La Censura. Revista mensual Madrid, diciembre de 1847 |
año IV, número 42 páginas 330-333 |
Filosofía198 Agonía y muerte en todas las clases de la sociedad,consideradas bajo el aspecto humanitario, fisiológico y religioso; por H. Lauvergne: traducción de los señores D. Francisco Luis de Retes y D. Juan García de Torres: dos tomos en 4.º. «El autor de esta obra (así hablan en él prólogo sus traductores), dominado por el pensamiento religioso a la vez que humanitario y filosófico de que una muerte feliz o miserable amoralmente hablando, es el resultado preciso y lógico de una vida buena o mala, física y moral, juzgó ser de alta conveniencia social el presentar a todas las clases el cuadro exacto y patente de la agonía y de la muerte, no valiéndose de la obscuridad y de los recursos metafísicos, sino de los naturales y sencillos al alcance de todas las capacidades, ya trasladando la imaginación al lecho miserable de la indigencia, al filosófico del hospital y al pocas veces feliz del opulento y del magnate. Allí escuchando sus palabras de muerte, sus recuerdos de la vida y sus esperanzas o temores de la eternidad es donde únicamente puede comprenderse todo lo que hay de grande en esta escena, de que somos de continuo indiferentes y fríos espectadores. Impulsado por un espíritu esencialmente religioso, bien lejano por cierto del fanatismo, y de que nada hay de más revelador y profético que el hombre moribundo, nos ofrece en pos de sus convincentes y lógicas reflexiones los ejemplos más notables que acrediten la exactitud de sus palabras.» El objeto, como se ve, no puede ser mas loable, y ¡ojalá que el autor no profesase ciertas doctrinas peligrosas, ni se hubiese dejado llevar de rancias preocupaciones, siendo así que tanto tacha de tales las piadosas y sencillas prácticas de devoción aprendidas en nuestra infancia y continuadas por los que no se corrompen y pervierten con el mal ejemplo y el hálito pestilente de la impiedad! Reconocemos que Mr. Lauvergne profesa en general los dogmas y creencias de nuestra religión, y de consiguiente admite la espiritualidad e inmortalidad del alma y la vida futura; pero al propio tiempo se muestra partidario decidido de la doctrina frenológica que tiene por verdadera ciencia; y como sea constante en sentir de los sabios que la frenología ha servido y sirve todavía para fomentar el materialismo: que su tendencia fácilmente es fatalista y materialista, como que se inclina tanto a confundir la pasividad orgánica con la actividad intelectual y moral del hombre; y por último que se ha hecho enteramente materialista en manos de los modernos frenólogos, los cuales la miran como una demostración científica de la materialidad del alma; dedúcese que por necesidad ha de acercarse nuestro autor en sus inducciones frenológicas al materialismo, por mas que proteste en diversos pasajes de su obra la doctrina contraria. Así es en efecto: por eso se ve que al paso que admite la espiritualidad del alma humana, hace esclavo al hombre que nace con ciertas protuberancias, de las pasiones o inclinaciones significadas por ellas según el sistema frenológico, sienta que hay almas humanas inferiores en especie a las de los brutos (p. 7 del tomo 2.º), y asegura en la 17 del mismo tomo estar tan convencido de la falta de libre albedrío en estas criaturas imperfectas (los hombres estúpidos y feroces), que comparando los actos de su voluntad a los actos instintivos de algunos animales ha hecho un paralelo nada favorable a nuestra naturaleza tan encomiada por los filósofos cuando la dan el espléndido título de la primera obra de Dios en el universo (son palabras textuales del autor). Por último cotéjese lo que dice al hablar de la agonía y muerte de los hombres llamados por él hombres instintos, con las siguientes expresiones que se leen en la p. 21 , t. 2.º: «Existen almas que como las cosas pueden gradualmente perfeccionarse. Pero por esa regla ¿será permitido preguntar si hay almas animales que por error de lugar se hayan colocado en gérmenes humanos?» En vista de todo esto vendremos a deducir sin violencia que el autor (contra su voluntad acaso) se aproxima a la doctrina del materialismo y de la soñada escala de los seres, en la que el hombre en general ocupa el lugar más eminente; o por mejor decir, este no es otra cosa que un mono, un orangután más perfecto. Todos estos principios e inducciones, que forzosamente tienen que sacar los secuaces de la doctrina de Gall y demás frenólogos, eran ya bastante motivo para que solamente los sujetos muy versados en la ciencia teológica y adornados de sólidos conocimientos en psicología, [331] anatomía y fisiología pudieran manejar una obra, cuyo autor resbala tan a menudo y da frecuentes traspiés en puntos de tamaña trascendencia. Pero a mas de eso suele incurrir en otros errores graves, nacidos sin duda o de haber sido en algún tiempo despreocupado o de haber estudiado con preocupación ciertas materias y bebido algunas noticias en fuentes impuras y cenagosas. Como habríamos de llenar nuestras páginas si nos detuviéramos a señalar una por una todas las falsedades y errores en que incurre Mr. Lauvergne; nos contentaremos con apuntar los de más bulto. En la p. 41 , t. 1.º dice que cuando el catolicismo edificó su iglesia sobre los mutilados despojos de la mitología, se reservó el triángulo, que era el símbolo, de los tres grandes poderes del universo. ¿Qué quiere decir esto sino que el fundador de la religión cristiana fue un filósofo, que engalanándose con los despojos de las creencias y cultos conocidos formó uno nuevo, todo hecho de retazos? ¿Se puede dar mentira mas impía? En la misma página sienta con sacrílega falsedad que Sócrates y Platón, estos eternos pontífices de la religión revelada, han comunicado con el cielo como lo hizo en otro tiempo Moisés en el monte Sinaí para lograr la emancipación del mundo. De manera que en el ánimo del autor son iguales y se confunden los legisladores y profetas suscitados por Dios para guiar e iluminar a los hombres en la senda de su ley y aquellos filósofos y hombres doctos de la antigüedad, que con solas las luces naturales columbraron un tanto de la verdad primordial, la existencia de un Dios único, aunque desfigurándola y afeándola con mil errores y fábulas. En la p. 15 y siguientes hace un paralelo entre el cristianismo y el islamismo, deteniéndose con complacencia en hablar de este último y pintar las excelencias que a juicio suyo contiene la doctrina del Corán y la secta del famoso impostor de la Meca. Para que se vea hasta dónde arrastra a nuestro autor su entusiasmo por Mahoma, baste decir que sienta en la p. 78 que la religión predicada por este se ocupa más del alma que del cuerpo y que la invención de las huríes fue una cosa grandiosa, sublime, la deificación, digámoslo así, de la beldad y del deleite; porque ¿dónde se encuentra (pregunta arrebatado el autor) el estado mas metafísico del alma sino en el PARASISMO de una pasión? Mr. Lauvergne no lo dice; pero le vemos inclinado a dar a Mahoma la preferencia sobre el legislador de los hebreos: tales son los encomios que hace de aquel charlatán embustero. A la pintura del mahometismo sigue la del protestantismo, y el autor no halla tampoco en él tacha ni defecto, como no sea que una religión de dogmas apuntalados por la razón nunca será la del pueblo bajo, la del pobre y la del afligido, porque la razón no puede reemplazar a la fe, la caridad y las promesas de la revelación. Gracias a Dios que hemos encontrado una cosa en que el catolicismo lleva la ventaja, porque nuestra religión es la misma para el rico que para el pobre, para el sabio que para el ignorante, para el fuerte que para el débil; y si cabe mas es la religión del menesteroso, del indocto y del desdichado, por cuanto los ampara, protege, ilumina y dirige. En la p. 88 se lee esta blasfema y falsa aserción: «Véase el prodigio: en otras partes, no bajo el cielo de Roma, con otros cerebros que los que fermentan bajo el sol de la Italia, la palabra de Cristo no se hubiera oído; para que fuera oída y comprendida solo había un punto en el universo: este punto estaba en Roma.» Sin duda entraba en los designios de la divina providencia que Roma fuese la basa donde descansase todo el edificio del cristianismo; pero sacar de ahí que bajo otros climas no hubiera sido oída ni comprendida la palabra de Cristo es no solo mentir contra la historia, de la cual consta que aquella divina palabra fue oída y comprendida en otras partes antes que en Roma y que de esta ciudad se propagó fácil y rápidamente a todas las regiones del orbe conocido, sino que además es querer localizar, por decirlo así, el poder de Dios y la eficacia omnímoda y absoluta de su palabra con la misma o peor presunción temeraria con que se intenta localizar el alma en el sistema frenológico. Desde la pág. 89 hasta la 103 es una continuada serie de falsedades injuriosas a los pueblos de Italia, a sus soberanos y en especial al sumo pontífice. Según el autor allí no hay religión, sino pura superstición: allí no se profesa el cristianismo, sino un politeísmo cristiano: allí no hay mas que estupidez y barbarie, porque si existen algunas almas verdaderamente grandes, se las anatematiza mil veces desde el pulpito: allí los gobiernos y el primero de ellos el del sumo pontífice han visto en el espíritu religioso, tal como ellos le toleran, un medio lógico de embrutecimiento [332] moral; allí el pueblo bajo y el pueblo medio no profesan mas que el culto de Roma revisado, aumentado y desfigurado por la incesante necesidad de innovadas emociones, porque es preciso que un vasallo italiano sea buen cristiano, ignorante y supersticioso: allí las oraciones, las misas, los cirios benditos, las promesas a la virgen de Loreto no son ni más ni menos vituperables que los viajes de la abandonada griega al promontorio de Leucades: allí el culto del amor y el de Dios se confunden de tal modo, que nunca se sabe cuál es lo más amado, si el que se adora por la mañana de hinojos o el que por la noche recibe millones de besos: allí... Pero ¿a qué cansarnos en copiar todos los juicios por este estilo que la ilustrada buena fe de Mr. Lauvergne hace de Italia? Léanse los siguientes renglones que copiamos de la p. 93, y está dicho todo: «Pero leamos un anuncio que dice: Esta noche en el gran teatro: Puritani. Sigamos leyendo: Estará de manifiesto el santísimo sacramento en la iglesia mayor. Y después decía charada. De manera que según el autor los estados de Italia son una sentina de crímenes y vicios mezclados con la más torpe superstición, y la cabeza de la iglesia consiente, aprueba, hace más, fomenta y protege esa vida criminal y supersticiosa. ¡Con qué sacrílega impudencia escriben algunos hasta de las cosas mas trascendentales! En la p. 125 consiguiente a sus doctrinas frenológicas sienta que ciertos hombres cometen el crimen de la violación a impulsos de un poder interno que subyuga su razón bruta: en una palabra obran así porque no pueden menos de obrar, porque carecen de libertad moral. Además dice que la lascivia no es criminal ni inmoral como no se prostituya a la vista del mundo. ¿Dónde habrá bebido este escritor tales principios de moral? De seguro no ha sido en las escuelas cristianas. En la p. 175 decide en tono dogmático que cuando un hombre está fuertemente sumergido en un vicio, una conversión real es imposible. Contra esta aserción falsa por lo absoluta y general está la doctrina católica, que sin menoscabar los fueros de la justicia y de la omnipotencia de nuestro Dios es bastante para contener al malvado en su carrera; pero no le cierra las puertas de la misericordia presentándole a la manera de nuestro autor la desesperación final como forzosa e inevitable. Mr. Lauvergne reprueba el suicidio tan frecuente en estos tiempos calamitosos y refiere la repetición de este crimen a la verdadera causa, que es la negación y olvido completo de los principios religiosos, la inobservancia de las fórmulas del culto y las doctrinas de un materialismo filosófico. Pero ¿quién creyera que un hombre que así conoce las causas de esa terrible enfermedad epidémica y la condena justamente, había de tener por magnífico y sublime el suicidio de los capitanes desgraciados en la guerra, que no quieren sobrevivir a su derrota, a la pérdida de su gloria y a sus valientes compañeros? Pues sin embargo así lo dice en la p. 216, no sabiendo nosotros qué admirar más, si la inmoralidad de esta doctrina o la fútil y ridícula razón que da para apoyarla: La Francia fue guerrera antes de ser cristiana. ¿Podría discurrir peor ninguno de aquellos hombres estúpidos que nos pinta el autor casi idénticos a los carneros o poco más que unas máquinas? En la p. 278 califica nuestro teólogo de pecado venial la prostitución de aquellas mujeres que dicen haberse abandonado al mundo impelidas de la necesidad: como si no hubiera talleres, casas donde servir, albergues donde recogerse (aunque disminuidos y reformados por la mano destructora de la filantropía) y últimamente la caridad pública. En la p. 39 del tomo 2.º llama el autor semi-divina la naturaleza de Sesostris, Alejandro y Bonaparte equiparándolos al sabio y santo Moisés. Esto es muy filosófico, ya que no sea muy religioso. Hablando de aquellos fabricantes que se conducen como padres con sus obreros y que en su agonía y muerte no desmintieron la regularidad de su vida, dice que todos los jefes de estos establecimientos, cuya vida y muerte pudiera citar, eran protestantes. ¡Cosa más rara! Ni un solo católico: ¿si será que estos no pueden ejercer esa autoridad paternal con sus trabajadores, ni vivir con ese espíritu de moralidad y religión como los protestantes? Es mucho entusiasmo el de nuestro autor por el protestantismo: casi casi corre parejas con el que manifiesta por la secta de Mahoma. En la p. 117 profiere esta calumnia: «La religión cristiana, tal como la atavían en el día, parece tener gusto en demostrar [333] los principales dogmas del panteísmo.» Júntese con esto lo que dice del politeísmo cristiano y de las supersticiones que el papa aprueba y fomenta en sus estados, y dígase de buena fe si no es dar ganado el pleito a los protestantes. En las p. 195, 196 y 197 reprueba el género de vida de los anacoretas y en especial de los trapenses, juzgándolos equivocadamente por las reglas del orgullo mundano y del puntilloso amor propio y teniendo por inútiles las austeridades y mortificaciones de aquellos admirables monjes. Es mucho que el autor, tan fácil de entusiasmarse cuando trata de prácticas mahometanas y protestantes no haya conservado un grano siquiera de admiración para aquellos hombres verdaderamente heroicos, que despojándose de la grandeza del siglo, de los afectos de la carne, de todos los intereses y atractivos de la tierra se sepultan en la soledad para pensar solo en dos cosas, Dios y la eternidad. En cuanto a lo que decía aquel apóstata de la Trapa, que el tifo contraído a la cabecera de los enfermos le parecía una obra más santamente expiatoria que la de los trapenses, no haremos sino recordar al autor las palabras de nuestro señor Jesucristo a la obsequiosa Marta cuando reprendía a su hermana María absorta en la contemplación: Maria autem meliorem partem elegit. Ya hemos dicho que apuntaríamos solamente los errores de más bulto contenidos en esta obra: de consiguiente no se crea que no hay otros lunares e imperfecciones fuera de los señalados. En suma diremos nuestro juicio acerca del libro de Mr. Lauvergne. Conociendo por experiencia los males de las decantadas luces y civilización del siglo, cuyas funestas consecuencias deplora, y profesando según sienta la inmortalidad del alma y los premios y castigos de una vida futura pudiera haber compuesto un tratado interesante y hasta útil, si hubiese dejado a un lado las doctrinas frenológicas que le acercan tanto al sistema absurdo del materialismo y fatalismo, y si examinando las cosas a la luz de la verdad y no por preocupación de secta o de partido hubiera juzgado imparcialmente del culto católico y de los que le profesan. Por no haber seguido este rumbo se ha extraviado en trochas y veredas de perdición, en términos que su obra leída por las personas a quienes indudablemente la destinaría el autor, y que hubieran podido sacar provecho de esas observaciones reunidas a la cabecera de los moribundos, causará ahora mucho daño ya por la tendencia al materialismo y fatalismo que en ella se descubre, ya por las ideas falsas, injuriosas y calumniosas que se vierten contra el romano pontífice, prelados y fieles de sus estados, ya por ciertos errores contrarios al dogma y creencias del catolicismo que se siembran por ignorancia o malicia. En consecuencia nuestro parecer es que no debe leerse el tratado de Mr. Lauvergne, porque los que pudieran hacerlo sin ningún riesgo, son cabalmente los que no han menester de las observaciones e inducciones del autor.
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