Gustavo Bueno
El espíritu se hizo tinta
Hace unos meses, un alto director de Bibliotecas yanquis se dirigió a los autores intimándoles a la continencia en su furor scribendi, por razones técnicas: llegará inexorablemente un día en el que los libros desborden los recintos de cualquier Biblioteca. La tinta impresa se despeñará en cascada magnífica, pero de indomable energía, por los valles apacibles del entendimiento. Será imposible dominar una bibliografía que crece por cuadrados y sin límites. ¿Quién podrá abrir senderos, establecer jalones en esta selva inextricable del papel escrito del futuro más próximo? Hoy es necesario ya el concepto de un instinto de orientación singular, de una brújula para la navegación en el océano de la tinta impresa, que explique los pasos certeros del que elige el tomo que ha de consumir acaso muchas horas de su tiempo, sin perderlo. Pero este instinto, a diferencia del buen sentido, se halla muy desigualmente distribuido entre los hombres, que agotan el día en leer, como sonámbulos, los millones de letras que diariamente ponen las prensas ante sus ojos, sustrayéndoles a la meditación tranquila y profunda. «Leer, la mejor manera de no pensar», escribía Huxley en El mundo feliz.
No sólo la actividad científica y literaria, en la administración del Estado, la vida judicial, la comercial, las que necesitan como atmósfera propia, los papeles escritos. Los expedientes se acumulan en almacenes inmensos. En la vida universitaria prevalecen los ejercicios escritos sobre los orales. Los discursos se leen; la policía presta más crédito a una voluntad cuando ésta se revela bañada en tinta. Eminentemente, nuestro espíritu científico es, por naturaleza, libresco. La época barroca nos ha legado la idolatría del libro y la idea de que la Biblioteca es el auténtico microcosmos. Todavía nos preside hoy el concepto literario del humanismo: es humanista el que escribe ciertos libros excelentes.
Es así que nuestra vida –la vida occidental– está montada sobre el papel impreso, y papel impreso es el Fausto. Nuestra edad, tanto como la del átomo, es la edad del papel entintado. Para nuestra vida espiritual la tinta desempeña análoga función a la que el agua desempeña en la vida vegetativa. La ciencia moderna no podría admitir a Sócrates entre sus filas.
De tal magnitud es este cuerpo creado por el hombre, que ha dejado de ser un simple intermediario hacia otro mundo ideal, para adquirir personalidad propia. Hipostasiado, llega a ser el término de la mirada intelectual, de ser puro instrumento. La ciencia más rigurosa, la metamatemática, se cierne sobre él. Desde Hilbert hasta Carnap la ciencia se transforma en un conocimiento de las leyes entre los símbolos, pero no en un conocimiento de las esencias por aquéllos mentadas. La ciencia es ciencia de símbolos, de letras; las leyes de la ciencia son leyes de combinación de estos símbolos. El entendimiento ya no necesita prestarles un sentido: le basta respirar en este mundo que artificialmente se ha construido, vivir con sus ecuaciones y conseguir, mediante ellas, el dominio de la naturaleza.
Esta ciencia de los símbolos, que son tinta, es solamente ciencia, pero no sabiduría. Desde el interior de esta ciencia, Weyl, Eddington y otros muchos han visto la necesidad de reanudar el contacto con el sentido, si no queremos extraviarnos en un cabalístico desvarío. El teorema de Gödel hace posible, con los recursos de la propia ciencia, el retorno a la sabiduría. Un espíritu que se conforma con las leyes de los símbolos no puede ser sabio, porque en el fondo es un escéptico. Le pasa lo que, según Clarín, le pasaba al magistral De Pas cuando decía misa: «Cada vez que necesitaba repetir lo de y el Verbo se hizo carne, en lugar del pesebre y el Niño Dios veía, dentro del cerebro, las letras encarnadas del Evangelio de San Juan en un cuadro de madera en medio del altar: Et Verbum caro factum est». (La Regenta, capítulo XII).