Filosofía en español 
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José María Pemán

Introducción al centenario de Donoso Cortés

Me parece excelente que España se proponga celebrar con eficacia, más que con solemnidad, el centenario de don Juan Donoso Cortés. Puede ser una ocasión de releerlo y de entenderlo, cancelando la admiración a crédito que se le suele conceder. Por lo que tuvo de profeta, eran, acaso, precisos cien años para darle toda su razón. Es lo que se adelantó en algunas de sus visiones. Por otra parte, cien años es lo que tarda, por lo visto, en desprenderse, seco ya el engrudo, esa etiqueta que le pegó el siglo veinte a algunos libros: «Peligro. No leer. Reaccionario y elocuente.» Adjetivos terribles y aisladores. De los que tardan cien años en volver a ponerse de moda, como las consolas isabelinas.

No es un caso aislado el de Donoso. Casi todos los intelectuales tradicionales y ortodoxos de España aparecen insertos en este mismo caso de preterición y silencio. Son transeúntes poco cómodos en la carretera intelectual, porque, al cruzarse con ellos, no apagan sus faros cegadores de larga distancia –la fe– para hacernos guiños con los faros de población del normal intelecto. Están fuera de las ordenanzas del tráfico intelectual de hace un siglo. Los reaccionarios del dieciocho –Zeballos, Castro, Vélez, Alvarado– apenas son ni citados. Balmes aparece en algún libro francés. Donoso empieza a ser conocido por los alemanes. A don Marcelino se le considera como un monstruo, un poco al margen de la ciencia, moderna.

Me apresuro a dejar sentado que esto no es efecto de un puro fanatismo contrario. Hay unas razones de modo y estilo que explican el fenómeno, si no lo justifican. Apenas vivió España unos treinta años, a principios del siglo dieciséis, de pacífico maridaje de ortodoxia y modernidad renacentista. Sus limpios escritores de esa hora –tersos, claros, influidos por el «buen gusto» que amaba la Reina Católica– parecían iniciar muchas de las calidades de lucidez clásica que luego han sido característica de la cultura francesa, tan simpática al mundo. Pero pronto la sacudida de la Contrarreforma erizó nuestro estilo de púas defensivas, gesticulantes y barrocas. Desde entonces nuestra ortodoxia tradicional ha estado casi siempre en función polémica: «adversus» algo: Reforma, Enciclopedia, Liberalismo. Nuestros polemistas del diecisiete son barrocos. Los del dieciocho, «culinarios» –el adjetivo es de don Marcelino– y castizos. Los del diecinueve, bíblicos y elocuentes. Ha habido siempre una alambrada de erizada retórica; un cable de alta tensión verbal, separándolos de Europa. Además, sus posturas ideológicas aparecían siempre complicadas con episodios bélicos y activos que les rodeaban de recelos. No se pudo, en España, escribir en contrarreformista, en contraenciclopedista o en antiliberal sin aparecer un poco como escritor de arengas militares. Todos nuestros intelectuales de ese tipo, para pasar las aduanas del mundo, han tenido que ir abriendo sus maletas para demostrar que no trataban de pasar de contrabando una pica de Flandes, un trabuco de guerrillero, una boina o una camisa azul.

Por eso nuestros valores reaccionarios han estado ofrecidos a la aventura de los exploradores intelectuales europeos que se han atrevido a traspasar esos vallados hirsutos y retóricos. Hemos tenido muchos más nombres para el hallazgo súbito o la efímera moda, que no para la pacífica y continuada retórica europea que lograron, por ejemplo, un Descartes o un Voltaire. Así es como Schopenhauer descubrió a Gracián; o Schlegel a Calderón; o Bergson a San Juan de la Cruz. Iniciaron a Europa en estos nombres con cierto aire de «raport» turístico de vuelta del Polo, de Nigeria o de la India.

No es que nosotros dejemos de agradecerle estas justicias. Pero esta forma súbita de «descubrimiento» es también un poco peligrosa, porque suele hacerse «pro domo sua», o sea en torno de alguna tesis preconcebida que va a resultar beneficiada con la vistosa resurrección del autor exótico. Así es como Schopenhauer desenterró a Gracián para afiliarlo a su voluntarismo pesimista, y los Schlegel buscaron a Calderón como un voto más para el romanticismo. De igual manera, la súbita «moda» de Donoso Cortés, en Alemania, traída por Karl Schmitt, aunque muy de agradecer, tiene sus pequeñas motivaciones peligrosas. Durante el siglo pasado vivimos, un poco, en actitud colonial de agradecer cualquier sonrisa que de Europa nos venía. Cuando desenterraban cualquier autor nuestro, decíamos con melancolía: «Han tenido que venir los extranjeros a enseñarnos»... No. Nosotros debemos administrar nuestros hombres y nuestros pensamientos. No se los entreguemos a la utilización ajena. No hagamos de nuestros Gracianes o Donosos, Almadenes ni Gibraltares de la cultura.

Porque la resurrección alemana de Donoso, sobre todo la de Karl Schmitt, se ha producido en torno a legitimar anecdóticamente la dictadura hitleriana: sirviendo la pasajera boga de los brillantes movimientos totalitarios.

Ahora bien, ni institucional ni psicológicamente dejaron cosa mayor esos movimientos que creyeron sustituir en las almas las fuerzas educativas y creadoras de la familia y la religión. Desaparecida esa fogata, queda otra vez al desnudo el crudo dilema clásico en el que se movió Donoso. Su centenario puede ser ocasión excelente para poner esto en claro, científica y lealmente. El deslumbramiento de esas doctrinas centelleantes y efímeras justificó, de momento, el silencio sobre la verdad clásica y tradicional de Donoso. Sería ya indisculpable e insincero que, ante el fracaso de la experiencia, se traspasase a la generación nueva ese mismo silencio, que se parecería ya a la treta ingenua y evasiva del avestruz.

José María Pemán
de la Real Academia Española