[ José Cadalso ]
Carta de Gazel a Bem-Beley
Acabo de llegar a Barcelona: lo poco que he visto de ella me asegura ser cierto el informe de Nuño; el juicio que formé por instrucción suya del genio de los Catalanes y utilidad de este principado. Por un par de provincias semejantes pudiera el Rey de los cristianos trocar sus dos Américas. Más provecho redunda a su corona de la industria de estos pueblos, que de la pobreza de tantos millones de Indias. Si yo fuera Señor de toda España, y me precisaran a escoger los diferentes pueblos de ella, por criados míos haría a los catalanes mis mayordomos. Esta plaza es de las más importantes de la Península, y por tanto su guarnición es numerosa y lucida, porque entre otras tropas se hallan aquí las que llaman Guardias de Infantería Española. Un individuo de este cuerpo, está en la misma posada que yo desde antes de la noche que yo llegué. Ha congeniado sumamente conmigo por su franqueza, cortesanía y persona. Es muy joven y su vestido es lo mismo que el de los soldados rasos, pero sus modales le distinguen fácilmente del vulgo soldadesco. Extrañé esta contradicción, y ayer en la mesa, que en estas posadas llaman redonda, porque no tienen asiento preferente, viéndole tan familiar y bien recibido con los oficiales más viejos del cuerpo, que son tan respetables, no pude aguantar ni un minuto más mi curiosidad acerca de su clase, y así le pregunté, ¡quién era!
Soy, me dijo, cadete de este cuerpo, y de la compañía de aquel caballero, señalando a un anciano venerable con la cabeza cubierta de canas, el cuerpo lleno de heridas y el aspecto guerrero. Sí señor, y de mi compañía, respondió el viejo. Es nieto y heredero de un compañero mío que mataron a mi lado en la batalla de Campo Santo: tiene veinte años de edad y cinco de servicio: hace mejor el ejercicio que todos los granaderos del batallón; es un poco travieso, como todos los de su clase y edad: los viejos no lo extrañemos, porque son lo que fuimos y serán lo que somos. No sé que grado es ese de cadete, dije yo. Esto se reduce, dijo otro oficial, a que un joven de buena familia sienta plaza, sirve doce o catorce años, haciendo siempre el servicio de soldado raso; y después de haberse portado como es regular se arguye de su nacimiento, es promovido al honor de llevar una bandera con las armas del Rey, y divisas del regimiento: en todo este tiempo suelen consumir por la indispensable decencia sus patrimonios, y por las precisiones de gastar que se les presentan, siendo su residencia en esta ciudad, que es lucida y deliciosa, o en la Corte, que es costosa. Buen sueldo ganarán, dije yo, por estar tanto tiempo sin el carácter de oficial y con gastos como si lo fueran. El presto de soldado raso, y nada más, dijo el primero; en nada se distinguen sino en que no toman ni aun eso, pues lo dejan con alguna gratificación más al soldado que cuida sus armas y fornitura. Pocos habrá, insté yo, que sacrifiquen de ese modo su juventud y patrimonio: ¿cómo pocos? saltó el muchacho, somos cerca de doscientos, y si se admiten todos los que pretenden ser admitidos, llegaríamos a dos mil. Lo mejor es, que nos estorbamos mutuamente para el ascenso por el corto número de vacantes, y grande de Cadetes. Pero más queremos esperar montando centinelas con esta casaca, que dejarla. Lo más que hacen algunos de los nuestros, benefician compañías de Caballería o Dragones cuando la ocasión se presenta, si se hallan ya impacientes de esperar, y aun así quedan con tanto afecto al Regimiento, como si viviesen en él. ¡Gracioso Cuerpo! exclamé yo: en que doscientos nobles ocupan el hueco de otros tantos plebeyos, sin más paga [1105] que el honor de la nación. Gloriosa nación que produce nobles tan amantes de su Reino: poderoso Rey que manda a una nación, cuyos nobles individuos no anhelan más que a servirle, sin reparar en qué clase, ni con qué premio.