Filosofía en español 
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Gustavo Bueno

Unamuno ante nosotros

Todo lo que se diga acerca de Unamuno es discutible, como lo es Unamuno mismo. Así, no es evidente que el alma de Unamuno haya sido el grandioso escenario de trágicos combates entre las energías elementales del Espíritu. Pero lo que parece indiscutible es que la inquietud unamuniana, aunque fuese meramente retórica, nació con la virtud envidiable de trastornar la quietud del prójimo. Esto, por varias y determinadas razones, de las cuales me interesa la siguiente: Unamuno ha tenido la audacia de hablar, en nombre personal, por su cuenta y riesgo, de dos cuestiones que constituyen los profundos cimientos de toda nuestra arquitectura espiritual. Estas cuestiones son la Fe y la Ciencia. Por esta razón, sus palabras fácilmente harán retemblar las cuerdas más delicadas de nuestras almas.

Ante nosotros, que vivimos en la segunda mitad del siglo XX, Unamuno resuena de maneras diferentes, porque pluralidad es la sociedad de las personas. En cada uno, la presencia de Unamuno se teñirá de particulares matices, los cuales delatan, al mismo tiempo, otras tantas maneras de estar nosotros presentes a nosotros mismos. Si, llevados de un espíritu sistemático, creemos conveniente tipificar estas diversas formas de presencia, acaso fuera fácil demostrar que sólo son posibles cuatro maneras diferentes de estar presente Unamuno ante nosotros.

Ante todo, como una tentación. No es sabio, es imprudente, escarbar en los cimientos de nuestra vida espiritual. Religión y Cultura son realidades tremendas, que nos trascienden, y supone una falta de respeto, casi una insolencia, mirarlas cara a cara. Sobrada tarea es recoger los frutos y sembrar otros nuevos: confiemos, sin más, en las raíces. Acaso no pudieran resistir la enrarecida luz de nuestro laboratorio, porque son verdades metafísicas, de las que nada positivo podemos decir. Y de lo que nada podemos hablar –se dirá con Wittgenstein– de esto es mejor callar.

Pero, para otros, Unamuno es más que una tentación a descorrer el velo de Isis. Unamuno es un pecado. La tentación incluso puede ser calificada de buena. Es necesario iluminar racionalmente los fundamentos de la Fe y de la Ciencia, como única manera de humanizarlos. Pero Unamuno, lejos de esto, y a pesar de haber incurrido en esta buena tentación, los ha ensombrecido. Unamuno ha corrompido los manantiales límpidos de la Razón, hastiándose de ella, y disgustándose de la Ciencia («Sobre la europeización», Ensayos, 1, pág. 903), Pero, sobre todo, Unamuno ha enturbiado las fuentes de la Fe y ha sostenido opiniones formalmente contrarias a ella. Por ejemplo, ha dicho que la idea de Dios, nada explica a la razón, lo cual es antidogmático («Sobre la filosofía española», Ensayos, 1. pág. 558). Unamuno ha vivido, prácticamente, una actitud protestante afín a la llamada «teología de la crisis» (Barth, Gogarten) o, si nos retrotraemos más allá, al modernismo. Se concederá de buen grado que Unamuno es un valor cultural indiscutible. Pero la Religión es algo más que un valor cultural y el cuidado de la religión menester más importante que la preocupación por la cultura. En una colisión de valores, debemos dar la primacía a los que son superiores, tanto espiritual cuanto jurídicamente.

Es difícil negar el espíritu de consecuencia que se encierra en esta actitud ante Unamuno. Hasta el punto de que puede ser considerada como una tesis derivada de la hipótesis axiológica sobre aquella jerarquía de valores. Por ello, para todos los que, por motivos en último extremo intuitivos, se resistan a admitir la tesis «antiunamuniana», sólo quedan abiertas dos soluciones que podrían calificarse de heroicas:

La primera, negar la hipótesis, al menos de alguna manera, en un desesperado y peligroso modus tollens.

La segunda, negar la consecuencia misma, quiero decir, la obligación de ser consecuentes.

No he oído a nadie defender la primera solución –que es la tercera de mi recuento–. En cambio la segunda, –la cuarta– que pudiera parecer la más desconcertante, es también la más unamunista, y, por ello, la más grata, de hecho, a los admiradores de Unamuno, que, fáusticamente hastiados del espíritu de la consecuencia, del espíritu científico, sospechan cangrejos matemáticos.

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Estas son las profundas ondas que Unamuno, cayendo como un peñasco desgajado entre nosotros, ha producido en los mansos embalses de nuestro espíritu. Estas ondas, con frecuencia se interfieren, pero, con frecuencia también, se huyen y se repelen. En todo caso, algo de común presentimos en todas ellas, en primer término, por cuanto colaboran a la representación del bello espectáculo que es una batalla intelectual: en segundo lugar, en tanto que todas obedecen al mismo designio: extender la gloria de Unamuno. A cada sacudida, la capacidad estimulante de ese irrequietus cor que fue Rector de Salamanca se revela más poderosa puede de decirse de ella lo que Virgilio decía de la fama: Vires acquirit eundo.

Gustavo Bueno Martínez