Un pensador contemporáneo
Manuel Sacristán fue, ante todo, un filósofo contemporáneo. Un hombre comprometido con su propio tiempo, con la sociedad en la que le tocó vivir, a la que dedicó la acción y el pensamiento. Fue maestro de las últimas generaciones, a pesar de impedírsele durante años el acceso a la enseñanza. Su obra, dispersa por urgente en muchas ocasiones, queda ahora, como quedan sus discípulos y amigos, entre quienes se cuentan también aquellos con los que mantuvo discrepancias.
Lógica y filosofía: dos momentos de Manuel Sacristán
Gustavo Bueno
Manuel Sacristán es el autor del primer tratado importante de lógica formal publicado en España después de la guerra civil. Pero Sacristán fue rechazado como catedrático de lógica. La lógica hubiera tomado sin duda un rumbo muy distinto en la Universidad española si Sacristán hubiera ganado la cátedra de lógica para la que en 1961 era, sin duda, a pesar de ser comunista, el más caracterizado candidato (me atrevo a decir esto porque yo era uno de los opositores a dicha cátedra de lógica, si bien, habiendo ganado recientemente la cátedra de Oviedo, no llegué a presentarme a los ejercicios). Entonces la lógica formal estaba asociada al aggiornamento de la Iglesia católica (padre Bochenski y discípulos) y el régimen debía evitar que un marxista utilizase en la Universidad ese instrumento. De hecho, el rumbo que la lógica formal tomó en la Universidad española puede en gran parte asociarse a la injusta ausencia de Sacristán. La lógica dialéctica fue sacrificada en nombre de una llamada lógica analítica o formal, concebida como la alternativa de la filosofía y, en particular, de la filosofía de la ciencia. Hoy día, son los hechos los que objetivamente están determinando la crítica efectiva a este uso ideológico de la lógica formal: el desarrollo de las matemáticas formalizadas por un lado (ya desde la escuela primaria) y el de la informática por otro han ido reduciendo progresivamente las pretensiones que algunos profesionales pretendieron atribuirle en su momento en las facultades de Filosofía, y hoy tienden a aliarse, en virtud de motivos coyunturales, con una llamada filosofía del lenguaje que se mantiene al margen de las ciencias lingüísticas, con un formalismo lingüístico de cuño anglosajón, cauce ordinario del colonialismo cultural al que estamos sometidos. La lógica material, que es una lógica eminentemente filosófica, quedó de este modo amenazada de muerte en la Universidad española.
La inesperada muerte de Manuel Sacristán es también causa adecuada para que se me pregunte por el significado de la polémica sobre el papel de la filosofía en el conjunto del saber, que dio comienzo en el año 1968. El significado de esta polémica no estuvo explícito, puesto que ella envolvía muchos presupuestos encubiertos bajo la apariencia de una discusión gremial. La polémica ha sido muchas veces simplificada como una mera contraposición entre una filosofia “académica” (en el sentido universitario o profesoral) y una filosofia “no académica” (“libre”, al margen de todo plan de estudios institucionalizado). La expresión “filosofía académica”, tal como la utilicé en esta polémica, se opone a la filosofía en sentido “mundano” (según el concepto que puede seguirse desde Kant hasta Gramsci), y sólo por antonomasia (antonomasia que sólo se verifica en algunos momentos de la historia –por ejemplo la filosofía universitaria del idealismo clásico alemán– puesto que otros muchos momentos la desmienten) se refiere a la filosofía universitaria. Lo verdaderamente importante del concepto de filosofía académica es esto: la referencia del pensamiento filosófico a una tradición milenaria, cuyo foco está en la filosofía griega (y que incluye por tanto las técnicas filológicas), y que viene cultivándose en las universidades, y está incorporada incluso en los planes de estudios de los bachilleratos de prácticamente todos los países modernos, lo que no excluye que también se cultive fuera de estas instituciones, a veces con mayor profundidad. Según esto, la tesis del carácter académico de la filosofía (y en el adjetivo académico no puede olvidarse su connotación etimológica, la dialéctica platónica), dados los contenidos de la propia tradición filosófica y de sus métodos dialécticos, es algo más que una concepción sobre un oficio, sobre un gremio, puesto que esta concepción o definición arrastra o implica necesariamente posiciones bastante precisas sobre la naturaleza de la cultura (“base y superestructura”) y su desarrollo histórico, sobre la naturaleza de la actividad política, de la democracia, y sobre la misma revolución. En efecto, defender la naturaleza académica de la filosofía implica un cierto esquema de conexión entre nuestra cultura y las culturas precursoras (es decir, una cierta antropología), es tanto como suponer que está establecido un horizonte de crítica y de problemática que no está inmediatamente determinado por circunstancias sociales o políticas ligadas a un determinado modo de producción, en el sentido marxista convencional; por consiguiente, que las propias doctrinas políticas, económicas o históricas ligadas a lo que llamamos marxismo pueden ser percibidas, o bien desde la perspectiva de la filosofía académica, o bien, inversamente, percibir la propia filosofía académica como un conjunto de contenidos ideológicos ligados al esclavismo, al feudalismo o la burguesía o incluso pequeña burguesía según los casos. Según esto, parece evidente que las perspectivas sobre el significado de la revolución política, cultural, económica o social, ligada a una doctrina como el marxismo (tal como era entendido por muchos, acaso por el propio Manuel Sacristán en aquellos años) habrían de ser muy distintas.
De aquí lo paradójico de mis relaciones con Sacristán en estos puntos. Posiblemente a Sacristán mi posición le producía la impresión de ser una forma más de racionalismo pequeñoburgués, acaso bien intencionado (simpatías comunes que iban desde la lógica hasta el movimiento obrero). De hecho ocurría, y creo de justicia declararlo, que Sacristán era mucho más sabio que yo (y precisamente en el sentido académico de la expresión, es decir, porque sabía más cosas). Pero su sabiduría, si no lo entiendo mal, estaba toda ella interpretada en la clave de un moralismo político que creía inminente la posibilidad de una reforma revolucionaria en España y en Europa, y para el cual las “cuestiones académicas”, lejos de ser, por definición, nuestro último horizonte crítico, el filosófico, resultaba secundario: de ahí su actitud, en cierto modo oracular, del que se sabe pulsando las fuentes mismas de la vida. Pero, en cambio, desde un “punto de vista académico” las posiciones de Sacristán parecían poco filosóficas a otros, es decir, sapienciales y aun místicas, o políticamente utópicas.
Con lo anterior no quiero decir que la posición de Sacristán carezca de causas dialécticamente justificables. Si la posición de Sacristán en aquellos años era un revulsivo necesario contra la escolástica momificada de curas y frailes que detentaban la dictadura ideológica de la España de Franco, hoy lo sería mucho más considerando las posiciones que de hecho mantiene una gran parte de la filosofía académica, profesoral, que sociológicamente y de un modo curioso, está servida en un gran porcentaje por frailes exclaustrados o sacerdotes secularizados que se han acogido a un cierto humanismo tautológico, sin contar con los profesores de observancia anglosajona a los que antes hicimos referencia. Dejando aparte mis particulares sentimientos como amigo y admirador de Manuel Sacristán, creo que puede decirse que su muerte prematura constituye un daño muy profundo para la filosofía española.