Citius Altius Fortius
Madrid, 1959
 
tomo I, fascículo 3
páginas 313-323

Ángel Alcázar de Velasco

La taurocatapsia, el primer deporte del hombre

¿Es la tauromaquia deporte o sacrificio ritual vigente en la antecedencia de los primeros ensayos espirituales realizados por el hombre cuando se dió a la idea inconcreta de lo eterno? Tras consideraciones y estudios de cuanto sobre el tema se ha escrito, más mis propias deducciones, he llegado a la conclusión de que ambas manifestaciones son una misma cosa a la vez, aunque la primera, el deporte, sea el origen natural de la segunda. Claro está que el deporte es consecuencia de la primitiva y única necesidad en la especie: la comida.

No sólo creo que la taurocatapsia fué el origen del deporte, sino que admito en ella la primera ocupación del hombre primitivo y, por ende, la raíz de cuanto hubo de particular en la remota vida de los primeros seres racionales. Y lo admito porque no se puede entender de otra manera la conducta de un animal oscuro y lento en decidir la quimera de la subsistencia, a la que llega en el transcurso de milenios por la brutalidad de su esfuerzo, del que se valen las generaciones sucedidas sin presencia en actividades creadoras.

Aclaro en primer lugar que, al referirme a la taurocatapsia, no pretendo localizar en el espectáculo taurino de nuestros tiempos ni el más insignificante de los hechos que el hombre viene realizando con el toro desde que lo halló en el camino de su existencia, enfrentándose con él y viviendo de él durante períodos de duración imprecisa que quizá jamás lleguen a determinarse con exactitud.

Sin menospreciar el espectáculo taurino del día, a tono [314] con el día –sería tanto como despreciarme a mí mismo–, dejo a éste donde está como depositario de los valores histórico-tauromáquicos, y comienzo escarbando en las tierras, donde, por lógica de aquella existencia, se debieron alimentar las primeras raíces.

Tanto el marqués de Tablantes cuanto el conde de las Navas, amén de todo el que se ha dedicado a esta investigación, buceando en la ya copiosa documentación existente, dieron con el hoyo donde las referencias durmieron sepultadas desde ha miles de centurias, hurtando al científico antecedentes de primer orden. Sin embargo, con ser mucho el contenido de sus hallazgos, éstos apenas fueron más allá de la cerámica y las pinturas murales aparecidas en las cavernas españolas y del sur francés, porque unas y otras fuentes son relativamente recientes si tenemos en cuenta los millones de años transcurridos en la azarosa vida del hombre, sometida a la lenta evolución de su inteligencia. Y aún más, la tauromaquia, en este caso la taurocatapsia, hallaremos, si lo consideramos desapasionadamente, que quizá se remonte al homo sapiens, que quizá se produjo en el «eslabón» que unió a quien fuera con el hombre Neanderthal, porque debemos suponer que, aun sin desarrollo, la mentalidad de los primeros seres en aquella transición a lo racional, y antes de llegar a ésto, no sé si con categoría humana, debió de ser más intuitiva que en cualquier otro animal viviente de su época.

Aun sin ideas precisas y ordenadas la mentalidad, en proceso de formación, de aquellos seres, debió, al intuir las necesidades, hacer alguna gimnasia cerebral con la que maduraron sus primeras razones y éstas hubieron de ser encaminadas a salvar la progenie mediante el abandono de la homofagia, puesto que ya está descartada la sospecha de que el hombre fuese herbívoro en sus principios. Está ampliamente admitido que nuestra especie es, por naturaleza –y en su origen debió serlo aún más, valorando su peculiar salvajismo–, carnívora, y que ante la imposibilidad de [315] alcanzar a cualquier otra criatura sanguínea o la insuficiencia de las halladas en su derredor, recurrió a su propio género, más por instigación del hambre que por instinto. Aunque, por otra parte, es dudoso que existiese en aquel tipo de hombre –sin más ocurrencia en su cerebro que comer y sestear– otra preocupación respecto a la familia que la natural por la cría en todo animal procreador, extinta en cuanto la progenie llega a la edad adulta. Y es lógico que en el curso progresivo de la incipiente inteligencia, y con una secuencia realmente positiva, sustituyese al semejante por la bestia: que le fué mucho más fácil atrapar entre las que le rodeaban.

Pensando en la magnitud de aquellas remotas criaturas antediluvianas, que con el ancestro compartieron el suelo donde moraban, y la pequeñez mental de nuestros primeros mayores, podemos admitir que debieron transcurrir siglos entre la ocurrencia y la decisión de cazar al animal elegido del que había de mantenerse; y debemos creer que, cuando se decidió, hubo de hacerlo por la bestia que más ventajas le daba –y mejor carne poseía–, si ventaja se puede llamar a la fiereza y acometividad, carácter peculiar del toro.

Entre los restos que nos ha conservado el subsuelo, y para nuestro estudio, la única bestia que le ofreció franca posibilidad fue el bos, que, en sus primeros siglos, debió de estar menos definido que hace tres mil años, cuando el hombre se empieza a preocupar de su conservación pura, o, más preciso, en la conservación de la degenerada especie si, como nos han enseñado, en los comienzos no sólo era distinto el bos en configuración, sino morfológicamente casi sin semejanza{1}.

Y esto es lo que nos induce a creer que el primer animal con el que el hombre hubo de entendérselas para vivir fue éste y ningún otro. [316]

Dando por ciertas estas conjeturas, el deporte nació cuando los hombres de una tribu se lanzaron a la aventura de capturar la bestia propiciatoria. La valoración del deporte entre quienes estaban de meros espectadores debió de alcanzar proporciones extraordinarias, puesto que la hazaña suponía una decisión de vida o muerte.

En este ejercicio de cazar al toro únicamente para su alimento debió de gastar cientos de generaciones, hasta que otras más sabias hallaron regocijo en la manera de capturar la bestia y la organizaron por equipos, puesto que a un solo hombre le era imposible derribar y terminar con la fiera. Ya aquellas nuevas generaciones no sólo la comida encontraron en el toro, cazado mediante la taurocatapsia, sino que la convirtieron en fiesta. Fiesta de la que partió la presencia pública y, por ende, un modo de cultura consistente en la norma del comportamiento civil y en la enseñanza de mañas y ardides para el logro de su única ocupación. Con la captura de la bestia llegaron los balbuceos del comercio, mediante el trueque de las pieles y cornamentas –que empezaron a significar los atributos de fuerza con que se distinguía el individuo poderoso{2}– por elementos necesarios en las colectividades de otras latitudes, en donde el toro no se daba o aún no se habían decidido a su captura.

Aparte de las deducciones anotadas, hay otra que me lleva más cerca del convencimiento: el miedo hereditario en la Humanidad hacia el toro. Miedo injustificado si meditamos en su fácil equivocación. Naturalmente, fácil hoy que nuestras ideas son amplias, pero dificilísimo cuando entre [317] hombre y toro no había otra diferencia que la rapidez instintiva, por lo que el toro debió de cobrar muy cara su vida, y los estragos son los que crearon la leyenda terrorífica de su peligro: peligro inexistente, pues de ir a él quienes lo lidian, sin el prejuicio del miedo, el toro no causaría más daño que el meramente accidental.

Conocimiento real del toro y su aplicación al deporte

Dejando estas elucubraciones sobre si el toro es el primer antagonista del hombre –precisamente por la necesidad que de él tenía–, el primer perseguido, situémonos en días posteriores, en los que la Humanidad encarnó en el toro las principales virtudes espirituales, tomándolo como intercesor entre el dios imaginario de la paganía y sus deseos naturales en la ambición humana.

Cuando el hombre, al paso de milenios, quizá millones, descubre la nobleza del bravo animal, que se le entrega sin huir, peleando hasta la muerte o acercándose cándidamente a la trampa, crea la divinidad taura, que no sólo representa la fortaleza –única superioridad que el hombre de las primeras civilizaciones reconoce en los ensayos con los que busca una conciencia por encima de la propia–, sino que llega hasta fiarle incluso el milagro{3}, alcanza en el deporte su máxima jerarquía sirviendo de poder viviente frente al poder de la inteligencia humana.

Había el hombre ideado nuevos saltos y piruetas, colosalizándolos al realizarlos sobre y con el toro. Ya no es solamente un salto hábil el que el deportista ejecuta limpiamente, sino heroico, porque la duda, la equivocación, aparejan la desgracia y el toro se reproduce en el arte escultórico y pictórico. No sólo son los vasos de Hagia Tríada, sino [318] los frisos de cuantos monumentos y templos se elevan. En ellos el toro da fe de que el hombre no sólo es inteligente, sino heroico, generoso, que, en holocausto del regocijo –y de la fama–, se sacrifica si es menester. El toro que trajo el deporte es ahora el deporte que le trae a él, el que le asume. Belleza por belleza. El deportista ha creado una nueva línea corporal en lo masculino y la une a esa ráfaga proyectada por la bravura que es el toro. El deporte gana con el toro y el toro se encumbra con acudir a la cita del deporte.

Fabricio Valserra{4} dice que «las luchas entre el hombre y el toro, tal como aparecen en monumentos de la civilización micénica, anterior a la de la Grecia clásica, fueron llevadas allí por viajeros procedentes de España». Estas fiestas eran muy loadas porque en ellas se conocía la fuerza y la destreza de sus actores.

Europa se salva cabalgando sobre un toro –de ahí su nombre– si damos crédito a la leyenda. Aun no pasando de fábula, el hecho de que esta leyenda haya logrado mantenerse durante milenios en la creencia de los pueblos, supone que, para la Humanidad, el toro lo era todo en lo superior y, por consecuencia, tenía que serlo también en la parte que más ha apasionado al hombre en todos los tiempos: el juego.

Tanto los fósiles cuanto los dibujos arcaicos a nuestra disposición, nos muestran un toro gigantesco, comparado con el actual, aunque de cornamenta regular en comparación con el organismo, y no obstante ser esos cuernos de distinta formatura a la de los que pastan en nuestras dehesas por el albedrío natural en que vivían, no dejan de darnos a entender que los empleaba con harta frecuencia, arreglándoselos en piedras y árboles para hacerlos más certeros en sus acometidas; también la cabeza era distinta, sobre todo la careta, en que aparecen las huellas de su antiquísima existencia{5} [319] y con la que llega en España hasta el siglo XVII, cuando comienza el cruce de razas con que se logra remozar el aspecto del toro. En los demás países se extingue{6}, quizá por no haber trasmutado su trayectoria.

En 1932, un miembro de la Academia francesa de Nimes, Gaston Bouzanquet, dió una conferencia en el X Congreso Prehistórico de Francia sobre el tema «El toro de la Camarga». Bouzanquet solicitó de los sabios arqueólogos una especial atención a sus afirmaciones de que el toro aparece ante el hombre como animal divino, como animal superior, y que su temperamento invita al hombre a pelear con él, a medir sus fuerzas. Cree, y así lo expuso ante el ilustre auditorio, que el espectáculo tauro es en sus primeros días un oficio religioso que, a través de los siglos, se convierte en laico, aceptando de él lo que tiene de diversivo.

El marqués de Tablantes nos dice: «En época antigua tuvieron lugar por necesidad los primeros encuentros y luchas entre el hombre y el toro, para poderlo dominar y reducir [320] a su servidumbre, lo que debió conseguir por medio de la fuerza y las mañas{7}.

Esto es justamente la taurocatapsia. Pero a esta época a que se refiere el marqués era la en que el hombre ya se había comenzado a civilizar y aun más, era un tiempo en el que había conseguido la industrialización de muchos objetos, entre ellos el cordel, porque, dice, «estas primeras faenas también se hicieron a caballo para enlazarlos, y unas y otras gozaron desde remota fecha de gran fama». Es decir, esas faenas sucedieron cuando el hombre ya había dominado al caballo, había construido la soga y había logrado hacer el nudo, y con el nudo el lazo. Pero a tales faenas tuvieron forzosamente que anteceder otras, las primitivas.

En el mismo tono, y con parecidos argumentos, el conde de las Navas{8} llega a la conclusión de que el toreo, precisamente como deporte, tiene origen en las primitivas faenas que el hombre llevó a cabo, ambas para subsistir.

No obstante, el toro de entonces, como Ortega y Gasset{9} nos ha dicho, por ser una fiera informemente grande, era de tamaño muchas proporciones menor que la sauriofamilia [321] de aquel incógnito tiempo, más asequible que la reptílea, porque entre otras calamidades para el hombre llevaba la de su veneno. Todo ello viene a confirmar nuestra teoría de que fué el toro el primer elemento con que el hombre cuenta para sus juegos heroicos, pues hay que suponer que, por instinto, el hombre tuvo sus juegos naturales como cualquier animal los tiene y ellos originaron un deporte.

El toro, por ser más pequeño, más ágil y, sobre todo, más combativo, era el más propicio para que el hombre de entonces lo pudiese reducir; primero a cuerpo limpio{10} y luego con trampas, en las que el toro fue cayendo. De aquí que al intentarlo naciese el deporte de la caza: la taurocatapsia. Deporte obligado para la manutención, pero deporte con el que se empezó a destacar la superioridad y, con ella, la ambición humana. En pocas palabras, con este ejercicio el hombre estrenó su mayoría, así como el orden social, al determinar al mejor y al peor, al más y al menos diestro, al cabeza del poder.

Según la mitología helena, Euristeo encomendó a Hércules la captura del toro Hilo, cuyos estragos hacían pareja [322] con su tamaño. Y Hércules no sólo lo mató, sino que se lo comió, con lo que se constituyó primero en toricida y después en homotaurófago, pero en los dos sentidos, taurocatápsico, porque si llegó a comérselo fue por haberlo reducido.

Ahora bien: los estragos que hacía el toro Hilo, según Euristeo, no eran debidos a su bestial fiereza, sino a su poder sobrenatural. Hilo, según suponía Euristeo –y en esto abundaba la creencia popular–, era quien decretaba todo acaecimiento desastroso en las criaturas y en la vida nacional. Hilo, el toro temido, era todo influencia en las decisiones divinas y por ello lo condenó, encomendando al poderoso Hércules su eliminación. Está clara la idea tradicional en los griegos de que el toro era mucho más que una bestia entre los hombres. Otro tanto podríamos decir de cretenses y egipcios.

La producción abrumadora de literatura mitológica, sobre todo en Asia, Egipto y la gran Grecia, nos enseña que cuando el toro llega al deporte como elemento primordial, aún no ha entrado en la taurobolia, y que si llega a ésta es debido a la fama que en el deporte ha conseguido, dando lugar sus hazañas a la consideración superior desde que el hombre tiene memoria del hombre mismo.

Es natural que su máxima atracción espectacular se produjo cuando el hombre logró cierta domesticidad del caballo para el acarreo y transporte personal a distancias de proporciones superiores a las existentes entre las fratrias, utilizando al caballo como elemento en el arte de cazar al toro y divertirse con él. Este nuevo deporte desterró al primitivo si no en su totalidad, por lo menos en lo que tenía de gran espectáculo preinteligente; y fue el caballo el que dio esplendor y grandeza heroica a la cinegética si creemos a uno de los más apasionados cazadores, Julio César, quien en sus marchas victoriosas por Europa se encuentra con que la taurocatapsia era el más brillante empleo de germanos y celtas, y se asombra de que hubiera una bestia que, ya en lidia, no cediese hasta vencer o morir. A Julio César le debió [323] de interesar mucho esta especie del bos porque escribió muchas y muy buenas cartas a sus amigos sobre la práctica de su nuevo deporte.

Todo lo anterior nos demuestra que si el hombre, al dejar de ser animal común o irracional como fue hasta que el raciocinio maduró en él, crea con la práctica del mancornamiento la taurocatapsia, el deporte nació en aquel instante y, desde entonces, por instinto de crear nuevas formas de juego y distracción.

Ángel Alcázar de Velasco

———

{1} En su origen, el bos, entre otras diferencias, tenía dos dedos en cada pie, además de las pezuñas; dedos que, por atrofia, han quedado en callo.

{2} El origen de la jerarquía, con la que el hombre constituyó la sociedad y el derecho, emanó del esfuerzo valiente primitivo. También el poder del estadista en la antigüedad se conocía por la representación en el casco con que cubría la cabeza. En él llevaba las insignias del poder, que eran justamente cuernos. Con los wikingos, el poder representado en los cuernos se asoma a nuestros días, aunque date de fechas remotísimas. No obstante, y a pesar del tiempo transcurrido, entre nosotros está el tricornio.

{3} Estrabón afirma que en España, por herencia inmemorial, se utiliza a la raza bovina para pronosticar acontecimientos, no sólo de índole meteorológica, sino social y catastrófica.

{4} Historia del Deporte, Madrid-Barcelona, 1944, pág. 203.

{5} Todavía existe un toro-transición o intermedio entre el cuaternario y el actual. Es el que, ya en reducidas manadas, pasta en los llanos de Colombia y, en menos cantidad y más controlado, en Costa Rica y las selvas panameñas. Este toro es el descendiente, sin mezcla o cruce, del que los frailes españoles llevaron allá como guardas de sus fincas. Los toros bravos sembraron el terror entre los indios, que no se acercaban donde morasen. Tienen la marca de la vejez. Desde que nacen traen seis o más arrugas verticales en la cara, entre los ojos y las orejas, presencia reminiscente de las edades, de su proximidad al toro primigenio.

{6} Otto Antonias nos ha dado como luz la moderna existencia del toro primigenio en un libro, Die Abstammung der Hausrinder, en el que hace constar que en el siglo XV perduran en el bosque de Jacktorowka, a 55 kilómetros de Varsovia, un buen rebaño de estos animales, y siguiendo esta cronología dice: «Ya en 1555 sólo vivían en el mismo lugar treinta y ocho individuos, ocho machos adultos, tres jóvenes, veintidós vacas y cinco terneras. En 1575 había descendido el número a veinticuatro animales y en 1604 a cuatro. En 1620 sólo quedaba una vaca, que sucumbió en 1627, extinguiéndose la especie».

{7} Toros en Avila.

{8} El espectáculo más nacional.

{9} En 1532, el Barón de Herberstein, embajador de Carlos V, en un libro titulado Rerum Moscovitarum Comentarii, descubrió con acierto el toro primigenio, del que únicamente conocía su existencia en los bosques cercanos a Varsovia. De lo que se deduce que aquel animal se refugió en las montañas en los períodos convulsivos geológicos, lo que pudo hacer por la diferencia en agilidad con las demás especies, casi totalmente desaparecidas. En el libro incluye grabados en madera y reseña al toro cuaternario mesopotamio, según cotejamos en los dibujos que los griegos nos han legado. El doctor Janicki lo afirma también… Pero si esto fuera poco, tenemos una pintura que el zoólogo inglés Smith encontró en un anticuario de Augsburgo. Ortega y Gasset dice lo siguiente, refiriéndose al valor de esta obra: «En un rincón del cuadro se leía la palabra Thur… La comparación de esta figura con los restos óseos que del animal se conservan, daba como resultado completa coincidencia. Sin embargo, fue preciso esperar el estudio de Hr. Hilzheimer sobre el aspecto del uro para que quedase plenamente establecido que el cuadrito de Augsburgo era el retrato de los últimos ejemplares del toro primigenio».

Además, hay un pasaje de una carta del filósofo alemán Leibniz, que juzgo de máximo interés. Escribiendo en 18 de octubre de 1712 a Burnett, dice: «No he visto aún la nueva edición de Julio César, pero soy yo quien envío a los editores el retrato del urus, porque interesé al rey de Prusia en que lo hiciese hacer del natural sobre el que tiene en Berlín. El urus es una especie de toro de un tamaño y una fuerza extraordinarios: en alemán se llama Aurochs». Ortega y Gasset, Prólogo a la conferencia de Domingo Ortega en el Ateneo de Madrid.

{10} La presencia en los ruedos portugueses de los forzados es la representación histórica de la taurocatapsia.

Aunque muchos no hayan presenciado el espectáculo de los forzados portugueses, pocos ignorarán su existencia. Es el documento más vivo y más real de todos los que conozco hasta la fecha con calidad afirmativa, con el que podemos acreditar que el deporte de la caza nació el día en que se reunieron los cinco primeros hombres y se decidieron a probar el sabor de la carne de otro animal no humano.

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