Filosofía en español 
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[ Alberto Lista ]

De la sublimidad


Entre las bellezas que adornan la naturaleza y que imita el arte, se distinguen algunas por la impresión diferente que nos causan. La imaginación siente placer al contemplarla; pero no aquel placer tranquilo y suave que sentimos a la vista de un hermoso jardín, de un edificio bien proporcionado o de una composición elegante. El gozo que producen los objetos sublimes va acompañado de cierta agitación e inquietud. El alma no puede permanecer, por decirlo así, en su situación habitual: busca una esfera más elevada, desde la cual pueda percibir un espectáculo demasiado grandioso para sus fuerzas ordinarias: y al remontarse sobre ellas, experimenta el terror propio del que se entrega a un elemento desconocido. Por eso se llaman sublimes los objetos que producen esta clase de sensación; y sublimidad la cualidad en virtud de la cual son capaces de producirla.

Esta sensación y el placer que de ella resulta, mayor ciertamente que el que producen los objetos que no son más que bellos, es exclusiva de la imaginación, y no pertenece a los sentidos. Generalmente se contrapone la belleza a la sublimidad, y no sin razón, atendidos los diferentes efectos que nos causan. Escipión, devolviendo la hermosa esclava a su esposo, es un modelo de belleza moral: Codro, sacrificándose por su patria, llega en la misma línea a lo sublime. La acción del romano es bella, la del Rey ateniense heroica. Un arroyuelo que corre suavemente halagando las flores de sus márgenes, es un objeto bello: un torrente impetuoso, que desciende de las cumbres arrebatando en su carrera troncos, cabañas y ganados, es un objeto sublime.

Pero si se observan con más atención estas diferencias, se verá que la sublimidad no es una contraposición de la belleza, sino una adición. El verdadero contrapuesto de la belleza es la deformidad.

¿Qué es lo que se añade a la idea de la belleza para producir las impresiones propias de la sublimidad? La percepción de un gran poder puesto en ejercicio. Vemos que muchos objetos sensibles a la vista se elevan desde bellos a sublimes solo con el aumento de las dimensiones, y al contrario, reduciéndolas a modulo más pequeño, descienden de sublimes a bellos. El templo de San Pedro en Roma, reducido a menor tamaño, carecería de la sublimidad de masa, que es propia de su gigantesca mole; pero la belleza de sus proporciones subsistiría. Una acción virtuosa no es más que bella cuando no supone un grande sacrificio, un grande esfuerzo del alma; pero será sublime, sí para ejecutarla se necesita un corazón magnánimo y que sabe triunfar de los afectos más enérgicos del corazón humano. El que socorre al indigente y el que perdona al homicida de su hijo, hacen dos acciones, ambas bellas, porque ambas están en armonía con los principios universales del orden social; pero la acción del segundo, además de bella, es sublime; porque para ejecutarla se necesita un esfuerzo muy extraordinario de virtud.

Esto es tan cierto, que los objetos más sublimes de la naturaleza pueden perder este carácter al describirlos, si el autor no sabe expresar la idea de un poder superior, puesto en ejercicio. Procuraremos darnos a entender con un ejemplo. Uno de los asuntos que excitan más en nuestra imaginación la impresión de la sublimidad, es el infinito poder, y al mismo tiempo invisible y misterioso para nosotros, aunque indudable, que con un solo acto de su voluntad sacó todas las cosas de la nada. Y sin embargo, esta frase: a la voz del Criador se embelleció el orbe con los esplendores de la luz, por más elegante y magnífica que sea, no hace en la imaginación un efecto sublime. Se expresa a la verdad, el poder de Dios: mas no lo hace sentir el escritor. Comparemos esa frase con la expresión de Moisés: dijo Dios: hágase la luz, y la luz fue hecha, y se verá que el texto sagrado, en su concisión, en su sencillez y en su forma dramática nos pone, por decirlo así, de bulto el poder del Criador y la prontitud con que su voluntad es obedecida.

Igual mérito tiene esta otra expresión: tocas los montes y humean (tangis montes et fumigant), para significar el poder de Dios sobre el corazón del hombre. Y obsérvese, que si hubiera dicho, tocas los montes y arden, no habría expresado tan enérgicamente el pensamiento. La llama podría ser no más que superficial, como la de un edificio abrasado por las puertas. El humo supone que el centro de la montaña está ardiendo cuando Dios ha tocado su cima: y anuncia por consiguiente una acción más íntima, más pronta, más poderosa. Igual reflexión nos sugieren las palabras de Jeremías hablando de las puertas de Jerusalén, derribadas por el Señor en su ira: Defixae sunt in terra portae ejus: clavadas yacen sus puertas en el suelo. Cayeron con tal violencia, que quedaron clavadas en la tierra. ¡Con cuánta más viveza pinta esta frase el poder, el enojo del que las derribó, y la dificultad de restituirlas a su sitio, que si hubiera dicho sencillamente: yacen sus puertas derribadas! Esta expresión sería bella, mas no sublime.

Nadie extrañará que hablando de la sublimidad se dé la preferencia a los ejemplos tomados de la Biblia, que es el más sublime de todos los libros, no por ser el más antiguo, no por ser de un pueblo nómada y sin civilización, como han querido decir algunos, sino porque su autor y su objeto es el más sublime de todos; esto es, el verdadero Dios.

Todas las reglas que han dado los autores de poética para la expresión del sublime, deducidas de la naturaleza y de la observación, confirman la doctrina que acabamos de dar, a saber, que todo lo sublime es bello, aunque no todo lo bello sea sublime. La frase en que se quiere encerrar un pensamiento sublime, ha de ser, dicen, sencilla, concisa; ha de contener las circunstancias más propias para que resalte la sublimidad, esto es, para que se haga más sensible la grandeza del poder que obra. Concluyen observando que la impresión del sublime es demasiado violenta para que sea duradera, y así que no se debe prolongar excesivamente. Todas estas reglas, que son muy ciertas y que pueden aplicarse a los ejemplos ya citados, y a otros innumerables que pudiéramos presentar, prueban que los objetos sublimes tienen una clase particular de belleza, correspondiente a la idea asociada de un gran poder: idea que puede desaparecer de la expresión, como ya hemos visto, sin que el objeto pierda por eso su belleza.

De aquí se infiere que en las bellezas sublimes existe el mismo principio de unidad, que constituye las otras: pues la idea del poder, que es la que conmueve y eleva nuestra alma, no despoja al objeto de sus relaciones armónicas con el orden físico y moral del universo. Se ha celebrado, y justamente, como sublime, este verso de Racine:

Celui qui met un frein a la fureur des flots:

pero ya antes había dicho lo mismo nuestro Lope de Vega con más sublimidad:

El que freno dio al mar de blanda arena.

El epíteto blanda hace resaltar más el poder y sabiduría divina que con una cadena tan débil sujeta un elemento tan poderoso. Este verso está en la corona trágica, poema de cinco cantos y cerca de mil octavas, en las cuales quizá no se encontrará otro verso bueno, sino el que hemos citado.

Uno y otro son sublimes sin dejar de ser bellos: porque el objeto que describe está enlazado con los principios del orden físico del universo. En cuanto a las bellezas morales, por más que se eleven al más alto grado de sublimidad, ¿podrán, sin dejar de ser bellezas, separarse del orden moral? o en otros términos, ¿podrán dejar de estar en armonía con los sentimientos religioso y social, innatos en el hombre?

Tiempo es ya de que hagamos una breve enumeración de los principios que hemos expuesto hasta ahora. El hombre tiene la facultad de percibir, de discernir y de gozar los objetos bellos de la naturaleza, y de los imitados que le presenta el arte. A esta facultad llamamos gusto. Los placeres que proporciona existen todos en la imaginación, y nada tienen de sensuales. Las bellezas sublimes se caracterizan por la idea asociada de un gran poder puesto en ejercicio: idea que comunica al placer del gusto cierta conmoción inquieta, que eleva el alma.

El hombre tiene también la facultad de reproducir por la imitación los objetos bellos de la naturaleza. La poesía, tomada en su acepción más general, comprende el sentimiento del gusto y la actividad del genio, que reproduce las bellezas, escogiéndolas. La diversidad de las artes de imitación depende solo del instrumento que cada una toma para imitar.

El orden físico, moral e intelectual del universo encierra el tipo de todas las bellezas posibles. Así la forma característica de lo bello es la unidad: esto es, la reducción al orden. Hemos demostrado este principio universal en todas las bellezas de la naturaleza y del arte.

Hemos probado pues que la poesía, considerada general y especulativamente, es la psicología de un sentimiento y de una facultad del hombre, diversa de las demás: tiene un objeto determinado y fijo (la imitación de la belleza): tiene varios instrumentos para lograr este objeto. Es pues, una ciencia, de que son auxiliares las que se refieren a los instrumentos de la imitación, y cuyos principios esenciales, deducidos de la observación y del raciocinio, han de referirse precisamente a la impresión que causan en nuestra fantasía los objetos bellos y a las calidades mismas de estos objetos.= A. L.

(El Tiempo.)