Julián Marías
Gadamer
Ha muerto a los 102 años el filósofo alemán Hans-Georg Gadamer. Lo conocí en 1960. Durante estos últimos decenios he comentado con asombro y una punta de escándalo que la figura filosófica alemana más importante e interesante fuese este hombre nacido en 1900. Me parecía un símbolo de un aspecto particularmente importante de Europa en la segunda mitad del siglo XX. Había habido una larga serie de grandes pensadores de lengua alemana, desde Wilheim Dilthey, Franz Brentano, Edmund Husserl, Max Scheler, Nikolai Hartmann, Karl Jaspers, Martin Heidegger. Quedaba Gadamer. Había escrito yo mi extenso libro Ortega. Circunstancia y vocación cuando di una conferencia en Munich y la segunda en la Universidad de Heidelberg, la bellísima ciudad conservada intacta, libre de toda destrucción durante la guerra. En la gran Aula de la Universidad me presentó cordialmente Gadamer. Apenas empecé a hablar se desató una tormenta con estruendosos truenos. Levanté la mano hacia la altura y dije: “los dioses protectores de la lengua alemana.” El auditorio rió, se rompió el hielo y todo transcurrió felizmente. Hablé de “Die Philosophie des jungen Ortega”. Mostré el camino que Ortega había seguido hasta la temprana posesión de su filosofía. En su primer libro, Meditaciones del Quijote, de 1914, había interpretado la verdad recurriendo al concepto griego de “alétheia”. En 1927, en Sein und Zeit, usó el mismo concepto. Me había preguntado cuál había sido el estímulo que llevó a ambos pensadores a recurrir a esta idea de la verdad como descubrimiento, desvelamiento, patencia. Pensé que habría sido algún alemán del siglo XIX con profundo conocimiento de Grecia. Nietzsche fue mi primera hipótesis; recorrí sus obras sin encontrar nada. Se me ocurrió el nombre del olvidado filósofo Teichmüller, cuyos dos libros sobre los conceptos filosóficos tenía en mi casa. Ahí encontré toda la información, acompañada de una nota sumamente precisa que le había facilitado un filólogo, colega en la Universidad de Dorpat. Una pequeña contribución a la información sobre el pensamiento alemán.
Gadamer, discípulo de Heidegger, era continuador de la larga serie de grandes filósofos alemanes que, desde Leibniz o si se prefiere Kant, había continuado hasta la terrible devastación que significó el nacionalsocialismo. Se había concentrado en la hermenéutica filosófica, con atención preferente a la historia y el lenguaje. Su libro central, Wahrhit Und Methode (Verdad y método), dio el tono general de su rico pensamiento.
Alemania, en tantas cosas importante, ha superado sus crisis y ha vuelto a ser la gran nación que había sido; acaso no enteramente: el nivel de creación no ha sido el mismo, ha descendido la vocación, el interés por la filosofía. Algo análogo se puede decir de la mayoría de los países europeos, por ejemplo de Francia, en los cuatro últimos decenios. Hoy Europa tiene un grado de libertad y prosperidad que nunca había conocido antes. Fuerzas considerables pero minoritarias se esfuerzan incansablemente en atacar ambas cosas, sin conseguirlo. La situación es promisora pero no carece de algunos requisitos para su perfección. Los intentos negativos, muy organizados y ricamente financiados, son evidentes. Tal vez aprovechan la escasez de un pensamiento adecuado sobre las cuestiones decisivas. Siempre he creído que los filósofos han sido siempre cuatro gatos metidos en un rincón y sin ninguna importancia social. Siempre se los puede haber contado con los dedos de la mano; si acaso de las dos. Lo importante es que existan y sean lo que tienen que ser: miradas abiertas a la realidad, que se dejen penetrar por ella, mentes dispuestas a decir lo que han visto, pase lo que pase.
Volví a ver a Gadamer varias veces, especialmente en Heidelberg, cuya Universidad frecuenté en varias ocasiones. En 1955, en una pequeña reunión en el Castillo de Cérisy, en Normandía, tuve el privilegio de pasar diez días de incesantes conversaciones con Heidegger. Conferencias, tres seminarios, interminables coloquios. El difícil pensamiento de Heidegger, en su espléndido alemán particular, con modificaciones muy personales, ha sido el vehículo de una de las grandes filosofías de nuestro tiempo. Era maravilloso verlo funcionar, participar, con otros hombres también notables, movidos por el amor a la filosofía, en lo que podríamos llamar el taller del pensamiento heideggeriano.
Gadamer ha mantenido el sentido de la filosofía, con gran dignidad y competencia, en una época en que casi toda Europa ha sentido un extraño desinterés por la filosofía. Se pensará que esto tiene muy poca importancia, pero si falta claridad sobre las cuestiones que permiten vivir con lucidez, que usan no sólo la inteligencia sino esa forma específicamente humana que es la razón, todo puede estar en peligro. Esa mínima realidad que es la filosofía, cuyo peso social es casi imperceptible, es la posibilidad de un nivel de lo humano sin el cual todo lo demás resulta penúltimo, vulnerable, expuesto a retrocesos y caídas.
Se podría comprobar en la historia cómo los grandes quebrantos de la humanidad han coincidido con situaciones inadecuadas o deficientes de la filosofía. Hay que tener presentes las condiciones, los requisitos, para que los hombres occidentales puedan vivir como lo que son: personas. Los demás, los innumerables millones de hombres de otros ámbitos históricos, también lo son, pero acaso no lo saben con plenitud. Ha hecho falta un ingente esfuerzo mental, ya milenario, para que en esa parte del mundo que llamamos Occidente se haya puesto un poco en claro qué es esa realidad extrañísima, distinta de todas las demás, que es la persona humana. Por eso importa que no se pierda, por minúscula que sea, la actitud que consiste en indagar, con inseguridad y alguna esperanza, a pesar de la constitutiva fragilidad de la evidencia, esa claridad sin la cual a última hora todo, hasta lo más brillante, puede oscurecerse.