La Censura. Revista mensual Madrid, octubre de 1852 |
año VIII, número 94 páginas 749-754 |
Bellas Artes691 Historia de la pintura en Españapor D. Francisco Pi y Margall: van publicadas 384 páginas en 4.º Antes de decir nuestro dictamen sobre esta obra tenemos que contestar a un cargo grave que se nos ha hecho en un diario de esta corte. La España del día 16 de octubre al publicar el edicto del M. R. señor arzobispo de Santiago, de que ya hablaremos, dice lo siguiente: «Un respetable prelado nos remite para su publicación en La España el siguiente documento. Hace mucho tiempo que habíamos oído a varias personas lamentarse de las peligrosas y atrevidísimas ideas que contiene el libro de que se hace mérito; sin embargo nos abstuvimos de llamar sobre él la atención por un motivo de delicadeza que ya hoy no existe. Después de haber hablado un solo diocesano no se nos podrá decir ni que somos denunciadores, ni que damos advertencias a quien no debería necesitarlas. Con este motivo no podemos menos de preguntar: ¿qué hace ese papel llamado La Censura, que atribuyéndose la misión de dar la voz de alerta en casos graves como el presente se entretiene en bagatelas y en rebuscar defectos a obras que salen con todos los requisitos necesarios, y deja transcurrir tantos meses sin decir una sola palabra sobre cosa tan importante?» La España, siempre y en todos conceptos cortesana, se ha olvidado en esta ocasión de su carácter dando margen a que los que están en autos, achaquen ese arranque de celosa indignación contra nosotros a despique de algún escritor resentido. Y es lástima; porque por lo demás cuantos se interesan en la defensa de los dogmas cristianos y la impugnación del error, alabarán como es justo el singular arrojo con que el campeón de La España esgrime la espada para tirar una estocada (cuando ya está a salvo su delicadeza) no contra el que ha vertido esas ideas peligrosas y atrevidísimas de que nos habla el [750] diario de la corte, sino contra La Censura que ha guardado silencio tantos meses. La España en su perspicacia y buena fe, no advirtió que cuando nos hacía ese cargo, tenía delante un documento muy autorizado que contestaba de antemano por nosotros. «Estábamos muy lejos de creer (dice el señor arzobispo de Santiago en su edicto) que bajo un título al parecer tan inocente como el de la citada obra se propasase su autor a combatir los dogmas capitales de nuestra divina religión.» Ahí tiene La España la razón de nuestro silencio: si ese papel llamado La Censura (como quien dice ese papelucho u otro nombre despreciativo por el estilo) hubiera sabido que en la Historia de la pintura se vertían ideas no solo peligrosas y atrevidísimas según la calificación atenuante de aquel periódico, sino impías, y antisociales, no hubiera habido motivo de delicadeza, ni respeto humano de ningún género que la hubiese hecho guardar silencio meses ni aun días. Para los escritores de La Censura antes que todos los miramientos mundanos es la verdad, y así salen a defenderla en cuantas ocasiones se les ofrecen, no porque se atribuyan misión alguna, sino porque sabiendo que en tiempo de guerra todos son soldados creen que es su deber como buenos católicos pelear por la iglesia hasta donde alcancen sus fuerzas, ya que tantos y tan encarnizados enemigos se levantan a combatirla. Mas si hemos guardado silencio acerca de una obra que no conocíamos, no por eso nos entreteníamos en bagatelas, como La España supone con caritativa intención, a no que en su recto criterio parezcan bagatelas los errores que hemos encontrado entre otros libros en la Historia universal antigua y moderna, Un viaje al infierno, Orlando furioso, El condestable D. Álvaro de Luna, Los hijos del amor, La marquesa de Bellaflor, Escuela moral y política de los niños, Cartas de Ninon de Lenclos, Memorias póstumas de Chateaubriand, Tratado de embriología sagrada y D. Juan Tenorio, examinados en los nueve meses del presente año. En cuanto, a los defectos que según añade La España, nos entretenemos en rebuscar a obras publicadas con todos los requisitos necesarios, agradezca el autor de esas palabras provocativas que no por él, sino por consideraciones más altas no le contestemos como se merece: únicamente le advertiremos que peor es meneallo. Perdonen nuestros lectores esta larga digresión, de que no podíamos prescindir a no consentir el cargo de connivencia, disimulo o negligencia que va envuelto en las palabras del periódico citado; y pasemos ya a hablar de la obra que da margen a este escrito. Desde la página 7 de la introducción encontramos expresiones atrevidas e interpretables en mal sentido, ideas falsas y erróneas, torcida inteligencia de los dogmas y misterios de la religión cristiana, palabras ofensivas a la iglesia y sus ministros, &c. De buena gana procederíamos a examinar según costumbre capítulo por capítulo y página por página este libro, en que aparentando un objeto inocente y lícito parece que su autor se ha propuesto difundir los errores más trascendentales y perniciosos defendidos por los osados corifeos de las sectas modernas, panteístas, humanitarios, partidarios de la perfectibilidad y del progreso indefinido; pero como a ese examen habríamos de destinar muchas páginas de La Censura, y nos urge por razones poderosas acabarle en éste número, nos contentaremos con copiar aquí las páginas en que principalmente se destila toda la ponzoña de la impiedad. Véase en qué términos se expresa el autor acerca de nuestro señor Jesucristo: «Opuso Jesucristo al politeísmo el dogma de la unidad divina; principio grande y fecundo, cuyas consecuencias bastaban por sí solas para regenerar al hombre. Del dogma de la unidad divina deriva inmediatamente el de la unidad humana; del de la unidad humana el de la solidaridad y el de la fraternidad universales; del de la solidaridad y el de la fraternidad la igualdad absoluta de todos los que componen la humanidad en el tiempo y en el espacio. Si no hay más que un Dios, tenemos todos un padre, somos todos hermanos, constituimos todos con él una familia. Toda división de castas, de razas, de clases es insostenible; toda distinción fundada en estas divisiones es absurda. La esclavitud, el patriciado, toda organización aristocrática carecen de razón de existencia: la igualdad es la única base legítima de las sociedades. Median aún entre los hombres diferencias por la determinación cualitativa de sus facultades físicas, intelectuales y morales; mas es evidente que estas diferencias no pueden crear nunca diversidad de derechos... »No se necesitaba pues otro principio para llevar al mundo a una revolución completa: bastaba formularlo y aplicarlo. Jesucristo lo formuló; pero ni lo aplicó de una manera precisa, ni hizo de él todas las aplicaciones de que era susceptible. Hombre de aspiraciones sentimentales más bien que de convicciones profundas no salió nunca de cierta vaguedad misteriosa, que no dejó de contribuir por otra parte a dar mayor [751] interés a sus ideas: envolvió en parábolas lo que exigía una traducción más precisa y terminante; no sistematizó su doctrina; profirió para colmo de desgracia palabras entre sí contradictorias, cuya explicación después de haber provocado discordias sin cuento nos ha conducido a la organización social más opuesta al Evangelio. No solo formuló el principio, indicó también sus principales consecuencias; pero nos las dio sin orden, sin manifestar su ilación, sin presentarlas nunca bien destacadas del fondo de su obscura teodicea. Contabanse indudablemente entre estas consecuencias la caridad, que tanto encargó a cuantos le oyeron, la comunión, que tan constantemente puso en práctica con todos sus discípulos, la humildad, de que él mismo dio tan vivo ejemplo poco antes de tomar el camino del cadalso: si las hubiera definido, si hubiera determinado bien su origen, sus mutuas relaciones, sus respectivos límites; ¿qué no sería ya del mundo? No las definió, no las determinó, y hoy después de diez y ocho siglos la caridad está reducida a la limosna, la comunión a una ceremonia religiosa, la humildad y la igualdad a una mentira. »No culpamos por ello a Jesucristo. La humanidad ha procedido siempre del mismo modo: empieza por tener aspiraciones; acaba por tener sistemas. El sentimiento precede en ella al raciocinio: primero cree que discute. Cuando no tuviéramos a mano la historia de todos los siglos para confirmarlo, bastaría la serie de sucesos que hemos presenciado y estamos presenciando por nuestros propios ojos. El socialismo era hace algunos años poco más que una aspiración: ¿podemos asegurar aún que está definitivamente sistematizado? Brilla ya; pero coronado aún de tinieblas. Conviene que no lo olvidemos: cuando apareció Jesucristo, la aspiración a un nuevo orden de cosas o no existía, o era muy débil. Jesucristo no podía pues hacer si no inaugurarla, cuando más simbolizarla. Sabemos cuán impías han de parecer estas ideas; pero no vacilamos en sentarlas. El que no las admita, sepa y entienda que por este mero hecho se separa del catolicismo. Si la doctrina del Evangelio es más que una aspiración; si se la supone completa; el catolicismo se viene abajo por su propio peso, el protestantismo triunfa. Sentimos no poder ser más explícitos; pero no nos lo permite nuestro asunto (páginas 156, 157 y 158).» «Jesucristo no fue mas que el continuador de los demás filósofos, uno de tantos genios como vinieron a alumbrar el camino de perfección que sigue sin cesar la especie humana, uno de los eslabones de esa larga cadena científica que empieza en los primeros siglos de la civilización e irá a perderse en el ocaso de los tiempos. No es cierto que en el sentido en que esto suele decirse, no haya tenido necesidad de antecesores ni de maestros: tuvo como todo hombre por maestros a todos sus antepasados; tuvo por punto de partida todo el saber legado a la humanidad por una serie de pueblos que habían sido ya precipitados al sepulcro. No hay saltos, no hay abismos en la historia: el progreso de hoy es siempre hijo del progreso de ayer; el sistema de hoy es siempre el precursor del que podrá nacer mañana. Basta leer la doctrina de ese mismo Jesús, el Evangelio: a cada paso se ven reflejadas en las páginas de este libro inmortal las sombras de Platón y de Zenón, la de Moisés y las de los esenios. Queda esa misma doctrina incompleta y no puede llegar a su complemento hasta que la han ido desarrollando lentamente S. Pablo y los demás apóstoles, san Agustín y los demás padres de la iglesia, el sínodo de Nicea y los demás concilios. S. Pablo, los padres de la iglesia, los concilios se apoyan a su vez en los libros de la antigüedad para arrojar luz sobre las grandes cuestiones que va suscitando el desenvolvimiento natural de la doctrina a que han consagrado su corazón y su talento (pág. 184).» «Los esenios eran quizás los que más se apartaban del texto de Moisés en sus prácticas religiosas y sociales; pero en ellos más que en ninguna otra secta se ve palpablemente demostrada la idea de que la marcha intelectual de la humanidad no es sino una serie de principios que enmedio de su incesante desarrollo se engendran unos a otros. Los esenios eran ya casi cristianos. No seguían del todo la teodicea del Evangelio: tenían aun acerca de la vida futura nociones vagas tomadas al parecer de la filosofía de Platón y de los poemas de Virgilio: conservaban todavía costumbres supersticiosas que no podía tolerar el buen sentido del cristianismo; mas no solo habían adoptado los dogmas fundamentales de este sistema, sino que hasta los habían llevado a la última de sus consecuencias. Hase creído en nuestros tiempos que salieron de esta secta S. Marcos y el mismo Jesucristo, y da indudablemente lugar a sospecharlo por una parte la conformidad en las doctrinas, por otra el silencio que guardaron sobre ella los mismos que combatieron con tanta energía el saduceísmo y el fariseísmo. »... ¿En qué se distinguían de los esenios los cristianos que durante los primeros tiempos de la iglesia vivieron en las catacumbas? ¿En qué se distinguen hoy de ellos los cuákeros, los moravos, todas esas sectas cristianas que han adoptado el principio de la fraternidad por regulador y móvil de su vida práctica? No nos atrevemos a asegurar que estuviese ya escrito el Evangelio en la frente de aquellos israelitas; mas (perdónesenos el entusiasmo) no está en nosotros recordar a los esenios y dejar de ver la figura de Jesucristo destacándose brillantemente del fondo obscuro de sus comunidades. No sería aún el sol del mundo la doctrina de [752] esos hombre; mas no se podrá dudar que fuese el alba (páginas 293, 200 y 202).» Hablando de la doctrina moral que enseñó Jesucristo, y en especial de la infinita caridad que es el alma de la ley de gracia, disputa el impío autor al redentor del linaje humano la originalidad de su doctrina y dice así: «Es del todo cierto, es indisputable cuanto se ha dicho hasta ahora acerca de la caridad de Jesucristo; mas ¿podemos olvidar a los esénios? ¿No arreglaban estos sobre los mismos principios todas sus acciones? ¿No habían reducido ya a la práctica esa solidaridad y esa fraternidad por cuya realización aún suspiramos? Vivían en los alrededores de Belén, en los de Jerusalem, a lo largo de las orillas del mar muerto: ¿no es de suponer que Jesucristo había pasado entre ellos y oído cuando menos su doctrina? Constituían una de las tres sectas judías, y es sabido que esas sectas sostenían entre sí una lucha que databa ya de siglos: ¿ni el rumor de esa lucha habría llegado a los oídos del Mesías? ¿Cómo fueron llamados los primeros cristianos? ¿No se los conocía acaso en todas partes con el nombre de esenios? ¿No vivían en común como ellos? ¿No sostenían como ellos que eran una en el fondo la ley de Moisés y la de Jesucristo? ¡Ah! Está para nosotros fuera de duda que el cristianismo nació del fondo de esa secta. Todas las palabras, todos los hechos de Jesucristo lo confirman. Para hacer más visible la necesidad de una regeneración moral en el hombre ¿qué introdujo este grande innovador si no uno de los sacramentos puestos en uso entre los esenios, el bautismo? Cuando ya próximo al sepulcro quiso manifestar de una manera sensible la unidad de la raza de Adam y la comunión que debe reinar entre los hombres, ¿a qué apeló mas que a otro sacramento de los esenios, a la Eucaristía? Fundado siempre en la caridad predicó el desprecio de las riquezas, el olvido de las injurias, la serenidad en los peligros, la calma enmedio del dolor y los tormentos; cosas todas encomendadas y practicadas por los esenios: »No, no es cierto que viniese Jesucristo a crear; no vino a extender, a desarrollar y sobre todo a universalizar lo creado. Las ideas existían antes que él: él no hizo más que depurarlas, sentimentalizarlas, darles vida y poesía, arrojarlas desde lo alto de una cruz al mundo. No solo existían entre los esenios; existían más a menos confusas en la frente de todos los filósofos, en el corazón de todos los pueblos. Platón había ya iniciado el amor como único medio para llegar al cielo: Cicerón acababa de hablar de un lazo de caridad que debía unir a todos los hombres en la tierra: el pueblo de Roma estaba aplaudiendo con furor los versos de Terencio, en que se dejaba entrever el principio de la solidaridad humana. Hasta el mismo sacerdocio pagano creía ya en la unidad de nuestra especie: hasta los mismos que combatieron después más encarnizadamente el cristianismo, aceptaban ya la creencia de una palingenesia moral y vivían preocupados con las tradiciones del Oriente. Todo estaba en ellos vago, obscuro: todo era en ellos una simple aspiración; pero existía y aguardaba una mano que le diese forma: Jesucristo fue esta mano misteriosa, esta fuente de vida: ¿cabe acaso una misión más grande, más fecunda? »Se nos acusará otra vez de impíos; más ¿no es el mismo Jesucristo el que ha dicho: No vengo a destruir la antigua ley, sino a cumplirla? ¿No es él mismo el que confiesa haber enviado a sus apóstoles a segar lo que no sembraron? (páginas 207 y 208).» Si tan impíamente juzga el señor Pi del hijo de Dios; ya pueden conocer nuestros lectores cómo juzgará del cristianismo y del Evangelio. Según él la creencia en el dualismo del cielo y de la tierra ha desviado a la humanidad de su camino, ha perpetuado el mal y ha hecho imposible el bien (pág. 159): ha creado un poder espiritual, la iglesia, que empezó a luchar y continúa luchando con el poder temporal, se hizo opresivo, tiránico y violento, se corrompió y ha llegado a hacerse tan odioso, que los mismos que le sirvieron en otros días de escudo, no viendo ya en él mas que un obstáculo para el progreso de la humanidad, son los primeros en provocar y acelerar su ruina (pág. 163). El cristianismo según el autor no es mas que una evolución, un orden de ideas más o menos estable, pero no eterno: es el resultado legítimo de evoluciones anteriores; es esencialmente modificable; está expuesto a deber sucumbir a evoluciones posteriores: no puede ser examinado aisladamente: debe ser estudiado en los filósofos anteriores y posteriores, cuyas doctrinas forman parte integrante de la suya y la suya de la de ellos (pág. 185). El Evangelio es defectuoso, obscuro, vago (pág. 164) y ha sido erróneamente interpretado por la iglesia (pág. 165): ha sido despojado del carácter social que le diera Jesucristo, y se ha creado un puro sistema religioso, el cual no basta para corregir; ni moralizar al hombre (pág. 176). No fue mas que una evolución, una determinación de ideas (pág. 202); y hay si no una perfecta identidad, a lo menos una conformidad muy notable entre las ideas de aquel libro y las de Platón (pág. 203). «Fue el Evangelio (continúa el señor Pi) mucho más allá; pero sin destruir jamás el círculo que aquel había trazado. Consideró en cada hipóstasis una totalidad de la triada divina: [753] admitió como entidades las que hasta entonces no habían sido reconocidas mas que como fases metafísicas de una misma idea: no satisfecho aún con su obra dio cuerpo a estas mismas entidades, las bajó a la tierra, las encarnó, las hizo visibles a los pueblos, las puso en la conciencia de cada individuo, en la razón de la humanidad, en el trono de la iglesia; mas ¿alteró acaso lo que las constituía esencialmente según la doctrina de aquel pensador y sus discípulos? ¿Modificó el carácter que ya las distinguía? ¿Supuso en ninguna de ellas otras cualidades que las ya descritas si no por el mismo Platón, por los que más desarrollaron su sistema? Es necesario, inevitable confesarlo: sobre este dogma cuando menos no es una luz primitiva el Evangelio: no es más que el reflejo de una teodicea depurada por los trabajos filosóficos de más de cuatro siglos. Ya en la idea fundamental del cristianismo encontramos nuestra opinión completamente demostrada. Mas ¿es acaso raro? No: lo hemos dicho ya y lo repetimos: la ciencia es una, no puede dejar de haber continuidad en sus ideas. Jesucristo había de venir forzosamente a confirmar y no a negar las leyes que ha seguido constantemente el entendimiento humano; de otro modo hubiera bajado no para encaminar, sino para desviar, no para alumbrar, sino para obscurecer, no para darnos a conocer nuestra ley de perfectibilidad y de progreso, sino para sumirnos en el abatimiento, no para despejar nuestra razón, sino para introducir en todos nuestros conocimientos la vaguedad, el desorden, la anarquía (páginas 203 y 204).» En fin el cristianismo para el autor es un mito y el Evangelio un drama. De los pasajes que quedan copiados, se deducen bien claramente las doctrinas humanitarias y panteísticas que profesa el señor Pi; pero para que no haya duda alguna, haremos algunas citas. «... La humanidad y el hombre son esencialmente perfectibles y obedecen a una ley de progreso, que es por su naturaleza y por su origen del todo irresistible: tienen una senda trazada por la fuerza misma de las cosas y la siguen aún cuando creen apartarse de ella, la siguen aún sin querer, a pesar suyo. No desconocernos que en el hombre pueda haber voluntad, es decir, libertad de obrar conforme a sus propios pensamientos y a sus mismos sentimientos; pero no la hay (absolutamente hablando) ni en la humanidad, ni en el hombre como individuo de ella &c. (páginas 144 y 145).» «No comprende aún (la pintura en el siglo XVI) que el universo forme parte de su vida: no comprende aún que haya una identidad absoluta entre la humanidad y el hombre, el hombre y la creación, la creación y Dios, Dios y todos los seres determinados en lo eterno y lo infinito: no comprende aún que exista esa misteriosa triada en que todo está indisolublemente unido, en que de la unidad brota la multiplicidad, de la multiplicidad la unidad, y multiplicidad y unidad son coexistentes, &c. (pág. 279).» Entre los muchos desatinos que el señor Pi estampa en su obra por ignorancia, nos parece que merecen citarse estos dos. Dice en la página 222 que el temerario sofista Escoto Erígena resucitó la doctrina del panteísmo; pero que su panteísmo se deriva lógicamente de los libros sagrados y está contenido letra por letra en el evangelio de S. Juan. ¿Quién no se ríe de tales dislates? Apostamos cualquier cosa a que el historiador de la pintura no sabe ni cuál fue el verdadero carácter del hereje irlandés, ni las obras que escribió, y que acaso no conoce el evangelio de S. Juan mas que de oídas o por lo que haya leído en las impías producciones de los delirantes mal llamados filósofos de Francia y Alemania. Y esta sospecha se hace más fundada cuando vemos en la nota de la página 222 que el autor sienta magistralmente esta falsa proposición. La iglesia no ha admitido jamás la predestinación; pero no ha dejado de ser en ella una grave falta de lógica. Lo cual prueba que el señor Pi, tan sabiondo, tan filósofo, tan erudito, tan inteligente en literatura, en historia, en bellas artes, ignora los dogmas de la iglesia católica, en cuyo gremio suponemos que habrá nacido si es español. ¡Y tiene atrevimiento de meterse a criticar el Evangelio y juzgar el catolicismo! Queriendo el autor probar que la monarquía o el gobierno monárquico va en decadencia dice: «Dos veces ha doblado ya la rodilla sobre las tablas del cadalso: ¿quién sabe si estará muy lejos su última hora? No hace cuatro años doblaban ya todas las campanas de Europa por su próxima muerte: hasta en el sacerdocio hay ya quien aguza contra ella sus puñales (pág. 151).» Esta alusión bien clara a un trágico suceso lamentado por todos y más que por nadie por el clero envuelve una calumnia infame y muestra el encono que abriga el autor contra el sacerdocio. No nos podemos detener a hablar de todas las ideas falsas y erróneas, atrevidas y peligrosas, ni de las expresiones y frases calumniosas u ofensivas a la iglesia, a los santos padres y doctores, a los sumos pontífices y al sacerdocio en general, porque repetimos que necesitaríamos destinar a ello muchas páginas y queremos publicar este escrito en un solo número. Pero tengan [754] entendido nuestros lectores que los pasajes copiados o a que hacemos referencia, no son por desgracia los únicos que están plagados de errores. Lo que agrava la culpabilidad del autor, es que sin venir a cuento ni hacer al propósito de su libro (cuyo asunto es tan ajeno de los dogmas de la religión) se ha entrometido a hablar de materias sumamente hondas y trascendentales solo por hacer pública profesión, a lo que parece, de sus doctrinas anticristianas e impías. El excelentísimo e ilustrísimo señor arzobispo de Santiago, como ya sabrán nuestros lectores, por su edicto fecha 9 de este mes ha prohibido en su diócesis la lectura de la Historia de la pintura en España por contener ideas impías, como que nacen del panteísmo, el cual no es más que un ateísmo disfrazado, y también altamente antisociales. Es probable que los demás señores obispos imiten la conducta de aquel celosísimo prelado; pero aunque ese paso será de una importancia incalculable, todavía no basta. Se hace preciso que el gobierno siguiendo el buen camino donde parece que ha entrado con decisión de algún tiempo acá, prohíba la continuación de dicha obra y mande recoger lo que de ella va publicado: porque sería escandaloso que se permitiera la propagación y prosecución de un libro en que descaradamente se enseñan doctrinas anticristianas, impías, eversivas de los fundamentos de la sociedad humana, con tendencia a imbuir los delirios de esa turba de sectarios que aspiran a envolver el género humano en nuevas y más desastradas calamidades que las sufridas hasta aquí; de un libro en que se adultera la inteligencia del Evangelio, se proclama su origen puramente humano y su insuficiencia y se anuncia que de evolución en evolución llegará a perfeccionarse; de un libro en que se destruye el único freno posible para contener a los malos en la senda del crimen y alentar a los buenos en el ejercicio de la virtud; de un libro donde se acusa a la iglesia de errar en la inteligencia e interpretación del Evangelio; de un libro en que como para formar contraste se hace en algunos lugares una pintura risueña de la religión pagana, de sus dogmas, su culto, sus fiestas y sus ídolos; de un libro en que se calumnia e injuria, a veces hasta groseramente, a la iglesia, a los romanos pontífices, a los sacerdotes; de un libro en fin en que con halagüeño colorido y estudiado aparato de erudición se introduce en el ánimo de los lectores la ponzoña del error que mata instantáneamente. Vea el gobierno si es urgente y si está en su mismo interés prohibir cuanto antes la Historia de la pintura en España.
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