Rafael Gambra
De Cuenca a Córdoba,
dos congresos antagónicos
El ya inminente mes de septiembre nos va a traer dos Congresos o Asambleas de signo y espíritu tan opuestos que bien podrían simbolizar la lucha de la luz y las tinieblas en esta hora que por todas partes nos estrecha y confunde. Me refiero a la Reunión Sacerdotal de Cuenca (protagonizada por la Hermandad de Sacerdotes que permanecen fieles a cuanto representó su ordenación) y el Congreso islamo-cristiano de Córdoba.
Esto me obliga a volver sobre el proyecto de una “oración del viernes musulmán” en la catedral de Córdoba. Según noticias posteriores, ese acto será la culminación de un Congreso Internacional islámico-cristiano (sic), que se celebrará en esa ciudad del 10 al 15 del próximo mes. A él acudirán –se nos dice– relevantes figuras del movimiento “ecumenista”, tanto cristianas como musulmanas y judías. Entre ellas, el cardenal Duval (un francés que traicionó a la causa francesa en Argelia, y un arzobispo que entregó su catedral al culto islámico) y otras “ilustres personalidades”.
La motivación del Congreso es sumamente sabrosa. Se trata –leemos– “del acontecimiento más importante en las relaciones islamo-cristianas desde tiempos de la Reconquista”. (Si se tiene en cuenta que esas relaciones –en tanto que religiosas– no han existido jamás, fácil será afirmar que éstas son las más importantes.) También se nos dice que “Córdoba ha sido elegida como sede de ese Congreso porque representa para musulmanes, judíos y cristianos –pese a ciertas vicisitudes históricas– una de las cimas mundiales de la tolerancia y colaboración de pueblo, culturas y religiones”. (En esas “ciertas vicisitudes históricas” se incluye, por ejemplo, que los árabes entraron en Córdoba a sangre y fuego en el siglo octavo, desarraigando el culto cristiano, y que nuestros mayores lucharon durante cinco siglos de Reconquista hasta que San Fernando recuperó la ciudad en el siglo XIII, lucha religiosa y cultural de la que brotó nuestra nacionalidad y nuestra civilización histórica, es decir, esto que llamamos España.)
También resultan pintorescos los temas “a aborda”, como se nos dice con ecuménico galicismo. El primero es buscar “una formulación musulmana del cristianismo como religión, de tal manera que el cristiano se reconozca en él, y una recíproca formulación cristiana del Islam como religión, de tal manera que el musulmán se reconozca.” (Si los musulmanes definen a los cristianos como “idólatras de un profeta que se dijo Dios y Mesías”, parece dudoso que los cristianos lo vean aceptable; y si los definen como “seguidores de Cristo, Dios y Hombre verdadero”, parecería difícil que su fe se lo permitiese.)
La razón y doctrina explicativa de que todo este barullo “ecumenista” sea tan absurdo como la cuadratura del círculo es bien fácil de entender, y todos sus promotores la conocen: se puede dialogar, pactar, mediar, realizar acercamientos, &c., sobre todas las cosas que no afecten a una concreta existencia personal (o a la creencia en la misma). Salomón no pudo mediar en el pleito de las dos presuntas madres de una criatura si no es amenazando con la monstruosidad de partirla y de que no fuera para ninguna, lo que descubrió a la verdadera madre. En el otro extremo de la existencia concreta personal está otra existencia personal, divina, trascendente. O se afirma la existencia de Dios y la divinidad de Cristo (fe cristiana) o se las niega o ignora. Sobre esto no cabe mediación ni participación ni componenda. Dicho de otro modo: un moro puede dialogar componedoramente con un español, por ejemplo, en tanto que marroquí y español o en tanto que pescador o comerciante, &c. Pero no en tanto que musulmán y cristiano: aquí cabe sólo el intento de conversión, o –si esto se viere imposible o contraproducente en una situación dada– la mutua ignorancia de este aspecto de su personal relación. Porque –como el niño de Salomón– Cristo no se puede partir ni degradar ni silenciar diplomáticamente. Cualquier intento en común de esto denotaría que ninguna de las partes cree sinceramente en su Dios, y constituiría una gravísima injuria a El o un intento de formulaciones ambiguas y escandalosas para el pueblo fiel. Y, como dice la Escritura (Eccles. 28,151) “bilinguis maledictus” (el lenguaje equívoco será maldito).
¿Por qué son posibles hoy estas farsas “ecumenistas” en torno a una impensable unión sin conversión de nadie, especie de “mercado común de las religiones”?
Simplemente porque en la Iglesia (aparente) posconciliar ha prevalecido (de momento) la herejía condenada bajo el nombre de “modernismo” por Pío IX y San Pío X, “germen y resumen de todas las herejías”. Su nombre actual es “progresismo”, y el Catecismo holandés es como la “Suma Teológica” de esta nueva religión. Su esencia consiste en presentar la religión no desde los básicos derechos de Dios y los deberes del hombre de religarse a él, aceptar su revelación y adorarle, sino desde los derechos del hombre y la utilidad de Dios como “respuesta a sus necesidades espirituales”, y de la religión como “promotora del desarrollo humano”. Desde este ángulo antropocentrista del modernismo o progresismo se comprende la mutua aceptación de las diversas religiones como “respuestas históricas a los problemas humanos”, o como “cauces convergentes de la asunción del hombre hacia su plenitud”.
Pero sólo hay un Dios, sólo un Redentor y sólo una Iglesia. Lo demás es objetivamente falso, por más que subjetivamente pueda justificarse en quienes no puedan alcanzar la verdadera fe.
Todo esto lo sabe perfectamente cualquier católico preconciliar, es decir, no formado ya en esa perversión radical de la fe. Lo saben, por supuesto, todos los obispos; el de Córdoba también, y todos sus predecesores hasta Osio, o hasta el primero de los de aquella diócesis. De aquí que mejor sería auspiciar este Congreso, no en Osio, aquel ilustre prelado cordobés, sino en don Oppas, arzobispo de Sevilla, que abrió las puertas de España a los moros…
Quiera Dios que la otra Asamblea de este septiembre, la de la Hermandad Sacerdotal Española, nos sirva de contención para la cólera divina…