Filosofía en español 
Filosofía en español


José Perdomo García

La filosofía hispanoamericana y su ritmo asincrónico

El pensamiento filosófico se desenvuelve en la Historia siguiendo una trayectoria continua, pero no invariablemente uniforme. El curso de la filosofía a través del tiempo sigue en todo momento una línea sinuosa, en la que no hay trazos discontinuos, pero sí depresiones y cimas. La actividad del filosofar es un quehacer incesante que no tiene interrupciones, pero que está sujeta a alteraciones. Tiene, sí, un comienzo en la Historia, tan pronto se alcanza cierto grado de madurez especulativa, y un fin, tan pronto desaparece el complejo repertorio de circunstancias que hacen posible el mismo filosofar; pero la actividad filosófica no se agota ni se destruye por completo desde el momento que se ha iniciado. Lo difícil, lo tremendamente trágico en la historia del hombre, es el comienzo del filosofar; pero apenas iniciado el proceso, difícil es detenerse. Se filosofa entonces muchas veces por inercia. Hay cierta proclividad a seguir filosofando, a no pararse en el camino de la especulación. El curso de la filosofía se asemeja entonces al de una corriente incesante y permanente, en eterno movimiento. Se filosofa todas las horas, todos los días, todas las épocas. Aunque la actividad del filosofar nada tenga que ver funcionalmente con el tiempo, en medio de sus coordenadas se produce y tiene lugar. La trayectoria de la filosofía fluye con continuidad, arrastrando doctrinas, teorías, sistemas, nuevos puntos de vista, nuevas concepciones. Los contenidos de esta actividad filosófica incesante son los que se decantan y sedimentan, mientras la corriente del filosofar sigue su curso constante. La historia de la filosofía se presenta así en una perspectiva estática, como la superposición histórica de distintas capas de pensamiento, y en una perspectiva dinámica, como el curso fluyente de una actividad pensante. Ahora bien: los estratos de esas diversas capas no son totalmente extraños y ajenos los unos a los otros. Hay entre ellos cierta conexión, cierta relación. En el curso de la filosofía hay estratos que pierden su actualidad, que se desgastan al perder validez para un momento histórico determinado, y estratos que mantienen y conservan durante mucho tiempo su vigencia. Sobre el cauce de estas sedimentaciones filosóficas, estratificadas en el transcurso de los tiempos, sigue moviéndose la corriente de la actividad filosófica. Los sistemas y concepciones siguen encadenándose unos en otros, enlazándose por nexos profundos y no casuales. Cada sistema tiene su explicación en unos supuestos teóricos que dan sentido a su aparición en el tiempo, y a su vez, es punto de arranque de un repertorio de consecuencias y resultados que posibilitan nuevas doctrinas. La suerte y el destino de estas conexiones no se sujetan a ninguna ley ni a ningún orden mecánico; pero acontecen con un ritmo y una consecuencia no totalmente dejadas al azar.

En la trayectoria histórica de todo pensamiento filosófico hay siempre un ritmo de sucesión, un ritmo de engarce entre las distintas corrientes y tendencias ideológicas que van aflorando a un primer plano. Este acontecer no desordenado de la filosofía viene manifiesto en el orden que regula la aparición y el eclipse de los sistemas de pensamiento, su momentánea actualidad o declinación, el encadenamiento y trabazón de unas escuelas con otras. La historia de cualquier filosofía acontece con cierto orden y medida. Recuérdese si no la máxima platónica que definía la filosofía como la música más excelsa. No está de más precisar que se trata de una música terrenal y no de mera música celestial. Postular este sentido rítmico de la trayectoria de toda actividad filosófica no quiere decir que la filosofía esté sujeta al determinismo fatalmente riguroso de unos ciclos y períodos que siempre deben cumplirse. La especulación filosófica escapa a toda determinación rígida e inmutable; pero no por ello deja de sentir los efectos de las circunstancias tempóreas y espaciales, en cuyo marco aparece. En el ritmo de toda filosofía tiene cierta intervención la particular propensión o idiosincrasia de la comunidad racial en la que se da tal filosofía, así como la mayor o menor idoneidad de la lengua o instrumento expresivo en la que se vierte el pensamiento. Ese ritmo presente en la trayectoria de la filosofía nunca es previsible ni determinable rigurosamente, si con esa previsibilidad y determinación queremos entender una fijación exacta, casi geométrica, de la trayectoria futurible de una concreta dirección de pensamiento. Pero nos es tangible en la visión panorámica del curso de la filosofía en un área geográfica concreta o en un espacio de tiempo determinado. Presentimos ese acontecer rítmico de la filosofía en el curso irregularmente continuado de la actividad filosófica. En toda trayectoria filosófica se van sucediendo los momentos de intensidad, de máximo despliegue y desarrollo, con las épocas apagadas y oscuras. Si quisiéramos representar gráficamente el derrotero de esta trayectoria, tendríamos que recurrir a una sinusoide con altibajos, donde las cimas se presentan asimétricamente espaciadas y con largos períodos, en los que las ondas aparecen muy amortiguadas. El sentido rítmico de toda evolución filosófica se nos hace patente si consideramos que determinadas ideas surgen y desaparecen, nacen y mueren, determinándose las apariciones y desapariciones por unas circunstancias precisas que posibilitan esos cambios y alteraciones. Esas circunstancias son de muy diversos géneros; pero no podemos entrar, por el momento, en su registro. Baste indicar que en el devenir de estas circunstancias hay oscilaciones y balanceos que repercuten en la marcha de las ideas, actualizándose unos temas más que otros en determinados momentos, acentuándose la importancia de un particular punto de vista, encauzándose toda la actividad filosófica en una peculiar y concreta dirección. Estas variaciones se suceden y registran con un compás y un paso en cierto modo rítmicos.

Ese ritmo no es del todo extraño ni ajeno al mismo proceso de creación de la filosofía. El mismo acto del filosofar es un ciclo rítmico que guarda cierto orden y correlación con la propia existencia del que filosofa. En el caso del ritmo de la filosofía, esta medida, este compás a que se sujeta la sucesión de los sistemas filosóficos, es intrínseca a la misma consistencia y naturaleza de esos sistemas. De esta forma, el idealismo platónico se contrapone en el curso de los tiempos en un fenómeno de balanceo histórico: el realismo aristotélico, el materialismo atomista de la antigüedad es suplantado por una reacción espiritualista de base moral. Las manifestaciones de estos fenómenos en la Edad Moderna se ponen de relieve en el curso del racionalismo al positivismo, del positivismo al existencialismo. La filosofía acontece, por consiguiente, históricamente con un ritmo dialéctico. La historia de la filosofía, en general, se desenvuelve dialécticamente entre posiciones polarmente extremas. Pero no es a este sentido dialéctico al que nos referimos cuando hablamos del ritmo de la filosofía. El fenómeno que analizamos es más circunscrito y limitado. Estudiamos el sentido rítmico de la filosofía peculiar de un momento histórico o de una comunidad concreta, no el curso dialéctico de la filosofía en general. Nuestra investigación se centra en una órbita más reducida; nos ceñimos al círculo estrecho de la evolución de la filosofía en un conjunto de pueblos determinados. Las circunstancias que explican la resonancia de una dirección de pensamiento de un pueblo en otro, y precisamente en ese pueblo y en ese momento concreto, no son, por lo general, enteramente fortuitas y casuales. La repercusión de un sistema de pensamiento en un lugar concreto tiene siempre un sentido muy caracterizado. En esos encadenamientos de ideas hay una profunda y honda implicación internas.

El que la filosofía, además de un comportamiento dialéctico, tenga un ritmo, no quiere decir que su desenvolvimiento esté sometido a un proceso de ciclos uniformes y sincronizados. El curso que sigue la trayectoria de la filosofía en un país no corre por un cauce continuo descomponible en partes iguales. La filosofía no se da históricamente en intervalos medidos, no se despliega en el tiempo por períodos cíclicos. El acontecer de la filosofía no se sujeta a un rígido proceso mecánico. Quiere decir simplemente que la sucesión de las ideas no se verifica de un modo absolutamente indeterminado y ciego. En la concatenación de las distintas tendencias, de los diversos sistemas filosóficos, hay cierta consecuencia, una cierta coherencia interna; en cierto modo, está establecida esa ilación con logicidad. Nada adviene ni acontece en el orden de las ideas por azar caprichoso. La afirmación del ritmo en la filosofía sólo postula que la trayectoria de la filosofía en un pueblo sigue unos derroteros característicos.

Lo típico del acontecer rítmico de la filosofía en un pueblo es que el sistema de doctrinas y concepciones peculiares de ese pueblo se ha acomodado e incorporado de un modo tan orgánico a ese ritmo y orden, que casi puede decirse que ese repertorio de ideas se presenta como una manifestación vital más de la existencia histórica de ese pueblo. El ritmo particular de esa trayectoria define así, en cierta manera, el particular ser de esa continuidad. La continuidad entre ritmo, pensamiento y naturaleza se presenta entonces, hasta cierto punto, como un fenómeno lógico. El pensamiento de un pueblo define su naturaleza espiritual, y, a su vez, el pensamiento es definido por el ritmo y por sus contenidos. El ritmo de la filosofía, fundido en la índole de los temas y tendencias filosóficas, está siempre restringido y condicionado por estos contenidos de la filosofía. La estructura del acontecer filosófico de un pueblo viene determinada por la índole de las particulares concepciones y teorías hacia las que propende. Ello quiere decir que la trayectoria filosófica de un pueblo puede representarse bajo dos formas: de un modo discontinuo, aislando un momento sobre un marco de doctrinas y sistemas del que se destaca, o de una manera continua, en íntima relación con el cauce ambiental por el que discurre. Una u otra representación será más o menos idónea según la propensión discontinua o continua de esa filosofía.

Cuando caracterizamos la filosofía hispanoamericana en función de un cierto ritmo, no abordamos el estudio del sentido de esa filosofía en términos vagos y generales, sino que examinamos la cuestión en los términos de la mayor precisión y del más completo rigor. No se trata tampoco de una tesis sustentada a la ligera, sino que, por el contrario, viene ejemplificada por determinados fenómenos de paralelismo y extemporaneidad ideológica. Claro está que, a través de esta caracterización de la filosofía hispanoamericana en su historia, a lo más que llegamos es a destacar sus caracteres primordiales, los rasgos más acusados y arraigados del perfil de esa filosofía. Ello nos permite reconocer, en el curso histórico de esa filosofía, la permanencia de determinados caracteres constantes y perdurables, que permiten su mejor determinación.

Conviene sentar de paso que las circunstancias que concurren en el desenvolvimiento de la filosofía hispanoamericana no son totalmente insólitas y extrañas en relación a las que se dan en el curso de la filosofía española. En uno y otro caso se trata de un pensamiento en lengua castellana. El troquel de las formas expresivas del lenguaje impone, al menos, en el caso de la filosofía, quiérase o no, una inicial homogeneidad de estilos y formas de pensar. La filosofía se vierte siempre en una lengua; pero esta lengua, en cierto modo, hace la filosofía. Las palabras tienen en ella una carga conceptual ya establecida. La filosofía, en su radical intento por precisar y hacer luz en la oscuridad de las cosas, tiene que contar previamente con el depósito de significaciones contenidas en esa lengua, y, a partir de él, explicar la realidad última de las cosas. Ello quiere decir que la actividad filosófica aquilata y perfecciona los contenidos significantes de una lengua; pero, al mismo tiempo, no hay que olvidar que dicha actividad viene predeterminada por la índole de los recursos expresivos con que cuenta. En este punto hay que reconocer que hay lenguas más o menos propicias para la expresión filosófica; pero no conviene olvidar que esta mayor o menor adecuación viene siempre conexionada con el uso filosófico que se ha hecho de esa lengua. La conformación de la filosofía por la lengua en que viene vertida tiene, por tanto, raíces más profundas que las meramente filológicas. Más acusada importancia tiene, si cabe, la condición particular del hombre que filosofa. Que el pensamiento de un pueblo está influido, en cierta manera, por los particulares rasgos de ese pueblo en el que aparece la filosofía, es un hecho que pertenece a la común experiencia. Las capas profundas de la naturaleza humana están siempre influyendo en la índole del pensamiento. Hay en la naturaleza humana determinadas propensiones, concretas aptitudes e inclinaciones, que se traducen en una mayor o menor actividad filosófica, en la preferencia de ciertos motivos de meditación sobre otros. La homogeneidad de la filosofía hispanoamericana y la filosofía española no sólo viene fundada en la lengua común en la que está vertida, sino en la naturaleza también común del hombre que filosofa, cuya fisonomía está dotada de rasgos somáticos y espirituales más semejantes de lo que generalmente se admite. (Las características del hombre hispanoamericano y español que filosofa son más comunes de lo que corrientemente se cree.) No vamos aquí a señalar el cuadro de estas analogías; pero sí se va a poner de manifiesto en el paralelo curso de las corrientes de pensamiento. Nuestro análisis de la trayectoria del pensamiento hispanoamericano, por la misma índole del problema que discutimos, tiene que ceñirse, por tanto, a la observación de cómo se produce la evolución de esa filosofía hispanoamericana en la Edad Moderna. La razón de centrar nuestra indagación en la Edad Moderna es obvia.

El ritmo de la trayectoria de la filosofía, tanto hispanoamericana como española, sobre todo a partir de la Edad Moderna, es “asincrónico”. Esta asincronía hace referencia al irregular encadenamiento de las distintas direcciones filosóficas, tanto en España como en Hispanoamérica, y lo que es más importante, a la extemporánea resonancia de formas de pensar extrañas e importadas. Podemos concebir la historia del pensamiento hispanoamericano y español como un proceso de sacudidas rítmicas, en el que domina la nota de la extemporaneidad; una trayectoria con cimas aisladas, muchas veces inadvertidas, y depresiones largas, que no guardan relación alguna con el curso de las ideas del momento. Por eso, la inicial impresión que nos produce el primer contacto con la historia del pensamiento hispanoamericano o español es la de la extrañeza. Tenemos la sensación de entrar en un mundo intelectual distinto al que vemos reflejado en el curso del pensamiento de otros pueblos. A la extrañeza y al asombro se abre nuestro espíritu cuando consideramos que el máximo esplendor en el siglo XVI de la exégesis de la física aristotélica, dentro del mundo hispánico, coincide cronológicamente con el momento histórico en que se están echando los cimientos a la nueva concepción físico-matemática de la ciencia en Italia, Alemania, Inglaterra, Francia en la obra de Copérnico, Galileo, Tycho-Brahe, Kepler, Newton, Descartes y Gassendi. En el preciso instante histórico en que se formula una nueva concepción del mundo, nuestros intelectuales y filósofos siguen desenvolviendo sus especulaciones en el mundo arqueológico de una visión aristotélica del mundo. Tenemos, sí, escritores y pensadores que dialogan con Copérnico, Galileo o Gassendi, pero el diálogo, cuando no es extemporáneo, no es original, no añade ni descubre nada nuevo. Es inútil querer explicar el fenómeno de esta “asincionía” aduciendo que nuestra especulación estaba entonces polarizada en torno a la teología y a la mística, porque teología y mística tenían también en toda Europa un magnífico desarrollo a través de la mística especulativa alemana, de la mística sentimental francesa y, sobre todo, a través de las controversias doctrinales entre protestantes y católicos. En este punto lo que sí es cierto es que llevamos la voz cantante en la defensa de los dogmas católicos. El hecho de esta “asincronía”, a mi entender, tiene una explicación más sencilla, de índole sociológico-histórica. Convendría en esta cuestión no perder nunca de vista la consideración del estamento social más preponderante por entonces en la sociedad española. Ésta y no otra es la razón de esta asincronía, y, como simplistas, hay que rechazar cuantas explicaciones se han formulado, sobre la base de una connatural incapacidad del pensamiento hispanoamericano y español para la actividad científica. Es muy difícil que pueda haber ciencia físico-matemática cuando no se dan las condiciones sociológico-económicas que la hacen posible, y encima de ello cuando en la órbita intelectual se siguen derroteros muy distintos a los que conducen al desarrollo de la ciencia. De esta disociación entre el ámbito de los problemas que se plantean dentro del mundo hispánico y fuera de él podía pensarse que arranca la asincronía de nuestro pensamiento. Pero pronto se advierte, apenas consideramos la cuestión más detenidamente, que las causas son mucho más profundas. Están en la misma naturaleza, en el mismo ser del hombre hispánico que filosofa.

Tanto en España como en Hispanoamérica se está en la mayor parte de las ocasiones filosofando “a destiempo”, o muy adelantadamente a los tiempos que se vive o muy retrasadamente. Digo filosofando, y lo mismo podía decirse en relación con la literatura, con la ciencia, con el arte y, en general, con todas las creaciones del espíritu. Ese comportamiento a destiempo se manifiesta unas veces anticipándose las creaciones filosóficas en las singladuras que luego han de recorrer las trayectorias del pensamiento en otros pueblos. Otras veces retrasándose inexplicablemente en el registro y asimilación de nuevas formas de filosofar. Con harta frecuencia, tanto en Hispanoamérica como en España, suelen tender a ser nuestros filósofos precursores que se anticipan en la institución de unas verdades que luego quedan relegadas en el olvido al ser plenamente descubiertas, o tardíos seguidores que se entregan a la completa aceptación de unos enunciados de verdad muchas veces ya abandonados.

El apego a las propias opiniones y un cierto misoneísmo endémico son los factores históricos que nos explican el que la mayoría de las producciones filosóficas hispanoamericanas y españolas se presenten casi siempre como frutos precoces aún en embrión o como frutos de maduración tardía. Esta asincronía donde más gravemente repercute es en la continuidad de la trayectoria filosófica. Se está condenado entonces a filosofar de un modo discontinuo, a salto de mata, y sólo en períodos muy limitados llega a cuajar una tradición filosófica. Todas las corrientes ideológicas en lo que concierne a su trayectoria histórica quedan en agraz. El fenómeno de la continuidad y prolongación de una escuela filosófica es siempre fortuito y casual. El lulismo queda así en la historia de la filosofía española, junto con el senequismo y otras pocas direcciones de pensamiento, como hechos aislados. La ley general es que los maestros no llegan nunca a formar escuela. Si surge algún conato de dirección filosófica tienen, en todo momento, un sentido más corporativo que propiamente ideológico. Se acusa entonces con más fuerza el hecho de la incidental agrupación de personas, que el de una convergencia propiamente doctrinal de puntos de vista y soluciones. Es ya sintomático a este respecto que en el momento de máximo despliegue de la filosofía escolástica española e hispanoamericana en los siglos XVI y XVII se hable más de la escuela de los jesuitas que de la escuela suarista, y se prefiera el nombre de escuela dominicana al de escuela tomista.

Esta ley de asincronía que parece cumplirse en la trayectoria de la filosofía hispanoamericana, donde mejor se pone de relieve es en el paralelismo “discrónico” de las direcciones de pensamiento europeo e hispanoamericano. Tomamos aquí las expresiones asincrónico y discrónico de la teoría de la relatividad. Dos sucesos tienen ritmo asincrónico cuando entre ellos no se da ninguna simultaneidad. Es la máxima negación del “isocronismo”, esto es, de la simultaneidad de dos sucesos. Son, en cambio, “discrónicos” cuando, aun sin ser simultáneos, hay en ellos alguna tensión a cierto modo de simultaneidad. La discronía conlleva sólo una parcial negación del isocronismo. En el curso de la historia del pensamiento europeo e hispanoamericano no hay temas ni tendencias simultáneas. Si quisiéramos representar gráficamente esta discronía imaginaríamos la curva del pensamiento europeo como una sinusoide, con cimas y depresiones expresivas de su proceso evolutivo; la sinusoide que representara el pensamiento hispanoamericano ofrecería fases más espaciadas, en las que las cimas y depresiones paralelas a las europeas se encontrarían a gran distancia. No habría en ambas curvas un paralelismo exactamente sincrónico. Habría, sí, cierto paralelismo, pero las distintas fases paralelas no se corresponderían en la dimensión tempórea. Esta discronía salta a la vista apenas examinamos cualquier período de la historia de la filosofía hispanoamericana moderna. Las tendencias vigentes en un momento determinado dentro de Europa aparecen, en la mayoría de las veces, en Hispanoamérica en un momento tardío, o cuando no, se anticipan insinuándose sus rasgos de un modo incompleto e impreciso.

De esta forma, Aristóteles sigue teniendo actualidad palpitante en América española, dentro incluso del mismo siglo XVIII, cuando en Europa hace muchos años que se ha vuelto de espaldas al pensamiento aristotélico. El iluminismo marca la época de la crisis definitiva del aristotelismo. La marca antiaristotélica europea puede decirse que ha llegado a su pleamar dentro del siglo XVI. Pues bien: en Hispanoamérica, concretamente en el reino de la Nueva España, no alcanza la crítica del aristotelismo su sazón basta el siglo XVIII. Un libro del siglo pasado, el tratado sobre La Filosofía de la Nueva España, publicado en 1885 por Agustín Rivera, nos da una imagen aproximada del estado de las cosas en este punto. Sin embargo, un hecho coetáneo nos da una confirmación más cercana a nosotros de este fenómeno. Maritain tiene contemporáneamente en Hispanoamérica resonancias profundas mucho antes que se deje sentir su influencia orientadora como portavoz de una corriente ideológica en la misma Francia. Podemos decir que la repercusión que ha alcanzado la obra de Maritain, especialmente en Brasil, Argentina, Chile, Uruguay y Costa Rica, rebasa por completo el influjo que haya podido ejercer en ciertos círculos católicos franceses, italianos o alemanes. Creo que ni el mismo Maritain hubiera soñado una acción magistral tan honda en tan poco tiempo. Y, sin embargo, ahí está el hecho de la penetración y saturación de los puntos de vista de Maritain en el pensamiento político, para evidenciarnos que su resonancia, además de no tener precedentes, es extemporánea.

Esta desconexión de coetaneidad donde más patente se hace es, sobre todo, en la introducción del pensamiento europeo moderno, no sólo en Hispanoamérica, sino también en España. La filosofía moderna en uno y otro mundo manifiestan claramente este fenómeno de discronía. No hay en este tiempo relación de continuidad histórica en la filosofía. Muy interesante sería la determinación de los complejos factores históricos que contribuyen, en el transcurso de la Edad Moderna, a acentuar esta discronía, pero el empeño nos distraería de nuestro tema. La falta de coetaneidad se debe principalmente a que el pulso intelectual de los pueblos de raíz hispánica va con mucha frecuencia descompasado. Es muy corriente perderse, durante ciclos amplios de la historia, el sentido del compás y de la medida de los tiempos. El fenómeno que comprobamos no adviene incidentalmente en un momento único y aislado.

Se repite con harta frecuencia, y esta reincidencia nos pone en camino de entrever en ella una manifestación más profunda, mucho más profunda de la índole discrónica de tal filosofía. Esta anomalía no se nos revela fortuita y accidentalmente en un instante concreto de la trayectoria ideológica. Se advierte, antes al contrario, cierta inclinación o tendencia a reiterarse, a producirse la reincidencia.

El hecho no es tan desusado en el curso de la historia de la cultura como para sorprendernos. Que se dan situaciones de discronía entre movimientos culturales paralelos por sus contenidos, pero divergentes en el tiempo, es un hecho comprobado y reconocido por más de un filósofo de la historia. El fenómeno de los períodos discrónicos de la historia está ya señalado en 1861 por Dromel en un interesante estudio sobre Les lois des révolutions. Claro está que Dromel, en esta obra, registra el hecho de la asincronía, pero referida exclusivamente al cómputo de las generaciones históricas, y constreñida la órbita de tal discronía solamente al plano de la ideología política. Lo llamativo no es que azarosamente se produzca esta discronía. Lo que nos asombra es que se repita y se reitere hasta el punto de que esas fases discrónicas constituyan crisis endémicas que acaban por hacerse crónicas. La discronía casual y fortuita no conlleva una anómala conformación espiritual de la realidad donde se produce. Lo grave es cuando ese discronismo se convierte en un proceso crónico. Entonces es cuando hay que buscar las raíces de estas alteraciones en el ritmo de la trayectoria filosófica en capas más profundas. Algo de esto es lo que ocurre en la evolución cultural de España e Hispanoamérica en la Edad Moderna. Las generaciones ideológicas en España y, por extensión, podemos añadir en Hispanoamérica, están desde el Renacimiento desenlazadas y desconectadas de las de Europa desde el punto de vista de la coetaneidad. Este discronismo a veces sólo se limita a la tardía apertura del diálogo, pero con mucha frecuencia se da la circunstancia mucho más grave de no darse ni presentarse tal diálogo, ni siquiera tardíamente. La vida intelectual queda así condenada a diálogos tardíos que han perdido toda actualidad, o lo que es más corriente, a un desesperante soliloquio. Puede concebirse la historia de los movimientos ideológicos en España e Hispanoamérica como una sucesión de diástoles y sístoles violentas y descompasadas, en las que el genio filosófico se abre curiosamente, pero con retraso y, por ello, con ingenuidad, a las innovaciones europeas, o se contrae en un rabioso ensimismamiento en el más cerrado y apasionado casticismo. La extemporaneidad da la impresión de haber llegado tarde al reparto de los dones intelectuales de la Humanidad; el casticismo, por el contrario, causa la sensación de vivir en un mundo aparte, en un mundo arqueológico de momias y estantiguas. Hay un plano de la vida moderna en nuestros pueblos en el que claramente se manifiesta este descompasamiento. El ciclo de los cambios políticos está sujeto en el mundo hispánico a una ley de irregularidad cronológica, produciéndose sus fenómenos de un modo totalmente descompasado en relación con el acontecer político del resto de Europa, y sin ajustarse a la cadencia normal del suceder histórico occidental. El fenómeno que registramos tiene para Dromel una clara expresión en la seriación de las crisis políticas de la vida española en la Edad Moderna. La comprobación de que en el proceso político contemporáneo de España hay una serie de coyunturas esquinadas en los años 1808, 1812, 1820, 1823, 1834, 1845 y 1860, cuya sucesión no guarda relación alguna con la ley de los ciclos generacionales de quince o dieciséis años, lleva al escritor francés a la conclusión de un ritmo extemporáneo permanente y crónico en el proceso de la vida histórica española. Lo que Dromel ha puesto de relieve con todo género de detalles, en relación con España, tiene también su confirmación en la realidad hispanoamericana con sólo retrasar la cronología y situar esas crisis en función de circunstancias históricas distintas, en todos los casos provocadas y superadas bajo efectos de una análoga idiosincrasia o genialidad. Esa explicación que aduce Dromel en su ensayo es eminentemente sociológica. Todos los movimientos ideológicos españoles e hispanoamericanos son incompletos e irregulares y, en consecuencia, abortados desde su nacimiento por el tipo de existencia inestable que vive el pueblo español e hispanoamericano.

En España y en Hispanoamérica hay un permanente estado crítico de larvada efervescencia prerrevolucionaria o de soñoliento casticismo, que desgasta las energías y debilita la capacidad creadora de sus gentes. Cuantas generaciones se proponen seriamente la corrección y rectificación del cuadro de estas circunstancias, con un plan de realizaciones y creaciones, llegan a esta etapa decisiva tardíamente, cuando ya nada puede hacerse, o totalmente deshechas, sin fuerza ni ímpetu, con la mayor parte de los cartuchos gastados, y entonces lo fácil es acomodarse en la nostálgica contemplación y lamentación por el pasado. El desgaste anómalo que la existencia hispánica somete al hombre nos explica también a nosotros esta “asincronía” de los ciclos ideológicos.

El hecho del ritmo discrónico de la filosofía hispanoamericana se pone de relieve apenas seguimos de cerca la repercusión de los sistemas filosóficos modernos en el ámbito hispanoamericano. En ambos mundos las distintas direcciones marchan por cauces cronológicos distanciados. Puede así comprobarse cómo el cartesianismo europeo es totalmente asincrónico respecto del hispanoamericano. Hubo cartesianismo en Europa en la primera mitad del siglo XVII. El Discurso del Método aparece en París en 1637. En cambio, tanto en Hispanoamérica como en España, no aparecen seguidores importantes hasta fines del siglo XVII y comienzos del XVIII. El año 1750 es fecha clave en la introducción de Descartes en Hispanoamérica. En España se marca el punto máximo de la influencia cartesiana con Vicente Tosca. Las Instituciones, de Jacquier, texto filosófico inspirado en los nuevos sistemas de Descartes, Bacon, Gassendi y Locke, tiene entrada formal en 1786. El primer libro de filosofía moderna en Méjico son las Instituciones elementales de Filosofía, del P. Andrés de Guevara, publicado en 1748. La obra tiene poca importancia, es un simple tratado escolar. Dentro mismo del siglo XVIII, Díaz de Gamarra es extemporáneamente un cartesiano en Méjico, con tendencias eclesiásticas. El Deán Funes sigue en Argentina atacando, a muchos años de distancia de las controversias europeas cartesianas, a “los sectarios de Newton y Descartes que, cruzando el océano, introducían la discordia en las aulas donde Aristóteles, desterrado de Europa, creía dominar tranquilamente”. Es imposible imaginar un cuadro más anacrónico que esta visión del panorama intelectual de la Argentina en el iluminismo. El gassendismo y el movimiento atomista del “seiscientos” no llegan a tener representantes caracterizados hasta entrado el mismo siglo XVIII. El informe del Cabildo Eclesiástico de Buenos Aires al Virrey nos habla de que sólo por ese tiempo se permite enseñar filosofía según los principios de Descartes, Newton o Gassendi. Algo parecido puede decirse respecto al empirismo de Bacon y, en modo especial, de Locke, que tiene, asimismo, un ingreso retardado en la vida filosófica hispanoamericana. El extraordinario desarrollo del movimiento científico europeo del siglo XVII, sobre todo en los dominios de las ciencias físicas y matemáticas, no tiene representantes acusados hasta entrado el período de la Ilustración. Es sintomático a este respecto el que todavía, en el Plan de Estudios para la Universidad Mayor de Córdoba de 1813, se tenga que probar que los “microscopios, los barómetros y los termómetros son instrumentos más a propósito que los silogismos para descubrir la verdad”, y esto cuando se lleva ya más de dos siglos de ciencia experimental y mecánica.

La gravedad de este discronismo se acrece si consideramos que se tiene conciencia muchas veces de él, tanto en España como en Hispanoamérica. Torres de Villarroel nos ha dejado el relato de cómo a finales del siglo XVII continuaba todavía enseñándose en la Universidad de Salamanca el sistema geocéntrico de Tolomeo, cuando ya el sistema copérnico era aceptado en la mayoría de las universidades europeas. El informe que eleva la misma Universidad de Salamanca ante los planes reformistas de Ensenada nos ofrece un cuadro de la completa indigencia intelectual. “Nada enseña Newton –reza el aludido informe– para hacer buenos lógicos o metafísicos, y Gassendi y Descartes no van tan acordes como Aristóteles con la verdad revelada.” Lo que ocurría en las universidades de la metrópoli acontecía también en las universidades hispanoamericanas. En un documento, en el que se recoge la postulación de erección de varias cátedras en la Universidad de Méjico, fechado hacia 1762, y que se conserva en el Archivo de Historia de Méjico, se sale al paso de la opinión extendida de que “los americanos no vivimos en la barbarie, ignorancia y retiro de la erudición”. Bajo este lugar común de la leyenda negra hispanoamericana lo que latía era el reconocimiento de un evidente fenómeno de anacronismo ideológico.

Hay, sin embargo, dentro de la Edad Moderna, una etapa en la que el ritmo asincrónico se presenta amortiguado. El retraso de los siglos entre las trayectorias de pensamiento europeo e hispanoamericano se reduce. Newton es aceptado en América medio siglo después de la publicación de su Philosophia Naturalis, y a los diez años escasos de su muerte. En el período de la Ilustración, las promociones de intelectuales librepensadores son más contiguos cronológicamente en uno y otro lado del Atlántico. Voltaire vive entre los años 1694 y 1778. El peruano don Pablo de Olavide nace en 1725. De él dice Voltaire que “sería de desear que hubiese en España cuarenta hombres como usted”. Es curioso notar que en el único momento de sincronía ideológica entre Europa y América, ésta no pasa de ser meramente un fenómeno local. Diego de Espinosa no imprime hasta 1794, clandestinamente, la traducción de Narino de la Declaración de los Derechos del Hombre, cuando las calles de París están anegadas de sangre en defensa aparente de esos derechos. El movimiento se extiende con Rocafuerte en Ecuador, Morelos en Méjico, Gual y España en Venezuela, Zela en Perú, Martínez de la Rosa en Chile y Tiradantes en Brasil, pero sus efectos no se dejarán sentir plenamente hasta las guerras de Independencia. El sensualismo tiene una formulación europea en la obra de Condillac (1715-1785), y hasta 1818 no surge en Argentina el sensualismo mitigado de Crisóstomo Lafinur. El movimiento de los ideólogos se impone en Francia desde la mitad del “siglo de las luces”, pero no tiene repercusiones en las tierras del Mar del Plata hasta entrado el siglo XIX. Los Éléments d'Idéologie, de Destutt de Tracy, obra que tiene gran difusión en Hispanoamérica, aparecen entre los años 1817 y 1818, cuando ya estaba muy avanzada esta corriente de pensamiento. En el Plan de Educación de 1833, de Méjico, se proyecta la creación de un Instituto de Estudios ideológicos y Humanidades, estableciéndose, además, una cátedra de Ideología, que es desempeñada por el doctor Moya. La presencia de la Ideología en las Lecciones de Filosofía, del ecléctico cubano Varona, son lo suficientemente acusadas para comprobarse. Los principios de Ideología, de Riva Agüero, se publican en 1822. La coetaneidad, como puede notarse, es ya muy acentuada.

La asincronía mitigada queda también patente en la difusión del positivismo por Hispanoamérica. La trayectoria vital de Comte transita entre los años 1798 y 1857. En Francia hay positivismo desde comienzos del siglo XIX. Littré vive entre 1801 y 1881. Hasta 1870 no aparecen los síntomas de positivismo definido en Méjico, con don Gabino Barreda. Los seis volúmenes del Curso de Filosofía Positiva habían aparecido en 1830-1842. La distancia de casi cuarenta años es todavía algo exagerada en el cómputo de los contactos generacionales de dos países. Esta ley de asincronía, si se prolongara nuestro análisis, en el curso de pensamientos contemporáneos hispanoamericanos, veríamos que se va desde luego atenuando. Puede decirse que es en nuestra época cuando el pensamiento hispanoamericano ha entrado en la órbita de la más candente actualidad, cuando deja de percibirse esa asincronía que ha caracterizado el curso de la filosofía moderna hispanoamericana. El ritmo de esa filosofía, a través de un proceso de acercamiento, tiende cada vez más en nuestro tiempo a una sincronía más profunda con las corrientes de pensamiento europeas.

José Perdomo García
Residencia del C. S. I. C.
Pinar, 21.
MADRID.