Filosofía en español 
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Daniel Devoto

Situación de la música concreta


Adelanto, sobre su dificultad, la inutilidad, casi, de estas notas: una sinfonía de Mozart no puede contarse; su análisis certero podrá servir para iluminarla, pero no podrá nunca reemplazarla, ni dar una idea, siquiera aproximada, de lo que esa sinfonía es realmente. Si esto sucede con una composición musical escrita en un lenguaje ya plenamente aceptado y digerido, es más cierto aún para una música que, como la música concreta, recurre a sonoridades literalmente inauditas. El fin de estos apuntes es, pues, presentarla, interesar a algún lector por ella, y no escamotearla detrás de una justificación. La música concreta se defiende sola, se basta a sí misma, con igual autonomía que toda creación musical verdaderamente musical. Esto va por la inutilidad de estas palabras de introducción; pero si he escrito «la inutilidad, casi», ha sido con plena conciencia.

De los errores a que induce la literatura musical al sustituir el preciso fenómeno sonoro, es muestra la reseña, tan burlona y prudente, que hace Leopoldo Hurtado (crítico sin embargo autorizado y fino), en uno de los últimos números de la revista Sur, del libro en que Pierre Schaeffer relata sus experiencias en busca de una música concreta. Hurtado vuelve a traer a la circulación el viejo arsenal de maullidos y cacerolas –que ya era arcaico en tiempos de Berlioz– por no saber auditivamente que cacerolas y maullidos existen, o pueden existir, y con legítimo derecho, dentro de la música concreta. Coloco aquí toda esta precaución para que mi hipotético lector recuerde, en todo momento, que lo que yo digo no es la música concreta, y para que sólo la juzgue cuando deba hacerlo: después de haberla oído, con todo lo que este verbo tiene de responsable, de activa, de conscientemente respetuoso.

La música concreta nace –accidente que se da con cierta frecuencia en la historia del arte– en el justo momento en que debe nacer: cuando el arte musical y la técnica permiten su exacto florecimiento.

El cromatismo wagneriano –que a algunos sigue pareciendo un límite insuperable– se enriquece aún más con el aporte de los compositores contemporáneos. Fauré nos trae la consciente incertidumbre de su línea, que parece optar por varias tonalidades; Debussy su constante modulación –a veces a cada acorde–, si se los analiza desde un ángulo estrictamente tonal y su liberación de las funciones armónicas establecidas; mientras Scriabin basa sus composiciones más importantes en su sistema de cuartas, en oposición a las terceras estructurales de la armonía tradicional. A la resurrección de los modos gregorianos (a la que tanto contribuyeron los maestros salidos de la Ecole Niedermeyer de París), se suman los exotismos de todas partes, las gamas populares, ya defectivas o ya supercromáticas: Roussel y su orientalismo extremo, Bartók y sus curiosas aportaciones modales. El atonalismo libre de la Escuela de Viena llega, por obra de Schoenberg, a erigir el principio codificador, tan fecundo y tan vivo hoy, del dodecafonismo, al sustituir el viejo orden tonal por una serie formada arbitrariamente con los doce sonidos cromáticos, entidad autónoma y forjada enteramente por el compositor. Al mismo tiempo, el incremento creciente del factor rítmico –la tormenta del Sacre, el jazz a través de los Seis franceses y sus contemporáneos alemanes y centroeuropeos: Kurt Weil, algún Krének, cierto Hindemith– llega, sin perder su poder incisivo, a sutilizarse en la imprevisible elasticidad del expresionismo.

Después de la orquesta wagneriana, tan compacta que «suena a órgano», después de ciertos impresionismos, tan opalescentes, la función del timbre se enriquece con los experimentos de un Varèse, ya a base de los instrumentos usuales, ya utilizando o demandando nuevos instrumentos; John Cage aporta su «piano preparado» (tuercas, sordinas, gomas de borrar introducidas entre las cuerdas crean timbres diferentes); éstos y numerosos compositores exploran el campo de la percusión, de los antiguos «sonidos indeterminados». El viejo concepto de sonido y de temperamento se amplía con las teorías de Busoni y la práctica microtonal de la escuela de Praga: Alóis Hába y sus discípulos, Wischnegradsky, y en especial el mexicano Julián Carillo, exploran el campo que yacía inutilizado entre dos teclas de piano, y se perfeccionan o inventan instrumentos que permiten la utilización estética de los cuartos y sextos de tono y de otros intervalos aún menores.

Fin de la tonalidad; fin del temperamento; fin del viejo concepto de la forma musical reemplazado por uno más preciso y más rico: el mismo Hába crea el atematismo, o sea un tipo de composición musical que excluye las repeticiones textuales (las últimas composiciones de Debussy, el consejo de Schoenberg: «No hagáis trabajo de copista», prefiguraban esta innovación), y hoy la variación reemplaza, en casi todas las músicas dignas de este nombre, a la reexposición literal. Para que nada falte, hay movimientos retrógrados –retornos a todo: el muestrario más completo es el de Strawinsky–, neoclasicismos y neorromanticismos; hubo una Gebrauch simplificante y pragmática, que no fue, sin embargo, estéril; intentos de salvación de la tonalidad por todos los medios –el pandiatonismo, con sus conglomerados tonales; paradójicamente, la politonalidad misma– que indican, con un angustioso llamado a las bombas, que el viejo navío tonal está haciendo sus últimos viajes. Nuestra música, sea cual fuere su futuro –y la profecía no formó nunca parte de la verdadera estética–, es hoy rica en posibilidades y en realidades, y hoy pueden explorarse –estéticamente– cantidad de dominios que hace unas décadas podían solamente entreverse.

La evolución de la técnica corre –como siempre– parejas con el avance de las posibilidades creativas. La Historia de la Música –que tantos, todavía, confunden con la historia de los músicos y la biografía novelada– podría escribirse desde el ángulo de la aportación instrumental (por lo menos parcialmente). El primer y fecundo paso lo dio aquel desconocido antepasado que desterró las cáscaras sonoras de las manos y pies de los bailarines y las confió a un primer instrumentista, que hacía coincidir –y no sucederse– sonido y movimiento; y desde el arco sonoro del cazador a las ondas Martenot –y antes, y después– el instrumento ha sido un vehículo poderoso del desenvolvimiento musical: Domenico Scarlatti crea una escritura independiente de la polifonía lineal apoyándose en el teclado; el ámbito creciente de la melodía en las sonatas de Beethoven refleja, como lo señaló Ernest Closson, el mejoramiento creciente de sus pianofortes; y sin limitamos a instrumentos cuyo desarrollo es reciente (el piano, el arpa, los aerófonos de la orquesta), nuestro tiempo marca una exigencia cada vez mayor en el terreno instrumental. Los violines, por ejemplo, no han cambiado en los últimos dos siglos, salvo en algunas mejoras del arco y en ciertos intentos sin consecuencia, que sólo han producido piezas de museo: los instrumentos de los grandes violeros italianos están gozando todavía sus últimos momentos de esplendor antes de enmudecer y perecer, como todo producto humano. Y sin embargo, ¡cuánto va de una sonata de Corelli a la Tzigane de Ravel! Y a los instrumentos musicales, actuales o renovados –el clavecín de los conciertos de Falla y de Polenc, las flautas dulces, el óboe y la viola de amor–, o recién llegados –todo el arsenal de la nueva percusión– hay que sumar los electrófonos y sus posibilidades apenas iniciadas. El resultado de todo esto es una instrumentalización cada vez mayor de la melodía, que ha invadido hasta la escritura vocal: ámbito mayor (en algún caso se llega francamente a lo incantable), mayor contraste de registros, intervalos antes insólitos en número cada vez más grande.

Otro avance importantísimo se opera en un campo que linda con la semiografía. Desde que, olvidada la notación antigua, San Isidoro de Sevilla apuntaba que «si no fuera por la memoria del hombre los sonidos perecerían, porque no pueden escribirse», el sonido ha sido notado de diversas maneras, cada vez más precisas, y hoy puede no sólo escribirse, sino también inscribirse directamente en discos y bandas de creciente fidelidad.

Inscribirse: esto es, fijarse como fenómeno sonoro, y, consecuentemente, manipularse, empalmando con las investigaciones de gabinete (descomposición del sonido, aislación de armónicos, producción de timbres sintéticos, fabricación de vocales). El sonido deja, en la banda sonora del film, una huella gráfica que puede imitarse y modificarse, obteniéndose así sonidos sintéticos semejantes a los sonidos musicales, y también timbres y alturas absolutamente nuevos. La cinta magnetofónica permite una mayor facilidad en el manejo de los elementos sonoros: modificación de la duración, variación de alturas y timbres por aceleraciones y retardos, inversiones, inscripciones conjuntas, montajes, y todas las operaciones que van ampliando el elenco de lo audible, llevándolo a posibilidades prácticamente ilimitadas.

En esta encrucijada se inscribe la música concreta: por un lado atonalidad, microtonalidad, atematismo, timbres nuevos y nueva utilización de timbres viejos; ampliación del concepto de lo melódico como de lo consonante; y, a un tiempo, medios cada vez mayores de cooperar a la ampliación del material sonoro y la arquitectura de la obra musical. Campo maduro para una música concreta.

¿Por qué concreta? Porque opera directamente sobre el sonido concreto, para ofrecer como resultante una concreción sonora. Simplificando, el compositor tradicional imagina combinaciones de sonido y las traslada al papel –necesite o no de un previo tanteo instrumental– para que luego él o los intérpretes conviertan su grafía en una realidad sonora. El músico concreto crea su paleta, partiendo del objeto sonoro mismo: recoge un sonido –si se quiere un ruido–, el que se le ocurra: el choque de dos objetos, el la del diapasón, un chirrido de puerta o de sartén, un gorjeo de ruiseñor o de canilla, un armónico de violín, la vocal a pronunciada por una voz de mujer; lo experimenta, lo re-crea, lo transforma, descompone los planos del ladrido o recompone agregaciones acórdicas sobre un sonido inicial; urbaniza el grito y amplifica el murmullo: prepara sus potes de sonido como los viejos maestros de la pintura preparaban sus tierras. Luego, sobre la base de esos sonidos –inertes aún– compone su partitura, su «tabulatura nova» del siglo XX, y efectúa, sobre la cinta magnetofónica, su montaje. Es decir que, en vez de una escritura que puede convertirse en sonido, crea un producto sonoro concreto que sólo puede tener esa forma precisa: ésa, y no otra; ningún instrumento ni conjunto puede proporcionarnos ese producto sonoro que nos ofrece el montaje sobre la cinta magnetofónica. El montaje, o los montajes: porque para crear ciertos relieves sonoros se recurre a varios micrófonos esparcidos en la sala; y el doble coro, los dos órganos, la orquesta doble de los venecianos, y el múltiple Réquiem de Berlioz, y los micrófonos de la Elena egipcia de Strauss atestiguan que aquí (como en toda la Historia del Arte) la tradición es la verdadera madre del atrevimiento.

La trayectoria, aunque corta, de la música concreta, marca su acercamiento creciente a esa gran tradición musical. La Sinfonía para un hombre solo no necesitaba de un texto coherente para leerse como una filmación lírica –más que musical– de un guión asombrosamente parecido al Caballero solo de Neruda. Lo musical está todavía allí al servicio de algo, continuando el fecundo error que desde la camerata fiorentina ha ido invadiendo la música hasta entrarse en la música absoluta con el romanticismo y la composición programática. Las últimas producciones de los músicos concretos vuelven a acercarse a la espléndida insolencia de los dodecaedros sonoros de Antón Webern: las Vocalises, el estudio para piano preparado: música absoluta, nuevo clavecín bien templado, o, mejor aún, nueva célula fotoeléctrica destemplada.

La música concreta no es, pues, una provincia independiente ni un arte nuevo: es música, que utiliza nuevos medios expresivos para continuar su tradicional «combinación de sonidos». Nada se opone a una síntesis que incorpore sus procedimientos a los procedimientos anteriores –nada–, a priori; y ya se lo ha intentado. Pero más que la predicción interesa el hecho real de que contemos, hoy, con una música más rica y de una filiación auténtica y clarísima. Mostrarlo ha sido la intención de esta nota. En cuanto a qué es la música concreta, sólo cabe repetir lo dicho al comenzar: sólo podrá sabérselo oyéndola. Porque, para volver a usar la palabra quizás inconscientemente justa de mi maestra, Jane Bathori, tan infinitamente abierta a todo lo joven y a todo lo nuevo, cuando me llevaba a oírla: se trata de algo verdaderamente, textualmente inaudito.