[ Proyecto de ley para emancipar la Iglesia de España de su dependencia de Roma ]
Exposición y proyecto de ley leídos a las Cortes por el señor Ministro de Gracia y Justicia, en la sesión de 20 de Enero de 1842
Real Decreto
A las Cortes.= La potestad de atar y desatar concedida a los Apóstoles, lo fue igualmente a los sucesores de estos, los obispos. Enviados aquellos por el mundo a predicar el Evangelio, ejercitaron plenamente sin reservas ni restricciones aquella misma potestad. Sin contar con el primado de Roma, no solo los Apóstoles, sino también sus discípulos elevados al obispado decidían en materias de fe, dispensaban en lo que se presentaba necesario, y creaban obispos que para ejercer su potestad no necesitaron obtener de Roma ni la confirmación ni las bulas que la acreditasen, ni pagar por esto cantidad alguna de dinero. Las falsas decretales, proponiéndose elevar aquel primado a un poder que desde la fundación de la Iglesia jamás había sido reconocido, principiaron por menguar la potestad de los obispos, reservando a aquel lo que era propio de estos.
Roma, alagada con estas doctrinas, después de ampliar sus facultades en lo espiritual, trató de extenderlas a lo terreno, aspirando a la monarquía universal. Nada tenía de extraño que quien extralimitándose del reino de Jesucristo, que él mismo proclamó no ser de este mundo, invadía la autoridad temporal, se arrogase las facultades espirituales concedidas como a él a sus coepíscopos.
Los Príncipes seculares, algún tiempo vejados y humillados por esa supremacía universal sostenida por el fanatismo y propagada con el abuso que se hacía de la ignorancia y preocupaciones de los pueblos, rechazaron mas pronto o mas tarde, con mas o menos energía y fortaleza, aquella supremacía, y por último trazaron la línea que separa al sacerdote del imperio, contentos con haber restablecido su independencia. No todos se cuidaron de la disciplina de la Iglesia, de sus dominios, y o no conocieron o creyeron no ser perjudicial a su política esa omnipotencia eclesiástica que podía cooperar eficazmente a sostener el imperio de su voluntad absoluta sobre los pueblos. Y de aquí es que mas de una vez los rayos del Vaticano, la autoridad y tribunales eclesiásticos vinieron a ser nuevos instrumentos de una política opresora y altamente despótica, así como también en alguna ocasión a turbar la quietud de los pueblos y a relajar la obediencia de estos a sus Príncipes.
Libre estuvo la España de esta influencia antes de la invasión de los árabes. Constante en la fe, según la profesión del célebre concilio de Nicea, la Iglesia española arregló por sí, de acuerdo, con intervención y aprobación de los Reyes, todos los puntos de disciplina interior y exterior: sus decisiones se acordaban en aquellas célebres asambleas, convocadas y presididas por el Rey, compuestas de prelados y de grandes del reino, y en que indistintamente se trataban los negocios espirituales y terrenos. De aquí es que las resoluciones de estas asambleas, llamadas concilios, participaban del doble concepto de leyes y de cánones. Para nada se acudía a Roma: para nada se salía del reino: con nada se contribuía a aquella corte, y la religión católica florecía entonces en España con más gloria que nunca.
La desastrosa jornada del Guadalete, en que vino al suelo hecho pedazos el trono hasta entonces glorioso de los godos, dejó el reino a merced de los vencedores, que lo inundaron con sus ejércitos, sembrando por todas partes el terror, la desolación y el asombro. Desde entonces huyeron de nuestro suelo las ciencias, y el manto nebuloso de la ignorancia cubrió nuestro desgraciado hemisferio. Ya no hubo ley ni otra ocupación que la de la guerra en los primeros siglos de la restauración; y cuando se echaron los fundamentos de la nueva monarquía entre el estrépito de las armas, no había otra idea que la del triunfo, ni otro estudio que el de los medios de adquirirle. Pocas o ningunas leyes se acordaron en aquellos tiempos de inquietud y desasosiego: los consejos del poder se dirigían exclusivamente a la guerra y a las conquistas como era natural. Así, no solo se olvidaron las leyes y los cánones, sino que ni medios había para restablecerlas ni para dictar otras nuevas.
Ya mas adelantada la restauración, aunque no la ilustración, apareció en el trono de España un Príncipe, justamente apellidado Sabio, que con una sublimidad de conocimientos singular y prodigiosa en aquellos tiempos, escribió un cuerpo de leyes sistemático, que si bien se resiente en algunas de sus partes de los usos y hasta de las preocupaciones de los tiempos en que se redactó, ha llegado en lo demás hasta nuestros días sin envejecer a pesar del trascurso de tantos siglos, con menos de los cuales han caducado otros códigos, y naturalmente deben caducar los mas.
Por desgracia para la pura y antiquísima disciplina de la Iglesia de España, pocos años antes que D. Alonso el Sabio escribiese sus partidas, se había principiado a enseñar en Bolonia el derecho canónico, reducido entonces principalmente a la compilación del monje Graciano, que sin crítica ni conocimiento, y acaso con designio, había incorporado en ella las falsas decretales de Isidoro. También en legislación ha habido modas, y en aquellos tiempos se generalizó demasiado la del derecho canónico, desgraciadamente tomado de fuentes tan impuras como cenagosas.
Así es que en las Partidas, al paso que se notan reminiscencias de la disciplina purísima de la Iglesia de España, se ven con preferencia adoptadas las doctrinas de la escuela de Bolonia contrarias a las de nuestros concilios nacionales, y depresivas de su pura y santa disciplina.
Nada tiene de extraño que de esta suerte se propagasen en nuestra patria: que se reconociesen y estudiasen las reservas, ni que en consecuencia se recurriese desde entonces para todo a Roma. Mas adelante, y sin pasar muchos siglos, cuando ya el estado de la restauración dio algunas treguas para el estudio, cuando pudieron hacerse recuerdos sobre los pasados tiempos y sucesos de gloria y de esplendor, cuando fueron saliendo de los sitios en que habían estado ocultos los códigos y concilios de la antigua Iglesia, y cuando la crítica severa e ilustrada pudo hacer sus investigaciones, se descubrieron la impostura de Isidoro, la ignorancia o la malicia del monje Graciano, y principiaron a hacerse restricciones a las facultades que con ese apoyo se había arrogado la Corte de Roma, y aun resistencia a las disposiciones que en su virtud emanaban de aquella.
Dignos de prez y de eterna y agradecida memoria deben ser sin duda los Príncipes españoles, que reconociendo sus facultades y mirando por el bien de sus pueblos, se opusieron a esas invasiones omnímodas que descansaban en fundamentos tan deleznables, y con que se chupaba la sustancia de los pueblos de España para sostener el lujo de la curia romana, dominada de una avaricia condenada por el Evangelio. Desgracia es sin embargo que no haya habido perseverancia en aquellas sabias y saludables disposiciones; y tanto más deplorable es esta desgracia, cuanto que de creer es que ella fuese causada por una política provechosa a los imperantes, puesto que no puede dudarse cuán perjudicial fuera a los pueblos, a quienes empobrecía.
A esta política, y no a otra causa debe atribuirse que las importantes reclamaciones encargadas a los célebres e ilustrados Pimentel y Chumacero, que conducidas con tanta sabiduría, dejaron sin contestación al ministerio de Roma, viniesen a pasar en un concordato, que como todos los celebrados con aquella corte, solo han tenido el triste resultado de dejar en pie los abusos y regalar crecidas cantidades de dinero a la insaciable curia, que no por esto abdicó la astuta maña con que desde el momento que por un concordato sacaba algún partido, principiaba a minarlo para ponerse en el caso de venir a otro que llevase a su poder nuevas sumas de dinero, arrancadas a los pueblos en medio de la miseria.
A esta misma política perjudicial a los pueblos es debido también que los esfuerzos constantes del ilustre Campomanes por el restablecimiento de la pura disciplina de la Iglesia, no fuesen coronados con el éxito brillante que merecían y les era debido, y que continuasen los abusos, y que para todo se acudiese y se contribuyese a Roma. Escandaliza el leer las sumas que se han remitido a esa curia por las bulas de confirmación de los obispos, y cómo se distribuían: escandaliza lo que cuesta cada dispensa hasta la mas insignificante, el número anual de estas, y las gruesas sumas de dinero que con este motivo se extraen de esta, por tantos títulos, desangrada nación; y por último, escandaliza cómo un poder, que se recibió gratuitamente, solo se ejerza mediante el pago, contraviniendo al expreso mandato de dar gratuitamente lo que gratuitamente se había recibido.
De temer es que todos estos abusos y escándalos se habrían perpetuado por el excesivo respeto de los españoles a los pactos y también a la santidad del Pontífice romano, si él mismo no hubiese puesto a la España, no en ocasión, sino en necesidad absoluta de cortar aquellos abusos y escándalos, y si con la falta de cumplimiento de los concordatos por su parte no hubiese eximido a esta nación piadosa de su cumplimiento por la suya, sin faltar en esto a los respetos que siempre le conserva.
Confundiendo indebidamente la corte de Roma los conceptos diversos que su Santidad reúne de Príncipe temporal y pastor de la Iglesia, ha desatendido y desatiende la de España por espacio de nueve años, valiéndose del segundo concepto para llevar a cabo las hostilidades que solo en el primero pudo decretar, y que en tal concepto siempre serían bien indiferentes y poco importantes para la España. En este sentido se ha negado en los términos expuestos en el manifiesto del Gobierno de 30 de Julio del año último, a todo cuanto el estado de la Iglesia de España exigía, según la disciplina existente, aunque fundada en los viciosos principios que van indicados. Y no se ha contentado con esto, sino que en su impolítica y menos evangélica alocución de 1.º de Marzo último manifiesta haber levantado un muro delante de Israel: que es lo mismo que cortar toda comunicación con España: negarse abiertamente a todo lo que es de su obligación, y dejar la Iglesia española imposibilitada de seguir una disciplina, que aunque contraria a sus cánones y a su bienestar, observaba sin embargo religiosamente con graves e insoportables perjuicios de los españoles.
En tal situación, a la España no le queda otro arbitrio que o doblar la rodilla ante un poder temporal, que es el que exclusivamente rige al espiritual, renunciando a su soberanía y los actos emanados de esta, o buscar el alivio de sus necesidades y la expedición de sus negocios eclesiásticos en otra disciplina, emanada de sus concilios católicos y nacionales, y observada por espacio de muchos siglos con general aprobación y sin ninguna resistencia ni oposición.
Lo primero sería mengua del honor y de la independencia de la nación; y no sería nunca el Gobierno actual el que lo propusiera y aconsejara, celoso como es de que nunca se menoscabe la soberanía, el decoro, la independencia ni las facultades del pueblo español legítimamente representado. Lo segundo en tal situación, en la necesidad en que a este mismo pueblo, a su Iglesia, a sus Cortes y al Gobierno ha puesto la de Roma, es no solo precedente y lícito, sino de absoluta necesidad.
Fundado pues en todas estas consideraciones, autorizado expresamente por su S. A. el Regente del Reino, y de acuerdo con el parecer del Consejo de Ministros, tengo el honor de someter a la deliberación de las Cortes, las disposiciones que para salir de la necesidad en que la corte de Roma ha puesto voluntaria e indebidamente a la España, se comprende en el siguiente
Proyecto de Ley.
Art. 1.º La nación española no reconoce y en su consecuencia resiste las reservas que se han atribuido a la silla apostólica con mengua de la potestad de los obispos, bajo cuyo título se ha tenido y tiene hostilmente desatendida la Iglesia de España en sus mas importantes necesidades.
Art. 2.º Se prohíbe toda correspondencia que se dirija a obtener de la curia romana gracias, indultos, dispensas y concesiones eclesiásticas de cualquiera clase que sean, y los contraventores serán castigados con las penas señaladas en la ley 1.ª, tít. 13, libro 1.º de la Novísima Recopilación.
Art. 3.º Los breves, rescriptos, bulas y cualesquiera otras letras o despachos de la curia romana, que sin haber sido solicitadas directamente desde España vinieren a personas residentes en este reino, no solo no podrán ser cumplidas, ejecutadas ni usadas, pero ni aun retenidas en poder de las personas a quienes viniesen, por mas tiempo que el de 24 horas, que se señalan de término para entregarlas a la autoridad superior política, a fin de que las remita al Gobierno. Toda infracción a lo dispuesto en este artículo será asimismo castigada con las penas establecidas en el anterior.
Art. 4.º Se prohíbe acudir a Roma en solicitud de dispensas de impedimentos, y no se dará curso a ninguna solicitud de esta clase.
Art. 5.º Por ahora, y mientras que en el código civil se hace la debida distinción entre el contrato y sacramento del matrimonio, se regularizan los impedimentos y determina la autoridad que ha de dispensarlos y el modo: los M. RR. arzobispos y RR. obispos de España, usarán por sí o sus vicarios de las facultades que les competen para dispensar, siguiendo la conducta en este punto observada por prelados predecesores suyos, y arreglándose en ello a lo ordenado en el concilio de Trento, que dispone que rara vez y siempre gratuitamente se dispense.
Art. 6.º Por ningún título ni bajo ningún concepto volverá a enviarse de España ni por cuenta de España dinero alguno a Roma directa ni indirectamente con destino a aquella corte y su curia por motivos religiosos, bajo la pena de perder con otro tanto lo que se envíe, si fuere aprehendido, o de pagar una multa del doble de lo enviado, y de sufrir además el castigo que corresponda con arreglo a la citada ley 1.ª, tít. 13, libro 1.º de la Novísima Recopilación.
Art. 7.º En ningún tiempo se admitirá en España nuncio o legado de S. S. con facultades para conceder dispensas ni gracias, aunque sean gratuitas: las facultades que se les concedieren a este fin serán retenidas cuando presentaren sus bulas al pase.
Art. 8.º La nación no consiente la reserva introducida de confirmar en Roma y expedir bulas a los prelados presentados para las iglesias de España y sus dominios; debiendo arreglarse este punto a lo dispuesto en el canon 6 del Concilio 12 de Toledo, y a la más pura disciplina de la Iglesia de España.
Art. 9.º El eclesiástico presentado para alguna de dichas iglesias que intentare su confirmación en Roma, o la expedición de bulas, tanto para esta, cuanto los metropolitanos para obtener el palio, y los que las obtuviesen subrepticiamente, serán extrañados del reino y sus temporalidades ocupadas.
Art. 10. Las mismas penas expresadas en el artículo anterior serán aplicadas a los prelados que se negaren al cumplimiento de lo dispuesto en esta ley.
Art. 11. Respetando en el Sumo Pontífice la calidad de centro de unidad de la Iglesia, tendrán curso todas las comunicaciones que terminen a puntos de esta naturaleza; pero deberán dirigirse todas por conducto del Gobierno, el cual las examinará para calificar las que sean de esta clase; las que no pertenecieren a ella, serán retenidas.
Art. 12. Quedan suprimidas las agencias de Preces a Roma, establecidas en aquella corte y en la de Madrid.
Art. 13. Se derogan todas las leyes, renuncia la nación todas las concesiones hechas a su favor por la silla apostólica, y no consiente las reservas contrarias a lo que en esta ley se establece y determina.
Art. 14. Se expedirán las oportunas circulares a los muy RR. arzobispos y RR. obispos del reino para que cumplan con lo dispuesto en esta ley, y cooperen con la mayor eficacia a que se conserve la tranquilidad de las conciencias entre sus respectivos diocesanos, y les hagan conocer la justicia y necesidad con que las Cortes y el Gobierno han tenido que tomar estas disposiciones.
Madrid, 20 de Enero de 1842.= José Alonso.