Filosofía en español 
Filosofía en español


Pedro de Lorenzo

Donde culmina la elocuencia

Al modo clásico. Pues ¿y cómo habla Donoso? Había yo dicho que al final de su oratoria esplendía Castelar. Y no es eso. La perfección de Donoso acaba en Donoso mismo. Cuando, siguiéndole y contradiciéndole, aparezca otro orador, y aparece, y se llama Emilio Castelar, la oratoria será otra. Castelar revoluciona la oratoria; no la extrema. Revoluciona Castelar la prosa, el color y movimiento de la prosa: y crea la oratoria moderna.

Se dijo de Juan Donoso Cortés que era, más que parlamentario, orador de Ateneo. Castelar, y lo dijo Olózaga, orador sagrado. Suele que en la primer obra de un escritor se encuentre el germen de su posterior producción toda. Menos frecuente en el orador, lo que en algún celebrado orador halla el crítico atento es el estilo, incluso el tono dominante, de sus futuras piezas retóricas. En el caso Donoso Cortés no hay estilo escrito.

Sus prosas, verso y prosa, rebasan varias veces la cantidad de su creación hablada. No abusó Donoso de la palabra en la tribuna. Las obras completas registran unos, muy pocos, definitivos discursos. Ya avanzada –no la edad; Donoso muere vísperas de los cuarenta y cuatro años–, adelantada la carrera de su vida, y cuando se había expresado en algún breve libro y en periódicos –dos de los cuales, «El Porvenir», «El Piloto», funda e inspira– principia la serie de sus discursos magistrales: uno por año. No llegan a la docena los discursos recogidos como tales discursos en la obra de Donoso Cortés.

Y, sin embargo, esa obra la comienza un discurso, una oración dicha a los veinte años para apertura del Liceo concedido a Cáceres, la provincia hermana de aquella en que el orador nació. Da en Madrid unas lecciones de Derecho político en cátedra facultativa: el Ateneo; sustituye, por azares de la política, a orador de retórica bien distinta: Antonio Alcalá Galiano, proscrito. Y lleva su primer discurso al hemiciclo, entre carcajadas de los diputados, movidos del asombro de aquella solemnidad novel.

Pero en el de Cáceres, está Donoso todo: sus antítesis, énfasis, idioma, estilo esférico, treno apocalíptico. Se le verá inmutable, sobre esa cuerda misma, en las lecciones del Ateneo. Se le verá, Donoso Cortés siempre; orador siempre: en los ensayos, en los artículos de periódico. Culmina su oratoria con un discurso precisamente escrito; leído, por imperativo del protocolo: el Discurso de la Biblia, para ingreso en la Academia Española.

¿Se envanece Donoso de oratoria tal? ¿No advierte que la expresión escrita es distinta de la hablada? Se manifiesta como es: orador sin remedio. ¿Le gana la vanidad atribuida a los oradores? Sus contemporáneos le tuvieron por un punto, o dos puntos, vanidoso.

El orador es vanidoso. Galleante y pagado de sí. Le apodaron «Quiquiriquí». («Fue Posada Herrera –concreta Santiago Galindo– quien le puso el apodo que corrió por los centros políticos y literarios de ‘Quiquiriquí de Extremadura’.») Muchas veces se le atacó, pretendiendo ridiculizarle. Le compusieron una copla epigramática, anuncio de su canonización; con estos atributos:

Mártir, plenipotenciario,
exdiputado y marqués.

Pastor Díaz lo profetiza, a las primeras, orador: «Cuando la voz de trueno que la naturaleza le ha dado a un cuerpo tan finito y tan acartonadito como el suyo pueda lucirse en una tribuna, será un gran orador. No será popular porque es demasiado profundo; pero cuando el sentimiento le domine, arrebatará y hará verter si quiere aquellas lágrimas que se le vendrán a los ojos con la lectura del sombrío cuadro que pinta de Polonia.»

En el discurso inaugural del Ateneo, la nueva casa del Ateneo, Cánovas satiriza los primeros discursos parlamentarios de Donoso; lo retrató, la actitud violenta, la voz desentonada, de énfasis exagerado y originalidad rayana en la extravagancia.

Y, con todo... sabe Donoso Cortés cuánto de vano hay en los gozos de la retórica. No se atreve a ser precisamente él quien tire la piedra; declara su juicio de la elocuencia, y es acerbo; confidente, «yo no tengo valor –dice– para condenar la elocuencia, aunque la elocuencia sea culpable: que la condenen los justos. Por lo que hace a mí, no sé cómo esto sucede; pero, por más que me ofenda su pecado, mientras más peca, amo más a esa bella pecadora.»

Pedro de Lorenzo