[ Heliodoro Carpintero Capell ]
El arte inquieto
[ Sergio Vilar, Manifiesto sobre Arte y Libertad, Nueva York 1963 ]
por H. Carpintero Capell
Las artes, en nuestro siglo, se han sumergido en el mar de la duda. Han dudado del valor e interés de gran parte del pasado, han dudado profundamente del sentido último que había de atribuirse a sus propias creaciones, y al final, el artista ha llegado a dudar de sí mismo.
En 1925, Ortega subrayó en el arte “nuevo” una dimensión esencial de puerilidad. Sin matiz peyorativo alguno, pretendía así en “La deshumanización del arte” destacar uno de los rasgos que hacía en las creaciones una liberación de “la seriedad de la vida”. El arte, como un juego, como un deporte, desataba al hombre de este mundo de problemas y agonías para introducirlo en un mundo irreal donde la felicidad tenía su asiento propio. Creo que había comenzado eso que se llamó “el arte por el arte”, y que hubiera podido también denominarse “el arte por la felicidad”.
Los años que siguieron a aquel 1925 presenciaron una oleada de inquietudes políticas de proporciones descomunales. Y el mundo del arte no se meció impasible en medio del mundo estremecido. Recientemente, uno de nuestros más profundos e inteligentes conocedores del arte, Lafuente Ferrari, ha señalado la fanatización que se incubó y estalló entre las filas de los artistas de vanguardia: “Debieran cortar las manos a esos miserables”, parece que comentó un abstracto ortodoxo refiriéndose a unos informalistas de color. Desde su puesto preeminente, Hitler se refirió al arte deshumanizado como un “arte degenerado”. Los vientos de la pasión política hicieron de los cuadros, de las páginas con poemas o relatos, objetos al servicio de las ideologías dominantes. Y mientras se abominaba del “arte por el arte”, se ensalzaba y defendía el “arte comprometido”, en que la “seriedad”, la “responsabilidad” y la “utilidad” habían conseguido eliminar la frivolidad, irresponsabilidad y el “vano esteticismo” anteriores. El arte de vanguardia –Ortega lo vio admirablemente–, se dirigía a unas minorías escogidas y refinadas; el arte comprometido se quiso volcar, desde el primer instante, sobre masas que ignoraban y resbalaban ante el “arte nuevo”. Como tantos otros fenómenos contemporáneos, el arte comprometido no fue sino el resultado de la “rebelión de las masas”.
Si quisiéramos diferenciar en su raíz esas dos diversas formas de entender el arte, creo que podría servirnos de orientación la diferente idea que, de sí mismos, tienen sus partidarios. Para el artista le vanguardia, el arte es creación, búsqueda de realidades nuevas y, a última hora, conquista de un universo “puramente” artístico sin mezcla de vulgaridad y cotidianeidad algunas. El artista, pues, amplía el mundo. Salir del cotidiano vivir, de la realidad común y mostrenca es, en su esencia misma, una faena que exige libertad. El artista es hombre libre que selecciona sus temas, sus materiales –que llega, como Juan Ramón, a elegir una ortografía particular en que la g desaparece.
El artista comprometido renuncia a fabricar mundos imaginarios. No quiere evadirse, abandonar este valle de lágrimas, ni quiere –claro está–, que los demás hombres pretendan fugarse subrepticiamente. Al artista le importan grandes realidades: la justicia social, la redención de clases postergadas, la cultura popular de las masas, en suma, esos grandes objetivos que constituyen la trama de toda ideología político-social. No necesita el creador, entonces, de libertad. Es modesto, se sabe una pieza en el gran mecanismo social: ni busca la inspiración, ni la necesita, porque su programa político le abastece de ideas, de temas, de gravedad y hondura, de “seriedad”.
El arte comprometido, sin duda, tiene una profunda razón de ser: en sociedades en que la vida política padece limitaciones y deformaciones, toda manifestación pública –una novela, una representación teatral, una canción– puede ser vehículo y expresión de ciertas posturas clandestinas. En vista de lo cual, los organismos oficiales vigilan, examinan, censuran y escudriñan cuanto pretende el artista sacar a la luz. Pero en cuanto la situación histórica del país torna a la libertad, a la publicidad, y pueden manifestarse las tendencias diversas, entonces los compromisos pierden toda razón de existencia: siempre es más eficaz una campaña periodística para atraer la atención a ciertos temas que cien exposiciones de “pintura social”.
Y en nuestro país, ¿qué ocurre? ¿Cómo se siente a sí mismo el artista, qué pretende de su propio arte? Un joven escritor español, Sergio Vilar, preocupado por cuestiones análogas, decidió llevar a cabo una encuesta, cuyos resultados ha publicado, formando un volumen de cerca de trescientas páginas: Manifiesto sobre arte y libertad (Las Américas Publishing Co., Nueva York, 1963). Más de medio centenar de intelectuales, escritores y artistas, han respondido a Vilar. Figuran, entre otros nombres, los de Madariaga, José Pla, Guillermo de la Torre, Marías, Ferrater, Aranguren, López Ibor, Rof Carballo, Buero Vallejo, Sastre, Lauro Olmo, Ayala, Bergamín, Cela, Delibes, J. V. Foix, Badosa, Corpus Barga, Espriu, los hermanos Goytisolo; y muchos más que forzosamente he de omitir por razones únicamente de espacio. ¿Y bien, qué?
La mayoría de las respuestas abogan, decididamente, por una situación en que el artista pueda crear con plena libertad. Un arte dirigido, piensa por ejemplo Ayala, implica una contradicción radical: “¿Cómo podrían los funcionarios, los burócratas, dirigir la creación artística?” Badosa subraya la intolerable mutilación que todo dirigismo lleva implicado, pues al ensalzar ciertos temas, niega “la total –interior y exterior– realidad”, limita al hombre, e ignora la radical vocación que inclina al artista hacia ciertas realidades y no otras. Entre los psiquiatras, total conformidad: el arte ha de basarse en una situación de libertad; López Ibor cree que el arte tiene como misión “descubrir lo que todavía hay –infinitamente– dentro del hombre mismo”, un libre hallazgo de realidades nuevas, con lo que se consigue –en palabras de Rof– “enriquecer al hombre en lo más profundo", pero esta aventura que es la creación sólo puede subordinarse, según Sarró, “a la interna y vigorosa conciencia normativa del propio artista”. Y Sarró añade: “Insisto en que los valores artísticos se mueven en una dimensión distinta de los políticos”, y esas diversas dimensiones de la unidad que es el hombre no deben confundirse.”
No sólo hay razones contra un arte dirigido, sino contra toda posición dogmática y exclusivista. Juan Perucho escribe así: “Nadie está en posesión de la verdad.” Y Manuel de Pedrolo considera “la inquietud espiritual” como el “más preciado de todos los bienes”. De esa inquietud pienso que habla Miguel Delibes cuando advierte: “En todo caso, el artista debe vigilar su libertad interior y ser consecuente con ella.” La “libre disposición mental es básica”, según José M. Espinas. Ello no significará la desaparición de todas las normas morales a que el arte –como creación humana– está sujeto: el artista debe laborar en una situación de libertad, pero “hay fronteras –precisa Julio Manegat– que por respeto a la dignidad humana no se pueden cruzar”. Dentro de ciertos límites, libertad se ejercita, se ensancha y perfecciona. “Si el artista necesitara ‘libertad política absoluta’, temo que el arte no habría empezado aún a existir”, escribe Julián Marías: al artista le basta, para empezar, con “no envilecerse” y estar dispuesto “a tomarse cuanta libertad sea posible”. Al artista en cuanto tal le es necesario ser libre y, sobre todo, querer serlo en la medida posible; en cuanto “hombre… necesita de esa libertad que le es debida y a la que tiene derecho”.
“Arte –o cultura– y libertad son términos indisolubles”, llega a escribir Guillermo de la Torre, y cultura dirigida, “¿no viene a ser siempre anticultura sin rumbo o, más exactamente aún, entontecimiento multitudinario planificado?”. Cuando los hombres no piensan por cuenta propia, cuando cuentan con unas preguntas y unas respuestas socialmente establecidas, cuando su conducta personal ha sido prefigurada exteriormente, ¿qué podrá librarles del entontecimiento y de la inercia mentales? Frente al empobrecimiento humano, el arte libremente creado “está al servicio del hombre proporcionándole más realidad con sus formas”, asegura Luis Felipe Vivanco.
Una gran mayoría, conste así, de los intelectuales que contestan a Sergio Vilar sostienen una concepción del arte libremente creado por el hombre. El hombre, sin duda alguna, tiene otras dimensiones –política, religiosa, etcétera–, es, esencialmente social, pero trata personalmente de enriquecer su mundo, de henchir el alma de sus contemporáneos con nuevas realidades humanizadas, gestadas en su propio espíritu, para ir así descubriendo, poco a poco, la insondable riqueza de que está provisto.
Pero sería sorprendente que en nuestro país no hubiera más que una posición, y ésta, por añadidura, liberal. Para completar el esbozo que tratamos ahora de realizar, veamos lo que sostienen algunos partidarios del compromiso y la “seriedad”. ¿Libertad, dirigismo? Para Gil de Biedma, el dilema sólo se resuelve comprobando en cada caso “si la posición adoptada por el Estado con respecto a la creación artística es históricamente consistente, en cuyo caso el artista no podrá menos de aceptarla, aunque en algún aspecto le resulte desventajosa”. Por aquí comienza el Estado a tener razón frente al creador: bastará que asegure –y hay muchos criterios para poderlo realizar– que es un estado “muy consistente”. Juan Goytisolo cree que el artista debe “comprender el verdadero ‘encargo’ social de la época”, y “si el Estado tiene un sistema político verdaderamente progresivo puede haber una orientación” estatal sobre las artes. En fin. Luis Goytisolo reclama ya “una adecuada política cultural por parte del Estado que permita la mayor difusión posible del arte…”. “La actitud del escritor con respecto al Estado debe ser de colaboración y servicio –precisa Blas de Otero–, siempre que el Estado, a su vez, sirva realmente al pueblo y a la cultura.” Estado bueno, escritor siervo: no hay duda posible. Quizá nadie deja las cosas tan claras como Carlos Barral: la intervención del Estado adquiere valoración y significado distintos en “el mundo de valores de la sociedad burguesa de tradición liberal” y en “las sociedades que han hecho una revolución de clase”; en la primera, la intervención es “un crimen”, mientras que en las segundas resulta comprensible y aceptable.
Yo siento, personalmente, que Sergio Vilar, no haya conseguido testimonios de un sector de la opinión española que es imposible desconocer, y con el cual quien quiera noble y francamente plantear problemas nacionales habrá de contar. Me refiero a lo que podría considerarse como sector oficial, establecido en el poder, ordenador y creador de una serie de instituciones que aspiran –en asombroso paralelismo con la tesis de Luis Goytisolo– a establecer una política cultural. Recuerdo ahora las palabras con que inició el Instituto Nacional del Libro Español, en el año 1942, la publicación de su Bibliografía Hispánica: “Una revolución de tipo preeminentemente espiritual, que pone principal acento en restablecer el imperio moral de España en el mundo, necesita por exigencias de su misma naturaleza, controlar la producción editorial, vehículo del pensamiento, y encauzarla en derechura a su finalidad…” Los resultados de esa política cultural, hoy, pienso yo, están bien manifiestos. ¿Aspiran a algo análogo los defensores de un arte social desplegado en estados “históricamente consistentes”? No lo sé.
Polémica y discordancia, diversidad de posiciones en nuestro país, nos permite comprender que nuestros problemas no son sino cuestiones de raíces europeas. Vimos surgir el arte “social” y comprometido con ciertas formas políticas anteriores a la II guerra mundial: hoy seguimos, hallando ciertos restos en nuestra patria. En Europa, en Occidente –me atrevería a decir–, triunfó la libertad, y en España también se la defiende, se la busca, se aspira a ella. No lo dudamos, España está en Europa.
Como espléndido ejercicio de la libertad, el libro de Sergio Vilar debe ser comprendido, valorado, estimado. Su lectura nos aclara, además, buena parte de nuestra España actual, al tiempo que nos advierte los riesgos y promesas que envuelven nuestra libertad.