Filosofía en español 
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Gustavo Bueno

Sobre el “estilo wittgensteiniano” y sus “rasguños filosóficos”

Si pudiera elegirse una palabra castellana con la cual fuera posible expresar lo más característico del “estilo Wittgenstein”, acaso fuese “rasguño” la más adecuada. Y si esto fuese así, podríamos aventurarnos a redefinir las obras de Wittgenstein –desde el Tractatus hasta las Philosophische Untersuchungen– como “colecciones de rasguños”, cuya unidad no sería demasiado difícil de explicar en cada caso. Concedamos que “toda figura es un modelo de la realidad”: Pero las figuraciones que Wittgenstein habría ofrecido serían, desde un punto de vistas estilístico, “rasguños”, es decir, “dibujos en apuntalamiento o tanteo” y, oblicuamente, también “arañazos”, lesiones superficiales que la misma uña de quien rasguea inflinge a los “idola theatri” o a los “idola fori” sobre los cuales escribe en palimpsesto.

Los “rasguños” de Wittgenstein a los que nos referimos tendrían un alcance o suposición no ya “formal”, sino “material”: es decir, no serían meros “esbozos” ofrecidos como anuncio o preparación de alguna obra ulterior (otra cosa es que el lector pueda tomarlos como tales, pero en función de sus propios proyectos); no serían “borradores”, si es verdad que su autor revisaba y repintaba varias veces sus ocurrencias, pero manteniendo su estado de “rasguños” (a la manera como un escultor de torsos tampoco está buscando anunciar o preparar una escultura ulterior de cuerpo entero). Estaríamos ante la indeterminación calculada del fragmento –y, por ello, los “rasguños” no son tampoco “aforismos”, ni “pensamientos”, en el sentido de los de Pascal.

Las colecciones de rasguños wittgensteinianos –las que él mismo ofreció como tales colecciones o series, o las que han sido ofrecidas por sus discípulos– son, en consecuencia, unidades no sistemáticas; pero no porque sean (al menos, “emic” necesariamente asistemáticas (como podría pensarse desde el inicial “atomismo lógico”). Desde la “inocencia wittgensteiniana”, G. Brand ha ensayado una exposición sistemática de los “rasguños” de Wittgenstein. En cualquier caso, es obvio que un “rasguño” puede ser mucho más interesante (incluso en su sentido arquitectónico) que una “traza” o sistema acabado. Y siempre tendrá, en una sociedad que dice no reconocer maestros (exceptuando Wittgenstein), una ventaja sobre la “traza”: la de requerir una cooperación del lector, no ya mayor, pero sí distinta de la que requiere la traza. El lector de rasguños ha de prolongar los textos y así recibirá la impresión (tan ilusoria como la de quien complete las manchas del Rorschach) de que los completa “libremente”. Se trata de un “juego”, y acaso es a este juego a lo que se refería el propio Wittgenstein, de un modo más o menos retórico, al anunciar: “No quiero, con mi escrito (las Investigaciones filosóficas) ahorrar a otro el pensar. Deseo, si fuera posible, estimular a alguien a pensar por sí mismo”.

Ahora bien: El “rasguño” puede ser hecho tanto por un “experto” (un “académico”, un “escolástico”), como por un “inexperto). (Felipe II ordena a Herrera, en 1567, hacer un rasguñó del Palacio de Aranjuez; pero él mismo hace un rasguño para reformas del Palacio de El Pardo). Wittgenstein, aunque se vio como “filósofo” (mundano), no era (ni quiso serlo) un filósofo escolástico, académico (incluso en sus etapas de profesor, afectaba no molestarse en leer revistas o libros “profesionales”; tampoco conocía a los clásicos).

Una escolástica de segundo grado

Wittgenstein era un diletante “culto”, con la cultura propia de un millonario inquieto y “genial” de Kakania, un viajero que ha tratado a primeras figuras del arte, de la ciencia, de la filosofía de su tiempo. Pero lo que él hace son “rasguños”, en primera persona, y, por ello, sus planteamientos, sus ocurrencias, aparecen como brotando del espesor mismo de la capa del “lenguaje ordinario” (ordinario entre quienes merodean por salones y universidades), entendido como un corte dado en su “Lebenswelt”. Por ello sus rasguños tienen, ante todo, y desde luego, su interés etnográfico (“fenomenológico”, dirían otros). Se trata de una estrategia sin duda potente, pero en todo caso, diversa de la estrategia escolástica (que, ante todo, ha de someterse a la disciplina que le obliga a contrastar sus propios rasguños en el sistema de rasguños –o trazas– procedentes de “Lebenswelten” distintos). Se comprende, por ello, que, en ocasiones, los rasguños ofrecidos tengan una originalidad e interés sobresalientes (particularmente, cuando están ligados a la problemática configurada por Bertrand Russell) y otras veces sean vulgaridades o ingenuidades propias de un adolescente (como cuando habla del “sentido de la vida”), sin que se nos den criterios diferentes. Pues desde una perspectiva etnográfica es accidental, pongamos por caso, que la teoría del lenguaje rasguñada en el Tractatus, 4.021, pueda considerarse como un simple eco de una doctrina académica (Cratilo, 387 d).

Finalmente, los “rasguños” no son necesariamente expresiones subjetivas; por el contrario, tiene un contenido masivo objetivo y aun dogmático. Expresan una ideología muy definida llamada a aliarse con la “Realpolitik” de la sociedad anglosajona (y satélites) victoriosa en la Segunda Guerra Mundial. La clave de su objetividad reside, sin duda, en la reducción lingüística de la que acabamos de hablar. Desde luego, y puesto que no se trata de hacer filología, ninguna de las cuestiones académicas (desde la “conciencia” husserliana, hasta el “Dios” de San Agustín) quedará abolida, pero al menos se ofrecerá al público un “tablero” en el que apoyar la impresión de que estamos pisando un terreno común, en el que cabe reconstruir, por ejemplo, los límites de los territorios de lo místico y de lo inefable. Incluso se abrirá (recurriendo al inglés y, acaso, al alemán) la posibilidad de una terapéutica destinada a restaurar los arañazos que algunos rasguños filosóficos hayan podido infligir al lector.

Y, sobre todo –y esto ya sería un hecho estrictamente histórico– en el momento en el que se ha acumulado un determinado volumen crítico de comentarios, glosas, reexposiciones y sistematizaciones de rasguños wittgensteinianos, podría tomar cuerpo un repertorio de cuestiones, ejemplos, paradojas y referencias comunes, necesarios y suficientes para configurar una nueva disciplina académica, una “escolástica” de segundo grado, la “filología wittgensteiniana”, como primer plano de la llamada “filosofía analítica”. Una filosofía que (incluso para quien no es analítico) tiene siempre el mayor interés, no sólo etnográfico, sino también filosófico, en su sentido tradicional. Pues un matemático siempre puede encontrar, en las obras llamadas “curiosidades aritméticas”, además de ingenuidades o de vulgaridades, cuestiones ingeniosas e incluso problemas auténticos.

Gustavo Bueno

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