Filosofía en español 
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Gustavo Bueno

¿Qué es la Universidad? (II)

Soluciones posibles a la cuestión sobre la esencia de la Universidad

La pretensión de agotar la esencia de la Universidad por medio de conceptos “positivos” es una posibilidad siempre abierta y nunca podemos considerarla cerrada “a priori”. Es una posibilidad tentadora, porque ella nos promete apresar la esencia de la institución por medio de relaciones muy precisas y determinadas, “positivas”, que sitúan a la Universidad dentro de un marco o sistema de coordenadas o valores que se dan por supuestos. He aquí diferentes tipos de estas coordenadas: 1.° Suponemos un conjunto de patrones de conducta humana, social, política o religiosa, que se declaran fuera de toda discusión. 2.° Suponemos unas tablas de valores definitivamente consolidados –la Geometría de Euclides o la organización de los seres vivos en familias, órdenes, géneros, especies, etcétera. 3.° Suponemos, otras veces, un sistema de “profesiones” pensadas como formas de vida que se ofrecen “a priori” a las nuevas promociones y sobre las cuales no se plantea siquiera la cuestión de su contingencia social: notarios, profesores de latín o ingenieros de caminos.

Alguien pensará que todo esto es mucho suponer. Y sin embargo, esta abundancia de suposiciones es el precio de una descripción “positiva” de la esencia de la Universidad, como institución. Quien, llevado de un anhelo de “realidades tangibles” busca descripciones positivas de la Universidad, no suele advertir que todo el rigor alcanzado se mantiene dentro de los supuestos implícitos. Cierto que este rigor, aún relativo a unas coordenadas, es un valor estimable, pero se hace sumamente peligroso cuando, olvidándose de las coordenadas, necesarias para la determinación de esos rasgos positivos, se erige en evidencia absoluta e incondicionada. Entonces, ese rigor es sólo, por lo menos, ingenua inocencia y, por lo más, fanatismo enmascarado.

A los efectos de ensanchar todavía más nuestra conciencia de estos supuestos implícitos en toda definición “positiva” de la Universidad, podemos sistematizarlos en torno al concepto de “racionalización”. Cualquiera que sea la estimación que merezca la conducta racionalizada, nadie negará que ella impregna la cultura occidental (y según algunos, constituye su diferencia específica; tomemos como punto de referencia el ejercicio puro, “académico” del razonamiento de la ciencia). Los supuestos enumerados anteriormente se organizan ahora de la siguiente manera:

1.° Serie de supuestos previos al mismo ejercicio académico del pensamiento racional. En esta serie incluiremos todo el conjunto de supuestos “humanísticos” (morales, políticos, sociológicos, religiosos) que actúan como condiciones existenciales previas a la misma vida académica. Es evidente que ésta sólo puede respirar dentro de ciertas pautas culturales dadas en una convivencia pacífica, que presupone a su vez una mínima situación de equilibrio económico o social; unas mínimas condiciones de salud corporal; un mínimo espíritu de colaboración y disciplina, de respeto a las opiniones ajenas; un sistema de usos (entre ellos, el lenguaje). En suma, lo que nuestros clásicos llamarían un conjunto de “virtudes” humanísticas y cuyo ejercicio no está restringido al interior de los recintos académicos y ni siquiera está ordenado específicamente a la “vida académica”. Utilizaremos la siguiente fórmula: aunque éstas virtudes humanísticas no implicaban la vida académica, la recíproca no es cierta: la “vida académica” implica estas virtudes y por consiguiente no puede definirse “positivamente” a sus espaldas.

2.° Serie de supuestos “homogéneos” a la misma “vida académica”, a saber, la vida que se desarrolla, por ejemplo, en las aulas, en los laboratorios, en los seminarios, en las bibliotecas. Pondremos, bajo esta rúbrica, todo el conjunto de principios, saberes y métodos considerados como integrantes de un patrimonio intelectual pensado, en sus líneas generales, como definitiva adquisición histórica y cuya posesión convierte a la Universidad en una “escuela”.

3.° Serie de supuestos relativos a las actividades, funciones o profesiones que, aunque se ejercitan fuera del recinto universitario y hunden sus raíces en estratos extrauniversitarios, sólo se comprenden (en nuestra civilización “occidental”) como consecuencia de la “vida académica”. Inversamente a lo que ocurría a los “supuestos humanísticos” (de la primera serie), aquí la vida académica no los implica internamente, pero en cambio ellos implican, en nuestro círculo cultural, la vida académica. No aceptamos curanderos, sino médicos; no aceptamos magos, sino ingenieros; no aceptamos hechiceros, sino psicólogos; no aceptamos sicofantes, sino abogados. En general: exigimos que estas profesiones o funciones –cuyas análogas, en otros círculos culturales, se desenvuelven al margen de la vida académica– hayan recibido un fuerte proceso de “racionalización” que (por otra parte) no debe interpretare como una creación, desde el momento en que estas funciones preexistían al proceso racionalizador. Pero nuestra civilización occidental considera que el estadio prerracional de las mismas es un estadio mítico de extraordinaria peligrosidad para la realización de los valores.

Descripciones “positivas” de la esencia de la Universidad

Tomando como referencias las diferentes series de supuestos que acaban de ser aludidos, podemos clasificar en tres tipos las definiciones “positivas” de la esencia de la Universidad:

En el primer tipo, incluimos todas aquellas definiciones que propenden a situar la esencia de la Universidad en las funciones “formativas”. Se distingue, por ejemplo, la “formación” de la “instrucción” (o información) y se subraya enérgicamente que la misión de la Universidad es, principalmente, “formativa”. Esta distinción o bien se aplica a cada una de las especialidades, o bien a su conjunto. En ninguno de los dos casos tiene sentido fácil esta distinción. La “formación” en cada una de las disciplinas es absolutamente imposible, en el nivel actual de desarrollo científico. La “formación” en el sentido global, nos retrotrae al nivel de nuestro bachillerato y pone la esencia de la Universidad precisamente en la “formación a nivel de bachillerato” (en la Universidad norteamericana, el bachillerato constituye, precisamente, la tarea de los cuatro primeros años universitarios. Pero ese bachillerato –que está ya especializado– no persigue los mismos fines de “formación general” que el nuestro. La defensa de una “educación general” como objetivo primordial de la Universidad –en el sentido de la General Education in a Free Society, de Harvard– busca precisamente resolver estos problemas).

Otro tanto podría decirse de los intentos europeos del “Studium generale” como ideal universitario (pueden verse los artículos de Eduard Fueter en la Revista de Educación, números 5, 6 y 7). El concepto de “formación” sólo tendría sentido universitario cuando en él se considera, más que el aspecto científico o intelectual, su aspecto humanístico. Es decir, cuando la propia actividad  intelectual aparece subordinada a unos intereses que pertenecen a nuestra primera serie de supuestos. La misión de la Universidad descrita en términos positivos busca entonces “formar hombres” en el sentido más indeterminado. En concreto, esta misión es interpretada unas veces como una misión política (formar ciudadanos), o bien religiosa (formar las almas, en sentido teológico). Todo se subordina, en estas concepciones de la  Universidad, a estos fines, incluso las propias actividades intelectuales, que adquieren, dentro de la misma Universidad, una significación instrumental. Es muy provechoso reflexionar hasta qué punto todas nuestras actividades universitarias que se engloban bajo las rúbricas de “educación religiosa”, “formación política” o “educación física”, tienen la consideración de “formativas” o de “complementarias”; si son compatibles estas dos consideraciones o si son incompatibles, en cuyo caso el uso de uno de los términos sería puramente eufemístico.

En el segundo tipo de descripciones positivas de la Universidad incluimos todas las definiciones positivas que destacan sus funciones estrictamente intelectuales, como fin propio de la Universidad (sin que ello implique afirmar que ese fin de la institución es el fin último del hombre) y en particular la investigación –o la docencia orientada a la formación de investigadores–. “Una verdadera Universidad es la depositaria de todos los conocimientos adquiridos hasta el momento por la civilización. Su misión es conservar estos conocimientos, ampliarlos mediante la investigación y difundirlos por medio de la enseñanza” (F. Millet Rogers: “La educación superior en los  Estados Unidos de América”). Me permito llamar la atención sobre el matiz “positivo” que suele afectar a la noción de investigación. La “investigación” se nos abre como tarea técnica; el aspecto de “creación” que va encerrado en la actividad investigadora pierde importancia ante la organización metódica y técnica de esta investigación. Sólo desde este aspecto se comprende que pueda programarse la investigación, o que los profesores universitarios, cuando están dedicados plenamente a la Universidad, deban realizar “investigaciones” tangibles, que se puedan contar y entrar en las máquinas de calcular. La investigación es concebida como tarea orientada hacia el descubrimiento de “verdades” numerables, que van agregándose al patrimonio de la Universidad. Un concepto inocente, al parecer, como es el de investigación, puede ser usado como concreción de una idea positiva de la misión de la Universidad.

En el tercer tipo de descripciones positivas de la Universidad incluiremos aquellas que utilizan la tercera coordenada de referencia. La Universidad se nos presenta ahora como un centro docente superior, como un conjunto de “escuelas” destinadas a hacer abogados, boticarios, médicos o profesores de latín. Las primitivas universidades europeas tuvieron, en efecto, el carácter de escuelas especiales: Bolonia, de Derecho; Salerno, de Medicina.

Esquema crítico de las definiciones positivas de la Universidad

Estos tres aspectos “positivos” de la Universidad son relativamente independientes. Simplificando un poco diríamos que el primer tipo de definiciones positivas (la Universidad como instituto de formación humana) es la preferida por los políticos, moralistas y amigos de la Universidad, pero ajenos a la vida académica; el segundo tipo de definiciones positivas (la Universidad como centro de investigación y formación de investigadores) prospera sobre todo entre los profesores universitarios; el tercer tipo de definiciones positivas (la Universidad como escuela profesional superior), es el que prevalece entre la mayoría de los estudiantes universitarios, que van a la Universidad como vía obligada para hacerse jueces, notarios, boticarios, químicos o pedagogos. Se comprende que, en la realidad, estos tres tipos de definiciones coexistan en tanto que coexisten estudiantes, profesores y amigos de la Universidad.  Esta coexistencia factual es traducida casi siempre en una definición “sintética” que se reduce a construir el “mínimo común múltiplo” de los tres aspectos señalados, proclamando enumerativamente que la esencia de la Universidad consiste en la triple misión de “formar ciudadanos, promover la investigación científica y preparar profesionales”. Desde el punto de vista práctico la yuxtaposición de estas tres funciones se intenta bien sea de forma simultánea (la Universidad europea, en general), bien sea en forma sucesiva (la fase del “College” y la de “School”).

Ahora bien: una yuxtaposición de rasgos no puede confundirse con una  determinación de la esencia de una institución. Si los rasgos no están internamente trabados, pueden disociarse –lo que hace posible modelos históricos de Universidad cuyo centro se desplaza sensiblemente hacia uno de los tres ejes– y admiten la incorporación de funciones enteramente heterogéneas que se agregan al núcleo habitual en virtud de decisiones arbitrarias, pero no menos justificadas que el enlace de los rasgos habituales entre sí. No podemos dar una agregación empírica de las tres series de rasgos en una unidad institucional con la construcción de la esencia de la institución, si nos atenemos a la noción de esencia que hemos adoptado: un conjunto de rasgos que sean diferenciales –por respecto a las demás instituciones– y que sean internamente estructurados. Pero el agregado de estas tres funciones positivas no es diferencial, cuando se toman distributivamente cada uno de sus rasgos, ni es coherente cuando se toman conjuntamente.

No es diferencial, porque cada una de las funciones positivas es también ejercida por otras instituciones. La formación humana es fin directamente perseguido por otras instituciones –la Iglesia, los centros de enseñanza media, las academias militares o los Sindicatos–. La “formación de investigadores” y la investigación misma, como actividad “positiva”, tampoco puede considerarse hoy misión específica de la Universidad. No sólo las empresas privadas no universitarias sostienen vigorosos centros de investigación, sino que también los propios Estados instituyen organismos no universitarios orientados a promover la investigación científica en todos sus aspectos: en España, el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, al cual no tienen acceso, como miembros numerarios, los profesores universitarios plenamente dedicados a la Universidad). Por último, la formación profesional tampoco es una misión específica de la Universidad: es compartida por otras muchas instituciones, desde las escuelas especiales superiores (arquitectura, ingeniería, etcétera) –que han sido recientemente incorporadas a la Universidad– hasta las escuelas de Magisterio, de Comercio o los Conservatorios de Música. Si ponemos la “formación profesional” como esencia de la Universidad, es evidente que no podríamos dar razón de la exclusión de las que ahora son escuelas no universitarias más que por motivos sociales totalmente circunstanciales (aunque muy eficaces). Sólo en virtud de una tabla de valores, vigente en una sociedad determinada, pero no inmutable, puede darse el caso de que se estime universitario al ingeniero y no al maestro, al registrador de la propiedad y no al profesor de música. Si nos atenernos a la definición positiva de la Universidad como escuela profesional, reconocemos que la estructura de la misma está montada sobre los más frágiles conceptos de la sociedad burguesa. Pero, ¿no es extraño que en esto pueda resolverse una institución tan cargada de sentidos axiológicos como es la Universidad? Antes de proceder a incorporar a los cuadros universitarios cualquier escuela profesional, en nombre de una teoría profesionalista de la Universidad, ¿no deberemos ensayar la formulación de la esencia de la Universidad en un nivel precisamente diferente del que corresponde a las escuelas profesionales?

Si cada una de estas funciones positivas asignadas a la Universidad no son, aisladamente asumidas, diferenciales, podríamos pensar que es la intersección o producto lógico de ellas lo que constituiría la formulación de la esencia de la Universidad. Pero este pensamiento queda también notablemente quebrantado por la razón de que ese producto –tanto si se piensa como realizable en el estudiante, como si se piensa dado en el profesorado– no parece constituir una unidad interna. Ahora bien, la justa posición de los tres tipos de funciones a nivel “positivo” determina tensiones más o menos intensas, resueltas prácticamente a costa de subordinar alguna de las funciones que teóricamente merecen tanta consideración como las demás. Esta es, sin duda, una solución práctica: pero al apartarse de la estructura teórica aceptada revela lo que podría denominarse una situación de mala conciencia. En efecto: es proverbial entre nosotros el antagonismo entre la “docencia” y la “investigación”, en el profesorado. De otro lado, el estudiante que busca un título profesional se desentiende, por supuesto, de la investigación e incluso del interés por una formación científica. He asistido de cerca, hace unos años, a un lamentable movimiento de protesta contra un profesor de Fisiología, basado fundamentalmente en el argumento de que la bioquímica carecía de toda utilidad para la formación del médico práctico.

En compensación, la mayor parte de los profesores universitarios acostumbran a subrayar la independencia de su labor con respecto a las “salidas” prácticas de los graduados. En España, el sistema de oposiciones corrobora objetivamente la teoría de la independencia, puesto que la oposición parece presuponer la hipótesis de que la licenciatura universitaria –o la clasificación según el expediente académico– no demuestra en el licenciado la requerida competencia para el desempeño de una función profesional. Incluso se va extendiendo a distintas profesiones la costumbre de exigir cursos en una escuela profesional extrauniversitaria al graduado que ha superado ya la prueba de las oposiciones. Algunas veces son dos Facultades las que organizan cursos para postgraduados, equivalentes a una escuela profesional; pero estos estudios tienen un carácter extrauniversitario y sus profesores no suelen ser ni siquiera doctores, sino precisamente profesionales prácticos. Las tensiones que determina la “Formación humana” (desde la educación religiosa hasta la educación física) con respecto a las otras actividades –tensión que aparece ya como un problema de horario– son obvias y no es necesario insistir sobre ellas.

En resolución: el intento de definir la esencia de la Universidad por categorías “positivas” nos conduce a soluciones inestables, en las cuales la esencia de la Universidad permanece oculta o incluso se nos revela como ineficaz o inexistente. Ninguna de las funciones “positivas” ensayadas resulta ser específica de la Universidad y la reunión de todas ellas es inconsistente, fuente de conflictos con el expediente práctico de abolir o atrofiar algunas de esas cuestiones, porque entonces procedemos en contra de la misma pretensión de situar la esencia de la Universidad en la colaboración de todas estas funciones.

Ante este resultado negativo que arrojan los ensayos de definir la esencia de la Universidad por medio de conceptos positivos, caben dos actitudes: la primera se resigna a aceptar este resultado y está dispuesta a reconocer que, efectivamente, la Universidad carece de “esencia”; acogiéndose a una teoría histórica e interpretando la Universidad actual como el resto formado por piezas mal ensambladas según una variada fenomenología, de un arcaico navío que el oleaje de los tiempos nuevos irá descomponiendo poco a poco o a lo sumo resistirá por una voluntad de nostalgia histórica.

La segunda actitud no se resigna a aceptar este juicio o al menos decide aplazarlo hasta donde se pueda. Atribuye el fracaso en la terminación de la esencia de la Universidad a un error en el método y no a la inconsciencia de “esa esencia”. Sospecha que es el método positivo de acercarse a la Universidad lo que impide penetrar en su esencia. En la hipótesis de que la Universidad no fuese una institución “positiva” –definible dentro de un marco o sistema de coordenadas–, sino “trascendente”, podrá esperarse encontrar un concepto capaz, no sólo de rendir cuentas de la naturaleza específica de la institución universitaria, sino también para reducir las tensiones que a nivel positivo resultan insuperables.

Me parece obligado que ensayemos la última vía que nos queda hacia la esencia de la Universidad, antes de renunciar definitivamente a todo intento fundado en la aprensión de que esa esencia terminal no existe. No puede olvidarse que importantes decisiones prácticas –tales como la incorporación o segregación de la Universidad del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, la incorporación de las escuelas especiales (ingeniería, veterinaria, periodismo o magisterio)– serán palos de ciego, o simple oportunismo, si no están controladas por una teoría sobre la esencia de la Universidad. Cualquiera de estas alternativas es, en todo caso, muy poco universitaria.

Gustavo Bueno