela, el cual propugna lisa y llanamente que se emita el dinero que haga falta para suplir la insuficiencia de demanda, obteniendo así sin coste el Estado los recursos necesarios para lograr la plena ocupación.
Habría disparidad de esencia si el empréstito quedara restringido a los recursos que el mercado buenamente ofreciera al tipo de interés comercial; ello sería un valladar a la creación de medios de pago, en cuanto éstos no superarían a los ahorros existentes que pudieran y quisieran acudir a la apelación del crédito público. Mas no hay tal cosa. Lo que sir William propugna en su obra doctrinal{2} es hacer bajar el interés por los medios que el Estado posee a los tipos más bajos, hasta anularlo si es posible, produciendo así lo que él llama, con frase de lord Keynes, la “eutanasia del rentista”.
Lo que importa es mantener, a cualquier precio, el volumen de la inversión (outlay), y a ese efecto el ministro de Hacienda deberá fijar cada año el gasto probable del público y el volumen de capitalización que es de esperar; el resto, hasta la inversión necesaria para obtener el pleno empleo, ha de invertirlo el Estado en gastos productivos o improductivos: mejor lo primero; pero si fuera menester dedicar hombres desocupados a hacer hoyos y rellenarlos luego, sería preferible que consentir la desocupación; para eso hay que obtener el dinero necesario de donde sea, y es natural que, cuando el volumen de ahorro real que acuda a la suscripción sea insuficiente, habrá que inflar las empréstitos por medio de facilidades bancarias, máxime que si se rebañan continuamente los fondos disponibles del mercado de capital, todo el mundo sabe que, independientemente de cualquier teoría, se eleva el tipo de interés, y para mantenerlo bajo hay que inundar el mercado con fondos creados artificial y superabundantemente.
Que todo esto no sea una manera de provocar la inflación, es cosa que excede los límites de todas las experiencias que se tienen sobre el asunto. Si los partidarios de estas nuevas modalidades financieras subestiman el fruto de tales experiencias, me parece que lo hacen llevados de ciertas ingenuas teorías, de que habré de ocuparme, aunque ligeramente, porque ellas me parece que son la madre del cordero.
V
La paternidad de la idea singular que ha sido causa de la proliferación de concepciones de este tipo que discutimos se debe a lord Keynes, de cuyo nombre y teorías se amparan casi todos estos reformadores sociales de la total ocupación. Y la idea es ésta, en toda su cruda sencillez: ahorro = capitalización (investment). Es decir, todo ahorro crea automáticamente la capitalización correspondiente, y toda capitalización trae ipso facto el ahorro equivalente.
Así, pues, no hay cuidado de gastar. Si el gasto es a expensas del ahorro que se realiza, bien; no se hace más que suplir la insuficiencia de inversión por parte de los perceptores de retribuciones. Si el ahorro no basta, la cosa no importa; la inversión anticipada provocará el ahorro necesario, al menos en tanto hay trabajo disponible.
La idea tiene en su sencillez todo el carácter de una piedra filosofal, de una varita mágica, capaz de realizar todos los milagros. Pero ¿es que semejante proposición tiene base sólida? No es éste lugar de entrar a discutir su fundamento; pero cuando se ven las interpretaciones diversas que de ella dan los discípulos de la escuela keynesiana, y se observan las diferentes interpretaciones que el propio Keynes ha hecho a través de sus escritos sucesivos, lo menos que se puede suponer es que no se trata de una verdad firmemente establecida ni claramente comprendida por nadie, incluso su propio autor.
Ocurre con harta frecuencia, en períodos semicientíficos, que ciertos elementos que se han destacado en las últimas experiencias habidas se sobrevalúan en las teorías que se improvisan para responder a ciertas opiniones preconcebidas. Aunque contengan percepciones de la verdad, son concepciones que carecen de ponderación y equilibrio. Algo de esto me parece que ha sucedido con estas que discutimos. Representan una reacción contra la ortodoxia monetaria de la centuria pasada, que ella misma era una reacción contra las inflaciones que siguieron, en el siglo anterior, al descubrimiento del papel moneda, reacción que pareció confirmada y acentuada por los fenómenos monetarios de la guerra del 14. Pero las depresiones del período interbélico y el pleno empleo conseguido por Alemania a mediados de la cuarta década del siglo, y por la propia Gran Bretaña durante la guerra, han hecho olvidar aquellas lecciones.
Bajo esta influencia han revivido las viejas ideas del poder vivificante del dinero sobre la economía. No en balde Keynes ha rehabilitado, en parte, las doctrinas mercantilistas, y las ha defendido contra las desaforadas críticas de los economistas liberales.
VI
Lo más notable del movimiento que han determinado tales ideas es que reivindica la mayor parte de las tendencias económicas que se consideraron censurables en el régimen totalitario alemán. Por ejemplo, los tratados de comercio bilaterales; el multilateralismo fue uno de los caballos de batalla contra el nazismo. Sir Beveridge defiende abiertamente el régimen de los tratados bilaterales, considerando el comercio libre como un sistema incompatible con el pleno empleo que él propugna. La única excepción al bilateralismo que reconoce es dentro de ciertas zonas cerradas, ligadas por tratados especiales, y quizás con un régimen de moneda común, como la zona de la libra; pero este regionalismo comercial y monetario era también uno de los planes monetarios para después de la guerra si Alemania hubiera vencido.{3}
El control de precios y de salarios es también uno de los elementos que sir William reconoce indispensables dentro de sus planes; él espera conseguirlo por medios que sean compatibles con las libertades fundamentales, con la libre discusión y crítica, con el comportamiento juicioso de los sindicatos obreros, que se conformen a no pedir elevaciones de salarios no justificadas, y de los sindicatos industriales, que no pretendan explotar el mercado a favor de la creciente demanda, cuya promoción forma la parte esencial de su sistema. Claro que, en defecto de ello, habrá que crear tribunales industriales, que decidan de unos y otros, juzgando, con arreglo al plan trazado, qué demandas y elevaciones de precios son juiciosas y cuáles no. Otra base del sistema es ordenar la localización de los establecimientos industriales e imponer la movilización de la mano de obra de unos puntos a otros cuando las circunstancias de obtener ocupación lo exijan.
Creo que sir William, como casi todos los reformadores sociales, se muestra demasiado optimista y generoso al apreciar las virtudes de sus semejantes, y que la cuestión pragmática es ésta: Puesto en práctica su plan u otro semejante, si se ve que no funciona tal como se ha planeado; si se observan desviaciones importantes, bien porque los precios no se mantienen dentro de los límites calculados, bien porque la producción no se desarrolla tal y como se había concebido que lo haría, bien porque los recursos financieros se consuman sin producir los resultados apetecidos, ¿qué camino se seguirá? ¿Se abandonarán los planes, o se procurará seguirlos a toda costa, introduciendo los correctivos necesarios para que se ajusten a lo ideado? No es probable que se renuncie a sacar partido de los sacrificios hechos, por un respeto “místico” a las libertades individuales, que a quienes se hallen encargados más adelante de poner en práctica los planes acordados, acaso no les parezcan tan respetables como a sir William. Entonces veríamos desarrollarse tipos de economía muy semejantes a los ensayados en la Alemania hitleriana, y no digo en la Rusia leninista, porque me parece que, dada la psicología del pueblo inglés y su grado de cultura, más semejante al de los pueblos centroeuropeos que al de los orientales, es más probable que la resultante final se asemejara más al primero que al segundo, dentro de algunas características especiales que obedezcan a la historia e individualidad de los anglosajones.
Aunque la Humanidad tenga sus variantes, no es tan distinta que pueda esperarse que los mismos resultados se pueden obtener por medios muy diferentes. Ni tampoco se debe creer que sistemas tales como a los que se ha llegado en Alemania y Rusia hayan sido planes preconcebidos de aherrojamiento de las libertades individuales. Seguramente no es eso lo que se propusieron, ni desde luego lo que predicaron, los primeros bolcheviques ni los primeros hitlerianos; ha sido el resultado de doctrinarismos preconcebidos que se han visto frustrados por la realidad, y que entonces se han querido imponer por la violencia a título de un superior interés político, social o nacional. El profesor austriaco Hayek, en un reciente libro{4}, prevenía a sus compatriotas de adopción contra la ilusión de que el totalitarismo obedeciera a una especial psicología del pueblo germano; según él, es una cuestión fatal del sistema, y los sistemas tales como el que propugna el viejo liberal algo desengañado que es sir Beveridge, se hallan en el camino de la servidumbre de que hablaba Hayek.
Es un hecho sorprendente, aunque no insólito, que los vencidos en la guerra impongan a sus vencedores los regímenes contra que lucharon. La guerra del 14, hecha contra el militarismo alemán, contra el prusianismo, impuso al mundo el militarismo e inició el ocaso de la libertad. Que ésta acabara por traer alguna forma de totalitarismo en Inglaterra, no sería menos sorprendente, pero tampoco más. El hecho era ya fácilmente observable bastante antes de terminar la contienda; prueba de ello es que ya en 1942 cabía conjeturar que la economía de postguerra, aun dando por descontado el triunfo de las potencias democráticas, sería fatalmente una economía intervencionista{5}. Los hechos se delinean de manera que confirman con creces tal conjetura. Dos fuerzas importantes concurren a determinar incontrastablemente esa dirección: la de la opinión popular, dando el triunfo al Partido Laborista, y la de un importante sector científico de los economistas de la escuela de lord Keynes y sir Beveridge, que proporcionan sustancia doctrinal al movimiento.
A los demás creo que nos toca observar sus resultados, sin impaciencia por seguirlo, sin pasión en pro ni en contra, sino con él espíritu de obtener enseñanzas del nuevo experimento, si se llega a ensayar.
——
{1} Revista Economía, 15 marzo 1946.
{2} Revista Economía, 15 marzo 1946.
{3} Véase Economía, 15 septiembre 1943, página 3.
{4} The road to Serfdom. Ver Economía Mundial, 24 marzo 1945, pág. 295.
{5} Economía Mundial, núm. 96, 24 octubre 1942, pág. 1373.
——
→ “William Beveridge: En España se puede hablar claro” (El Español, 6 abril 1946.)
→ Juan Alberti, “Mister Beveridge y el señor Jordana retornan a sus lares” (El Español, 20 abril 1946.)
→ Germán Bernacer, “Sir William Beveridge y el paro. Apostillas a unas conferencias” (El Español, 20 abril 1946.)