Nuestro Tiempo
El concepto de Imperio no cuaja en Nuestra América
Por Fernando Díez de Medina
Réplica a un discurso del senador brasileiro Assis Chateaubriand, publicado en O Cruzeiro bajo el título de “El sentido universal del Continente Americano”.
No tengo tiempo ni tranquilidad para ocuparme de cuanto dicen las revistas; deberes más premiosos fatigan mi tarea diaria. Parecerá, de otro lado, extraño que las dos veces que Assis Chateaubriand se dirige a la opinión continental por medio de las páginas prestigiosas de O Cruzeiro, un escritor boliviano se sienta obligado a refutar algunos de sus planteamientos.
Aclaro el concepto: me siento obligado, como americano del sur, como hombre de ideas, porque todo lo que atañe al destino general de nuestra comunidad de naciones democráticas, entraña un deber y una responsabilidad. El deber de comprender lo que se propone, la responsabilidad subsecuente de decidir lo que conviene.
En este caso el silencio equivaldría a deserción. Y como el notable publicista brasilero habla en nombre de casi una mitad de América, yo quisiera contestarle por la otra mitad, si bien con la esperanza de que toda ella compartirá algunos de mis puntos de enfoque.
El señor Chateaubriand es un estadista y un conductor de opinión en su patria. Al amparo de una poderosa cadena de diarios, revistas, radio y teledifusoras, parece que ahora aspira a orientar el pensamiento americano, según su propia fórmula: “ampliar cada vez más el ciclo vital de los brasileños”.
El propósito es noble. Merece aplauso. Todo hombre de conducción, en la América libre, tiene el derecho –y el deber– de intervenir en el proceso del pensamiento continental.
Pero para hablar de América, hay que saber, primero, qué es América. Y aquí comienza la divergencia.
Veamos, previamente, los aspectos positivos del cuadro que traza el publicista brasileño.
Es indudable que la ciencia, la técnica y la economía están forjando un proceso unitario de civilización en el mundo. El hermetismo político, nacional, equivale a un suicidio. La vida de relación entre los pueblos, como entre los hombres, es hoy abierta, coincidente, se apoya en el mutuo consentimiento y busca la franca interdependencia de economías y culturas.
El “minúsculo mundo doméstico” de cada Estado, no es ya el organismo cerrado y casi perfecto anterior a 1914, sino sólo una célula del cuerpo continental, que con el advenimiento de la Era Espacial acabará también por integrarse en un sistema mundial que absorberá e integrará pueblos, estados, continentes. Aislacionismo y soberbia son palabras que no cuentan en la América del Sur.
En esto Chateaubriand tiene razón.
También la tiene en su sagaz análisis de los vicios del “estatismo” y del “funcionarismo”. De los peligros de la inflación que empobrece a los pueblos. Aquí sí coincidimos: sólo la austeridad de la vida cívica y de las costumbres, el ordenamiento financiero, la recuperación de los signos monetarios, y el incremento de la producción harán posible un resurgimiento homogéneo de nuestras nacionalidades incipientes.
Nuestros pueblos “mediocremente desarrollados” piden un método inteligente para recuperar el tiempo perdido. Nadie niega que debemos abrirnos al torrente creador del capitalismo mundial. Hay que elegir entre la libertad y el sometimiento al absolutismo soviético. Somos economías complementarias y nos espera “un inmenso esfuerzo recíproco de paz y seguridad continental”.
Esta es la parte noble en la exposición del señor Chateaubriand.
No quiero analizar una zona intermedia, de afirmaciones de dudosa eficacia, porque ello me conduciría a la polémica doctrinal o tópica que deseo evitar. El publicista brasileño ignora la compleja estructura, el proceso plural y desigual de la mecánica social en los diversos países sudamericanos y ello le induce a error.
Disculpémoslo.
El señor Chateaubriand parece mejor economista y sociólogo que político, pues donde falla fundamentalmente su planteamiento es en la intención política que no ha de tardar en explotar como carga explosiva por el ámbito americano.
Chateaubriand habla francamente del “destino imperial de la Nación Argentina y del Brasil”. Más adelante insiste sobre una “cabecera de Imperio pacífico y ambicioso”. Remacha acerca del “sentido imperial de la vida de los pueblos”. Pregona “nosotros estamos furiosamente insatisfechos y somos imperialistas”. Y aunque luego aclara que nuestro “imperialismo no choca con los vecinos, es de uso doméstico, no da miedo a nadie” el discurso viene tan saturado de estrategia geográfica y planes geopolíticos, que se diría un napoleonismo redivivo sino un Congreso de Viena, trasladado a Río de Janeiro para repartirse la América del Sur, 150 años después.
Aquello del “A.B.C.” y de los Bloques Regionales pasó. ¿Cómo escindir el continente sur en dos: aquí el “imperio pacífico y ambicioso” del senador brasileño –Argentina, Brasil, Bolivia, Uruguay y Paraguay–; allá –posiblemente un segundo imperio– constituido por Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú y Chile?
Veleidades monárquicas las hubo siempre en nuestra América. Ni Bolívar pudo sustraerse a ellas. Mas ¿por qué se apagó la estrella de Rivadavia en el Plata mientras se encendía con fulgor mayor el astro del Libertador en el Orinoco? Porque Bolívar comprendió el mandato vital de la América mestiza: república y no monarquía.
Esto era en el principio. El Imperio en el Brasil es una página triste que no deseo remover. La planta exótica importada de la Península tenía que agostarse en el trópico populachero y democratizante del Nuevo Mundo.
La historia es, siempre, más sabia que los profetas.
Imperio... En la América libre, ¿por qué y para qué?
Como idea política irrealizable. Como sistema social inadmisible. Como supuesto económico anacrónico.
El Imperio fue siempre autocrático, despótico, violento: desde el mundo del César hasta el orbe de la Era Victoriana. La metrópoli vive de oprimir y estrangular a las colonias. Todas son economías subyugadas en beneficio de una mayor que las exprime. ¿Quién haría de Estado Imperial en Sudamérica y quienes de Estados-satélites o pseudo-colonias? Este es el problema.
Rápidamente, como quien no anda muy seguro de su tesis, el publicista brasileño sustituye la palabra “imperio” por el concepto “confederación de pueblos”.
Esto es distinto. Pero confederación, en esta época, y en este continente, excluye lo imperial y lo monárquico. Ya las hubo, desde la Grecia materna: agrupar, federar ciudades, pueblos, estados o naciones eso sí es digno y asequible para una americanidad consciente de su destino histórico. Confederados viven pueblos y regiones en los Estados Unidos, en el Brasil que es un semicontinente. Pueden hacerlo, mañana, los Estados de la América del Sur.
Mas no en la forma simplista que apunta el senador brasilero.
No porque Brasil y Argentina se pongan de acuerdo –como apunta Chateaubriand– las demás naciones se limitarían a inclinar la cabeza. La idea imperial significó siempre fuerza, imposición. El concepto de Confederación importa libre consentimiento, afinidad de intereses, respeto solidario y recíproco.
Tampoco parece muy acertada la lisonja a la Argentina para inducirla al principio hegemónico. Argentina significa en el continente libertad, igualdad, fraternidad. Esos argentinos que Chateaubriand sueña “imperialistas y petulantes” sólo existen en los arrabales de Buenos Aires o en el delirio peronista; el pueblo platense, en su grande mayoría, es verazmente democrático, respeta la dignidad de la persona humana, y tiene conciencia cabal de su rol conductor –conductor por la inteligencia y no por el poderío material– en el hemisferio.
Otro concepto desafortunado salta cuando el orador exclama: “nosotros devorados por los principios plebeyos de la igualdad social y republicana del gorro frigio”.
¿Negación de la génesis emancipadora, desconocimiento de la realidad vital de América?
El pueblo, en el continente sur, es llama y clave, energía ordenadora, hacedor de naciones. Todo parte de su crisol genial; vuelve todo a su núcleo genésico y triunfal. Como repúblicas, somos hijos de la Revolución Francesa, no descendientes de los Reyes de Francia. Ese sentimiento de orden, esas instituciones permanentes, esa jerarquía de valores políticos, no hay que buscarlos como pide Chateaubriand en los castillos de Normandía ni en los jardines de Le Notre, sino en Palenque, Cuzco, Tiahuanaku, donde se levantaron los imperios autóctonos más regulares del pasado. Un solo botón de muestra: mil años antes que Pizarro descubriera el Gran Perú, los “kollas” o aimáras del Ande Boliviano se regían por instituciones agrarias organizando sabiamente sociedad y economía.
No se ha de desconocer la obra creadora de los genios individuales, de los grandes conductores, de los hombres de empresa; ¿pero qué sería de ella sin el inmenso respaldo de las multitudes que los producen y los encumbran?
El pueblo es, pues, en América la fuerza magna, la “lex” suprema que hace y deshace imperios, religiones, filosofías políticas y sociales.
Ya lo expresó certeramente Jefferson, gran repúblico y legislador sapiente: no hay sino dos clases de hombres; los que creen en el pueblo y los que desconfían de él.
Quien no se cuente entre los primeros no puede hablar en nombre de los americanos, el pueblo-continente en frase feliz de Antenor Orrego, la muchedumbre en marcha en pos de verdad, de justicia, de una sociedad mejor que no han de bajar ciertamente de los caducos sistemas de un europeísmo dinástico y autocrático, sino de la entraña continental, amasados con el dolor, el sudor, la sangre y los errores necesarios de una vida propia.
Plebeyos, mestizos, gentes del pueblo en el sentido noble del término somos todos en América. Queden las genealogías para los presumidos de allende y aquende el hemisferio.
Tan presuroso vuela el pensamiento de Chateaubriand que ya ubica la metrópoli de su portentoso imperio: en el estuario del Plata.
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Cabe ahora preguntar: ¿de qué se trata?
¿De vender una mercancía –O Cruzeiro– halagando la vanidad de los argentinos? ¿De abrir nuevos mercados –o ensancharlos– para la poderosa expansión industrial de intereses mercantiles que defiende la cadena publicitaria del señor Chateaubriand? ¿O se trata, seriamente, de una política definida que si no sustenta Itamaraty al menos contaría con el respaldo de grandes sectores de la opinión brasileña?
Es tan audaz, se presenta con tintas tan violentas el discurso que se hace difícil discernir el blanco del disparo.
Repito que no todo, en América, se ha de reducir a términos de política, de técnica, de economía. El señor Chateaubriand se angustia mucho por el futuro de las industrias, de las fábricas, de las metrópolis, como si el continente fuera sólo una inmensa incógnita económica. En este punto –no por la posición sino por la intención–, parecería coincidir con los marxistas que todo lo reducen al binomio cifra-producción.
¿Pero por qué no se nos habla de los problemas humanos y sociales del Continente: el analfabetismo, la desnutrición, la falta de escuelas, de caminos, de hospitales, la formación del hombre americano, que crece desorientado, muchas veces humillado, entre un capitalismo secante, incomprensivo, y una prédica comunista igualmente despótica y negadora de los valores humanos?
En el esquema del estadista brasileño falta el espíritu. No es verdad que “la única llave a nuestra disposición es el capitalismo mundial”. Hay que fabricar, previamente, una cerradura para poder usar esa llave. Ella tiene que elaborarse por los sudamericanos mismos y es el espíritu confraternal, la solidaridad efectiva, para convertir el enunciado lírico de las economías complementarias en un sistema orgánico y coordinado de mercados homogéneos que se equilibren y respalden mutuamente.
El Brasil está despertando a la acción continental, afianzado en su inmenso territorio y en el mayor potencial demográfico del hemisferio: más de 60.000,000 de almas.
¿Es O Cruzeiro la punta de lanza de esa acción?
Entonces pediremos que ella venga no por el camino equívoco de la política de presión e incitación, sino por las vías más decorosas del entendimiento y la interdependencia de ideas e intereses.
El concepto de Imperio no cuaja en nuestra América. Ni siquiera en un plano simbólico, alegórico.
El Continente nació a la vida libre republicano y democrático. El “demos” es su fuerza original. Cambiemos, pues, la tesis cesárea por un sistema confraternal, abierto y solidario, donde cada nación sudamericana se sienta igualmente soberana y responsable por sus actos y por los que deba ejecutar en sociedad con las demás.
América es democrática de esencia y de presencia. De Norte a Sur. No es en los vericuetos del castillo de Luis Felipe donde vamos a encontrar la clave de un resurgimiento americano, sino bajo la humilde tienda de Bolívar donde germinaron los más puros principios de esa filosofía política y social que todavía no aprendieron muchos estadistas sudamericanos.
Por el inmenso poder que el destino puso en sus manos, por su posición de estadista y conductor de opinión, Assis de Chateaubriand tiene que comprender estas razones. Tiene que acercarse al hombre del pueblo, entender su lengua y su razón. Auscultar las palpitaciones plurales de esta nueva humanidad que recién asoma a los bordes de la ciencia y la cultura.
“Nadie puede ser impunemente poderoso” –dijo cierta vez el Libertador con profunda intuición.
Que esa vida fecunda de removedor de ideas y promotor de empresas en que se ha movido el publicista brasileño, se corone con una tarea idealista y superadora de rendimientos materiales.
Este es mi mejor deseo. Porque para el Brasil y para Chateaubriand siempre será más noble una servidumbre voluntaria al ideal de engrandecimiento pacífico y amistad decorosa entre los pueblos de la América del Sur, que dominarlos y organizarlos en función puramente utilitaria.
No sólo de usinas y de bancos viven los pueblos.
América, el continente de la esperanza, tierra de libertad, debe preservar su tradición democrática de toda forma pasada o moderna que atente contra la firmeza de sus instituciones.
La palabra “imperialismo” es una blasfemia en este hemisferio. Que no la volvamos a escuchar como no sea en son de crítica y repulsa.
Y al señor Chateaubriand pidámosle que por ese mismo poder que confiere a su palabra la cadena publicitaria que la difunde en el continente, se convierta en un paladín de la Buena Causa que es más que serlo de los negocios y las empresas gigantescas.
¿Cuál es la buena causa en la América Libre? La verdad, la libertad, la justicia social. La responsabilidad del conductor, sin la cual no hay progreso ni estabilidad colectivas. Lo que piensa, lo que siente, lo que dice, lo que pide el hombre del pueblo.
El hombre americano es antes que la economía americana.
Necesitamos una nueva pedagogía de amor, de tolerancia, de equidad. Hay que distribuir mejor la riqueza, evitar los monopolios del poder y del saber. Que la cultura llegue a todos para que todos contribuyan al proceso civilizador. Que la América que Martí llevó sangrante en su corazón, renazca cada día en cada americano como deber, como sacrificio, como responsabilidad solidaria y compartida con todos los pueblos y naciones del hemisferio.
La historia es irreversible. Nada vuelve. Dejemos dormir imperios y emperadores en sus féretros de bronce.
La “civitas” de América es libertad y es democracia. Libertad dentro del orden, democracia con dignidad. Y no nos avergoncemos de nuestras repúblicas todavía confusas, de andar lento y perezoso, porque de ellas brotará el nuevo humanismo que ha de salvar el decoro de la especie humana.
Esperemos. Y entre tanto a seguir luchando, en la porfía de los días, por la América fidedigna que la Cruz del Sur simboliza en sus cuatro puntas fulgurantes: Verdad, Libertad, Dignidad, Responsabilidad.