Mercedes Fórmica
El domicilio conyugal
«Mujer apuñalada por su marido» (De los periódicos)
En un hospital madrileño agoniza una mujer, víctima de doce cuchilladas. La noticia, extraída de entre las que pregonan el discutido Premio Nobel, el nuevo estatuto de Trieste, el repugnante asesinato de Bobby Greenlease, o la catástrofe de Cestona, pasa inadvertida, cuando no por vulgar, deja de ser aleccionadora, ya que al ahondarse en las razones que llevaron a este final sangriento se pone en claro que la muerte de la desgraciaba mujer la provocó la convivencia, una convivencia, que por humanidad, debió de ser evitada. La historia es realista, amarga. Un marido que se niega a entregar a la esposa el producto de su trabajo para mantener a la familia, compuesta por los padres y tres hijos; una esposa, que, a fin de sacar adelante a esa misma familia, se afana en tareas agotadoras, de la mañana a la noche. A menudo, ruega al marido que cumpla con su obligación de jefe de la casa. El marido se limita a golpearla, límite bastante suave en un hombre que llegará hasta el parricidio. De estos golpes existe constancia abundante en la Comisaría del distrito. Se me dirá, por el público ingenuo, que antes de dejarse matar, esta mujer pudo separarse legalmente de su marido, invocando la causa segunda del artículo 105 del Código Civil. Un grave obstáculo, sin embargo, se lo impedía: la escasez de vivienda.
Nuestro Código Civil, tan injusto con la mujer en la mayoría de sus instituciones, no podía hacer una excepción con la esposa, y la casada que se ve en el trance de pedir la separación; aun en aquellos supuestos en que su inocencia está comprobada, ha de pasar por el previo depósito, que en este caso habrá de ser realizado fuera del domicilio conyugal, y ya el proceso de separación en marcha, el juez le entregará, o no le entregará, los hijos, los bienes muebles, fijará una pensión alimenticia, pero lo que ningún magistrado sentenciará –entre otras razones porque carece de facultades para ello– es que sea la esposa la que permanezca en el domicilio común y sea el marido culpable el que lo abandone. En otra época, la medida, aunque injusta, planteaba problemas secundarios; hoy, esta parcialidad lleva a las doce cuchilladas. Qué duda cabe que en estos tiempos, en que el desequilibrio entre habitantes y habitación ha planteado un problema de gobierno y ha dado vida a una ley tan revolucionaria como la de Arrendamientos Urbanos, pocas mujeres se arriesgarán a dejar su casa para lanzarse a la aventura de vivir debajo de un puente, o en un cuarto de renta nueva e inaccesible. La mujer que se encuentra en esta situación se resigna, y aguanta hasta el límite, que, como en el supuesto que nos ocupa, es la propia vida.
La defensa de la familia cristiana, imprescindible para el logro de una paz duradera, se consigue con la convivencia pacífica, equitativa, en la que cada cónyuge lleve su carga y cumpla con su deber. Es contraproducente para este logro el ejemplo a los hijos de la repetida mala conducta del más fuerte, que lo es sólo porque le mantiene una ley arbitraria. Los señores jueces deberían tener facultades para otorgar la titularidad del domicilio conyugal al cónyuge inocente, en este caso a la esposa, ya que, en definitiva, el domicilio conyugal es la casa de la familia y no «la casa del marido», como dice la ley. La familia ganaría en moralidad y buenos ejemplos, y los hijos varones conocerían a tiempo que su mala conducta futura no se verá salvaguardada por el Código Civil, aliado a circunstancias de momento, de escasez de vivienda en este caso. Los buenos padres, que por lo general son también los buenos maridos, adquirirán la certeza de que sus hijas quedaban liberadas de una suerte dura. Esa mujer, que a la publicación de estas líneas quizá ya no sea, representa algo más que la protagonista de un suceso de sangre; representa un símbolo: el de la buena esposa, excelente madre de familia, a la que una injusticia de la ley llevó al inútil sacrificio de su vida. No permitamos que su caso se repita. Hora es ya de prevenir, en lugar de lamentarse, de escoger el camino del diálogo y no el de la violencia, cuando se pretende implantar una reforma justa. En apoyo de mi teoría diré que en el Congreso de Abogados celebrado en Madrid el pasado año se puso de manifiesto la necesidad de reformar la ley en este sentido, y como detalle digno de tenerse en cuenta, señalaré que fueron los abogados sacerdotes, a los que sus circunstancias hacía imparciales, los que se pronunciaron a favor de esta reforma.
Mercedes Fórmica
Letrado del I. C. de A. de Madrid