Gonzalo Fernández de la Mora
Sobre la esencia, de Xavier Zubiri
Ed. Estudios y Publicaciones. Madrid 1962, 521 págs.
Las convicciones capitales de Zubiri son plenamente ortodoxas: existencia de una realidad exterior al hombre, cognoscibilidad de esa realidad sin deformaciones del entendimiento, existencia de los espíritus puros, aceptación del evolucionismo en la materia, negación de que ésta pueda producir el espíritu, existencia del alma y de un Dios creador, demostrabilidad de su existencia como causa primera, afirmación de que el hombre no es pura historia sino naturaleza, y reconocimiento de su dimensión moral objetiva. Estamos, pues, ante una metafísica compatible con el dogma católico y que yo no dudaría en calificar de absolutamente cristiana. Porque aunque Zubiri dialoga con Leibniz, Kant, Hegel, Husserl y Heidegger, el interlocutor principalísimo es Aristóteles, que unas veces comparece con sus propios textos y otras con los de sus geniales comentaristas (Escoto, Tomás de Aquino, Suárez, Soto y Cayetano, principalmente). Zubiri, aunque utiliza acepciones consagradas, se esfuerza constantemente en renovar la terminología y el orden expositivo tradicionales, y en destacar enérgicamente sus discrepancias de fondo con la Escolástica. Pero ello no excluye que su verdadero punto de referencia sea la filosofía aristotélico-tomista o perenne, que es, sin duda, el más eminente esfuerzo conceptual del género humano. ¿En qué consisten, pues, sus diferencias con la Escolástica? Las hay, y muy considerables, en dos planos, el del método y el de las tesis.
Zubiri, más que definir y deducir silogísticamente, observa y describe. Su instrumento conceptual predilecto son las proposiciones esenciales. Ante su análisis minucioso y sutilísimo está siempre la realidad. De ahí que, en ocasiones, su estilo tenga el dogmatismo del naturalista: las cosas son así porque sí y sin ulterior argumentación. Muchas veces, más que un humanista parece un científico. Consecuentemente, Zubiri trata de no caer en logicismos o en conceptismos que al interponerse entre la mente y las cosas, puedan escamotear la realidad. Sus nuevos vocablos son para designar cosas nuevas, o viejas cosas descubiertas desde otra perspectiva. Es precisamente este realismo básico el que le lleva a rechazar todos los idealismos y a tratar de liberar de cualquier adherencia conceptiva al sistema aristotélico-tomista. El punto de partida es, pues, un realismo metódico que desemboca en un realismo metafísico. En cierto modo su metafísica es una física.
Además, Zubiri rehace algunos de los arduos caminos por los que se llega a las estructuras últimas de lo real. La idea de la sustantividad me parece más adaptada a la sensibilidad científica actual que la de la sustancia aristotélica. Es algo así como el modelo atómico de Bohr trasladado a la metafísica. Y algo análogo hay que decir de la sugestiva doctrina de la especie o «phylum», que es una extensión de los resultados de la genética a toda la naturaleza, un mendelismo filosóficamente generalizado. Con estas dos nociones, el pensamiento se acerca tan estrecha y directamente a la realidad que, a veces, nos parece que se produce ese milagro que es la meta ideal de la especulación: la identificación del concepto y la cosa. Todavía hay algunos vocablos cuyo correlato real resulta impreciso, y llegan a parecer ligeramente metafóricos: «interno», «articulación», «momento», por ejemplo. Pero lo que prevalece es un afán por no arraigar en el campo de la abstracción y de los entes de razón, sino en el de lo físico, que es para Zubiri sinónimo de lo real.
Pero este asirse tenazmente a las cosas pone a Zubiri en permanente contacto con lo individual, es decir, con esa clase de entes que los escolásticos llamaban inefables, y de los cuales decían que no cabe ciencia. ¿Cómo conceptuarlos? Según Zubiri, mediante las proposiciones esenciales, que son una especie de descripción profunda o inventario de las notas del ente analizado. Tal método tiene dos limitaciones ciertas. La primera es que pocas veces sabemos si lo que hemos hallado y descrito es verdaderamente una nota constitutiva. La segunda es que nunca podremos estar seguros de haberlas descubierto todas. Este conocimiento es, pues, y así lo reconoce el autor, problemático y progrediente. Resulta humanamente muy atractivo el hecho de que siempre haya posibilidades de exploración, y que todo saber sea susceptible de ampliación y perfeccionamiento. Pero ello aleja a la ciencia de lo absoluto y le imprime un carácter de constitutiva fragmentariedad. Yo no digo que esto no sea así. De hecho, nuestros saberes son progredientes; pero esta doctrina dilata demasiado angustiosamente el camino del conocimiento.
La distinción entre ser y ente coincide con la del primer trascendental de la Escolástica. La colocación de Dios allende el ser es algo ahora solamente apuntado y que tendrá, sin duda, desarrollo cuando Zubiri aborde expresamente los problemas teológicos. Es la distinción entre realidad y ser la que resulta más problemática. ¿Se trata o no de una mera cuestión terminológica? El desarrollo de esta pregunta y sus posibles respuestas nos llevarían demasiado lejos. Si la idea de sustantividad es atomística y la de especie es biogenética, la de mundanidad es algo así como una extrapolación metafórica de la ley de la gravitación universal: todas las cosas son respectivas, es decir, unas son lo que son en función de las otras. Respecto a esta nueva propiedad trascendental –la mundanidad– que Zubiri intenta añadir al secularmente meditado catálogo de la Escolástica, hay que decir que, en puridad no es un trascendental, puesto que no se aplica a toda realidad, ya que Dios no es mundano. Es, en definitiva, una propiedad metafísica intramundana, como otras muchas; pero no propiamente un trascendental. Que la mundanidad sea, como la contingencia, un carácter primario de importancia decisiva, no hay duda alguna. Pero esta es otra cuestión.
El idioma de este libro no puede valorarse con criterios estéticos. El número de neologismos es copioso, hay verbos que se sustantivan, y, lo que es más arduo, nombres que se conjugan (la verdad «verdadea»). Abundan los tecnicismos castellanos, latinos y griegos. Hay vocablos que se repiten abrumadoramente. Sobre cada página hay una auténtica siembra de adverbios modales que expresan innumerables matices, reservas y «seguros» conceptuales. Es, en suma, un lenguaje puramente «vehicular» al servicio de hondos y nuevos pensamientos. Pertenece Zubiri a la misma progenie estilística de Escoto y Heidegger. Es, por ello, muy difícilmente traducible, e ininteligible para filósofos extranjeros que no dominen todos los recovecos morfológicos y sintácticos del castellano. Su estilo no es más susceptible de valoración estética que el de un tratado de álgebra. Zubiri trata de aminorar las dificultades con una cuidada ordenación de la materia, y con frecuentes reiteraciones y resúmenes. Pero yo sinceramente creo que la exposición, sin perder novedad ni rigor, podría haber sido más diáfana. Me pregunto, no obstante, si ello es deseable. Acaso no, porque de este modo Zubiri cierra el paso a la impertinente curiosidad del «snob» y del «amateur», verdaderas plagas de la filosofía. Sobre la esencia sólo se entrega al lector tenaz y técnicamente preparado.
Sin perjuicio de la fuerte originalidad y de la potencia creadora de Zubiri las conclusiones, los problemas, muchos de los términos y la atmósfera de este tratado son aristotélico tomistas. El pensamiento de Zubiri tiene muy poco en común con el de Heidegger y, desde, luego, nada con el de Ortega, a quien no cita ni una sola vez. Clasificarlo bajo la etiqueta poco feliz de «Escuela de Madrid» no tiene ni sentido científico ni justificación rigurosa. Es, o puro confusionismo, o un vano e ingenuo intento de transferir a los mediocres epígonos orteguianos algo del vasto prestigio intelectual y de la poderosa magnitud filosófica de Zubiri. Sobre la esencia revela a cualquier lector avisado que no es una avanzadilla monográfica, sino la primera piedra de un sistema que se adivina concluso. Las innumerables alusiones a temas psicológicos, cosmológicos, éticos y teológicos ponen de manifiesto que Zubiri ha cerrado el círculo de su pensamiento, y que lo que le falta es darlo a las prensas. Juzgado desde esta perspectiva total, ahora apuntada, el esfuerzo de Zubiri cobra una envergadura muy considerable. Su empresa consiste en repensar, actualizar y completar la filosofía aristotélico- tomista desde los niveles del siglo XX y a partir de una erudición filológica, científica y humanística, ciertamente espectacular. No es normal que un metafísico tenga una información biológica y físico-matemática tan copiosa y actual como la de Zubiri. Ello le mantiene en estrechísimo contacto con la realidad y le suministra un punto de arranque firmísimo. Pero su saber humanístico es infinitamente superior. No nos engañemos: todo el bagaje científico de Zubiri tiene una función ancilar. La suya no es una filosofía «para» la ciencia, sino «sabida» la ciencia. Servirá, sin duda, para compatibilizar los conocimientos positivos con la concepción tradicional del mundo y para fundarlos; pero «per accidens» y por añadidura. La obra que ahora empieza a imprimirse recuerda por muchos motivos a las suarezianas Disputaciones metafísicas. La filosofía de Xavier Zubiri tardará en penetrar no sólo por sus dificultades intrínsecas, sino porque a los escolásticos puros les parecerá incómoda y, en ocasiones, innecesariamente innovadora; y para los demás será demasiado conservadora en sus conclusiones capitales. Pero no por ello dejará de ser cierto que Sobre la esencia es el claro anuncio de uno de los refuerzos más poderosos que el pensamiento tradicional ha recibido en los tiempos modernos. Y esta hazaña española se está haciendo no sobre las capas aluviales y epidérmicas –krausismo u orteguismo– sino en las permanentes y profundas. Por eso, como antaño, podrá tener una validez universal.
G. F. M.
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