3000 años de evolución de nuestro Continente
Por fin deberá surgir Europa
por Wolfgang Goetz
Los soldados de Alemania han avanzado con prodigiosa rapidez desde la frontera septentrional de Grecia hasta los puertos meridionales del Peloponeso. Nombres famosos suenan junto a su marcha triunfal. En la nieve y cumbre del Olimpo, antigua morada de los dioses, ondea el pabellón alemán. Sobre las osamentas de Leónidas y su tropa se desencadenó la lucha con las retaguardias británicas. El Pireo, este laberinto de ensenadas destinado por la naturaleza a ser puerto, se ha convertido en la tumba de innumerables barcos griegos e ingleses. El punto cardinal de toda la historia griega, el Istmo, ha sido cruzado por las tropas de Alemania. Se pasó delante de las tumbas de Agamenón e Ifigenia, a través de Argos, y de la isla de Pélope, de dulce melancolía y radiante de una suave severidad, hacia Esparta, en la soledad del valle del Eurotas, a través de Mesenia con sus pendientes cubiertas de asfódelos.
Con el corazón henchido de alegría hemos seguido esta marcha, se ha despertado el entusiasmo de nuestra juventud y la Hélada sagrada aparece de nuevo ante nosotros y hay que volver atrás la mirada. Nos preguntamos: ¿Qué ha ocurrido aquí? Para decirlo con una frase: Europa ha reconquistado Grecia. Y esto ocurre unos tres milenios más tarde, después de que Grecia descubrió, conquistó y defendió en tenaces combates este Continente.
Hace 3000 años: la madre Europa se defiende contra Asia
Al principio de la historia de Europa se registra la gran guerra sobre la llanura de Escamandro por la Ilión santa. Aquí vemos por primera vez el gran afán de expansión de este interesante Continente, sobre cuyo nacimiento sabemos tanto como nada. Europa se extendió al Asia. La insigne madre de este Continente, es decir Grecia, se encargó de la gran misión de estabilizar a Europa como una roca de bronce. Todavía estamos conmovidos ante los túmulos bajo los cuales yacen los héroes de la batalla de Maratón. Y sobre la bahía de Salamina se cree percibir todavía el ruido al saltar en pedazos los barcos persas. En estos dos lugares se rechazó la tentativa de una represalia de Asia por la conquista de Troya. Europa se había acreditado, pero todavía no se había hallado a sí misma y tampoco se conocía. Es cierto que el famoso Herodoto sabía contar del legendario río Eridano, en cuya desembocadura se halló el precioso electrón, el ámbar. Durante mucho tiempo se creyó poder identificar el Eridano con el Po, solo que esta tesis tenía la desventaja de que en sus riberas se encuentra la preciosa resina fósil en cantidades insignificantes. Ni se podía imaginar, que el gran historiador, el Padre de la Historia, hubiera podido pasear su mirada más allá que sobre la llanura ante los pies de los Alpes Orientales. Carl Schuchardt ha comprobado ahora que al hablar del Eridano se trata del Elba.
Este error es importante por cuanto que ha tardado casi tres milenios hasta poder llegar al convencimiento de que no eran tan escasos los conocimientos de los griegos respecto a Europa. Duró todo este tiempo hasta que se estuvo seguro de nuestro Continente, puesto que apenas rechazada Asia, se concentraron los intereses de Grecia en sí misma. La Hélada constituía entonces el concepto estatal de Europa, pero las ciudades-república de Grecia se desmembraron. Ni siquiera se presentó la idea de una unión, una comunidad más profunda, en una palabra lo que hoy llamamos un imperio.
La antigua Grecia no pudo configurar a Europa
Esta desgracia, como la podemos llamar, no dependió sólo de la naturaleza de los helenos. ¿Cómo se iba a conocer Europa a sí misma, una vez que en flor de su juventud o mejor en su pequeñez embrionaria había tenido que confortarse en el líquido madre de la superficie azulada del Mediterráneo? Pero tres continentes tomaban parte en estas aguas tan singulares geográficamente y tan cargadas en el terreno político-histórico. El pueblo que creó las aventuras corridas por Ulises se deleitaba en las orillas del Mediterráneo y no volvía a sí mismo. Se mezcló la economía que según una palabra muy imprudente debería ser la política. La economía es exactamente lo contrario de la política, es su destructora en el momento en que se eleva al poder y no quiere permanecer por más tiempo solicita sirviente de la más alta idea. Las ciudades-república de Grecia buscaron llevar cada una la ventaja. La consecuencia fue que la Hélada se desmoronó y se desangró por las heridas causadas por ella misma, y en vista de lo cual no estaba en condiciones de configurar a Europa.
El Estado de Grecia pereció y tenía que perecer de este modo. Quien vaya por el Peloponeso, cuyo nombre lleva una de las guerras más funestas y absurdas, podrá aprobar sólo las palabras de un hombre inteligente que en vista del estrecho espacio –la península es tan grande aproximadamente como Sajonia– profirió indignado la frase siguiente: “Esto fueron sólo riñas de campesinos”. Es bien verdad que estos campesinos eran personas sabias y altamente artísticas y hombres heroicos en una abundancia aplastante.
Descubrimiento de Europa
Roma surgió después de que la Hélada se había retirado de este modo de la escena mundial. Europa se cristaliza en el momento en que la Ciudad Eterna, a orillas de Tíber, asume la dirección de la historia del Occidente. Toma vida la idea de Imperio. Si Grecia tuvo que librar la lucha con el Asia, Roma tenía que defenderse contra África. El nombre de Aníbal tiene un sonido poco tranquilizador que recuerda el toque de trompetas lejanas, el cual no deja de hacer impresión todavía en nuestros días, aunque sólo sea en los bancos de la escuela. Le domina ruidosamente el nombre fulminante de Escipión. Y cuando por fin el genio –este título es difícil de dispensar, pero aquí está indicado– de un Cayo Julio César se convirtió en Colón del Continente, Europa estaba descubierta.
César fue más que un Colón
Los pensamientos de César eran europeos por completo. Siendo un espíritu prodigioso, fue también más allá del Mediterráneo. ¿Quién negaría que todos sus esfuerzos se encaminaron hacia el Continente, del que procedía y con el que tenía que equiparar naturalmente la naturaleza de Roma? Sus “Comentarios de la guerra de las Galias” son leídos desde siglos por muchos muchachos como una emocionante novela de pieles rojas. César fue realmente más que un Colón, no se lanzaba a zonas lejanas, sino que ganaba el propio suelo. César fue asesinado, pero los conjurados aceptaron la peor herencia de Grecia, precisamente la particularista y partidista. César no contaba demasiada edad y hubiera podido vivir todavía otro cuarto de siglo; no murió con él un gran hombre, sino la idea de Europa.
Lo que ocurrió después fue una verdadera catástrofe. Los emperadores romanos se sucedían rápidamente. No se presentó la menor idea y mucho menos causó efecto alguno. Las guerras con los partos y otros pueblos parecidos dispersaron los grandes pensamientos de César. Así es como tuvo que desaparecer la idea de Europa y también este Continente volvió sobre sí en este retroceso a su estado primitivo, no por cierto satisfactorio aun cuando los nombres de los grandes godos, vándalos y longobardos se destaquen con caracteres de fuego del negro horizonte de esta era.
Bizancio como peligro
Parecía como si Asia quisiera otra vez arrebatar para sí el poderío, pues el Impero Romano de Oriente no era otra cosa que la avanzada de Asia. Es muy lamentable que se acostumbre a dar por terminada la historia de Bizancio con un encogimiento de hombros. Consideremos sin embargo que este Imperio existió un milenio, es decir más tiempo que Grecia y casi el mismo que Roma. Significaba un inmenso peligro. Fue una gran política, tal como desde el Bósforo se valieron de los distintos pueblos germanos, enfrentándoles, por un lado, unos contra otros y combatiéndoles abiertamente por otro. Nunca estuvo Europa tan amenazada como en aquellos siglos. Los jóvenes pueblos nórdicos que, a pesar de contar en sus filas con algunas grandes personalidades, eran todavía demasiado faltos de experiencia para comprender lo que aquí ocurría, si, llegaban incluso a creerse honrados si se les tendía el lazo alrededor del cuello con palabras amables. Godos, longobardos y vándalos que se habían propuesto revivificar los pensamientos de César corrieron a la muerte por un Bizancio completamente antieuropeo.
Resta el mérito imperecedero de Carlomagno de asentar de nuevo el punto esencial con ímpetu grandioso en el Oeste de Europa. El Imperio del poderoso franco era la nueva expresión de Europa, casi un milenio después de la muerte de César. Pero ocurrió lo increíble: sus sucesores destruyeron en nefando egoísmo el precioso conglomerado.
El Papado llegó a ser antieuropeo
Comienza una tragedia sin igual: la tragedia de Europa. El Imperio del Centro, el corazón del Continente se despedaza y se desmiembra cada vez más. Mientras tanto se constituye una potencia: el Papado. Pero como formula pretensiones de poderío seglar, llegó a ser antieuropeo. Alemania fue la más afectada a pesar de que este pueblo había comprendido y hecho suya con sorprendente rapidez la idea de Europa y, gracias a sus emperadores, se esforzaba en realizarla. Las tendencias antieuropeas eran ya demasiado fuertes para no influir peligrosamente en la vida de Europa. Cierto es que los mayores genios italianos saludaban a los emperadores alemanes como a sus soberanos, pero Italia se desmembró como Alemania en muchos pedazos pequeños. La idea de la unidad tenía que ceder ante intereses de corto alcance. Tal vez tuviera que darse este rodeo y que de estos distritos limitados pudiera crecer la gran idea después de muchos siglos.
En Alemania se desarrolló el particularismo de la rivalidad no de las peores cabezas entre sus príncipes contra la política italiana de los emperadores, que adoptaba a veces formas inquietantes. Ya Otón III (982-1002) había tenido un imperio fantástico en Roma; el más frío y poco romántico Federico II (1212-1250) había viajado sólo en raros casos al imperio de sus padres, de modo que más de una vez amenazó un desplazamiento peligroso del centro de gravedad alemán sobre la Península Apenina.
Cabe preguntarse si esta evolución, aun cuando no fuera la mejor o única posible, era tal vez preferible a si se hubiera cumplido fácilmente el proceso histórico. El sentimiento de comunidad creció en pequeño y se consolidó con tanta mayor fuerza gracias al ejemplo de hombres de largo alcance. “La necesidad con su rayo santo” reunió a los genios. Estados más felices, como Francia, encontraron antes la unidad, pero se desvaneció también rápidamente el pensamiento de homogeneidad. Se ha dicho con frecuencia a los franceses que fue su a veces ufano patriotismo el que les hizo convertirse tan rápidamente en gran nación. Parece a la inversa, que la rápida unificación del pueblo produjo la fraseología que tan a menudo resultó fatal para los franceses.
La época de la riñas campesinas; la depresión de Europa
En Alemania se registró lo contrario. El mapa de esta época recuerda los productos que señoras de edad hacen pasar por alfombras, cosiendo restos de telas. Es de distintos colores pero no bonito. Todos estos pedazos se odiaban a muerte. Si se leen las biografías de hombre más o menos esforzados de la época de la Reforma como las de Götz von Berlichingen o del capitán general Schertlin von Burtenbach, hay que soltar a menudo la carcajada, puesto que estos paladines arriesgaron su vida por pequeñeces insignificantes y defendieron una paja con un gesto de energía que hubiese sido digno de una causa verdaderamente mejor. No se paraba en menudencias puesto que un pleito ante los tribunales se hubiera dilatado de tal modo que la vida de los partidos se mostraba forzosamente demasiado corta. Así, el vecino se enfrentaba con el vecino y la palabra de riñas campesinas, pronunciada con la dulce melancolía del paisaje peloponense, hubiera estado aquí mejor autorizada. Se había alcanzado la depresión de Europa, pues si Alemania representaba también el caso peor, no era mucho mejor la situación en otros lugares. Por todas partes se registraban sublevaciones. En Inglaterra se sucedían las guerras, tal como lo conocemos de las tragedias reales de Shakespeare. Españoles y flamencos se batían el cobre y en Italia, especialmente en su parte septentrional, cambiaba la fortuna en los campos de batalla. Sólo Francia estaba consolidada hasta cierto punto, si no era acosada desde fuera o se comprometía por sí misma en un conflicto. He aquí tal vez la razón por la que esta nación formuló pronto el derecho a la hegemonía en Europa, que durante una época esperaba lograr únicamente si el monarca francés llevaba al mismo tiempo la corona de emperador de Alemania.
Asia entró de nuevo en acción
El punto cumbre lo alcanzó la confusión y falta de sentido de la guerra de los Treinta Años. Los frentes cambiaban con gran rapidez. Se necesita recordar sólo a Wallenstein. Richelieu, el gran cardenal de Francia, favoreció abiertamente a los protestantes de Suecia, para reducir al odiado vecino, el Imperio alemán, y mantenerlo en su debilidad. Esta locura no pudo llevarse a más y, en realidad, se produjo una repercusión, no inmediata y no rápida.
De nuevo entró Asia en acción. Hasta las puertas de Viena rompió el “Alá il Alá” y sólo la táctica superior del Príncipe Eugenio logró, a últimos del siglo XVII, alejar el peligro que desde tiempos inmemoriales se cernía sobre Europa. El Gran Elector de Brandeburgo tuvo que seguir todavía una política contraria a sus sentimientos. Por seguir una política de largo alcance le fue otorgado el título de Grande, una política cuyos frutos apenas pudo imaginarse y mucho menos prever. Su famosa frase “Exoriare aliquis nostris ex ossibus ultor” (Que nazca algún día un vengador de mis cenizas), salía más bien del pecho atormentado de un hombre que de un estadista.
El vengador llegó en la persona del bisnieto de este brandeburgués. Resta el mérito de Prusia que reconocieran los soberanos de este Estado: sólo cuando sane de nuevo el corazón del Continente europeo podrá curarse entonces todo el organismo. En Brandeburgo de Prusia surgió de nuevo la idea de Europa, que se refleja en la amplia inteligencia del más prusiano de todos los prusianos, en Federico el Grande. La idea de Europa pareció realizarse primeramente por Francia gracias al hijo de la isla italiana de Córcega. El experimento fracasó a pesar de que para su cumplimiento se dispuso de un genio cesariano: Napoleón.
La política de Inglaterra no fue nunca europea
Napoleón siguió en efecto una política extraeuropea. Su aventura egipcia se malogró. Intentó seguir una política inglesa e Inglaterra se apoderó paulatinamente del mundo. Es dudoso si se puede contar entre Europa a esta isla al otro lado del Canal. Cuando Britania comenzó a seguir una política colonial del mayor estilo, se separó definitivamente del Continente en el que a pesar de una guerra de cien años y gracias a un ser extraordinario, la Juana de Lorena, no pudo poner pie. La metrópoli del Imperio británico se convirtió forzosamente en avanzada de dos Continentes, Asia y América, que vigilaba ahora constantemente para conservar en su poder, desde ultramar, el control que no era capaz de ejercer desde el Continente. La política de Inglaterra nunca fue europea y no pudo serlo. Tal vez porque los fundadores del Imperio insular habían vuelto prematuramente las espaldas a Europa. Tanto más incomprensible es que Britania nunca intentara entrar por vía pacífica en íntima relación con el Continente.
Napoleón hizo renacer la idea de Europa. Los grandes estadistas que le siguieron, tampoco abandonaron esta idea. Sin embargo, los Estados luchaban todavía unos contra otros.
Alemania hace surgir Europa
Para renacer a Europa se necesitaba el empleo de las tenazas. El doloroso proceso se cumplió en la guerra mundial. Esta necia matanza era antieuropea por completo. Comenzó la “negroización” de Francia. Inglaterra cedió el dominio universal a América o entró por lo menos en la vía de su decadencia. Versalles con sus desastrosas consecuencias, la inflación, la ocupación de la cuenca del Ruhr, &c. acosaron de tal modo el corazón de Europa, que no faltó mucho para que no dejara de latir.
Por sorprendente que parezca, este “dictado” que se osó llamar tratado de paz, redundó muy en beneficio de Alemania en un plazo increíblemente breve. Alemania se hundió, pero se hundió al propio tiempo en sí misma. Se volvió seria. Recordó sus virtudes que tan a menudo olvidara antes de la guerra mundial y al cabo de apenas un cuarto de siglo surge consolidada, fuerte como nunca, sobre bases firmes y formula de nuevo el derecho a sanar a Europa, de crear un firme complejo de Estados, del que soñaran antes los antiguos emperadores, en una palabra: de hacer surgir por fin este Continente.