La Censura. Revista mensual
Madrid, agosto de 1844
año I, número 2
páginas 10-12

Novelas y cuentos

7

El dogma de los hombres libres

o las palabras de un creyente, por Mr. F. La Mennais: traducido del francés al castellano por D. Mariano José de Larra.

Pocos habrá que no tengan conocimiento de la caída lamentable de Mr. La Mennais, a quien un espíritu insensato de orgullo extravió del camino recto que seguía con provecho suyo y contentamiento de todos los buenos, para perderle en el tenebroso laberinto del error y conducirle al abismo si Dios no se apiada de él por un efecto de su divina misericordia. Aquel malaventurado sacerdote se ha convertido de filosofo católico en una especie de deísta entusiasta, republicano socialista y filosofo humanitario; y todo se le vuelven lamentos elegiacos por los males de los pueblos y amargas sátiras contra los reyes y los sacerdotes, a quienes atribuye casi exclusivamente la infelicidad del género humano y la adulteración de la ley del Crucificado. Este viene a ser el tema de las Palabras de un creyente. No parece sino que el Sr. La Mennais no es francés, ni tiene noticia siquiera de los extraordinarios acontecimientos ocurridos en su patria de sesenta años a esta parte, que sacaron de quicio el mundo entero y le mantienen todavía desquiciado Dios sabe hasta cuando. Y a fe que no fueron los reyes ni los sacerdotes los que fraguaron la gran revolución, tan fecunda en resultados no nada buenos; antes por el contrario algunos tronos cayeron, se tambalearon todos y todavía no han recobrado su firmeza y estabilidad primitivas, y el sacerdocio fue escarnecido, perseguido a muerte y proscrito, y se le hubiera arrancado de cuajo de la tierra si no llegaran sus raíces a donde la mano del hombre no puede penetrar. Pues bien, cuando todo esto es más que cierto, es evidente como un axioma; cuando todos los hombres sensatos y libres de ilusiones funestas reconocen que inde mali labes, y deploran las consecuencias, y trabajan con más o menos acierto y resolución por borrar en lo posible los rastros de la lava revolucionaria con que el volcán de la Francia inundó toda la redondez de la tierra en 1789; ¿no es el colmo del delirio que un sacerdote, un hombre de talento y de instrucción profunda, un filósofo venga ahora con la cantinela de las Palabras de un creyente? ¿No es una verdadera aberración del entendimiento que un ministro de Jesucristo, dando una interpretación torcida a la ley y máximas de este divino Salvador, impute al altar y al trono las calamidades y desastres que en rigor de justicia solo deben achacarse a los enemigos del uno y del otro? Y aunque quisieran llevarse más adelante las investigaciones de la raíz de tantos males, solo se sacaría por consecuencia legítima que la causa eran los pecados de los pueblos, como nos lo prueban infinitos testimonios de la historia [11] sagrada y profana. El hombre en su insensatez ha creído que puede burlarse impunemente de su Dios, y tomando por impotencia la longanimidad de este, acumula crimen sobre crimen y unos escándalos sobre otros. Pero suena la hora de la catástrofe, las aguas de la tribulación se desparraman sobre la haz de la tierra y todo lo inundan; y el hombre todavía ciego se pierde en conjeturas e indagaciones, no sabiendo a qué atribuir tamaña desolación. ¡O míseros mortales! No os fatiguéis en vano: bien cerca tenéis el origen de vuestras desgracias: vuestros pecados os las han acarreado.

Si el Sr. La Mennais hubiese dado este giro a su opúsculo sin sentar teorías absurdas en política y en moral, ni achacar solo a dos instituciones venerables lo que es efecto de la depravación del mundo en general; nada tendríamos que criticar. Pero entonces tampoco hubiera llamado la atención de los que se dejan llevar de todo viento de doctrina, ni se hubiera singularizado por sus opiniones; y a esto parece que aspira el orgullo del malhadado escritor francés. No nos atrevemos a decir si el empeño de este en fundar su extravagante sistema sobre la ley evangélica ha dado origen a esa nueva secta filosófica que en Francia y en Alemania aspira a construir sobre las ruinas del catolicismo (sueño dorado de su frenesí) una nueva religión poética, espiritualista y romántica, compuesta de retazos de todas las religiones conocidas. Lo cierto es que las producciones filosóficas con cierto colorido bíblico de La Mennais son muy a propósito para fomentar este nuevo delirio de unos pocos entusiastas y de muy muchos perversos, que abrazan con ardor cualquier proyecto siempre que se dirija a batir en brecha la fortaleza del cristianismo. Para ello han discurrido entre otros ardides el de inculcar a las masas, como dicen ellos, la idea de que Jesucristo vino al mundo a establecer la libertad y la igualdad entre los hombres; lo cual dicho así absolutamente en tiempos de contiendas sobre derechos políticos y teorías de gobierno es además de falso peligroso. El Salvador predicó y estableció la libertad espiritual del hombre aprisionado con las cadenas del pecado y todas sus fatales consecuencias, y predicó y estableció la igualdad de todos los hombres como hijos de Dios y hermanos de Jesucristo según la carne, redimidos con su sangre preciosísima. Mas inferir de aquí que nuestro Señor fue el patriarca y fundador de tal o cual sistema político, de estas o las otras teorías de gobierno o de una escuela filosófica cualquiera, no solo es erróneo, es hasta impío, porque tiende a rebajar el carácter divino de nuestro Salvador reduciéndole a la categoría de Sócrates, Platón, Confucio u otro de los muchos filósofos y políticos. La misión de Jesucristo era más elevada y trascendental: venía a redimir al hombre del pecado, quebrantar su duro cautiverio y abrirle de par en par las puertas de la eterna Sión que estaban cerradas para él. Este era el fin primario; pero como consecuencia de la doctrina que el hombre Dios había sembrado entre los mortales, debía resultar que la condición humana se mejorara, renovándose la sociedad a beneficio de dos máximas grandiosas y de infinito poder; a saber, el amor recíproco de todos los hombres como hermanos que reconocen a Dios por su único padre, y su absoluta igualdad ante el divino acatamiento sin otra distinción ni preferencia que las obras de cada uno. De aquí provino que gradualmente mejorara el estado de los siervos, viniendo casi a extinguirse: de aquí que la mujer aspirara a un lugar más digno de la alteza de su origen y de su destino en la sociedad: de aquí la dulzura de los reyes y jefes de las naciones para con sus súbditos y la obediencia respetuosa y filial de estos a aquellos; de aquí en fin el germen de todos los beneficios que no podía menos de producir la ley de amor en cuanto se propagara y observase. Cotéjense los estados cristianos con aquellos en que dominan el islamismo o la idolatría; y fácil será conocer la ventajosa diferencia que llevan los primeros a estos.

Mas unas verdades tan evidentes no autorizan a nadie para sacar la deducción de los comunistas y socialistas; a saber, que Jesucristo instituyó la sociedad sobre el fundamento de una libertad republicana y de una igualdad social a la moderna: que los reyes y los sacerdotes mancomunados, como dice terminantemente Mr. La Mennais, han destruido la obra del mismo Dios; y que los pueblos contando con la ayuda de este deben trabajar sin descanso para reconquistar sus derechos perdidos. Esto sobre absurdo es destructivo de todo orden, de toda moralidad y (lo diremos sin rebozo) de la verdadera religión. Antes que naciera este malaventurado filósofo y los del siglo XVIII, sabía el mundo que los reyes han abusado muchas veces de su poder: que ha habido sacerdotes indignos de su sagrado ministerio: que los [12] magnates y poderosos, nadando en riquezas y en delicias, han oprimido al pobre y se han burlado de su miseria. Y es tan antiguo esto, como que el mismo Evangelio nos cuenta la interesante historia de Lázaro y el rico avariento. Allí podía haber aprendido Mr. La Mennais que Jesucristo, en vez de dar esas lecciones de mejoramiento puramente terrenal y de concitar a la multitud pobre contra los ricos, ofrece por un maravilloso contraste las ventajas que llevan aquellos a estos, pintándonos a Lázaro en el seno de Abraham y al rico avariento en el infierno sin poder conseguir una gota de agua con que refrigerar su abrasada lengua. ¡O doctrina admirable y sublime! ¡O profunda enseñanza de nuestra religión divina! Pueblos oprimidos, hombres afligidos, hambrientos o perseguidos, ¿padecéis por la injusticia de vuestros gobernantes o por la dureza y empedernimiento de vuestros hermanos? Sufrid, resignaos, levantad los ojos a vuestro padre que está en los cielos: él os tiene preparada una recompensa centuplicada y eterna, así como serán horrendos e inextinguibles los suplicios de los que quebrantaron con respecto a vosotros todos los preceptos de la ley y todas las inspiraciones de la caridad. ¿Es esta la doctrina de Mr. La Mennais en sus delirios filosóficos o mejor antifilosóficos, por más que los mezcle con pensamientos y reflexiones dignos de sus días de cordura?

Lo dicho acerca de las Palabras de un creyente bastaría para que solo las leyeran las personas de madurez y criterio; pero hay una razón por la cual ni aun estas pueden leer aquel libro; y es que Su Santidad se sirvió incluirle entre los prohibidos por encíclica de 25 de junio de 1834 y decreto de 7 de julio de 1836.

Para concluir diremos que el traductor, por no ser menos que el autor, se adhirió completamente a la doctrina de este, y aun casi fue mas allá, porque sus cuatro palabras de introducción tienen cierto sabor a protestantismo.

 


www.filosofia.org Proyecto Filosofía en español
© 2012 www.filosofia.org
La Censura 1840-1849
Hemeroteca