Gustavo Bueno
La inmunidad, como estado derivado de la esencia de la vida
Faustino Cordón, Jefe del Laboratorio de Bioquímica del Instituto Ibys, ha publicado una teoría de la inmunidad que rebasa ampliamente el ámbito científicopositivo en el que fue meditada –a saber, los estudios experimentales sobre anafilaxia en cobayos– para alcanzar la categoría de una auténtica teoría biológica general, de extraordinaria importancia, no ya sólo para la Medicina práctica, sino también para la Biología teórica y aun filosófica.{1}
La presente nota, cuya finalidad es principalmente informativa, ofrece los primeros pensamientos que un filósofo, interesado siempre por los problemas biológicos, ha recogido en la obra profunda, sutil y revolucionaria de Faustino Cordón. En el § 1 procuro situar la ideología de Cordón dentro de las grandes corrientes biológicas. En el § 2, expongo sucintamente la nueva teoría de la inmunidad. En el § 3, sus consecuencias y en el § 4, unas reflexiones críticas.
§ 1
La Biología dispone de dos grandes principios para organizar los fenómenos de su campo: el principio de finalidad y el principio de causalidad o secuencia mecánica (físicoquimica).
Estos dos principios –como sugirió Leibniz, siguiendo la tradición aristotélica– pueden considerarse como complementarios en la ordenación de los hechos biológicos; pero se contraponen muchas veces, históricamente, dando lugar a interpretaciones de los fenómenos incompatibles entre sí. Ciertamente, esta incompatibilidad no ha de considerarse derivada necesariamente de los principios, sino de la defectuosa aplicación de los mismos. Sin embargo, la gran probabilidad de estas aplicaciones defectuosas, casi inevitables, ha sido la razón de que los biólogos suelan preferir renunciar a alguno de los dos principios fundamentales y, de este modo, disponemos, por un lado, de una Biología teleológica (E. R. Russell ha defendido últimamente, como es sabido, la necesidad, siquiera sea heurística, del principio de finalidad, que sólo parcialmente queda recogido en el principio de actividad directiva o vectorial, al modo de Jordán), y por otro lado, de una Biología “cartesiana”, que propende a servirse únicamente de los conceptos físicoquímicos para plantear y resolver los problemas biológicos.
En rigor, las categorías teleológicas y las físicoquímicas –que coinciden en ser modos de unificación de los fenómenos– están obtenidas a distintos niveles de abstracción del organismo viviente. Es indudable que las categorías teleológicas se recogen originariamente en la percepción “macroscópica” –en la “conducta molar” de los animales y del hombre–, aplicándose ulteriormente a los procesos y regiones inobservables del organismo. La clásica teoría de la fagocitosis (Metschnikoff) para explicar los procesos de inmunización, está inequívocamente construida a partir de conceptos molares intuidos en la conducta humana. Al igual que, entre los hombres, admitimos sociedades militarmente organizadas, que, ante las primeras patrullas enemigas, movilizan todas las reservas disponibles para prevenir nuevos ataques, así también imaginamos, en la que podríamos llamar “teoría militar de la inmunidad”, un organismo siempre alerta, que, ante las más mínimas agresiones (la recepción del antígeno) moviliza, en virtud de un mecanismo fundamentalmente autónomo, todas las reservas que puede reclutar (anticuerpos) aprestándose a luchar con las invasiones ulteriores.
Esto podrá parecer antropomorfismo o teleología burda y tosca, pero no por razones generales –incapacidad de los conceptos teleológicos para organizar los hechos biológicos–, sino por razones concretas y particulares –mala aplicación de las categorías teleológicas–. Me parece evidente que muchas regiones de la vida sólo pueden ser construidas científicamente a partir de conceptos “molares”. Es de todo punto evidente que a partir de la definición de célula como glóbulo esférico que contiene un medio hídrico coloidal (Rashevsky), no podremos jamás llegar a construir la forma de un fémur. Análogamente, resultaría ridículo tratar de explicar la puñalada que Bruto dio a César a partir de las secreciones de las nobles glándulas suprarrenales de aquél. La necesidad de partir de otros conceptos más próximos a la estructura que se quiere explicar es, en el fondo, una exigencia de los procedimientos operacionales de medida. “Con toda su predilección por la unidad de Ångström, el físico prefiere que le digan que para su nuevo traje se necesitan seis yardas y media de tela, en lugar de 75.000 millones de Ångström de tela” (Schrödinger: ¿Qué es la vida?, I, 4).
Además, tampoco los biólogos mecanicistas pueden liberarse totalmente de los datos originarios, fenomenológicos, sobre los organismos. Aun cuando éstos se afronten en tanto que son sistemas físicoquímicos, es evidente que la unidad misma de estos sistemas nos es dada en la experiencia ingenua y originaria, y gracias a estas unidades conocemos la peculiaridad de los procesos biológicos y la imposibilidad de construirlos por mecanismos físicoquímicos. Esta peculiaridad queda recogida, es cierto, dentro de categorías físicoquímicas, cuando se dice que los procesos orgánicos son procesos físicoquímicos desarrollados gracias a catalizadores singulares (v. gr., los enzimas), como lo prueba el que in vitro, puedan reproducirse ciertos procesos biológicos cuando hemos logrado extraer el catalizador y operar con él, como si se tratase de otra sustancia química cualquiera. Pero entonces hay que extender la función catalizadora a las mismas formas macroscópicamente observadas, afirmando que la estructura anatómica del organismo es capaz de obrar como catalizador de las reacciones químicas (Lecomte du Noüy: Sur l'unité de la méthode dans les Sciences physiques et biologíques comparées, París, Hermann & Cía., A. S. I. número 389, pág. 7).
Las precedentes consideraciones no tienen otro objeto que debilitar la confianza excesiva que los mecanicistas suelen poner en los conceptos físicoquímicos, como conceptos originariamente adaptados a la explicación biológica. Los conceptos físicoquímicos, son, asimismo, meramente aproximativos y en modo alguno independientes. Aun cuando sea posible obtener in vitro ciertas reacciones biológicas genuinas, no puede olvidarse nunca que la diastasa o la alexina empleada en el experimento ha sido segregada por un organismo viviente y, por tanto, es solidaria de éste en su significación ontológica. Por consiguiente, aun cuando prescindamos de la peculiarísima forma de unidad brindada por las categorías teleológicas no podemos prescindir de ciertas categorías estructurales, de ciertas formas de unificación también características de los seres vivos, y que impiden confundir los procesos biológicos con los meramente físicoquímicos. El organismo no es un simple sistema de procesos físicoquímicos: tiene una unidad ontológica más profunda, manifestada ya en la naturaleza de las diastasas, en cuanto reguladora de la unidad de los individuos, de las especies y de los géneros vivientes. (Aun cuando los enzimas, como sugiere Cordón, puedan crearse a instancias del medio del animal, erigiéndose en “el cauce del medio para actuar en el citoplasma”, es evidente que estos enzimas nuevos sólo se configuraron gracias a otros previos, origen de la unidad orgánica).
En conclusión: desde las mismas categorías físicoquímicas comprobamos su insuficiencia para alcanzar, por construcción, las formas biológicas. La físicoquímica biológica no puede olvidar jamás que opera sobre sistemas acotados previamente, según intuiciones que, en último extremo, están más próximas a la unidad teleoklina que al sistema físiquímico.
Hay, pues, un punto de vista que, en cierto modo, es intermedio entre el teleologismo exagerado y el mecanicismo extremo, y que puede llamarse estructuralismo. Para él, los procesos biológicos, aun cuando se investigan con los instrumentos físicoquímicos, son posteriores a las unidades estructurales (v. gr., las células), y no recíprocamente. El concepto de estructura es, así, un concepto que permite trabajar en los organismos sin presuponer una teoría metafísica de la vida, en el sentido del vitalismo o del mecanicismo, al propio tiempo que deja abierto el camino a las investigaciones metafísicas sobre la esencia de estas estructuras y unidades biológicas, en cuanto no es posible construirlas a partir de los conceptos físicoquímicos.
Seguramente que el autor del libro sobre la inmunidad que reseño, F. Cordón, no tendría inconveniente en suscribir la actitud estructuralista. Pese a algunas manifestaciones antiteleológicas, exageradas a mi juicio, en diversas ocasiones F. Cordón deja ver hasta qué punto está libre de las categorías atomísticas, en beneficio de una consideración total, estructural de los procesos biológicos. “La existencia de manifestaciones de vida, de origen indudablemente común, en condiciones muy diversas y adoptando formas muy variadas (dentro de su semejanza esencial) y la extraordinaria continuidad de todas las manifestaciones de vida, nos afirman en nuestra idea de que los rasgos esenciales de la vida en nuestro planeta han de ser inteligibles, pero a condición de abordarlos con criterio sintético; es decir, abstrayendo por observación biológica de los seres vivos (por observación de los procesos que tienen lugar en ellos a nivel de la vida) lo que tengan de común los procesos biológicos, y forzando luego la extensión de los conceptos físicoquímicos generales para que comprendan tales procesos; y no hacer lo contrario, es decir, desmenuzar tales procesos –haciendo así que caigan por debajo del nivel de organización de lo viviente– para conseguir que obedezcan simplemente a supuestos físicoquímicos de sistemas ya estudiados in vitro” (págs. 217-218).
§ 2
Las teorías vigentes coinciden en la consideración de los anticuerpos como el fenómeno primario de la inmunización. En virtud de la capacidad de producción de anticuerpos (capacidad que es actualizada por el estímulo antigénico), el animal se encuentra “preparado” para resistir las invasiones patógenas. La inmunidad será, según esto, un caso particular de digestión intracelular de los gérmenes y de sus venenos (fagocitosis), pero, sobre todo, un efecto de la disgregación extracelular de las sustancias antigénicas (según subraya la teoría humoral). Esta disgregación (en el sentido más amplio de la palabra: lisis, aglutinación, &c.) se hace posible gracias a los anticuerpos, que son segregados en virtud de una especial función celular (al menos, de las células productoras de seroglobulinas), puesta en actividad ante la primera y, a veces, infinitesimal alarma antigénica. (Si los anticuerpos, pese a su secreción “autónoma”, son específicos –adaptados a cada invasor–, esto se explica, sobre todo, porque el antígeno que “desencadena” la formación de anticuerpos, actúa, al propio tiempo, como un molde, confiriendo a aquéllos una singular afinidad consigo mismo. Desaparecido el antígeno, la célula seguirá produciendo autónomamente globulinas, como por inercia, configuradas según el primer patrón). La inmunización pasiva parece confirmar brillantemente esta teoría de la inmunidad por los anticuerpos –cuando inyectamos a un animal anticuerpos, le suministramos armas para combatir a los agentes patógenos, que se suman a las suyas propias. La inmunidad consiste, según las teorías clásicas, en la especial disposición del animal para eliminar el antígeno, lo que consigue en virtud de la capacidad de segregar anticuerpos. La Inmunología vigente es Serología (pág. 120).
La teoría de F. Cordón se establece sobre principios diametralmente opuestos:
1) Según Cordón, la inmunidad no será un estado resultante de la capacidad de eliminar antígenos, sino, por el contrario –podríamos decir– de la capacidad de las células para identificarse con ellos. Este es el fenómeno primario de la inmunización.
2) Como esta identificación es anterior a la formación de los anticuerpos, y aun causa de ella, según la original teoría de Cordón, el proceso de segregación de anticuerpos no ha de computarse como el fenómeno primario de la inmunización, sino como un fenómeno secundario que incluso puede faltar (pág. 172), pero que, cuando se produce, no hace sino contribuir al proceso inmunizador, de acuerdo, eso sí, con los mecanismos clásicos (pág. 171).
3) El fenómeno primario de la inmunización, en virtud de la naturaleza de su concepto, ya no puede ser reducido a la condición de una “función especializada” del viviente, sino que consiste en un proceso que, en sustancia, se confunde con la misma vida celular y, por tanto, guarda estrechas relaciones con los procesos ontogenéticos y de herencia.
* * *
F. Cordón repite varias veces que las teorías vigentes sobre la inmunidad están inspiradas por el burdo esquema teleológico, según el cual animal se prepara, ante la primera alarma, para las ulteriores invasiones mediante la formación de los anticuerpos. Esta afirmación, enunciada sin distinciones, es muy discutible, y sólo se adapta a las teorías tipo Metchnikoff y Ehrlich: pues la llamada “teoría humoral” opera con categorías que son más bien físicoquímicas que teleológicas; y, por otra parte, la propia teoría de Cordón es compatible, sin violencia ninguna, con una interpretación finalística, como procuraré mostrar al final de esta nota.
En consecuencia, estimo que no son los esquemas teleológicos los que desvirtúan las teorías vigentes sobre la inmunidad, sino otras dificultades concretas, y que el propio Cordón señala agudamente.{2} Entre ellas destaco las que son, para mi punto de vista general, más importantes:
1.° El propio mecanismo de “segregación” de los anticuerpos por las células correspondientes. Habría que suponer una especial “reactividad” en estas células –lo que no deja de ser una qualitas occulta.
2.° La desproporción, en ocasiones enorme, entre la cantidad de estímulo antigénico y la cantidad de anticuerpos específicos segregados. Habría que concebir la acción del antígeno como un estímulo misterioso –el ictus inmunisatorius– que desencadenaría, según la ley del todo o nada, la formación de anticuerpos específicos. El ictus inmunisatorius nos parece subordinado al “Trefferprinzip”, ya de suyo misterioso, de Timoféëff y Resovski.
3.° Si el antígeno fuese una sustancia (proteínica) somatoextraña a las células productoras de anticuerpos, habría que conceder a éstas una capacidad singular para distinguir las proteínas pertenecientes a cualquier órgano de un animal de su misma especie, y las pertenecientes a un animal de especie distinta. Pero esta capacidad es completamente imaginaria, pues las propias proteínas no ofrecen ninguna característica común, y hay profundas analogías entre algunas proteínas propias y otras extrañas. Asimismo, hay casos, como es sabido, en que sustancias de la propia especie actúan como antígenos.
* * *
Todas estas dificultades se basan en estos presupuestos sobreentendidos:
1) Que el antígeno actúa como tal en la medida en que es un extraño al organismo.
2) Que los anticuerpos se forman en virtud de un proceso relativamente autónomo, del cual el antígeno es fundamentalmente mero desencadenante.
F. Cordón niega formalmente estos dos presupuestos. Ni el antígeno actúa en cuanto tal en la medida en que es una sustancia extraña al organismo, sino en cuanto tiene analogía con él, ni los anticuerpos se forman por una suerte de secreción autónoma, sino gracias a la acción continuada del antígeno. Por consiguiente, la distancia entre la acción del antígeno y la formación del anticuerpo, característica de las teorías vigentes, queda sustituida, en la teoría de Cordón, por una íntima colaboración, que explica el mecanismo de “segregación” de anticuerpos, la desproporción, enorme a veces, entre el estímulo antigénico y la masa de anticuerpos resultantes, y los fenómenos de autoinmunización que –podríamos decir– dejan de ser casos particulares anómalos para erigirse en paradigmas del proceso de inmunización.
Según la original hipótesis de F. Cordón, cuando el antígeno penetra en el medio coloidal citoplásmico, lejos de ser “repelido”, determina un movimiento –de naturaleza más bien física que química y que debería ser puesto en relación con la capacidad del carbono de enlazar sus átomos entre sí, formando macromoléculas–, en virtud del cual su propia estructura (la del antígeno) tiende a propagarse, a multiplicarse por todo el medio citoplásmico, pudiéndose decir de algún modo que se produce una identificación entre el citoplasma y el antígeno, integrándose éste en aquél, y configurándolo según su estructura. Para esto hay que suponer, naturalmente, que el medio citoplásmico es capaz de recibir esta estructuración (es decir, que tiene una sustancia “homóloga” a la del antígeno).
Pero, como se comprende de suyo, si el antígeno, “por su sola presencia”, determina un movimiento de organización protoplasmática de acuerdo con su propia estructura, las estructuras resultantes reiterarán el proceso. Esto permite comparar la acción del antígeno con la de un catalizador, pudiéndose afirmar que el antígeno actúa como catalizador de su propia producción. Si el antígeno Ag penetra en un medio citoplásmico que contiene las sustancias A y B, podremos escribir:
A + B | (Ag) ⇄ | Ag |
Según Cordón, esta multiplicación autocatalítica de la proteína somato-extraña (que tiene una gran semejanza con la propagación de los virus) se verifica exclusivamente a expensas de proteínas de citoplasma ya sintetizadas, con lo cual queda respetada la célula en cuanto unidad de las manifestaciones vitales. A y B no han de interpretarse, por tanto, como elementos de materia proteica de bajo peso molecular que, en estado de disolución verdadera (es decir, no de dispersión coloidal) se encuentra en el medio hídrico intracelular. Si así fuera, no se explicaría, entre otras cosas, la enorme velocidad de muchos procesos inmunológicos, pues la síntesis de proteínas a partir de péptidos sencillos y aminoácidos, habría de ser más lenta.
Por consiguiente, la multiplicación antigénica ha de concebirse como una conformación de las proteínas propias preexistentes en el citoplasma (en estado coloidal) a la estructura de la proteína homóloga que penetra en el citoplasma. “En este sentido, atendiendo a la velocidad de la propagación, el proceso de automultiplicación del antígeno, parece semejarse, más que a una biosíntesis propiamente dicha, a los efectos de cebamiento por un cristal de una sustancia de una disolución sobresaturada de ella o a fenómeno análogo” (pág. 80).
La posibilidad de que las estructuras propias se adapten a las ajenas se funda, naturalmente, en la posibilidad de que una estructura propia varíe hacia formas nuevas. Esta posibilidad ha de ponerse en relación con la singular plasticidad de las proteínas, en virtud de la cual la proteína homóloga del antígeno será capaz de adoptar un número mayor o menor de estados distintos (de estereoisómeros); el estado de las proteínas citoplasmáticas más frecuente (o dominante) define la estructura presente, pero sin excluir otras estructuras.
Ahora bien: en el proceso de propagación del antígeno por el medio citoplasmático sucede –aunque no es necesario que esto suceda siempre– que ciertas moléculas del antígeno, cuya estructura resulta “extraña” para los enzimas intracelulares, caerán en disolución y se irán acumulando en el medio intracelular hasta que, al alcanzar una concentración determinada, serán eliminadas y vertidas por las células a los medios humorales, como residuos. Estos residuos serán precisamente los que conforman directamente los anticuerpos. Con esta atrevida hipótesis queda explicado admirablemente lo que no explican las teorías vigentes, según antes hemos señalado: 1) El mecanismo de segregación de los anticuerpos. 2) La desproporción entre el estímulo antigénico, infinitesimal y efímero a veces, y la formación de anticuerpos, masiva y perseverante. En efecto, supuesto que sigue el proceso de automultiplicación del antígeno, así también continuará el proceso de formación de moléculas residuales, origen –“determinante inmunológico”– de los anticuerpos. Asimismo, queda explicada la especificidad de los anticuerpos y el alcance de la conformación de las globulina por la proteína extraña integralmente considerada. Pues la afinidad específica de los anticuerpos se limita a aquellas porciones de la proteína extraña usada como antígeno, por las que éste difiere de la propia del animal inmunizado, homóloga del antígeno (pág. 123); el anticuerpo nunca reacciona con la molécula propia. Por tanto, lo que conforma el anticuerpo es el “determinante inmunológico” y no el antígeno completo. 3) Se comprenden perfectamente las dificultades de las proteínas propias (o de especies filogénicamente inmediatas al animal) para formar anticuerpos, así como también la posibilidad de una inmunización sin anticuerpos (cuando el antígeno llegue a metabolizarse en la célula huésped de un modo perfecto, sin dejar residuos).
¿Qué es, pues, la inmunidad? Sencillamente –podríamos decir interpretando las ideas de Cordón–, es un estado del animal por el cual se ha hecho “semejante” al invasor, de suerte que éste ya no pueda afectarle, chocar con él y transmutar mortalmente su estructura. Este estado de semejanza con el “enemigo” (con el extraño) se logra, primariamente, en la automultiplicación intracelular del antígeno; secundariamente, en la formación de anticuerpos. Pero tanto el primer proceso como el segundo, si son posibles, se debe a que la dinámica realidad del protoplasma, puede construir tales estructuras proteicas –es decir, producir la automultiplicación proteica– y, por tanto, puede concebirse que las haya producido, aunque efímeramente, antes del ictus inmunisatorius. Según esto, sólo inmuniza lo propio: y la inmunización es la actualización (erigiéndose en estado predominante) de uno de los estereoisómeros preexistentes efímeros, por efecto de la incorporación del antígeno.
§ 3
“De modo análogo a como la disposición de las rayas del espectro ha permitido penetrar en los procesos que juegan en el interior del átomo, podemos decír que los postulados básicos establecidos sobre la inmunidad parecen constituir una clave que permite inducir el acontecer intracelular.”
Sobre las líneas de su teoría de la inmunidad, Cordón levanta dos generalizaciones de extraordinario interés biológico, que son las siguientes:
1.° No sólo el antígeno inmunizante se automultiplica: todas las proteínas tienden a automultiplicarse, constituyendo esta tendencia una ley sustancial de la materia viviente, el quehacer propio de la vida.
2.° No sólo los antígenos inmunizantes tienen una sustancia homóloga en el inmunizado, sino también, recíprocamente, a toda sustancia proteica –es decir, a toda sustancia viviente– le corresponde una homóloga, con la que puede entrar en relación de antígeno.
Veamos brevemente el alcance biológico de estas atrevidas generalizaciones.
I. La automultiplicación general proteica
La automultiplicación general de las proteínas constituye un proceso sui generis que no debe confundirse con el aumento cuantitativo del sustrato viviente (merced al alimento), ni con el proceso de síntesis proteica intracelular (dirigido por enzimas, no autocatalítico).
La automultiplicación proteica refleja el proceso mismo del vivir, la propia actividad vital del citoplasma (hecha abstracción de su crecimiento a expensas del medio). Según esta actividad, pueden predicarse dos propiedades esenciales del citoplasma:
a) La plasticidad, o posibilidad de adoptar distintas formas.
b) La coherencia, o sea la tendencia de la forma adoptada en un punto (a consecuencia de un estímulo exterior) a propagarse por todo el ámbito protoplásmico sin destruir la continuidad espaciotemporal del viviente.
De esto se infiere que si el citoplasma tiende a recuperar de nuevo sus estados primitivos, tiende a la estabilidad de su estructura originaria, es porque sus movimientos están regulados por una porción intracelular, principio de la permanencia, no por su fijeza inmutable (pues también ella se encuentra, según Cordón, en movimiento incesante), sino por el juego recíproco con los movimientos del citoplasma (ambos movimientos marchan a distinto tempo). Esta porción intracelular son los cromosomas.
Ahora bien: como quiera que la estabilidad en el dinamismo de los movimientos celulares es el fundamento de la inmunidad –es decir, de la perseveración, recuperación o continuidad del organismo consigo mismo, después de la alteración producida por el medio– y, como esta estabilidad, o mejor, esta continuidad en medio del cambio, es el contenido mismo de la herencia (que es, sobre todo, perseverancia y continuidad de la estructura celular a través de los individuos), podremos concluir que inmunidad y herencia son dos aspectos del mismo proceso: el juego mutuo entre los movimientos del citoplasma y los del núcleo, que permite a la célula continuar su estructura en medio de los estímulos del medio e incorporar formas nuevas sin perder su continuidad (lo que explica la evolución de las especies a base de las alteraciones producidas en el soma). La Inmunología y la Genética, hasta ahora separadas, deben iniciar un diálogo fecundo, ya que los fenómenos que cada una estudia dimanan de la misma fuente, que es la vida celular. “Un mismo mecanismo permite la armonía del desarrollo ontogénico; protege, frente a alteraciones fortuitas, la dotación cromosómica de las células germinales o la altera fijando un carácter nuevo; y, por último, corrige las perturbaciones del organismo adultos (pág. 97). La estructura citoplasmática, propagándose de célula a célula por el ámbito de un tejido, determinará la constitución de éstos, estando la uniformidad y permanencia de los mismos garantizada por la ley de los grandes números. Los tumores quedarían explicados, asimismo, como una de las posibles consecuencias de este desarrollo estadístico del movimiento proteico, a saber, cuando en un punto del tejido comience a prosperar una estructura no conveniente en el conjunto del mismo (los tumores originados por virus se adaptan muy bien a esta explicación). La evolución de las especies queda explicada como adquisición de nuevos caracteres (los cromosomas) por vía somática, conciliándose las exigencias de la genética mendeliana y de la genética lamarckista (Escuela de Lysenko).
II. La afinidad entre todas las células vivientes
Si el animal atacado puede reaccionar gracias a las proteínas homólogas del antígeno que él posee, como los antígenos son generalmente proteicos, podemos pensar en que toda célula, por relación a las demás, es inmunizante y toda célula es inmunizable. La vida es homogénea, en medio de su diversidad, y, por encima de la lucha por la vida, hay que poner la fraternidad universal de los vivientes, la adaptación y ayuda de los unos a los otros. El concepto de homología de la célula por respecto a la proteína que recibe como antígeno, hace sospechar, no en una agresión por un organismo extraño (y, consiguientemente, en una preparación para la defensa), sino en la afinidad de los seres vivos que permiten la incubación por unos de proteínas procedentes de otros.
§ 4
Los pensamientos de Cordón expuestos en los dos párrafos anteriores –que, aparte de su coherencia interna, explican muy bien multitud de hechos– constituyen, sin embargo, atrevidas generalizaciones que, a su vez, se fundan en hipótesis plausibles, pero no demostradas. Cordón fuerza, audazmente, las leyes lógicas de la consecuencia. De las proposiciones particulares [φ(x)] pasa a las universales [(x)φ(x)]; así, de la tesis de multiplicación del antígeno, saca “como consecuencia inmediata” la automultiplicación general proteica (página 205). De las implicaciones directas (p → q), y sin haber demostrado las condiciones de Hauber, pasa a las recíprocas (q → p): “este efecto del cromosoma sobre el citoplasma implica la posibilidad del efecto recíproco” (página 92), o bien: “la naturaleza proteica del antígeno conduce a la naturaleza antigénica de toda proteína” (pág. 204).
Nada más lejos de mi mente que reprochar a Cordón estos “saltos mortales” lógicos; antes al contrario, aplaudo su audacia, gracias a la cual puede brindarnos un hermoso sistema biológico que es, ciertamente, hipotético, como todo sistema científico, pero que, además de explicar muchísimos hechos y de constituir, seguramente, el punto de partida para numerosas investigaciones experimentales, abre al teórico amplias perspectivas, cuajadas de sugerencias.
Gracias a Cordón, nos es dado concebir, con serios fundamentos positivos, la totalidad de las sustancias vivientes (la biosfera, para utilizar la cómoda expresión de Leonardi) como un éter extraordinariamente flexible y elástico, cada uno de cuyos puntos (células, tejidos, organismos) resiste los influjos (casi tanto mecánicos como químicos) de los demás puntos, sometiéndose a ellos, pero recuperando después –por su elasticidad– la situación primitiva, o al menos, tendiendo a recuperarla. Inmunidad y herencia no son sino manifestaciones de esta elasticidad (plasticidad y coherencia, dice Cordón) de la sustancia viviente, considerada, no tanto en abstracto, cuanto en las interpretaciones de las sustancias vivientes. La biosfera se nos presenta, pues, como el medio elástico en el que tienen lugar los movimientos ondulatorios de vaivén, que explican simultáneamente la estabilidad de los organismos y la propagación de las deformaciones en forma continua. Las consecuencias que esta concepción determina por respecto a la ley entrópica, aplicada a los vivientes, pueden ser importantísimas.
Sin embargo, hay hechos, según creo, que se oponen directamente a las conclusiones de Cordón. La anafilaxia parece contradecir formalmente la tendencia de las células a su coherencia: la guerra química entre los vivientes (por ejemplo, el veneno, al parecer de naturaleza albuminoidea, que la cobra utiliza como arma ofensiva) destruye el equilibrio de la biosfera, concebido como afinidad. Con impaciencia esperamos la Teoría de la Anafilaxia que F. Cordón anuncia en su libro (página 54).
Por último, haré una observación de naturaleza gnoseológica. Cordón pretende haber eliminado de su pensamiento las reliquias “burdamente teleológicas” que entorpecen y enmascaran !a investigación científica de la inmunidad. Pero ¿ha eliminado con ello toda categoría metafísica, sin la cual no hubiera podido avanzar en su brillante carrera? Ha despojado a la teoría de la inmunidad de los conceptos antropomórficos tales como “lucha”, “preparación” y “defensa”, pero a cambio de sustituirlos por categorías tales como “unidad”, “permanencia”, “coherencia”, “desarrollo”. Ciertamente, estas categorías están más limpias de la ganga antropomórfica, pero no porque el hombre no las haya sacado de sí mismo, sino porque las aplica con mayor facilidad a campos no humanos. Y estas categorías obligan al filósofo a meditar profundas cuestiones en las que es probable que resurja de nuevo, inevitablemente, la teleología (a propósito de la estructura permanente, como sustancia, en el sentido formal “leibniziano”) si bien de un modo mucho más refinado. A fin de cuentas, el concepto de fin es un modo de expresar la unidad entre dos funciones separadas por un tiempo t, cuando una se postula como acontecimiento futuro (así como la causalidad expresa esta unidad referida –en la causalidad mecánica– a acontecimientos pasados).
Precisamente este es el mayor elogio que, como filósofo, se me ocurre hacer a la obra de Cordón: que sus ideas, no solamente parecen llamadas a fomentar las investigaciones experimentales en este campo de la Biología, sino que también van a obligar a los filósofos a plantearse un importante conjunto de problemas que suelen tener muy descuidados. No me parece muy arriesgado pronosticar que el libro de Cordón va a actuar, en el mundo del espíritu, como antígeno fecundo, automultiplicado indefinidamente en multitud de investigaciones que, aun cuando volviesen de nuevo a sus cauces, supondrían una vibración, un trozo de vida, en esta parte del cosmos viviente que es el Pensamiento humano.
Gustavo Bueno Martínez
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{1} F. Cordón: Inmunidad y automultiplicación proteica. Biblioteca Ibys de Ciencia Biológica. Madrid. Revista de Occidente. 1954. Constituye el IX tomo de esta Biblioteca, que ha sido iniciada por las Die Immunitätsforschung de R. Doerr traducidas por el propio Faustino Cordón.
{2} La única dificultad, directamente derivada de las categorías teleológicas, que se alza contra las teorías vigentes sobre la inmunidad es la anafilaxia. Si en la primera recepción de antígenos se producen anticuerpos destinados, por hipótesis teleológica, a mantener el estado refractario frente e futuras invasiones, ¿por qué la inyección desencadenante determina el choque anafiláctico? ¿Por qué los anticuerpos se vuelven contra el propio organismo? Se dirá que el choque anafiláctico es una proteotoxicosis, una veloz digestión paraentérica de la albúmina (gracias a los anticuerpos proteolíticos producidos por la inyección sensibilizadora) con abundante formación de productos tóxicos. Pero, ¿acaso no sigue esto siendo una disteleología? Pues esta digestión paraentérica en los casos normales “está destinada” a producir la inmunidad y no el choque anafiláctico.
Ahora bien: ¿acaso las disteleologías excluyen la directividad en las casos normales? Sería lo mismo que decir que nuestras armas no están normalmente orientadas a atacar al prójimo, dado que alguna vez se vuelven contra nosotros.