Salvador de Madariaga
Las autonomías en España
No creo pecar de optimismo en creer que nuestra opinión pública, una vez libre, se pronunciaría en favor de la más amplia autonomía para todas las regiones de España que lo desearen. Personalmente, soy favorable, y lo fui siempre, a esta solución. Comentaré pues el artículo de Rovira i Virgili, no ciertamente con ánimo de oposición sino con un propósito de cooperación crítica.
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No creo en las cuatro nacionalidades. Creo que la unidad del pueblo español cala mucho más hondo que su variedad. Creo que su variedad es verdaderamente maravillosa, pero en el seno de una unidad psicológica todavía más impresionante.
El clima y el medio geográfico han condicionado estas variedades, constituyendo tres grupos que en una de mis obras he distinguido y definido como sigue: un grupo atlántico, galaico-portugués, de matiz lírico; un grupo central, vasco-castellano-andaluz, de matiz épico-dramático; un grupo mediterráneo, catalán-valenciano-murciano, de matiz plástico. Pero, bajo este diseño, resaltan en su pleno vigor natural, los rasgos acusados de once o doce «reinos» distintos, y aun dentro de estos reinos, se dan diferencias tan pronunciadas como las que en Andalucía distinguen a sevillanos de cordobeses, granadinos o malagueños.
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No creo en la asimilación por lenguas. Los vascos, si de verdad siguen fieles a sus hablas natales, como procedan de valles distantes, sólo pueden entenderse en castellano. Los castellanos viejos, que no saben vascuence, son vascos de origen. Los valencianos, cuya lengua apenas si difiere del catalán, son en ciertos aspectos más distintos de los catalanes que los aragoneses, que hablan castellano.
Este error de dejarse guiar por la lengua lleva a menospreciar el elemento mucho más importante, de la formación histórica. Hay muchos vasquistas y catalanistas que sueñan con unir en sendos estados únicos los vascos y catalanes de ambos lados del Pirineo. ¡Qué ilusión! Los vascos y catalanes franceses son franceses; ¡y los vascos y catalanes españoles son tan españoles! Si hay algo seguro en la experiencia humana es que la historia y la geografía significan mucho más que la lengua. Ni los austriacos ni los alsacianos son alemanes, ni los suizos romandos son franceses, ni los flamencos holandeses. La construcción catalanista de una Gran Cataluña compuesta de Cataluña, Valencia y Baleares es tan teórica e irreal como la ilusión de una nación vasca y otra catalana con el Pirineo por espina dorsal.
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No creo en una «Castilla» centralista e imperialista, ogro que se come las libertades de los pobrecitos pueblos ibéricos del litoral. Nada hay más traído y llevado en estas cosas que «Castilla». Tan pronto quiere decir «los países peninsulares de lengua castellana» (Rovira) como «el pueblo de la altiplanicie interior» (Rovira). Y entre tanto los que, con razón o sin ella, llevan la culpa del centralismo español resultan ser andaluces{1} como Cánovas, Primo de Rivera, baleares, como Maura, gallegos como Franco y otros prohombres que sería prolijo enumerar; vascos, como los no menos numerosos que, junto con otros también numerosos catalanes, gobiernan hoy a España bajo la férula del gallego Franco; mientras que los estatutos de autonomía fueron concebidos y arrancados a la reacción centralista por el gobernante más castizamente castellano que España ha tenido: Azaña.
El caso es que la razón por la que vascos y catalanes de España piden autonomía, y los de Francia no es precisamente que la dinastía austriaca no tomó nunca en serio la centralización y unificación de los diversos reinos españoles; mientras que los Borbones de Francia consideraron la labor centralizadora como su primera obligación. Las libertades catalanas duraron hasta el siglo XVIII; y las vascas hasta el XIX. No deja de tener gracia que entre los «graves errores» del Conde-Duque de Olivares, cite la Enciclopedia Británica: «Su total negligencia en unificar los diferentes Estados que constituían el reino peninsular», error que, acertadamente estima la Enciclopedia haber compartido con el rey y con las clases comerciales. Lejos de deberse a la opresión de una «Castilla» hipotética, el problema de las autonomías surge de que España ha sido siempre mucho menos centralista que Francia o que Inglaterra. Y no olvidemos que el lenguaje castellano invade toda la península –sin excluir Cataluña ni Portugal– cuando el rey de Castilla carecía del menor asomo de autoridad sobre estos dos reinos.
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De acuerdo con Rovira, creo que la solución razonable y sabia presupone la eliminación del separatismo. Pero ya quisiera estar yo tan seguro como parece estarlo él de que no puede tratarse de tal cosa. Los extremismos se refuerzan y exaltan mutuamente, y el centralismo intransigente de los conservadores de Madrid no tuvo jamás aliados más eficaces que los separatistas catalanes y vascos. El mismo Rovira no considera la eliminación del separatismo más que como una concesión. Para mí, no es el separatismo mero error de táctica: es sobre todo una aberración intelectual.
El asunto es lo bastante grave para que nos paremos un poco. Por lo pronto, ya el hecho de aceptarlo como «la reacción eventual contra el cierre de la vía que conduce a las libertades de tipo federativo» me parece una afirmación de separatismo que no echarán en saco roto los centralistas. Como la actitud de estos tales se funda precisamente en el temor de que la autonomía no venga a ser más que una etapa hacia la separación, temor, por desgracia apoyado en no pocos escritos tanto vascos como catalanes, el observador imparcial y aun el benévolo para con las autonomías, se ve obligado a hacer constar que la responsabilidad de la situación se debe en gran parte a vascos y catalanes.
La explicación de este hecho es demasiado sencilla: la tendencia separatista es natural en los españoles. Cuando los extremistas del separatismo vasco y catalán se echan a declarar que no son españoles, tentado está el que escucha de decirlos: «Ojalá no lo fuerais; que así no habría problema, pues habríais resuelto con prudencia y buen sentido el cómo colaborar con los españoles en el hogar común de la Península.» Pero este rasgo fatal de la psicología española, la tendencia a la fisión, a la escisión, al cisma, al «pues yo no juego», tendencia que se observa en el ejército, separado del pueblo, en la Iglesia, separada del siglo, en las profesiones liberales, separadas unas de otras en tribus rivales, en las ciudades a la greña, en los partidos políticos, divididos en facciones y clientelas, este separatismo universal y omnivalente del español infecta con su virus un problema que, de quedar circunscrito a la autonomía, hallaría fácil solución.
Bajo la literatura autonomista, aun la más sensata, vibra un separatismo apenas velado. Ejemplo: el propio artículo de Rovira, cuya insistencia en el derecho a la separación es característica. Rovira cita a Almirall: «Si nos detenemos en un punto que no llega a la separación, no es porque nos falte el derecho, sino porque creemos que no conviene ejercitarlo.»
Estas palabras afirman, quizá harto categóricamente, un principio muy dudoso. El problema es de los más delicados para un espíritu liberal. ¿Los cuatro millones de catalanes, de quererlo así una mayoría de ellos, tendrían en efecto el derecho de separarse del resto de España? Cuestión que no parece admitir respuesta dogmática y general. Hay liberales simplistas que tiran por la calle de en medio y el que venga atrás que arree. Se va a un plebiscito y se está a lo que diga la mayoría. Pero ¿no es evidente que esta solución reposa sobre una petición de principio? En cuanto se acepta que tal país tiene el derecho de votar sobre su soberanía, ya se le ha otorgado la soberanía antes del voto. Sin contar con que la pregunta que se le hace al pueblo puede ser de tal complejidad, profundidad y delicadeza que no sea posible entregarla sin desastre a los vaivenes de la mayoría y a los tumbos de las campañas electorales.
Procuremos pues plantear el problema en un terreno más sólido. Llamemos soberanía nacional el derecho y la facultad de tomar aquellas decisiones que el país considera como vitales para su destino. El destino común surge así como la esencia misma de la unidad nacional. Cuando dos pueblos se dan cuenta de tener un destino común, se unen: Inglaterra y Escocia forman la Gran Bretaña. Cuando dos pueblos se dan cuenta de que sus destinos divergen se separan: Suecia y Noruega.
Ahora bien, quienquiera que tenga de España un conocimiento suficiente tiene que llegar a la convicción de que los pueblos peninsulares –incluso el portugués– tienen un destino común. Sólo puede aferrarse a la conclusión contraria el prejuicio más obcecado. Los hombres preclaros de la Península lo han visto siempre así; porque es evidente. Y la decadencia de España se debe mucho menos a la centralización austriaca (que es un mito) o borbónica (que es una tradición francesa) que a la falta de solidaridad entre sus pueblos.
Castilla rica y próspera, mucho más rica y próspera que los demás pueblos españoles en el reinado de Carlos V, perdió sus libertades en la batalla de Villalar (1521), en que las ciudades lucharon tenazmente en defensa de su sistema representativo y de un programa que aspiraba a transformarlo en parlamentario, casi moderno. Esta derrota hizo pasar el poder a manos de una nobleza imperial e imperiosa. Pero mientras Castilla bregaba por su libertad, Andalucía se declaraba más realista que el rey, y Cataluña dejaba que derrotaran no sólo a Castilla sino a Valencia, donde las germanías brotaban en un intento de revolución social.
Pasa un siglo, y bajo Felipe IV, tercero de los reyes de toda la Península, Cataluña y Portugal, apoyadas respectivamente por Francia y por Inglaterra, intentan separarse del resto de España. De aquí, dos guerras civiles que terminan en la independencia de Portugal y el retorno de Cataluña al sistema español. Ya es tópico clásico el condenar a Felipe IV y a su valido, el Conde-Duque por estos sucesos. Pero si bien el rey anduvo escaso de sentido político y su valido de ductilidad y don de gentes, ¿qué decir de dos pueblos tan obcecados en cuanto a sus destinos que se obstinan en desgarrar y descuartizar la Península, cuerpo común a todos los pueblos que la habitan y cuya balcanización tiene que disminuirlos y empobrecerlos a todos?
Sólo la contracción intelectual que acarrea el particularismo puede explicar las afirmaciones más que aventuradas que hace Rovira en sus títulos: España, excepción en el mundo; y la Monarquía y la República frente al problema de las nacionalidades. En estas secciones de su artículo hace caso omiso del centralismo italiano (que aflige hasta a los liberales); de la gravedad del problema de Ulster en Irlanda; de la tenacidad que pone la opinión inglesa en no enterarse de las aspiraciones autonomistas de Escocia y de Gales; de los episodios sangrientos a que ha dado lugar el problema de los Sudetas en Bohemia; de las matanzas de nacionalidades enteras en la Unión Soviética. Todo había que borrarlo para aislar en «el mapa de las nacionalidades» las «tres manchas negras: Cataluña, el País vasco y Galicia». (Dicho sea de paso, yo, que soy del país, no estoy muy convencido del entusiasmo autonomista de Galicia). Pero el caso es que estos tres pueblos no sufren del régimen específicamente como alógenos, sino como todos los demás países de España. Bien es verdad que no se les permite expresarse públicamente en su lengua; pero tampoco se le permite a los que se expresan en castellano, como no sean gramófonos del gobierno. Aun hoy, nadie le impide al vasco, al catalán, al gallego, hablar en su lengua con los amigos o escribirles en ella. Publicar e imprimir… eso ya es otra cosa. Pero ¿no hay libros en castellano prohibidos en España? Que me lo pregunten a mí. Demos de barato que, en último término, quede un residuo de opresión de las lenguas locales, que hace aún más odioso el régimen a vascos y catalanes pero no perdamos el sentido de la proporción hasta hacer de la España franquista una excepción en el mundo por su opresión de las nacionalidades, olvidando los otros pueblos españoles no menos oprimidos, y las numerosas nacionalidades oprimidas y aun exterminadas fuera de España.
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Tampoco puedo subscribir las opiniones de Rovira sobre la Monarquía. Por ejemplo: «Fue la Monarquía española la que, después de destruir las libertades de Castilla, utilizó esta nacionalidad para destruir las libertades de los demás pueblos de la Corona. La Monarquía quiso favorecer a Castilla utilizando a sus capitanes, golillas e inquisidores para imponer la lengua y las leyes castellanas a los demás pueblos.» No hay apenas una palabra en este párrafo que no sea discutible desde el punto de vista histórico. La Monarquía, bajo la casa de Austria, fue federal; no, ciertamente, adrede pero sin saberlo, como el personaje de Molière hacía prosa. El mismo Rovira tiene que reconocer en su artículo que, ni aun después de la rebelión catalana, bajo Felipe IV, perdió Cataluña sus libertades. Si cabe hacer un reproche al sistema de los grandes consejos que constituía el gobierno de España bajo las Austrias, más bien sería el contrario; porque, en realidad, carecía de un organismo coordinador y central. Los Borbones importaron de Francia una tradición unitaria que, en su forma original, habría aniquilado rápidamente las libertades catalanes si Cataluña hubiera conseguido entonces hacerse francesa. Si los tres Felipes no hubieran respetado escrupulosamente la autonomía, y aun la independencia, de Portugal bajo sus reinados, la separación de Portugal en el siglo XVII, origen de tantos males para Portugal y para España, no hubiera podido tener lugar.
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Seguro estoy de que el particularismo portugués y el catalán llevan en la Historia tanta responsabilidad por las desgracias de España como cualquiera de las demás causas que se suelen enumerar; y de que, si Cataluña y Portugal hubieran orientado sus esfuerzos hacia una coordinación creadora con los demás pueblos españoles, la Historia de España hubiera sido mucho más estable. Evidente también me parece que los acontecimientos del reinado de Felipe IV, cuya culpa, lo repito, recae al menos por igual sobre catalanes y portugueses que sobre los «castellanos», pesan todavía como grave hipoteca histórica y psicológica sobre el presente y el porvenir de las autonomías españolas.
Pero estas autonomías son indispensables si España ha de volver a ocupar en el mundo el lugar que le corresponde. Y no sólo las de Cataluña y Vasconia. Hemos alcanzado un punto en la evolución política de España en el que la autonomía es ya necesaria no sólo a los países que la piden sino, quizá aún más, a los que no se dan cuenta de que les hace falta. Para que España renazca de verdad, es menester una honda descentralización, a fin de que cada reino recobre la dirección de sus asuntos, para dar libre curso al espíritu creador de pueblos tan diversos y tan originales. Esta descentralización es necesaria. Para que sea posible, es menester que el espectro del separatismo no vuelva a surgir en la imaginación de los españoles. A los vascos y a los catalanes toca ahuyentarlo para siempre de la Península.
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{1} Olivares, nacido en Roma, era de una familia andaluza castellanizada. Personalmente nada menos típico de Castilla.
SALVADOR DE MADARIAGA, nuestro estimado colaborador, nos señala un error cometido en la nota biográfica que le dedicamos en el número anterior. En efecto, el señor Madariaga no es profesor en la Universidad de Oxford desde 1931, fecha en que dimitió al ser nombrado por la República española embajador en Wáshington. (2:110)