Cesáreo Sanz Egaña
Grandeza y decadencia del libro científico
I.
Con mucha frecuencia, reiterada en estos últimos años con motivo de la fiesta anual y de la feria del libro, se celebran reuniones académicas en el instituto de España y otros centros culturales que ha culminado en 1952 con la exposición del milenario del libro español; estas fiestas dan motivo a muy diversas publicaciones, la mayoría en elogios y alabanzas del libro; no faltan estudios económicos relacionados con la producción, expansión, &c., de la mercancía libro, &c., &c. En el catálogo de estas publicaciones se abarcan las dos facetas del libro: la misión espiritual y el concepto de mercancía comercial que representa el libro.
Al hablar o escribir sobre el libro, salvo poquísimas excepciones, se hace referencia al libro de ingenio, de imaginación: novela, literatura, poesía; estirando un poco se llega hasta la filosofía, historia, política, etcétera, libros cuyos temas meramente curiosos o que por deleitar interesan a una gran masa de lectores o aspiran a tener muchos lectores; libros que en todas las épocas han servido de distracción y entretenimiento; libros que han contribuido a crear estilos literarios, programas políticos, sistemas filosóficos…
Sin duda, el libro de gran lectura, independientemente de sus aspectos literario espiritual, histórico…, es un factor importante de alta valoración como mercancía; esta condición impone exigencias contrapuestas entre los intereses del autor, del editor, del librero…; para armonizar derechos y obligaciones tan heterogéneos, se ha promulgado una muy complicada legislación de tipo internacional.
Compañero del libro de ingenio coexiste el libro científico o técnico, que generalmente hace su aparición con gran modestia; la noticia de su existencia difícilmente llega a las páginas de la gran prensa; nace casi ignorado, se conforma a vivir satisfecho entre una minoría que lo estudia y consulta.
Insignificante en el mundillo de la bibliografía, el libro científico, con existencia oculta a la mirada del vulgo, queda compensado ampliamente primero con la aureola del misterio, de que carece el libro de lectura, y después por la inmediata utilidad que rinde a sus lectores.
Debo mi formación profesional al estudio, algo más que lectura, de los libros científicos, y actualmente en mi biblioteca abundan los textos de mi especialidad, alternando y mezclados con libros de ingenio, literatura, poesía…; en mis horas de estudio se suceden la consulta de un tratado de biología con una novela, de un texto de zootecnia con un poema heroico…; semejante experiencia me ha permitido observar, salvando las aficiones personales, las diferencias en la trayectoria biológica y mercantil de los libros catalogados en uno y otro grupo.
II.
La aparición del libro científico es deseada y esperada por una muy pequeña minoría de estudiosos; el estudiante porque encuentra un texto donde preparar las lecciones; el opositor, que busca la última novedad: el profesional cuidadoso de estar al día en su especialidad ha de consultar los textos donde se resumen las novedades del saber de su época.
Nacido, con signo tan halagüeño, su expansión comercial, el número de lectores, es muy limitado. La posible clientela resulta siempre muy reducida aún entre los obligados consultantes, ya que de los estudiosos son minoría quienes compran libros; normalmente, el libro científico alcanza tiradas muy cortas; difícilmente llegan al segundo millar: límite impuesto con el doble propósito de agotar pronto la edición y proceder, si el tema interesa, a la constante renovación del texto.
Para el hombre culto, y a la inversa; para la cultura del hombre, el libro científico representa una valiosa herramienta de capacitación y adiestramiento para el trabajo, al por igual que el microscopio, que la brújula…; esta muy estimable herramienta presta al lector conocimientos y dicta reglas conducentes para la formación profesional, más concretamente contribuyen a crear una especialización científica de posible desarrollo práctico.
Los libros científicos y técnicos se escriben principalmente para divulgar conocimientos que, llevados al papel impreso, pasan inmediatamente al dominio público; aunque el libro tenga autor, los conocimientos atesorados en sus páginas semejan a los verdaderos bienes mostrencos, porque en la mayoría de los casos carecen de dueño conocido, por mucho que abunden las citas y las recordaciones bibliográficas{1}.
Un libro científico, y mucho más las obras de pura investigación, representan un largo proceso de elaboración muy lenta, de muchos años y de muchos hombres; tanto los descubrimientos científicos como las técnicas, evolucionan pausadamente hasta conseguir transformar las innovaciones en fórmulas y reglas asequibles a todos los estudiosos; el libro científico podemos considerarlo como producto elaborado con ideas y descubrimientos originales del propio autor y con las de los otros; desgraciadamente abundan los textos escritos con las ideas de los otros. La ley de la propiedad intelectual no defiende en ninguna legislación la propiedad de las ideas, de las técnicas, de las fórmulas…, que pasan al dominio público con la publicación; también es propósito de los autores publicar sus propios conocimientos para ser divulgados entre el público.
Todo libro científico o técnico se escribe para recoger un contenido de conocimientos, de nociones a modo de almacén de sabiduría en el sentido prístino del saber, generalmente limitado a un grupo de especialistas de la ciencia o de la técnica; así en el libro científico se resumen los conocimientos del pasado y los estudia, añadiendo las innovaciones para hacer provechosa su consulta.
El concepto del libro depósito estanque, sin posible evolución ni acrecentamiento, lo ha resumido Cajal en estas palabras: «En general puede decirse que el libro refleja ya una fase histórica de la ciencia». Admitido el concepto estático del libro científico –ya que a éste se refería Cajal– podemos materializarlo diciendo que el libro representa ciencia en conserva, cuyo contenido resulta incorrupto y dotado de actividades inmanentes dispuestas a transmitirlas en todo tiempo al lector que acude a consultarlo.
Estos antecedentes sirven de punto de arranque y guía para la formación cultural del hombre técnico; los libros quedan detenidos, atrasados, porque ayudaron a nuevos descubrimientos, a rectificación de errores, a renovación de técnicas que permiten una mejor comprensión y utilización de los recursos naturales y de las actividades humanas; estos descubrimientos, estas rectificaciones son a su vez resumidas en leyes fijas transformadas en normas de trabajo y después se divulgan y conservan en un texto impreso llamado libro, monografía o simplemente comunicación. Wells sostiene la opinión de que la desaparición instantánea de un par de centenares de hombres científicos de Europa o de América determinaría la caída vertical de la cultura moderna; aunque es cierto que todos los conocimientos de nuestra cultura asientan en la labor de una minoría de personas selectas, sin embargo, las raíces de esta cultura ahondan hasta alcanzar épocas lejanas. Los legados de nuestros antepasados son cuantiosos y forman estratos firmes de papel escrito donde se apoyan los actuales conocimientos de esta minoría selecta. El libro salva la cultura de nuestros antepasados y transmite nuestra cultura a los sucesores.
Los descubrimientos, las enseñanzas de los hombres sabios, de los geniales investigadores no perecen al extinguirse sus vidas en tanto que hayan sido recogidas en textos escritos, porque los conocimientos científicos o técnicos semejan semillas de prodigiosa fructificación al calor que les prestan los hombres estudiosos.
A veces, el libro científico encierra amenidad literaria en el desarrollo del temario; lo destacadamente importante es un contenido de precisión y veracidad en el texto, considerando un poco la belleza literaria de la redacción; la mayor grandeza del libro científico es contribuir a la formación de especialistas: hombres prácticos, peritos de acción y competencia que saben traducir la lectura en trabajo y el trabajo en beneficio de la colectividad humana.
Considerado el libro científico cómo instrumento de cultura, su categoría de mercancía tiene o ha de tener una fecha, la correspondiente al año de su nacimiento, muy importante para valorizar su contenido y la utilidad. La fecha de la publicación en los libros científicos es dato importantísimo: no representa la data de su nacimiento, indica mejor el momento de su decessus. La vitalidad de su contenido cesó en esta fecha, cuando el autor, según costumbre, escribe la fecha al final del prólogo, recuerdan las cifras de los epitafios.
Así el lector inteligente al hojear un libro científico, en el tejuelo lee el título; informado de su contenido y autor busca inmediatamente en la portada –ahora por la moda en la contraportada– la fecha de la publicación; con frecuencia este dato es suficiente para aceptar o rechazar el volumen. El año siempre vence al autor y cuando así no ocurre el lector desconoce la mercancía.
Muchos editores pretenden que los libros, como las mujeres coquetas, oculten su edad, y prolongan la novedad unas veces falseando el pie de imprenta, adelantando el año de impresión, y las más, esquivando a sabiendas la ley, no fechando los libros.
Póngase o no la fecha de la publicación, el libro científico, con todo su mérito y prestigio, nace muerto. Rodríguez Marín ha llamado al libro «cosa muerta aunque al par tan viva»; tanto como juego de palabras es epítema. Es corriente que durante el plazo de la composición y corrección del texto, el autor añada notas, citaciones a su manuscrito para acumular contenido y principalmente novedades; con estas frecuentes adiciones el texto impreso llega a recoger el descubrimiento del día anterior; con todo, cuando el libro queda expuesto en el escaparate del librero, es la penúltima novedad de su especialidad, suponiendo que el autor esté al día. El libro contiene cuanto se sabe sobre el tema, pero no todo lo que se sabe en aquel momento. Aun con tales limitaciones, el libro científico o técnico es utilísimo a la cultura y aprovechable para el estudiante y el profesional.
III
El libro científico, instrumento de cultura, en cuanto ha conquistado la más exaltada calificación estimativa, declina rápidamente a su extinción: el ser instrumento de trabajo es factor letal que acaba rápidamente con la vida útil de los libros; de muy poco sirven las reimpresiones, las mejoras y ampliaciones; el libro científico desaparece del comercio en muy pocos años; nadie quiere estudiar en un libro viejo; los escasos consultantes lo leen a título de recuerdo histórico o para trabajos de erudición; esta letalidad sobreviene infaliblemente cualquiera que fuera el mérito alcanzado al publicarse y por muy prestigiosa que sea la firma del autor o autores; el libro envejece y se inutiliza prematuramente; hay ejemplares que son flor de un día; los libros viejos son herramientas inútiles, por lo menos defectuosas, que pasan a la categoría de cosas despreciables.
Un refrán castellano aconseja: «Leña, libros, vino y amigos, los más viejos preferidos». Al incluir los libros en el dístico denuncia que el autor no era hombre de ciencia ni preocupado de los progresos e innovaciones. En el campo científico no puede admitirse los libros viejos; cabe, sin embargo, leer los libros que no envejecen, todo lo contrario del refranero.
Llega la vejez al libro científico con gran rapidez y en su carrera podemos marcar diversas fases bien definidas, difícilmente previsibles en el tiempo. El primer lector abandona pronto el libro; si es estudiante, porque aprobó, y si ya fuese profesional, porque apareció otro más moderno o más completo; en esta primera degradación el libro usado puede todavía prestar algún servicio activo, a condición de que siga de texto oficial. Cuando el libro usado vuelve al comercio de librería en calidad de libro de lance, el librero acepta la mercancía a título de libro de segunda mano, denominación propuesta por Lasso de la Vega; la valoración en este momento depende únicamente de su vigencia o no como obra de texto, sin preocuparse de su contenido.
No siempre el libro científico llega tan rápidamente a la librería de viejo, si queréis mejor, librería anticuaria; en ocasión tiene mejor fortuna y tarda años en adquirir la categoría de usado sólo después de un prolongado descanso en una biblioteca particular: en este caso, al fallecimiento del propietario, los libros viejos estorban y se venden en montón a los traperos y libreros.
Un grado más y el libro científico llega a la verdadera categoría de viejo; entonces se transforma en una respetable carroña, o mejor en carroña de una obra respetable, propicia a sufrir los ataques de todos los enemigos del papel y de todas las injurias del tiempo; entonces ha llegado el verdadero tormento del libro científico: verse colocado en la estantería de una librería de lance en donde es visto por muchos curiosos y despreciado por todos; con frecuencia sólo sirve para rellenar huecos en los plúteos.
Abandonado de su dueño, a quien prestó consejo y enseñanza, despreciado por inútil e incompetente, camina el libro científico a su total desaparición; quien tuvo éxitos y estimación en universidades y academias, consultado y leído en los laboratorios, se resiste a ser destruido, y su última estancia, vergonzosa estancia, es «el tablero de viejo» en cualquier feria de los libros; con preferencia en estos puestos de «a duro ejemplar». Antonio Palomero ha percibido que en «los libros usados parece flotar el espíritu de la resignación».
Al tablero se lanzan en heterogéneo revoltijo todos los libros invendibles, igualmente viejos, todos alejados del estudio y todos pregonados a precio fijo, de saldo.
Cansado de dar vueltas, de mostrar unas veces el tejuelo en buena encuadernación; otras, las cubiertas, el libro usado no encuentra lector ni bibliófilo que lo redima del tablero; un mal día, cuando el libro científico terminó el cumplimiento de su misión de enseñar y adiestrar a los lectores, cuando agotó su competencia, «a carga cerrada» es sacado con otros caídos en desuso y transportados a la fábrica de papel donde, triturado y convenientemente tratado, es convertido en pasta.
No hay salvación para la gran masa de libros científicos; los textos envejecen y contribuyen a su desaparición en pocos años; difícilmente sobreviven a una generación; hay temas, como los correspondientes a las ciencias matemáticas de alguna mayor longevidad; en cambio los temas de las ciencias biológicas son de existencia muy efímera Las rectificaciones, los descubrimientos, se suceden de modo rápido y continuamente, arrumbando lo antepasado sin más respeto que la verdad v la eficacia.
El libro científico, de rápido envejecimiento, tiene compensaciones muy valiosas provenientes de la utilidad y servicios que ha prestado a los estudiosos y a los valores inmanentes a la cultura universal.
Afortunadamente, no todos los libros científicos terminan su trayectoria vital destrozados por la polilla o triturados por la fábrica; una escasa minoría se salva acogidos a las bibliotecas públicas o en colecciones particulares. Según certera frase de Paz y Melia, «una de las funciones de las bibliotecas oficiales es la de recoger, a modo de museo, las obras científicas que los rápidos progresos de las ciencias hacen envejecer pronto».
IV
Han pasado muchos años, tres, cuatro siglos desde que el libro científico se publicó; algunos ejemplares proceden de los primeros años de la imprenta; la lectura del texto en estos libros resulta difícil, por defectos de impresión o mala calidad del papel; su contenido nada nos enseña; en ocasiones resultan incomprensibles las palabras y siempre muy extrañas las ideas. El libro es antiguo, grado superlativo de viejo; su consulta en nada sirve para el especialista y menos al extraño; sólo una curiosidad, un deseo de recoger antecedentes, de conocer nociones añejas nos puede estimular su lectura y estudio.
Por lo pronto, el libro antiguo está escrito en un lenguaje arcaico, el de la época de su publicación, desusado, muy extraño, por lo tanto, al pensamiento de la actualidad y a la nueva terminología; en las ciencias, lo que más ha evolucionado ha sido la terminología; se han enriquecido con palabras nuevas para explicar los fenómenos conocidos de muy antiguo; también ha sido preciso crear muchos neologismos para designar los nuevos hechos o sus fases, antes ignoradas, de los fenómenos ya conocidos. Factores todos que hacen difícil la comprensión y resta valor a las explicaciones.
Se discute mucho dónde se encuentra la divisoria entre el libro viejo y el libro antiguo. Vindel (F.), señala estas características para los libros antiguos: «son todos los impresos en épocas anteriores a la nuestra», admitido el concepto histórico «anterior a nuestra época» para el libro científico la antigüedad, independientemente del tiempo, ha de ir acompañada del prestigio universal del autor, salvo que condiciones de impresión, de láminas, &c., den valor independientemente de su temario.
Apoyados en la fecha de la impresión, no hay duda que todos los libros de los siglos XVI y XVII, sólo por este dato, se consideran como antiguos y la mayoría conquistan el calificativo de raro o rarísimo en el mercado de la librería anticuaria. Independientemente de la fecha hay ejemplares que adquieren valor por el nombre del impresor, por las ilustraciones, &c. El detalle de la imprenta es poco frecuente en el libro científico. Los más afamados impresores alemanes, franceses, italianos, &c., no imprimieron libros de ciencia; era mejor negocio, de más fácil éxito, publicar libros de imaginación, novelas, poesías, &c., y acertaron; actualmente se estiman como verdaderas joyas bibliográficas.
En el transcurso de tantos años las tiradas, siempre cortas, de los libros técnicos se fueron destruyendo; en la actualidad sólo contamos con un número escaso de ejemplares, a veces ejemplar único. Así, al temario del texto y prestigio del autor, de discutible valoración, ha venido un nuevo factor a reforzar la estimación del libro antiguo; me refiero a la rareza, que representa, por unánime acuerdo, el principal mérito como mercancía comercial. El libro raro representa un superviviente venturoso, salvado de la desolación general por el uso y por los agentes destructores del papel. Si la rareza valoriza la generalidad de los libros antiguos, esta vetusta cualidad resalta mucho más en el libro científico, y porque la rareza marca muchos puntos en la escala de los valores humanos no es extraño que la rareza sea factor decisivo para determinar el precio o la estimación de los libros, aunque éstos no tengan marcada antigüedad.
En el orden económico hay teorías basadas sobre la rareza de «las cosas» para justificar su excesivo valor independiente de la utilidad; en la valoración de una mercancía influye un dominante psicológico muy justificado cuando se trata de libros, mercancía de categoría espiritual.
Para combatir la rareza de los libros se reproducen continuamente en ediciones de todos los precios; estas reproducciones sólo se permiten en las obras literarias de mérito universal que cuentan con una gran masa de lectores; en cambio, la reedición de obras científicas antiguas son muy escasas y siempre en tiradas limitadas por la razón contraria: escasez de lectores.
Independientemente de la rareza, el libro puede alcanzar precio y estimación por su valor intrínseco: cuando es considerado como obra de arte. Intervienen en este caso un conjunto de factores, como son: belleza de la impresión, mérito de las ilustraciones, calidad del papel, &c., conjunto, cuando está bien armonizado, que acrecienta la vetustidad de las ediciones antiguas y modernas. Aplicando este concepto el libro científico quiebra la regla, nunca es bello ni bonito.
Que la belleza en las ediciones no influye en el valor bibliográfico del libro científico se comprueba con un simple examen de las ediciones modernas de esta clase de publicaciones. Los libros científicos se imprimen generalmente en magníficos papeles, los mejores que producen las pastas mecánicas y químicas; papeles de gran nitidez en el color, de perfecto satinado; a la selección de tipos se les presta mucha atención para conseguir impresiones irreprochables. En cuanto a las ilustraciones, en los libros científicos son abundantes y de esmerada ejecución; todos los recursos del arte tipográfico prestan auxilio y colaboración para la mejor presentación de esta clase de libros, pero nunca alcanzan la faceta estética.
Buen papel, buena impresión, abundantes ilustraciones «en negro y en color» y, sin embargo, ningún libro científico es bello y ningún bibliófilo lo clasifica como tal; con todo, el exorno nunca conquista la categoría de «libro de lujo»; invariablemente queda clasificado como «libro útil».
Las ilustraciones del libro científico contribuyen al acrecentamiento de su utilidad; sólo son estimados por un grupito de especialistas que buscan la exactitud, el reflejo de la verdad, aunque este verismo obligue con frecuencia a reproducir monstruosidades cuya contemplación únicamente interesa a los profesionales y repugna a muchos lectores.
En las publicaciones científicas se atiende principalmente al problema de la verdad; la literatura científica tiene su belleza en el verismo, en la certidumbre y en la claridad de la expresión; texto y figuras contribuyen al mejor desarrollo del temario; la lectura de este género de libros se aprovecha por la inteligencia sin rozar el sentimiento ni la emoción; el lector no busca distracción, quiere contenido; por eso el concepto moderno de las ilustraciones es simplista, esquemático, sirve para interpretar el texto con la máxima fidelidad y facilitar la comprensión.
En los libros antiguos escasean las ilustraciones de los grandes artistas; los más famosos miniaturistas, los más geniales dibujantes sólo han ilustrado libros de imaginación, de temas literarios, religiosos…; se justifica esta elección porque los libros científicos se prestan mal a estimular la fantasía del artista{2}.
En la bibliografía científica se reseñan ejemplares antiguos con excelentes ilustraciones; son los menos, y estas bellezas son estimadas por cuanto decoran las páginas; en el mercado del libro antiguo, estas decoraciones son un tanto más que se agrega a la rareza para marcar el precio.
V
El libro científico que alcanza una existencia de tres o cuatro siglos recupera valor y estimación universal en el mercado de la librería anticuaria. Ha dejado de ser útil y se ha convertido en pieza arqueológica; perdió actualidad y representa un recuerdo; vale cuando nadie lo consulta: la rareza le cubrió de mérito.
——
{1} Modernamente se ha querido defender la propiedad del libro y se ha generalizado el «All rigth reserved…»; el derecho de propiedad hace referencia exclusiva a la redacción del texto, nunca al contenido científico o técnico. El cirujano que aplica una técnica operatoria, el ingeniero que utiliza una nueva fórmula, aprendidas ambas en los libros, no han de pagar ningún derecho a los descubridores, es consecuencia directa de una lectura o consulta en textos de su especialidad. La ley de la propiedad no defiende todavía las ideas, las técnicas ni las fórmulas que pasan al dominio público con la publicación.
{2} En los libros antiguos de medicina (anatomía, cirugía, &c.), metalografía…, encontramos abundantes ilustraciones; como ejemplo sólo voy a citar dos textos de alta estimación bibliográfica.
En primer término, la famosa anatomía de Andrés Vesalio: De Humani corporis fabrica libri septem, Basilea, 1543, en la imprenta del conocido humanista Oporim (Johann Herbst); los magníficos dibujos, en más de 300, son debidos a Jean Stephan van Calcar, discípulo de Tiziano.
La obra de Biringuccio: De la pirotechnia, Venecia 1540, verdadera enciclopedia concerniente a «la técnica del fuego» aplicada a los metales, contiene preciosas láminas; son más valiosas las xilografías de Hans Rudolf M. Dentsch, en la obra de Georg Bauer (Agricola) de Re metallica libri XII, Basilea, 1556, en la famosa imprenta frobeniana: los dibujos representan la maquinaria de la época.