Filosofía en español 
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Gustavo Bueno

¿Qué es la Universidad? (y III)

La idea de Verdad determina la esencia de la Universidad como institución trascendente

La pregunta “¿Qué es la Universidad?” ha sido aquí interpretada como la pregunta por su esencia. Las respuestas positivas a esta pregunta –es decir: respuestas que viven en el supuesto de que la Universidad es una Institución cuya esencia es positiva, a saber, determinable desde coordenadas culturales estimadas como definitivas– se nos han revelado como insuficientes: no es demasiado fácil conformarse con definiciones tales como “Institución dedicada a la formación humana”, “Institución consagrada a la Investigación y conservación del  saber” o “Institución orientada a la preparación de profesionales”. Es necesario ensayar la concepción de la Universidad en cuanto Institución que encarna una esencia “transcendente”, es decir, una esencia que –como la esencia de la Iglesia, o del Estado– se resiste a dejarse determinar por su referencia a coordenadas presupuestas de la cultura humana (como, por ejemplo, le ocurre al Ejército o a un club deportivo), porque “trasciende” toda coordenada positiva y se sitúa de algún modo en las fuentes mismas de estas coordenadas. Así, el Estado o la Iglesia son instituciones que reclaman, para ser concebidas adecuadamente, el concurso de “ideas generales”, tales como (pongo por ejemplo) la idea de “Justicia”, de “Existencia humana” en la Tierra o en el Cielo. Estas ideas generales resultan, en cambio, innecesarias para definir una Institución del tipo club de natación, o empresa metalúrgica. La Universidad me parece que es antes una de esas “ideas generales” constitutivas de las esencias trascendentes que una institución describible por medio de categorías positivas. La Universidad es una idea general; es la institucionalización de una idea general. Por eso, el adjetivo “Universitario” es un término axiológico y no, meramente, un término descriptivo. Cuando decimos de una persona, o de una actitud, que es “poco universitaria” o “muy universitaria” consignificamos un juicio de valor, más o menos claramente presentido.

¿Disponemos de una “idea general” adecuada para apresar la esencia trascendente de la Universidad? Una idea que, cuando la retiremos, quede destruida la realidad de la Universidad; y, si la ponemos, aseguraremos la presencia de la Universidad como Institución específica? Es evidente que esta idea no es la idea de “Existencia”, ni la idea de “Justicia”.

Pero hay una “Idea” que promete reunir plenamente los requisitos exigidos para determinar la esencia trascendente de la Universidad: es la idea de “Verdad”. El propósito de este artículo es ensayar la capacidad de la idea de Verdad para determinar la esencia de la Universidad, como institución trascendente.

La idea de Verdad es, ante todo, una de las más nobles ideas generales constitutivas de la conciencia del hombre. La conciencia humana respira en la Verdad.

Si pierde totalmente la comunicación con una atmósfera de Verdad, la conciencia se asfixia. La Verdad –en palabras platónicas– es la salud del alma, así como el error es su enfermedad propia.

Me arriesgo, pues, a definir la Universidad como la institución consagrada al cultivo de la Verdad humana. La Verdad puede cultivarse y poseerse fuera de la Universidad; pero la Universidad sería, por definición, la institucionalización de este cultivo de la Verdad, para asegurarlo, afianzarlo y sistematizarlo, para erigir ese cultivo en una tarea metódica y en un deber civil.

El “cultivo de la Verdad” –la verdad como cultura– es una actividad eminentemente práctica, tomando ese adjetivo en un sentido filosófico. No se trata de una practicidad doméstica –lo utilitario, medido por respecto a un radio muy corto de intereses–, sino de una praxis humana universal, que se ordena al desarrollo de las virtualidades universales de la humanidad. La practicidad de la Universidad reside, según esto, precisamente en su carácter “especulativo” (es decir, en su independencia respecto de cualquier fin concreto inmediato). Estamos en un punto en el cual lo especulativo –que no se confunde con lo “contemplativo”– se carga de una practicidad máxima precisamente en la medida en que logra, por abstracción –abstracción constitutiva de cualquier institución–, prescindir de todo otro fin particular. La “fuerza” de la Universidad consistiría, según esto, en la fidelidad a su destino especulativo, al libre cultivo de la Verdad. En la medida en que la Universidad se consagrase a fines “prácticos” (en el sentido ordinario de esta palabra) y quisiese apoyar su prestigio en los servicios prestados a estos fines, su esencia se oscurecería, aun cuando ocasionalmente pareciese que brillaba con más intensidad. Según esto, la Universidad sólo puede vivir como tal, en una sociedad que saque, de su propia superabundancia vital –a saber, de un orden social justo, de una situación económica fuerte– la decisión de trazarse ella misma unos límites –los recintos universitarios– destinados al libre cultivo de la Verdad. Y la Universidad, para florecer como tal, necesita sólo –y es lo más difícil de su sencillez– atenerse exclusivamente a esto: al cultivo de la Verdad. La dificultad no reside tanto en aceptar esta misión, en su momento positivo, cuanto en advertir su naturaleza abstracta, artificial, que implica renunciar a otros fines concretos más intuitivos, inmediatos y estimulantes psicológicamente. Esta renunciación no necesita fundarse en oscuras evidencias místicas sobre la esencia de la Verdad (“El destino del hombre es la Verdad”, o bien: “La verdad por la verdad”), sino sencillamente en esa abstracción artificial que está a la base de toda institución cultural.

La Academia platónica sería, dentro de esta concepción de la Universidad, la primera realización histórica de la institución universitaria. La Universidad contemporánea –muchas Universidades contemporáneas– conservaría, pese a su mayor distancia, mayores semejanzas con la Academia platónica que con la Universidad medieval, cuyos mismos edificios le sirven acaso de alojamiento.

La Verdad es el ámbito de la Universidad. Pero ¿qué es la Verdad? ¿No estamos ensayando la aclaración de una idea oscura –la Universidad– por otra idea más oscura todavía –la de Verdad? ¿Ganamos algo con esta sustitución –que no ha sido del todo arbitraria, puesto que se fundaba en una pretensión de coordinación biunívoca, de una idea por otra? Sin duda, al menos metódicamente, porque la sustitución no es inoperante, sino que nos abre un camino, aunque precisamente en virtud de un mecanismo negativo: al cerrarnos todos los demás; al obligarnos a eliminar, metodológicamente, todo tipo de conceptos que –no perteneciendo al círculo del concepto de Verdad– pudiesen presentarse, sin embargo, como candidatos a la definición de la esencia de la Universidad. Se trata ahora de probar las significaciones de “Verdad” más adecuadas a nuestro propósito.

Me atendré, obligado por el imperativo de la brevedad, al análisis de dos significaciones atribuidas a la “Verdad” precisamente en el trance de enunciar la esencia de la Universidad. Designaré convencionalmente estas dos significaciones de la Verdad con los nombres de “Verdad trascendente” y “Verdad trascendental”. Las consecuencias de sobreentender (explícita o implícitamente) uno de estos sentidos, más bien que el otro, son totalmente distintas, en orden a la concepción de la esencia de la Universidad, hasta el punto de poder decirse que, pese a la semejanza verbal de la definición, está más lejos la concepción de la Universidad por medio de la “Verdad trascendente” de la concepción por medio de la “Verdad trascendental”, que lo que pudiera estar esta concepción de cualquiera otra concepción de la Universidad instituida a espaldas de la idea de la Verdad: pongo por caso, la Universidad concebida como institución orientada a la formación de técnicos.

Cuando utilizamos el sentido trascendente de la Verdad, pensamos, ante todo, en una Realidad luminosa situada de algún modo por encima de nuestras operaciones, de nuestros pensamientos subjetivos, de nuestras maniobras y métodos de conocimiento. La “Verdad” trasciende aquí precisamente todo este oleaje de actividades humanas, erigiéndose en el canon de ellas. El sentido trascendente de la Verdad admite muchas modulaciones. Acaso la más sencilla: cuando pensamos, por ejemplo, la Geometría de Euclides como un sistema de evidencias definitivamente conseguidas y “trascendentes” a todos los esfuerzos, oscuridades y dudas psicológicas de las nuevas promociones de estudiantes que ensayan asimilársela. La Verdad, en su sentido trascendente, se atribuye a un sistema de objetos (reales o ideales) que se presenta a la “contemplación” humana como inmutable y definitivo. El sentido trascendente de la Verdad es correlativo a una actitud contemplativa y culmina en el éxtasis místico. La mentalidad griega, condicionada por motivos sociológicos que no son del caso analizar, se inclinó a esta interpretación contemplativa de la Verdad; en particular, ante las verdades matemáticas, pero también ante las verdades metafísicas (éxtasis intelectuales de Plotino). Sin embargo, la noción intelectual de la Verdad helénica, incluso en Plotino, envuelve una interna referencia a un esfuerzo racional de investigación, de suerte que la trascendencia es sólo un ideal, un anhelo, desprovisto de contenido propio susceptible de ser utilizado luego como un principio. En particular, la penuria de noticias que la razón humana logra obtener respecto de la Verdad suprema, determina la ineficacia de esta Verdad intelectual trascendente como canon y norma de la verdad especulativa, que parte siempre de la ignorancia, expresada, de una vez para siempre, en la fórmula socrática. “Sólo sé que no sé nada.” Pero este concepto de la Verdad trascendente estaba llamado a experimentar un giro  insospechado en el curso de los tiempos. En la Universidad medieval, esta noción de Verdad se despliega con el gigantesco contenido de una evidencia, trascendente, ofrecida a la contemplación humana: la Revelación (cristiana y musulmana). La Verdad trascendente se ofrece, desde entonces, no sólo como el término trascendente de un largo camino de investigación que parte de la ignorancia, sino como el principio y norma de todo conocimiento ulterior revelado gratuitamente a los hombres por una autoridad religiosa (que se expresa principalmente en un libro: la Biblia, o el Corán). El hombre llega a la Universidad pleno de certezas. La fe en la Verdad revelada –la verdad trascendente por excelencia– será en adelante la columna vertebral del organismo académico. En sus distintos aspectos, en sus diferentes tareas científicas, la Universidad se propone sacar reflejos cada vez más sutiles a una misma Verdad trascendente, siempre idéntica a sí misma, que asegura la unidad de la más alta estrategia que gobierna la febril y polimorfa actividad de los universitarios, estudiantes y maestros. De este modo, la vuelta a la contemplación del patrimonio revelado será él único remedio para reducir la dispersión de las actividades universitarias, para modelar lo que hoy llamaríamos la barbarie del especialismo, y para imprimir a la Universidad un plan de conjunto. La Fe es la clave de bóveda de todo el edificio universitario.

Es evidente que esta concepción trascendente de la verdad, como esencia de la Universidad, responde a una fase histórica: la Universidad medieval. Es también evidente que los ideales de la Universidad medieval siguen vigentes en muchas Universidades actuales (particularmente las Universidades de inspiración cristiana o musulmana). Sin embargo, me parece que estos procedimientos para determinar la esencia de la institución universitaria son totalmente incorrectos. No satisfacen las exigencias de la definición que requerimos y testimonian la presencia de un profundo extravío teórico. En primer lugar, la concepción de la verdad universitaria como verdad trascendente, revelada, si bien tiene la ventaja de imprimir un sentido unitario a todas las actividades académicas, borra los límites de la institución universitaria y la sumerge dentro del ámbito de la Iglesia. Una institución definida por la misión de custodiar y defender la verdad revelada, y defenderla por medio de la verdad natural (entendida como “ancilla”) es más bien una Iglesia que una Universidad. Sólo es aplicable esta concepción a una determinada fase de la Universidad medieval, cuando efectivamente la Universidad se movía dentro de la Iglesia, pero no sirve para definir la Universidad en general. En segundo lugar: esta concepción de la Universidad por medio de la Fe manifiesta o una falta de reflexión del creyente universitario, o un agnosticismo radical.

Creo que en la mayor parte de los casos, es el agnosticismo el secreto motor de esta concepción. Un agnosticismo muy frecuente entre los “especialistas”, que suelen establecer una extraña alianza entre el espíritu positivista de su especialidad y el misticismo fideísta. El que cultiva una ciencia particular, una “especialidad”, con espíritu positivista –es decir, si es profundamente escéptico– renuncia a todo intento de reflexión racional sobre el sentido unitario de la verdad. Pero como es imposible carecer de un esquema unitario de este concepto, no le queda otro remedio que acogerse a la Fe, y la Fe encuentra, en efecto, el remedio último para fundar la convivencia entre los hombres y, en particular, el plan de convivencia entre los universitarios. Esta alianza entre el positivismo y el misticismo es muy frecuente entre nosotros y tiene su utilidad a escala individual, como solución psicológica y privada, pero es una actitud completamente insostenible a escala social, y la propia Iglesia católica la ha condenado en lo que tiene de fideísmo. La unidad que mediante la Fe se lograría, presupone ya la Fe: si esta preexistiera siempre y, lo que es aún más importante, si fuese única, no se suscitarían mayores problemas (es el caso de ciertas fases de la Universidad medieval). Pero cuando la Fe no preexiste, ¿qué puede significar la pretensión de fundar la unidad de una institución en una certeza que, por principio, no puede ser impuesta ni demostrada, puesto que dimana de la Gracia? Cuando la Fe preexiste, pero no es homogénea (el caso de la convivencia de universitarios católicos, protestantes, judíos, musulmanes o budistas), ¿qué puede significar la pretensión de fundar la unidad de la institución sobre una determinada creencia más bien que sobre otra? Aun conociendo que, dentro de cada círculo, la unidad en la Fe determina una cohesión  mucho más firme y apiñada que cualquiera otra instancia, considerando conjuntamente estos círculos, la disociación entre ellos crece a medida que crece su misma cohesión interna: culmina en la guerra santa, en la Inquisición, en la hoguera, en la violencia. En una humanidad cuyo vertiginoso crecimiento demográfico (160 millones en el siglo I a II, 5.000 en el nuestro) está alterando la distribución de los individuos por religiones (aumento relativo del budismo, disminución relativa del cristianismo), pretender basar la unidad de convivencia –y muy en particular, de la convivencia universitaria– en las creencias religiosas constituye una peligrosa y suicida actitud que conduce directa o indirectamente a la tendencia a imponer por la violencia un credo religioso, como ideología dominante.

Ensayemos, por último, la virtualidad de la Verdad en su sentido “trascendental”, para aclarar la esencia de la Universidad. “Trascendental” y “Trascendente” vienen dados aquí por relación a las propias operaciones y actividades del hombre que cultiva la Verdad. La Verdad trascendente se presenta como “por encima” de toda actividad humana, suprarracional, revelada. La Verdad trascendental se nos da, exclusivamente, en la propia actividad racional, y no es sino el mismo resultado de esta actividad. La Verdad no se ofrece ahora como el predicado de una evidencia previa a los actos racionales, sino como el resultado de esa racionalidad. No hay una verdad previa, sino que la verdad va descubriéndose en cada generación universitaria, hasta el punto de que la propia tradición científica es siempre, idealmente, para el que la recibe con espíritu universitario, “materia a redescubrir”, no dogma. A la esencia de la Verdad pertenece, pues, la reconstruibilidad racional –a partir de ciertos contenidos que deben ser intersubjetivos, “repetibles”–, es decir, la prueba racional o demostración. Esta reconstrucción permanente e intersubjetiva de la evidencia, en la que hacemos consistir la esencia de la verdad racional universitaria, no es otra cosa sino la regresión dialéctica de cada evidencia o creencia hacia sus fuentes, es decir, la crítica racional.

Me parece que es aquí donde reside la diferencia esencial entre la Universidad (y el saber a nivel universitario) y otras instituciones del Saber –Enseñanza Media y Escuelas Técnicas– cuya misión sería más bien trasmitir “la Verdad como saber” (saber técnico, saber tradicional, base indispensable para la ulterior reconquista racional) que cultivar “el saber como verdad” trascendental. En la Universidad, la “autoridad” queda suprimida: es sólo una probabilidad de Verdad. Que Fermat diga, en sus acotaciones al margen de un libro de Eudoxio, que ha conseguido la demostración de un teorema, no es para un matemático prueba ninguna, aunque sí es una probabilidad. En la Universidad no hay Dogmas, sino sino Teoremas: es necesario, por lo tanto, el coloquio, el diálogo, la crítica; porque el estudiante universitario, que lo sea de verdad, no puede limitarse a escuchar. Ha debido pasar ya la fase de los “akusmatikoi” de la escuela pitagórica y buscar, no saberes, sino saberes verdaderos, que sólo dialécticamente pueden florecer.

Acaso el mejor criterio para decidir quien es un verdadero estudiante universitario sea éste: su pasión por la verdad. Un estudiante que se limita a “entrenarse” a asimilar saberes (v. gr., porque es obediente a sus padres, o a sus superiores, o sencillamente, al cálculo pragmático de su vida futura), sin importarle mayor cosa si estos saberes son más verdaderos que los contrarios; un estudiante a quien le tiene sin cuidado que una verdad sea así más bien que de otro modo; que se limita a aceptarla, unida, incluso, a la demostración que le ofrece el profesor, sin más preocupación crítica; que, en lugar de regresar hacia los motivos que determinan la elección de su saber como verdadero y no más bien otro posible (es decir, la regresión dialéctica) adopta una posición acrítica –es decir, no dialéctica– y que, acaso, por eso logrará excelente rendimiento académico, no sería, sin embargo, un verdadero estudiante universitario. Correspondientemente, deberíamos decir lo mismo de los profesores. Un maestro universitario no puede limitarse a “enseñar la verdad”, debe enseñarla dialécticamente, es decir, ofreciendo sus pruebas y no ocultando las probabilidades de las opiniones opuestas.

“Estar en la verdad” significa, según eso, no tanto estar adherido a un patrimonio concreto de proposiciones, consideradas como definitivas, cuanto vivir en un estado de conciencia racional, abierto dialécticamente a toda eventualidad y dispuesto a rectificar cualquier posición si la prueba correspondiente así lo exigiera. Estar en la verdad implica, pues, la libertad. Solamente en la libertad puede florecer la verdad. Estar en la verdad implica la paz, es decir, la decisión de resolver los conflictos humanos por vía de la discusión racional. En la Universidad no caben sectas, puesto que cada uno ve en el otro “una persona” en su sentido más universal; de ahí el carácter internacional que es esencial a toda Universidad. En una Humanidad que va a alcanzar dentro de pocos años los seis mil millones de individuos, el cultivo de las virtudes universitarias deja de ser un lujo y se convierte en un deber, y el desconfiar de la razón deja de ser una opinión y comienza a convertirse en un crimen.

Gustavo Bueno