Signal
Berlín, primera quincena de junio de 1941
número 11 del año 1941 [Sp 11]
páginas 22 y 27

¿Quién puede guiar a Europa?
por el Dr. Rudolf Fischer

Inglaterra no ha aprovechado su ocasión de ser guía del Continente. Pero una dirección es necesaria aunque sólo sea para crear y mantener como un conjunto la libertad del viejo Continente. ¿Quién puede guiar a Europa? «Signal» responde en el siguiente artículo a esta pregunta, de importancia vital para todos los pueblos.

Es muy reciente la aplicación a nuestro Continente de la denominación «Europa».

Aun no hace mucho tiempo que se le dio el nombre de una de las muchachas amadas de Zeus, a la que el dios, transformado en toro, trajo a nuestras costas. Hasta mucho después de descubrirse que había otros continentes allende el Atlántico se llamaba a Europa «Cristiandad», primero, y después «Occidente», o, reuniendo ambas denominaciones, «Occidente Cristiano». Sólo cuando la cristiandad se propagó a todas las lejanías, también a través de los mares, se comenzó bajo la influencia de la época del desenvolvimiento humanístico a decir «Europa», ante la necesidad, por cierto, de separar el Antiguo Continente de otras partes de la tierra.

Más tarde, cuando se hizo cada vez más general la conciencia de una inmensa superioridad sobre todos los restantes continentes, cuando el genio europeo se elevó sobre todas las demás partes de la humanidad, especialmente en cuanto a las realizaciones técnicas, comenzó un sentimiento nuevo, absolutamente libre de homogeneidad, a reemplazar el antiguo de unidad que había estribado en la pertenencia a la misma religión. Y, simultáneamente con ella, surgió también el pleito de cómo se servía mejor a esta unidad, de quién la serviría mejor y de cuál, entre todos los Estados y pueblos, debía representarla y guiarla. Como moderno organismo estatal, apenas tiene 150 años de antigüedad lo que nuestro Continente representa en la actual conciencia europea. Napoleón fue el primero que proclamó el concepto «Europa» como obligación política y ética, ante el foro de los pueblos europeos. Pero, realmente, en un mal momento: cuando, poco antes de su caída, comenzó a comprender que los pueblos y Estados con los cuales había procedido arbitrariamente a su albedrío dinástico, habían tenido que movilizarse con todo su poder para alcanzar su gran objetivo.

Pero, ¿qué era este objetivo y contra quién se suscitó por vez primera? Era el vencimiento de Inglaterra, la liberación de Europa de la vigilancia británica, que controlaba y aprovechaba el acceso al mundo del Viejo Continente. Y se nos antoja que esto es altamente interesante también para la actual situación.

Es característico para la actual actitud de Inglaterra con respecto a Europa el hecho histórico de que la Gran Bretaña no ha descubierto ni colonizado por sí misma ninguna de sus extensas colonias; las robó todas, en especial de los restantes Estados europeos: la India, a los portugueses y franceses; Sudáfrica, a los holandeses; Norteamérica, a los franceses y españoles, para citar sólo las más importantes. Esto quiere decir, por consiguiente, que Inglaterra privó a los pueblos continentales del fruto de todos los esfuerzos con los cuales se pobló y colonizó el mundo.

Es bien sabido cómo lo logró. Ante todo y en primer término, se hizo inatacable durante siglos a su aislamiento en una isla, situada ante la costa de Europa como una especie de barrera que permitía a la Gran Bretaña hacer el papel de aduanero, que obtenía sus ingresos de todo el tráfico europeo con el mundo y tomaba de todos los Estados lo que le aprovechaba o agradaba.

Como los pueblos del Continente consideraron siempre esto insoportable, cuando uno de ellos se hizo demasiado fuerte, los ingleses, como dueños del mar, se encontraron siempre en situación de organizar una coalición contra el Estado continental más poderoso. No siempre tuvieron necesidad de participar en estas guerras con tropas propias; se limitaron a atizar el fuego con su oro y, al concertarse la paz, no se cruzaban en el camino del vencedor continental, pues buscaban su provecho fuera de Europa, al otro lado del Océano.

Inglaterra, mientras se presentaba en el Continente como adicta a la libertad de los pueblos, cercenaba a su antojo la libertad del Continente mismo. Despojó a España, Portugal, Holanda y Francia de posesiones situadas fuera de Europa.

La divisa que se fijó Inglaterra para su objetivo de impedir un Continente unificado bajo una dirección fuerte y sobre todo consciente era el «Balance of power», el equilibrio de fuerzas. En Europa debían oponerse siempre dos grupos de Estados entre los cuales la Gran Bretaña apoyaba al que había debilitado la vez anterior. La miopía de los países del Continente contribuyó a presentar este sistema como «garantía de la libertad de los pueblos». En realidad, no era otra cosa que una garantía de la esclavitud del Continente, un sistema de impedir una dirección armónica y consciente de Europa por un Estado continental llamado a hacerlo. Un sistema que quebrantaba constantemente las mejores fuerzas de los pueblos que hubieran podido actuar en el mundo en beneficio de Europa e incluso las aplastaba de raíz.

¿No tenía Inglaterra la misión directriz?

Pero, ¿no es la propia Inglaterra un Estado Europeo? El papel que desempeñaba entretanto como fiel de la balanza, ¿no era para Europa una especie de misión directriz? Indudablemente, hubiera podido serlo auténticamente, pero Inglaterra no ha pensado nunca en ser guía ni representante de Europa ante el mundo.

No es difícil probarlo. ¿Quién no conoce el proverbio inglés, «El negro comienza en Calais»? Sin embargo, esta arrogancia, y el desprecio hacia todo lo continental, de que estaban poseídos incluso los analfabetos de la Isla es sólo el resultado de una larga práctica.

Nada puede ilustrar mejor adonde ha conducido esta práctica ejercida durante siglos que la situación anterior al actual conflicto. Quien haya seguido atentamente las cosas, recordará que entre 1936 y 1937 se desarrollaron en Inglaterra interminables controversias periodísticas sobre la mala situación, generalmente reconocida, que el gigantesco Imperio arrebatado a naciones europeas –prescindiendo de la India– ofrecía en su densidad de población, comparativamente con otras regiones de la tierra, pues podía considerarse casi deshabitado y, naturalmente, también continúa siéndolo hoy. En relación con las formidables maniobras navales que acababan de desarrollarse en un alejado Océano, escribía entonces una revista profesional británica que estaban bien las maniobras y que las recientemente realizadas habían probado también la superioridad de la flota inglesa, pero que el enemigo no opone sus principales fuerzas en buques de guerra, sino que envía el excedente de su natalidad, por millares de caminos incontrolables, a los espacios vacíos que Inglaterra no puede llenar en sus enormes posesiones con gentes europeas. ¡Qué observación más certera! Piénsese sólo en la plétora de América, incluyendo también la cifra de indios, que crece sin cesar, y también en su significación política.

Inglaterra no aprovechó su oportunidad

Por consiguiente, las relaciones de Inglaterra con Europa se plantean así: mientras arrastra en su propia metrópoli el lastre del ejército de un millón de parados, mientras las gentes apiñadas en el espacio más reducido de las grandes ciudades y distritos industriales de Europa central tienen que emplear todas sus energías para asegurarse el sustento y, a pesar de todo, muchos de ellos están constantemente abocados al hambre, esta Inglaterra se acurruca en su gigantesco Imperio, que estaba y está vacío. Ni siquiera sus millones de parados hubieran bastado, ni con mucho, para colmar de hombres este Imperio. Obcecada en su inconmensurable riqueza, Inglaterra impidió a la superpoblada Europa, a pesar de todo, organizar el mundo de acuerdo con los Estados de los restantes continentes, para la explotación de los lugares habitables y de las materias primas.

Si Londres hubiera hecho suyo, siquiera en lo más mínimo, el destino de la humanidad europea y se hubiese impuesto la tarea de hacer suyas las preocupaciones de Europa, hubiera sido incomprensible tal estado de cosas y la obstinación con que se negaba a ver su peligrosa situación y la del Continente. Si los responsables de la Isla no hubieran estado ciegos por la antigua receta británica de acicatear unos contra otros a los Estados continentales, hubieran comprendido que, dentro de esta evolución, que se agravaba sin cesar, sólo quedaba para la propia Inglaterra la elección entre una lucha a vida y muerte contra Europa o asumir una auténtica representación del Continente, beneficiosa también para la Gran Bretaña.

En realidad, algunos ingleses perspicaces han presentido, cuando menos, la gravedad de la situación. Entre ellos figuraba, por ejemplo, un ministro que hoy –por cierto, con otras atribuciones– es todavía miembro activo del Gobierno de Churchill. En el año 1933, cuando ya se cernía la tormenta sobre el cielo occidental, tuvo con un economista una entrevista que se ha hecho famosa gracias a una necia indiscreción. El inglés confesó sinceramente en esta conversación que la capacidad inglesa de producción, en constante descenso, y sobre todo su capacidad humana no bastaban ya para conservar en manos de Inglaterra, a la larga, lo que se había arrebatado a otros pueblos europeos y por tanto a todo el Continente.

Mencionó como ejemplos singularmente patentes los del Canadá y la Unión sudafricana. La Gran Bretaña no tiene ya suficiente ímpetu para desarrollar ambos dominios en forma que uno de ellos no pase a poder de los Estados Unidos, que ya casi lo poseen, y no se haga el otro independiente. Comprendía perfectamente que, en estas circunstancias, lo mejor para Inglaterra sería concertar un acuerdo con el Reich, pues Alemania tenía potencia y hombres suficientes para tal tarea, pero no estaba en condiciones, como los Estados Unidos, de excluir un día a la Gran Bretaña. Es cierto que aquel inglés no dijo esto, pero seguro que lo pensaba. Manifestó que en el fundamental aspecto del comercio mundial, Inglaterra obtendría más beneficio en una colaboración con Alemania que con un asociado tan robusto y tan inatacable para ella como los Estados Unidos. Esta conversación se desarrolló cuando hacía mucho que Inglaterra –según frase de míster Eden– estaba decidida «a regular el auge del Reich», si fuera necesario, mediante una nueva guerra en el Continente.

Por consiguiente, a pesar de que la situación de Inglaterra le impulsaba a una colaboración con Alemania, corazón de Europa, a pesar de que todos los políticos dirigentes de Londres tenían la experiencia personal de que esta guerra en Europa sólo tendría como consecuencia fortalecer a los Estados Unidos inatacables para la Gran Bretaña, y a pesar de saber que la conflagración europea le había costado a Inglaterra el dominio absoluto de los mares, no aprovechó la última oportunidad de constituirse en fiduciario de Europa; mantuvo la receta ensayada contra Europa de atacar al Estado continental más fuerte y con ella, por tanto, se dirige Inglaterra hacia el abismo. ¿Es necesario demostrar aún más inequívocamente que la Gran Bretaña no se siente en ningún aspecto miembro de Europa? ¿Ni siquiera cuando una situación precaria cada vez más patente le impulsa sencillamente a hacerlo?

Identidad entre los intereses alemanes y europeos

En el transcurso de esta argumentación hemos dicho algunas veces «Europa» y nos hemos referido a Alemania. Aquí está implícita la afirmación de que los intereses del Reich y del Continente coinciden en gran parte. Esto, tenemos que probarlo, pero adviértase que si lo logramos, habremos demostrado al mismo tiempo que Alemania defiende los intereses de Europa cuando combate por los suyos. Esta argumentación, de hecho, no es difícil.

Pongamos en primer término el argumento principal que se esgrime en todas partes donde se discute la aspiración directiva germana: ¿Qué ocurre con la libertad de los pueblos? En esta pregunta reconocemos inmediatamente la argucia con la cual los ingleses han podido sustraer tan bien la libertad de Europa a las miradas de los europeos. Cierto que, antes de responder, debemos dilucidar si la libertad del continente precede a la libertad de los pueblos o si un pueblo o un par de países deben beneficiarse a expensas de los otros de la anarquía del Continente o, si para eliminar esa anarquía y en interés de una representación común de las conveniencias europeas hacia el exterior, debe aceptar cada Estado una cierta merma de su autoridad.

Teóricamente, hay que reconocer en seguida la alta justificación moral de la consideración hacia los otros; en la práctica, la cosa se presenta casi siempre con otro aspecto. De todos modos, los pueblos de Europa se han concertado ya una vez, en favor de una organización que debía representar, no ya los intereses de los pueblos europeos, sino los de los pueblos en general, para aceptar ciertas reducciones en su ilimitada soberanía. Esta organización fue la Liga de Ginebra. Su fin principal, teóricamente, no era en realidad la representación común de los intereses europeos, sino más bien una protección de los derechos individuales de los pueblos. Y, además, el inglés se situó en medio de esta organización protectora de la anarquía europea como la araña en el centro de su red.

Lo mismo ocurrió en todas las conferencias económicas de los amargos tiempos de la posguerra, mientras todos los Estados de Europa padecían bajo la crisis económica y había que alimentar a gigantescos ejércitos de parados a expensas del standard general de vida. ¿Hubo entonces algo parecido a una voluntad organizada de los Estados europeos para abrir nuevos espacios de vida a sus masas desnutridas? De ningún modo. Y, si hubiera existido, hubiese tenido que dirigirse contra Inglaterra, que también esta vez, como siempre, impedía un mejoramiento en la situación económica de Europa haciendo caso omiso de una orientación consciente de los ejércitos de parados hacia los territorios británicos de escasa densidad de población.

Un ejemplo significativo revela cuán distante se hallaba Inglaterra de la voluntad formal de ayudar a situar sobre una base sana la arruinada economía europea: los ingleses se han quejado constantemente de los buenos precios que Alemania paga por los productos agrícolas de los campesinos de Europa oriental; en Inglaterra se quería libertad para los precios británicos. ¿Qué precios son éstos? Están calculados con arreglo al coste de vida de los negros y culis de las plantaciones de trigo y algodón de las plantaciones británicas. ¿Quién otro que Alemania, el mayor consumidor numéricamente y que es otra vez el mayor productor para la aplastante mayoría de los Estados continentales, puede garantizar a la larga en el Continente un nivel de precios adecuados frente al sistema inglés?

Con estos ejemplos no debiera ser difícil familiarizarse con la idea de un sacrificio en pro de la comunidad de los pueblos europeos; pero en la práctica de la «Sociedad de Naciones» se ha probado suficientemente que no se logra mediante discusiones garantizar enérgicamente los intereses comunes. Pero puede imaginarse que asuma también la dirección un Estado que por su situación y magnitud esté íntimamente vinculado con los intereses de todos los Estados europeos y sea bastante fuerte, aislado si es necesario, para soportar la carga de la defensa de los intereses colectivos.

Así se plantea en forma completamente distinta la pregunta de qué libertad de los pueblos subsiste aún. Por consiguiente, no se debe empezar con ella, sino con la libertad de Europa.

El actual escenario del mundo es instructivo para la aspiración a la libertad europea, pues Inglaterra sitia ahora, sin excepción, a todos los pueblos de Europa, incluso a los que se dejaron enviar a la lucha en el Continente, en holocausto de la Gran Bretaña.

Pero, ¿puede llamarse libre a una parte del mundo, mientras esté al arbitrio de una pequeña isla situada frente a sus costas, someter el Continente al bloqueo por el hambre? No. Por ello debe lucharse en pro de esta libertad.

¿Existe una defensa colectiva contra el peligro común? –¡No!

Pero, entonces ¿quién soporta el peso de esta lucha y es la única que tiene la probabilidad de conquistar, al fin, la libertad para Europa? –¡Creemos que Alemania!

La libertad de Europa debe ser defendida por la colectividad

Mientras tanto, el problema de la aspiración a la libertad de nuestro Continente se plantea para el Imperio de Centroeuropa con una significación aún más elevada que la napoleónica. Alemania, por imperativo de su situación geográfica, tiene que insistir en la intangibilidad de todo el Continente; nunca se podría permitir desgarrar el flanco oriental de Europa y –como fue elixir de vida para Francia cuando alcanzó el predominio sobre Europa– instigar una vez a los rusos y otra a los turcos contra el vecino molesto. En su interés y en el de Europa, Alemania debe aferrarse a un intercambio cultural y económico sin trabas entre las naciones continentales.

La necesidad de esta aspiración les está impuesta desde fuera. El mundo se ha hecho pequeño, el lugar estrecho, las corrientes no pueden derramarse ya a su albedrío en el infinito. Otros continentes más ricos que Europa más homogéneos y parcialmente más compactos han entrado en concurrencia con el nuestro. ¿De qué aprovecha a algunas naciones su anárquica libertad, si Europa, como conjunto, pierde por ello la lucha por su standard de vida?

Por tanto, es la evolución de la misma humanidad lo que impone a los europeos su gran misión colectiva. Los pueblos de Europa sólo pueden defender su propia libertad si están decididos a defender la de Europa como colectividad. Ante esta coacción, el viejo mundo debe considerarse una coalición que tiene la fortuna de contar con un potente defensor, unido a ella a vida o muerte: Alemania.


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1940-1949
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