Gustavo Bueno
Crisis del Este y crisis del marxismo
«Los acontecimientos políticos que van sucediéndose en cadena durante los últimos meses en los países del Este europeo constituyen la demostración más explícita del ocaso del marxismo como doctrina que informó y vivificó la constitución de estos países cuya salud y poder eran a su vez la única garantía de la validez de esta doctrina.» Más brevemente: «La crisis política de los países del Este es la crisis del marxismo.»
Ésta es la fórmula que acompañada de una incontenida satisfacción («¡por fin!»), puede servir para definir la actitud de tantos analistas «occidentales» cuando pretenden remontar la perspectiva de la habitual crónica parlamentaria militar o cancilleresca. Parece además que quienes se guían por tales fórmulas tienen la impresión de estar tocando el fondo de la cuestión, el diagnóstico más profundo y filosófico de la abigarrada multitud de acontecimientos que analizan: organización de nuevos sindicatos mineros en la URSS o de potentes movimientos secesionistas (Armenia, Moldavia, Lituania, Georgia...), destronamiento del Partido Comunista de Polonia y Alemania oriental, asunto del muro de Berlín, remodelado de Hungría al modo «occidental»... «Lo que está ocurriendo –sentencia en conclusión nuestro profundo analista– es que estamos asistiendo con el final del milenio al ocaso del marxismo.»
No niego que el diagnóstico de referencia tenga un sentido y juego propios, pero sólo lo tiene –me parece– a una cierta escala del análisis. La fórmula «asistimos al ocaso del marxismo» tiene su sentido como abreviatura de muchos sucesos o procesos dados en el campo de los fenómenos (sustitución de símbolos, etcétera). De lo que dudo es de que esta fórmula tenga la profundidad «filosófica» que parecen atribuirle quienes la utilizan. A mi juicio, es una fórmula precisamente superficial que se queda en las apariencias y que en lugar de contribuir a esclarecer el significado de lo que está ocurriendo colabora a oscurecerlo y a embrollarlo. Es una fórmula ideológica utilizada por ideólogos que se encuentran, si no me equivoco, en estado de plena ingenuidad teórica.
Pues considero evidente que las fórmulas de referencia trabajan en el supuesto de que tienen sentido suficientemente claro el hablar de la «relación» entre el «marxismo y los países del Este» (o Partidos Comunistas de otros países). Pero es justamente esa supuesta relación lo que es oscuro y confuso. Porque al utilizar la categoría de esta relación no es que no estemos diciendo nada, sino que lo que es peor: estamos diciendo cosas muy diversas y contradictorias entre sí que se neutralizan y se oscurecen.
Parece evidente que cuando la disociación entre «marxismo» y «socialismo real» se lleva a efecto desde posiciones marxistas se está recorriendo un camino análogo al que recorren los cristianos que aborrecen los frutos históricos del cristianismo «constantiniano» como el «cristianismo traicionado». De este modo su cristianismo quedaría salvaguardado de historia de la Iglesia en todo lo que ella tiene de siniestra (como historia de la violencia, la guerra santa o la Inquisición, como historia de la corrupción y la complicidad con el «imperio» explotador).
Pero es muy difícil hacerse a la idea de un «cristianismo real» que ponga entre paréntesis los dieciséis siglos más llenos de su historia. Si el cristianismo «no hubiera pactado con el imperio» no hubiera sido una religión universal. Hoy sería una secta no más actual que la de los ebionitas, y Cristo no sería mucho más que Apolonio de Tiana, pero ¿no es preciso decir otro tanto del marxismo? Al margen de octubre y de sus consecuencias históricas universales, el marxismo no sería hoy mucho más que el conjunto de las prolijas especulaciones de un economista-metafísico alemán, un epígono marginado de la izquierda hegeliana. Es octubre y lo que siguió lo que ha conferido al marxismo el carácter de doctrina de significado histórico-universal. Históricamente es imposible disociar el marxismo del «socialismo real», aunque el reconocimiento de esta complicación no significa que conozcamos la naturaleza de la relación. Por ejemplo, no es nada evidente que la relación entre el marxismo y el «socialismo real» pueda ser entendida como un caso de la relación entre una teoría predictiva y la realidad de referencia de esa teoría al modo popperiano. Este modo de entender la relación parece habilitado «ad hoc», para concluir que los acontecimientos del Este están desmintiendo («falsando») la teoría marxista: lo que estará demostrando la «crisis del Este» es que ya no es posible considerar al marxismo como ese «telescopio del tiempo» del que hablaban los manuales del Diamat todavía en la época de Breznev. Pero semejante esquema sólo puede sostenerse supuesta, por un lado, la concepción popperiana de la ciencia, y, por otro, la interpretación de la doctrina marxista como una ciencia. Quien no comparta estos dos supuestos (es mi caso) no puede tampoco plantear la cuestión en estos términos. La doctrina marxista, sin perjuicio de su nervio racionalista indefectible, no puede ser reducida a la condición de una doctrina científica, pues es también «una tecnología política», un enjambre de proyectos prácticos, un conjunto abierto de saberes cuya coordinación sólo puede tener lugar en el proceso de «realpolitik».
Este proceso determina internamente la evolución de la propia doctrina marxista; y lo que los acontecimientos del presente están indicando es la efectividad de una transformación cuyo alcance es imposible fijarlo a priori. Hace algunos años sugerí, por mi parte, que esta transformación del marxismo no podía entenderse de un modo parcial, sino que comportaba una auténtica «umstülpung» o «vuelta del revés» de las doctrinas heredadas.
Pero en cualquier caso sería excesivo dar por evidente que la necesidad de la transformación de las doctrinas marxistas, obligada por las crisis de los países socialistas, nos da derecho a hablar ya de la «época marxista» como de una época casi pretérita de «alucinación colectiva», de una pesadilla ideológica de la que estamos todos despertando para volver a la «clara verdad del Occidente libre capitalista y democrático». Muchos piensan, en efecto, que al despedirnos del siglo estamos también muy cerca de lograr la reabsorción de la etapa marxista, como si ésta no fuese más que una suerte de errata histórica que puede ser borrada, como puede ser borrado el muro de Berlín. Semejante visión de los hechos es enteramente ideológica y parece orientada a lograr, por un lado, el olvido del efectivo significado histórico-universal del marxismo real, y, por otro, a alimentar la ficción de la persistencia de una concepción «humanista, occidental, cristiana», que sería la alternativa de ese marxismo agonizante. La situación es muy distinta. No existe tal concepción alternativa con el sentido de una alternativa racional (el cristianismo o el islamismo son propuestas preterracionales, por no decir irracionales). Porque Occidente ha evolucionado durante este siglo como contrafigura del Este, del marxismo, casi como pura negatividad. Por ello, al desdibujarse el referente marxista, la vacuidad ideológica de Occidente queda al descubierto: la OTAN, por ejemplo, y todo lo que en su entorno se agita, pierde su justificación. La crisis política e ideológica del Este implica la crisis ideológica y política del Oeste.
No creo, sin embargo, que tras la crisis sea posible restaurar una doctrina que pudiera considerarse como una especie del género «marxismo», entendiendo el «género» en su sentido porfiriano (es decir, en el sentido de lo que es común e idéntico, aun parcialmente, a las especies). La nueva concepción tendrá que ser muy distinta, y aún opuesta, al marxismo histórico, y, sin embargo, una tal doctrina aún podría genéricamente marxista, tomando el «género» en su sentido plotiniano: «La raza de los heráclidas forma un género –dice Plotino (Enneada, VI, 1, 2)– no porque todos tengan un carácter común, sino porque proceden de un mismo tronco.»