Filosofía en español 
Filosofía en español


Rodolfo Llopis

Sanz del Río y el krausismo

Don Julián Sanz del Río es quizá el hombre que más ha influido en la formación del pensamiento español contemporáneo. Su influencia fue intensísima de por vida. La continuó ejerciendo con no menor fuerza después de su muerte prematura, a través de la ardorosa fiel devoción de sus discípulos, que fueron muy numerosos y que se desparramaron por toda España. Se ha mantenido viva a través de los agitados períodos de la vida nacional. Y aún ahora mismo, en estas horas penosas del actual acontecer de España en las que el pensamiento pugna por evadirse de la campana neumática en que se le aprisiona, voces amigas y enemigas de lo que representa y significa la obra de don Julián Sanz del Río, acusan la pervivencia de sus influencias.

Para los propósitos que informan este trabajo, no habrá modo de hablar de don Julián –como con respetuosa familiaridad le llamaban sus discípulos– sin pensar en don Francisco Giner de los Ríos, que fue su más fiel continuador. Como no se podrá hablar de don Francisco –también le llamaban así con respetuosa familiaridad sus discípulos–, sin pensar en don Manuel Bartolomé Cossío, su filial proseguidor. Don Julián, don Francisco y el Sr. Cossío, constituyen una familia espiritual. Los tres fueron universitarios, profesores, educadores. Cada uno de ellos, dentro siempre de una misma comunidad de pensamiento, nos ofrece su fuerte personalidad. Cada cual de ellos, sin quebrantar esa unidad espiritual, sino enriqueciéndola, acentuará su preocupación personal en una dirección determinada. Predominantemente filosófica, don Julián; más sociológica y pedagógica, don Francisco; más pedagógica y estética, el Sr. Cossío. Los tres, liberales avanzados; pero alejados voluntaria y discretamente de la política militante. Los tres merecieron el respeto de las personas honestas de todas las formaciones políticas; pero los mejores amigos de don Julián estaban en el partido progresista; don Francisco, republicano de corazón y de cabeza, tenía grandes amigos en el republicanismo activo, y el Sr. Cossío, también republicano de corazón y de cabeza, los tenía, además, en el socialismo. En estos tres hombres podemos centrar los momentos decisivos de un mismo pensamiento, que se inicia en don Julián y se cierra –en cuanto a ciclo– en el Sr. Cossío. Cada uno de ellos actúa, sin romper la continuidad, en horas históricas distintas. Don Julián, en la época de Isabel II, don Francisco, en la Restauración, y el Sr. Cossío, en las postrimerías de la monarquía y en los días entusiastas de la República.

Las obligadas limitaciones de este trabajo, no permiten abarcar en él, a la vez, la obra de estos tres españoles meritísimos Por eso este ensayo de ahora se limita a divulgar –no sin restricciones– la labor de uno de ellos nada más, la de don Julián. Tiempo y ocasión habrá para que divulguemos igualmente la de don Francisco y la del Sr. Cossío.

Hablar de Sanz del Río y de su influencia en la formación del pensamiento español contemporáneo, es evocar una de las situaciones más dramáticas de la vida española. Es recordar los obstáculos que se han opuesto en España a la expresión del pensamiento en un momento de su historia, que, por desgracia, no ha sido único. Es demostrar que el pensamiento creador, a pesar de todo, acaba labrándose su propio camino. ¡Lento y penoso caminar el del pensamiento español contemporáneo!

Los obstáculos tradicionales

La actividad de Sanz del Río se produce, como hemos dicho, durante el reinado de Isabel II, la «reina castiza». Su reinado es un trozo típico de lo que fue nuestro siglo XIX, en el que tantas páginas heroicas se escribieron al lado de otras muy abyectas.

Una sublevación del general Espartero, en 1840, acabará con la regencia de María Cristina. El general Espartero pasa a ocupar la regencia del reino. Otra sublevación lo expulsará de ella. Las Cortes, para acabar con esa situación, declaran –1843– mayor de edad a Isabel II, que a la sazón apenas si contaba trece años. Forma gobierno un progresista, Salustiano Olózaga, que obtiene de la reina el decreto de disolución. Los moderados se asustan. Quieren evitar las elecciones. Para ello acusan a Olózaga de haber arrancado de viva fuerza a la reina el decreto famoso. Exoneran a Olózaga de la Presidencia del Consejo de Ministros «por motivos graves a mi reservados», como dirá el decreto que autoriza con su firma el general Serrano. Hace falta un ambicioso y audaz que se atreva a sostener públicamente la acusación. El ambicioso y audaz, surge: es González Brabo. Su reprobable conducta le vale una cartera de ministro. Aquella injusticia dejará amargo sedimento en el alma de Olózaga. Será el prólogo de un drama. El epílogo lo encontraremos años después, en Alcolea, con el triunfo de la Revolución que destronará a la reina. La reina comenzó su oficio con González Brabo y con lo de Olózaga: fue su primera locura. En 1868 desterrará a los generales unionistas; será su última locura. Con González Brabo, también acabó Isabel II su oficio de reina.

Durante su reinado, tres partidos se disputan la hegemonía de lo que dió en llamarse «la cooperativa del poder». A la derecha, están los «moderados», a los que se van incorporando los carlistas renegados. Los moderados son absolutistas, impopulares, furiosamente clericales. A la izquierda, están los «progresistas». Son profundamente liberales, ingenuos; dominan en la mesocracia y les acompaña gran parte del pueblo. Todavía más a la izquierda, hay un pequeño grupo de republicanos: son los «demócratas». Y en el centro, hay un conglomerado híbrido que se llama «unión liberal». Lo integran generales –que tampoco faltan en los demás partidos– agiotistas, tránsfugas, aventureros de la política y de las finanzas.

La reina, distraída con las camarillas y con las diversiones que le eran peculiares, no percibe lo que ocurre en el país. El país está descontento, pero Palacio no se altera. Entre Palacio y el Pueblo se interponen lo que Olózaga llamó «los obstáculos tradicionales», expresión que hizo fortuna desde que la lanzara en su memorable discurso del 11 y 12 de diciembre de 1861. Los «obstáculos tradicionales», según Olózaga, eran las influencias de la Iglesia: la del franciscano Padre Cirilo, arzobispo de Toledo, la del Padre Claret y la de Sor Patrocinio, la «monja embaucadora», condenada por milagrera en 1836 por el Juzgado de Madrid. Esas influencias religiosas supusieron el Concordato de 1851, que finta Isabel II con Pío IX, sin consultar con las Cortes; hacían quemar libros «peligrosos» en los atrios de las Iglesias; negaban el entierro católico a los liberales; purificaban el profesorado; establecían la «censura de fronteras» para toda clase de libros «sospechosos»... Todo ello, como entonces se decía, constituía el Imperio de la «mojigatocracia».

Los «obstáculos tradicionales» eran, además, según Olózaga, las influencian de las «camarillas», que eran varias: la del rey consorte, la de la reina, la de la reina madre... Eran la influencias de los favoritos: Arana, Puig Moltó, Miguel Tenorio, Obregón, Marfiori y tantos más, ante cuyas «libidinosas veleidades», como entonces se decía, cerraba los ojos don Francisco de Asís, que encontraba consuelo en sus monjitas de las Salesas. Estas camarillas, estos siniestros personajes intervenían en todas las intrigas, entraban a saco en la Hacienda nacional y hacían y deshacían los gobiernos a su antojo. Los «obstáculos tradicionales» declararon guerra a muerte al partido progresista. El partido progresista aceptó el reto. Sabía que combatir dichos «obstáculos tradicionales» equivalía a combatir la dinastía de los Borbones encarnada en la persona de Isabel II. En esa lucha que va a comenzar, Olózaga será el Verbo y el general Prim la Espada.

Los textos vivos

Obstáculos tradicionales... Intervención de los militares en la política... Y, además, la permanencia casi continua de los moderados en el poder. Durante el reinado de Isabel II, salvo muy contados eclipses –el del bienio progresista (1854-1856) y algún que otro gobierno de Unión liberal– los moderados ocupan constantemente el poder. Y cada vez que a él retornan, vuelven más sectarios y más feroces que antes. Aunque ya eran de por sí suficientemente reaccionarios, todavía recibieron el refuerzo de los carlistas, más o menos renegados. Esos nuevos elementos formarán su extrema derecha. Palacio Valdés los definió como «falange inquieta de fogosos mancebos que constituyen hoy la política de la Iglesia». También se les llamaba «neocatólicos», título que comenzó por exasperarles y acabaron reivindicándolo como un honor. Esta falange inquieta de fogosos mancebos, estos neocatólicos volvieron sus ojos a la Universidad madrileña. ¿Qué podían temer de ella? En dicha Universidad se había creado una cátedra de «Ampliación de Filosofía y su Historia» para cuyo desempeño nombraron el 26 de enero de 1854 a don Julián Sanz del Río. Este explica en ella la filosofía de Krause, que había estudiado en Heidelberg y que trabajaba afanosamente por españolizarla. Las ideas que vierte Sanz del Río en su cátedra, constituyen una feliz novedad en aquel ambiente adocenado de la Universidad de entonces. La forma monográfica de sus cursos, contrastaba con la rutina de las clases de otros profesores. La juventud universitaria, tan deseosa de renovarse espiritualmente se sintió rápidamente atraída por las ideas nuevas que profesaba Sanz del Río. Y tanto o más que las ideas, le impresionaba la manera cómo Sanz del Río entendía y practicaba su función docente. A pesar de su gravedad un tanto solemne, no repelía el diálogo sino que lo provocaba. Su lenguaje técnico acrecía el interés. La unción casi evangélica con que trataba los problemas, aumentaba la cordial adhesión de sus alumnos. Respetaba en ellos, como imperativo de su propia conciencia, la más absoluta libertad intelectual. Quería, sobre todo, que aprendiesen a filosofar. Se preocupaba no sólo de informarles, sino de formarlos espiritualmente. Todo ello era nuevo en aquella vieja Universidad. No es extraño, pues, que los alumnos sintiesen por el Maestro verdadera devoción.

Los cursos de Sanz del Río no interesaban solamente a la juventud universitaria. Su aula se veía siempre concurridísima por tal auditorio especial. Entre sus alumnos figuraban nombres sobradamente conocidos: Francisco de Paula Canalejas, Federico de Castro, Nicolás Salmerón, Romero Girón, Gumersindo de Azcárate, Linares, Giner de las Ríos, Tapia, Sales y Ferré, Ruiz de Quevedo, &c.; exministros como Luis María Pastor profesores universitarios como Fernando de Castro y Emilio Castelar, ingenieros, escritores, ateneístas...; ¡Sanz del Río había revolucionado la Universidad! Y no sólo la Universidad, pues de su curso se hablaba y discutía en el Ateneo y en las tertulias. Sanz del Río, a quien ya comenzaban a llamar «el Sócrates español» continuaba y completaba su magisterio en su «Círculo de estudios», aquel reducido grupos de amigos que se interesaban por conocer la filosofía alemana, que se reunían en la calle de la Luna, en casa del abogado Simón Santos Lerín y que fue agrandándose, aunque siempre voluntariamente restringido, hasta constituir el «Círculo filosófico» de la calle de Cañizares. Allí, una vez al mes, racionalistas y católicos liberales, «discutían fraternalmente de problemas graves». Allí administraba Sanz del Rio el «santo sacramento de la palabra».

Sanz del Río, que era Doctor en Derecho civil y canónico, decidió doctorarse en Filosofía para ponerse en regla con la Administración. Lo hizo en 1856. Su tesis se titula Cuestión de la Filosofía novísima. En ella precisa su doctrina. Constituye una declaración de principios. Aunque la tesis, cual sucede con esa clase de trabajos, circuló poco (la publicó una revista, La Razón, en 1860), no por eso dejaron de inquietarse los neo-católicos. Más se inquietaron cuando vieron que el discurso de apertura del curso universitario de 1857-58, corría a cargo de Sanz del Río. En ese discurso trató de «Lo que debemos a la enseñanza recibida de los siglos pasados y lo que esperan de la nuestra los futuros». En ese discurso, después de insistir en los principios de su filosofía y de exponer sus ideas pedagógicas, termina dirigiéndose a los futuros maestros y profesores, para decirles que «ante todo, tienen que enseñar la Verdad; propagarla, cueste lo que cueste; su conducta debe honrarla, ya que son sus ministros; y deben estar dispuestos a vivir y a sacrificarse por ella. Así lo exige el bien de las generaciones venideras y el bien de la Sociedad».

Los neo-católicos creen que ha llegado el momento de dar la batalla al krausismo y a los krausistas. Primero, en el terreno de las ideas. De ello se encarga Juan Manuel Ortí y Lara, profesor del Instituto de Granada y más tarde catedrático de la Universidad Central. Ortí y Lara publica un folleto impugnando dicho discurso. Para Ortí y Lara, la Metafísica de Sanz del Río es puro panteísmo; su Moral, sólo tiene de bueno lo que en ella hay de Moral cristiana; todo lo demás, es malo. Queda, pues, declarada la guerra a quienes «profesan doctrinas anticatólicas y dan una enseñanza heterodoxa, capaz de viciar el corazón de la juventud». Los neo-católicos no se detienen ahí. Sentenciarán definitivamente que «el krausismo es el foco de infección de la sociedad contemporánea». La polémica gana la calle. Las periódicos neo-católicos desencadenan una campaña violenta. El pensamiento español, que dirige Francisco Navarro Villoslada, será el más agresivo. Es la tribuna de Ortí y Lara, quien publicará en él «Las cinco plagas de la enseñanza: la educación inadecuada, la superficialidad de los estudios, los textos muertos, los textos vivos y el monopolio universitario».

¡Los textos vivos! Es decir los profesores. Los textos vivos son mucho más dañinos que los textos muertos, esto es, los libros. Para los libros, existe, afortunadamente, la censura. Para los profesores, desgraciadamente, no existe censura alguna.

La libertad de cátedra

Esta no existe, porque el gobierno no cumple con su deber. ¿No hay, desde 1851, un Concordato, cuyo artículo segundo establece «que la enseñanza en las universidades, colegios y escuelas públicas y privadas de toda clase, se ajustará a los principios de la religión católica, y que no se pondrá impedimento alguno a las autoridades eclesiásticas para que puedan cumplir con su deber de velar por la pureza de la doctrina, la fe, las costumbres y la educación religiosa de la juventud? ¿No existe igualmente una ley de Instrucción pública, la Ley Moyano, de 1857, cuyo artículo 296 establece que «cuando un prelado diocesano advierta que en las libros de texto o en las explicaciones de los profesores, se emiten doctrinas perjudiciales a la buena educación religiosa de la juventud, dará cuenta al gobierno, quien instruirá el oportuno expediente? Por todo ello, los neo-católicos pedirán al gobierno que «purifique» la Universidad, destituyendo a los profesores heterodoxos que están envenenando a la juventud. Hay que acabar de una vez y para siempre con los «textos vivos». Y en su prensa van denunciando, uno tras otro, esos textos vivos, Castelar, Canalejas, Figueroa, Esperabé Lozano, Fernando de Castro, Sanz del Río...

La campaña contra los textos vivos adquiere singular violencia en 1865. Sin olvidar a los demás, demuestran particular predilección en sus ataques por Castelar, a quien acusan de dar en la Universidad una enseñanza panteísta. Un hecho, en absoluto ajeno a su función docente, será explotado por los neo-católicos y sancionado por el gobierno moderado que presidía el general Narváez. Veamos: a principio de año, dicho gobierno lanza una nueva ley sobre el Patrimonio Real, para determinar los bienes que debían constituir un mayorazgo anejo a la Corona, y los que debían estimarse personales de la reina, y proceder a su venta. Narváez anuncia que la reina cedía a la Nación el 75 por 100 de esa venta, más los jardines del Buen Retiro, a fin de convertirlos en parque público. Narváez aireó el rasgo de la reina. Hubo, incluso, un homenaje nacional. Castelar, desde su periódico, La Democracia, comentó el homenaje con su famoso artículo «El rasgo». Demostró que no sólo no regalaba nada la reina, sino que, por el contrario, todavía se quedaba con el 25 por 100, ya que aquellos bienes no eran suyos sino del pueblo. El gobierno se enfada. Hace expediente a Castelar, como profesor, por ese artículo periodístico, y lo separa de su cátedra. El Rector de la Universidad –Montalbán– se niega a cumplir la orden ministerial. El gobierno destituye, a su vez, al Rector, sustituyéndolo con un profesor neo, con el Marqués de Zafra. Los estudiantes quieren desagraviar al Rector destituído, y le ofrecen una serenata. El gobierno ametralla a los manifestantes. Son los sucesos que la historia registra con el nombre de «La noche de San Daniel». Aquella sangre inocente ahogó al gobierno. El 21 de junio, el general O'Donnell sustituía al general Narváez con un gobierno de unión liberal. Los profesores destituidos, vuelven a sus cátedras.

Ni la caída de Narváez, ni la sangre vertida la noche de San Daniel, aminoraron los furores de los neo-católicos. La campaña contra los textos vivos, continúa. Más aún, la Iglesia se decide a intervenir abiertamente. La Congregación del Índice declara por Decreto de 26 de septiembre de 1865, «libro prohibido» El Ideal de la Humanidad para la Vida, de Krause, que Sanz del Río había traducido, anotado, comentado y publicado... cinco años antes. Ese decreto vino a servir admirablemente la campaña de los neocatólicos. Pum éstos, la condenación del libro se extendía igualmente al traductor, es decir, a Sanz del Río. Siendo así, ¿cómo podía consentirse que siguiese explicando en la Universidad un profesor condenado por la Iglesia? El gobierno debía hacer lo mismo que había hecho la Iglesia: condenarlo, expulsarlo de la Universidad. El asunto fue llevado al Parlamento. Hubo interpelación. De ella se encargaron dos diputados de Navarra, tierra de carlistas, que hablaron de las doctrinas krausistas, del panteísmo que se enseñaba en la Universidad.

Sanz del Río, despreciando el aspecto político de la cuestión, se hizo fuerte en el terreno que le era más familiar, el filosófico y el canónico, rechazando la acusación de irreligiosidad de que se le había hecho objeto. Ya en la Carta y cuenta de conducta dirigida al profesor de Filosofía D. Tomás Romero de Castilla, discípulo suyo y católico, sostenía que se podía ser cristiano, incluso católico, y profesar la filosofía krausista. Pero para aquellos bárbaros neo-católicos no valían sutilezas. Había que acabar con el «foco de infección» krausista. La ocasión de conseguirlo no se hizo esperar. La sublevación del Cuartel de San Gil –22 de junio de 1866– que costó más de 200 muertos y más de 600 heridos, y la brutal represión que trajo consigo, acabó con el gobierno O'Donnell. Le sustituyó nuevamente en el poder el general Narváez. Y con Narváez, ocupó la cartera de Fomento, de la que dependían los servicios de instrucción pública, el tristemente célebre Manuel de Orovio. Diez días después de haberse posesionado de su cargo, Orovio lanzó al personal docente una Circular –20 de julio de 1866– en la que decía: «La religión católica es la religión del Estado; lo ha sido siempre en España. Atacar el catolicismo, es herir lo que hay de más profundo y delicado en nuestra organización social; es conspirar contra el decoro de la patria. Quien tal haga, sobre caer desdichadamente en impío, se acredita de mal español. En este punto, el gobierno, en interés de la enseñanza y en interés del profesorado, está dispuesto a declararse inexorable.»

Los profesores quedaban advertidos; el gobierno estaba dispuesto a ser inexorable con ellos. Así fue. El 22 de enero de 1867, Orovio lanza un Decreto mucho más fuerte. No sólo impone la censura para los libros de texto, para los programas de curso y para los apuntes de clase, sino que se obliga a los profesores a que hagan por escrito profesión de fe católica, monárquica y dinástica. El Decreto produjo la emoción que puede suponerse. El Rector de la Universidad de Madrid, Marqués de Zafra, convoca Claustro extraordinario para el 17 de marzo, a fin de suscribir dicha declaración. Don Julián Sanz del Río, estimando que lo que se le pedía era contrario a la libertad de conciencia y a la libertad de cátedra, y extraño a la jurisdicción del Estado, se negó a concurrir a la reunión y a firmar la declaración. La misma actitud adoptan Nicolás Salmerón y Fernando de Castro.

El Rector inicia expediente a Sanz del Río el 31 de mayo. Lo termina el 31 de agosto. Pasa al Consejo de Instrucción pública, al que Sanz del Río vuelve loco con sus escritos de descargo. Pero el Consejo, como era de esperar, condena a Sanz del Río. Lo condena, no sin dedicarle en los considerandos grandes elogios, elogios al filósofo y elogios al profesor; pero le condena «porque la autoridad de la Iglesia lo ha condenado ya, y, por ello, constituía un peligro nacional». Sanz del Río protestará contra el fallo ante el Ministro, en carta de 29 de febrero de 1868. Su destitución, así como las de Fernando de Castro y de Salmerón, produjeron, dentro y fuera de España, impresión enorme. Sirvieron para agrandar aún más el profundo malestar que existía ya en los medios universitarios que no tardaría en manifestarse. Francisco Giner de los Ríos, que acababa de obtener la cátedra de Filosofía del Derecho y Derecho Internacional, renunció a ella por solidaridad con el Maestro. La Universidad de Heidelberg, unánimemente, le envió un mensaje de simpatía, que suscribieron 63 profesores. El Congreso de Filosofía, que se reunió poco después en Praga, bajo la presidencia de Leonhardi, protestó contra la destitución de Sanz del Río, afirmando que la libertad del pensamiento y del espíritu es condición indispensable para toda ciencia verdadera y para la dignidad humana. Y su antiguo condiscípulo de los días de Heidelberg, el filósofo ginebrino Federico Amiel, rompiendo su largo silencio, le escribirá una carta llena de emoción, confesando con amargura que el sentido teocrático de la política española la incapacita para todo progreso.

Sanz del Río se aleja, pues, de la Universidad. Se refugia en sus discípulos. Pero su alejamiento durará poco. En el mes de septiembre de aquel mismo año de 1868, la Revolución acabará con la monarquía borbónica. En el gobierno provisional que se forma, habrá un ministro, Figueroa, que era uno de las «textos vivos». La Revolución de septiembre, que tanto debía a los krausistas, repone automáticamente en sus cátedras a los profesores destituidos y les entrega la dirección de la Universidad.

Filosofía hecha carne

Pero ¿quién era Sanz del Río, que inspiraba odios tan profundos y adhesiones tan encendidas? ¿Qué clase de Filosofía era la suya, que tan nefanda era para unos y tan esencial para otros?

Nace Sanz del Río el 13 de marzo de 1814 en Torrearévalo, provincia de Soria, uno de los lugares más desolados de Castilla. Sus padres, labradores, mueren prematuramente y Sanz del Río queda huérfano a los trece años. Su tío Fermín, canónigo de la catedral de Córdoba, lo recoge y cuida de su educación. Lo ingresa en el Seminario conciliar de Santa Pelagia. Todo hacía pensar que se consagraría a la Iglesia. Del Seminario cordobés pasa al Colegio del Sacromonte de Granada, donde continúa sus estudios de Derecho canónico y de Derecho romano. Los prosigue en Toledo, donde vive ahora su tío el canónigo. Y en 1836 llega a Madrid para terminar sus estudios de Leyes en la Universidad que, trasladada de Alcalá, comienza a funcionar en 1837. Sanz del Río, pobre y estudioso, consigue se le dispense el pago de matriculas y derechos de examen.

La vocación eclesiástica que pareció advertirse en él, hizo crisis en Granada. Cuando llega a Madrid, sus preocupaciones son de orden jurídico. Allí ingresa en la «Sociedad Económica de Amigos del País», de gran abolengo liberal, y que al decir de Gil de Zárate era «el refugio de los hombres progresivos» en aquellos tiempos tan contradictorios. Allí conoció a Navarro Zamorano, Alvaro de Zafra y Arrazola, con quienes se reunirá para leer y estudiar los libros extranjeros que, tras la muerte de Fernando VII, dejaba pasar la censura de fronteras. Uno de esos libros era el Cours du Droit natural ou Philosophie du Droit, que Ahrens acababa de publicar. El libro les produce profunda sensación. Acostumbrados a la filosofía escolástica oficial, el libro de Ahrens les descubre un mundo nuevo. Y por Ahrens, conocieron a Krause. Sanz del Río se siente atraído por esa filosofía nueva, humana. Navarro Zamorano se consagrará a traducir el libro. Sanz del Río presenta una «Memoria» al Ministro justificando la necesidad de crear cátedra de Filosofía del Derecho en la Universidad Central. Pero las zozobras ministeriales no permiten al gobierno ocuparse en las Universidades.

Hubo que esperar ocasión más propicia. Esa ocasión fue la reforma de la enseñanza que en 1843 hace el ministro progresista Pedro Gómez de la Serna. Se crea una Facultad completa de Filosofía en la Universidad de Madrid y en ella la cátedra de Historia de la Filosofía, que se confía, interinamente, a Sanz del Río. Mas como todavía no puede tener alumnos, se le encarga vaya a estudiar a Alemania durante dos años. «Al confiar a usted la cátedra de Historia de la Filosofía –dirá la comunicación oficial, que redacta el propio Sanz del Río–, con obligación de visitar las principales escuelas alemanas para que perfeccione sus conocimientos en esta ciencia, el gobierno cuenta con que sabrá usted cumplir los deberes, tan grades como sagrados, a que se ha comprometido usted en orden a la ciencia y al país».

Sanz del Río, pues, fue el primer becario español que sale al extranjero para ampliar estudios. Hasta entonces, los españoles que salían al extranjero, lo hacían como exilados políticos...

Sanz del Río emprende su viaje en julio de 1843. Pasa por París, donde se entrevista con Victor Cousin. De la entrevista no guarda buen recuerdo. El filósofo francés le decepciona. De París marcha a Bruselas, donde vivía refugiado el profesor Ahrens, cuya Universidad le había confiado una cátedra de Derecho natural. Ahrens aconseja a Sanz del Río que vaya a Heidelberg, la meca del krausismo, donde profesaban dos grandes discípulos de Krause: «Uno, dedicado a la Metafísica pura: Leonhardi, yerno de Krause; el otro, de orientación puramente práctica y positiva: Roeder.»

La impresión que le producen estos maestros, y las resonancias que la doctrina krausista allí explicada provocan en su espíritu son profundas. Así se lo dirá a su protector José de la Revilla, en carta de 30 de mayo de 1844. «Le aseguro mi resolución inmutable de consagrar todas mis fuerzas, durante toda mi vida, a estudiar, explicar y propagar esta doctrina, en la medida en que pueda ser conveniente y útil a nuestro país. Ciertamente, convendrá tener en cuenta las circunstancias, ya que se trata, sobre todo, de ideas que son esencialmente prácticas y aplicables a la vida individual y pública; pero por encima de estas consideraciones, yo tengo la íntima y definitiva convicción de la verdad de esta doctrina de Krause. Esta convicción no nace de motivos puramente externos, cual de la comparación de este sistema con otros que ya conocía yo, sino que la crea directa o inmediatamente la doctrina misma, que yo la encuentro en mí, como la encontrará infaliblemente toda persona que sin prejuicios, con voluntad sincera y con espíritu libre y sereno, la estudie, no desde tal o cual punto de vista aislado, parcial, sino en su ser, uno, idéntico, total».

En Heidelberg, Sanz del Rio vive en casa del profesor Weber, donde también viven Amiel y Foerster, con los que trabará fraternal amistad. Allí le llega la noticia del fallecimiento de su tío el canónigo, que le afecta profundamente. Sanz del Río pide autorización al gobierno español para regresar. Se la conceden. Después de un año y cuatro meses de ausencia, en noviembre de 1844, vuelve a España. Se refugia en Illescas, donde su tío le había dejado una pequeña herencia. Vive allí con sus dos hermanas. En 1845, el ministro José Pidal reorganiza la enseñanza. Se crea la cátedra de Ampliación de la Filosofía. El ministro le ofrecerá desempeñarla. Sanz del Río declina el nombramiento. No se siente suficientemente preparado para ello; quiere seguir trabajando hasta lograr la perfecta preparación que todo profesor consciente de la responsabilidad de su misión debe tener. Así se lo escribirá al ministro.

Sanz del Río, durante diez años, retirado en Illescas, yendo tan sólo una vez por mes a Madrid para asistir a las reuniones de su Círculo filosófico, se consagra a repensar el krausismo, adaptándolo a la manera española. Durante ese tiempo, traducirá La psicología, de Ahrens; la Parte analítica y El Ideal de la Humanidad para la Vida, de Krause; el Curso de Historia Universal, de Weber: la Historia de la literatura alemana, de Gervinus... Al mismo tiempo, escribirá algunos ensayos propios. Justamente en 1849 quiso publicar un Resumen de Filosofía, que pensaba editar como primer volumen de una biblioteca dedicada a la filosofía alemana. Pide al Consejo de Instrucción pública el correspondiente dictamen. «En modo alguno y bajo ningún concepto –dirá la Comisión dictaminadora– puede aprobarse ni admitirse semejante trabajo, sino guardarse como una de tantas muestras del punto, a que, en ocasiones, puede llegar el desarreglo del entendimiento humano...»

Afortunadamente, en aquel tejer y destejer de la época, en enero de 1854, se crea la cátedra de Ampliación de la Filosofía y su Historia, nombrando para desempeñarla a Sanz del Río. Esta vez, acepta. La desempeña, como hemos visto, hasta que el ministro Orovio lo destituyó, en febrero de 1868. En 1845, cuando el gobierno quería que enseñase, Sanz del Rio no acepta por creer que no estaba suficientemente preparado para ser profesor. En 1868, cuando Sanz del Río quiere enseñar por creerse ya preparado para hacerlo, el gobierno no quiere que enseñe. En 1845 como en 1868, Sanz del Río es leal para con su conciencia y fiel a su doctrina filosófica. «La filosofía no tiene valor de ningún género –decía el Maestro– si no nos sirve para vivirla en la vida, para realizarla en nuestra conducta...»

El 12 de octubre de 1869, moría Sanz del Río. Aunque había sido enemigo de toda clase de exhibiciones, su cadáver fue expuesto en el Paraninfo de la Universidad. Ante él desfiló el pueblo madrileño durante todo el día 13. El 14 se le enterraba en el cementerio civil del Puente de Toledo. En ese mismo cementerio, pero en el sector católico, está enterrada su mujer. La Iglesia, como tantas veces más, separaba después de morir a quienes en vida habían podido vivir juntos. El nuevo Rector de la Universidad, su discípulo Fernando de Castro, ante una muchedumbre inmensa congregada en el cementerio civil, pronunció la oración fúnebre. Fernando de Castro vestía todavía traje talar. Junto a Fernando de Castro se encontraban otros dos discípulos del Maestro, que también habían vestido el traje talar: Tomás Tapia y Francisco Barnés. Tres eclesiásticos que abandonaron la Iglesia por encontrar en el krausismo el refugio espiritual que su conciencia les demandaba y que aquella no les ofrecía.

Una filosofía y una reforma

¿Qué es, pues, el krausismo? Nadie pretenderá que con unas cuantas líneas hagamos una exposición de la filosofía krausista, cuando tantos y tantos libros se han escrito para explicarla. Contentémonos, para los fines de este trabajo, con indicar tan sólo su esquema.

Krause llama a su sistema «racionalismo armónico». Según él, el proceso de nuestro conocer se inicia mediante una fase, que llama Analítica, y se continua, completa y termina con otra fase, que llama Síntesis. Conocer es, ante todo, conocerse. Nosotros tenemos la intuición inmediata y absoluta de nosotros mismos, de nuestro Yo. Concentrándonos en nuestro Yo, advertimos que consta de cuerpo y espíritu. Advertimos igualmente que hay otros cuerpos. El conjunto de esos cuerpos forma la Naturaleza. La Naturaleza y el Espíritu, constituyen la Humanidad. Naturaleza, Espíritu y Humanidad son tres «infinitos relativos». Esos tres infinitos relativos se limitan recíprocamente. Necesitan de una síntesis superior que los coordine. Esa síntesis superior es el Ser, Dios: un «infinito absoluto», eterno, perfecto. El análisis nos ha conducido a la noción del infinito absoluto. Contemplémosle. Es la vida perfecta, sueño de la Humanidad. Perfecta en sí. Perfecta en nosotros, que alcanzaremos todo el bienestar posible si consagramos nuestra vida a la gloria de Dios.

Ahí termina el análisis, mas no el trabajo del filósofo. Ahora, por un trabajo deductivo, la Síntesis, se «recompone y reconstruye toda la obra analítica anterior». Si el análisis nos ha llevado hasta Dios, la Síntesis, descendiendo desde Dios, nos conducirá a la explicación total del mundo, lo que dará lugar a la serie de ciencias que existen, de las cuales, la más importante es la Filosofía. La ciencia, pues, nos mostrará el orden armonioso del universo. Encontrar esa armonía y hacer que ella reine en la humanidad, es quehacer esencial e indeclinable de la filosofía práctica. Ese es el mensaje que el krausismo trajo a las españoles.

No faltan quienes se han extrañado ante el fenómeno, aparentemente insólito, de que una filosofía importada y por añadidura alemana, consiguiese en España tan inusitado éxito y lograse penetrar tan hondo en la vida española. Quienes han experimentado semejante extrañeza, no han debido meditar mucho acerca de dicho fenómeno. Este no se explica solamente y mucho menos totalmente, como una reacción del partido progresista contra la filosofía oficial del partido moderado. El krausismo es, ante todo, una filosofía mística, con una moral estoica. Y ambas cosas tienen una espléndida tradición española. Por eso, con razón, cuando Sanz del Río llega a Heidelberg y se familiariza con la doctrina krausista, puede escribir a don José de la Revilla su «íntima y definitiva convicción de la verdad de esta doctrina... que yo la encuentro en mi». La inspiración de Krause fue, en realidad, un excitante. El fondo, la substancia del krausismo, estaba en España. El krausismo se enlaza con nuestro misticismo y despierta la tradición universalista y humanitaria de nuestro senequismo y el internacionalismo jurídico de nuestros teólogos del siglo XVI.

Giner de los Ríos nos dirá que «Sanz del Río aspiraba a enseñar, no una filosofía; no a propagar una doctrina hecha y conclusa, articulada y cerrada, literal, primera condición de la llamada escuela filosófica –son sus palabras mismas– sino a indagar libremente la verdad». Y el Sr. Cossío lo confirmará al decir que «el krausismo nos enseña a filosofar en vez de enseñarnos una filosofía». Las circunstancias del momento histórico en que aparece el krausismo, favorecieron indudablemente su eclosión. Aquella Iglesia fanática, intolerante, descristianizada y militante, tenía que provocar una reacción; aquella sociedad española desmedulada, apática, ajena a la evolución de los tiempos, necesitaba un revulsivo; aquel Estado en manos de camarillas degeneradas que hacían de la corrupción y de la violencia métodos de gobierno, pedía a voz en grito una reforma; aquella enseñanza anquilosada, dominada por el Concordato, exigía una transformación profunda.

Remedios a tantos males y soluciones a tantos problemas estaban prefigurados en ese vasto movimiento krausista. Sus discípulos se encargarán de demostrarlo, que no en balde, desde Heidelberg, Sanz del Río, en su carta de 30 de mayo 1844, adelanta «que se trata, sobre todo, de ideas que son esencialmente prácticas y aplicables a la vida individual y pública». La vida individual y pública española ha tenido ocasión de confirmarlo por propia y fecunda experiencia.

Rodolfo Llopis