Filosofía en español 
Filosofía en español


Rodolfo Llopis

Francisco Giner de los Ríos y la reforma del hombre

Veinticuatro años tenía don Francisco Giner de los Ríos cuando, en 1863, llegó a Madrid. Había nacido en Ronda, provincia de Málaga, el 10 de octubre de 1839. De Ronda era su madre. Su padre, aunque de origen levantino, era de Vélez-Málaga. Don Francisco, hijo de funcionario, que, como tal, estuvo sometido a los frecuentes traslados que se padecían en aquellos agitados tiempos, hubo de conocer en su infancia y juventud distintas provincias españolas. Así, los estudios de enseñanza primaria los hace en Cádiz; los de segunda enseñanza, en Alicante; y los universitarios, en Barcelona y Granada.

En Barcelona recibe su primera iniciación filosófica en la cátedra de Javier Llorente, quien lo familiariza con la filosofía escocesa. En Granada, gracias al profesor Francisco Fernández y González, se inicia en la filosofía alemana y en los estudios de literatura y estética. Hegel y Krause eran los filósofos de su profesor, quien, en su tesis de doctorado consagrada a «La idea de lo bello», hace la exégesis de la Estética de Krause. Allí, en Granada, se aficionará don Francisco a la pintura y a la música. El sentido del color y de la melodía le acompañarán ya de por vida, e impregnarán sus concepciones pedagógicas. Allí, en Granada, publicó sus primeros trabajos literarios y políticos, en 1862, en la Revista Meridional, que dirigía el poeta Trinidad Rosas. Allí, en Granada, trabaría fuerte amistad, que cada día se estrechará más, con Nicolás Salmerón.

Terminada su carrera de Derecho, don Francisco se traslada a Madrid. Viene al lado de su tío don Antonio de los Ríos Rosas, que ya tenía una fuerte posición política. Don Francisco ingresa en el ministerio de Estado, como agregado diplomático. Trabaja en el archivo, principalmente en los papeles de Felipe II. Pero el joven Giner de los Ríos no había venido a Madrid para hacer esa clase de trabajo. Ni para abrir bufete y ejercer la abogacía. Ni siquiera para, a la sombra de su tío, irrumpir en la política. Giner de los Ríos había venido a Madrid para preparar unas oposiciones e ingresar en el profesorado universitario.

En plena efervescencia

Madrid estaba por aquel entonces en plena efervescencia. Efervescencia política, intelectual y militar. Los generales O'Donnell y Narváez turnaban en el disfrute de lo que dieron en llamar «cooperativa del Poder». Los progresistas, con Olózaga y Prim a la cabeza, víctimas del odio de quienes encarnaban los «obstáculos tradicionales», van al retraimiento electoral en señal de protesta. El retraimiento los empujará fatalmente a la revolución. Las cuarteladas se suceden, dirigidas o animadas por el general Prim. El cuartel es una prolongación de los partidos políticos. Y viceversa. Cada partido tiene sus generales. Espartero y Prim son progresistas; O'Donnell y Serrano, unionistas; Narváez, moderado… ¡España fue siempre tan pródiga en generales providenciales!…

La política interesa, claro está, al joven Giner de los Ríos. La política, sí; los partidos, no. Sus mejores amigos están entre los progresistas y entre los demócratas, es decir, en los partidos avanzados; mas no se inscribe en ninguno de ellos.

En Madrid existía por aquel entonces otro tipo [61] de efervescencia que le atraía mucho más. En el Ateneo, en las tertulias y en la Universidad, se estudiaba y discutía con calor la «filosofía novísima» que profesaba don Julián Sanz del Río. La juventud tenía gran apetencia de saber. Deseaba renovarse espiritualmente. Los mandamientos de la Humanidad, de Krause, presentados por Tiberghien, y El ideal de la Humanidad para la Vida, también de Krause, traducido y anotado por Sanz del Río, eran el pasto intelectual de aquella juventud llena de inquietudes. Y desde que la Congregación del Índice lo declaró libro prohibido, El ideal de la Humanidad para la Vida se convirtió en verdadero Libro de Horas de la juventud.

Don Francisco frecuenta el Ateneo. Sigue los cursos universitarios de Sanz del Río. Forma parte del restringido «Círculo filosófico» de la calle de Cañizares, continuador del «Círculo de estudios» de la calle de la Luna. En el «Círculo filosófico», en torno de Sanz del Río, una vez al mes, racionalistas y católicos liberales, «discutían fraternalmente de problemas graves, con abandono de corazón e intimidad de pensamiento, porque aun lo que les diferenciaba, sus discrepancias, les unía», que dirá Fernando de los Ríos.

Don Francisco, a principios de 1866, hace oposiciones a la cátedra de Filosofía del Derecho y Derecho Internacional de la Universidad de Madrid, y las gana. Las gana, pero en el Ministerio acuden a todas las triquiñuelas administrativas imaginables para retardar lo más posible el momento de la toma de posesión. Don Francisco tenía ya sólida personalidad en el krausismo, lo que producía alarma en las esferas oficiales. Sabían también que había roto con la Iglesia católica a consecuencia de la promulgación, en 1864, del «Syllabus», de Pío IX. Los neocatólicos, que abusando de su influencia política proseguían su furiosa campaña contra los krausistas, contra los «textos vivos», no querían que se introdujera en la Universidad un krausista más, un «texto vivo» más. ¿No estaban preparando la famosa Circular de Orovio de 20 de junio de 1866 y su no menos famoso Decreto de 22 de enero de 1867, justamente para poder expulsar de la Universidad a los profesores krausistas?

El Ministerio aprobó, al fin, las oposiciones, y Don Francisco tomó posesión de su cátedra. Se posesionó de ella, mas no llegó a profesarla. El gobierno acababa de destituir a Sanz del Río por haberse negado a hacer la profesión de fe católica, política y aun dinástica que le exigía el ministro Orovio. Don Francisco, solidarizándose con su maestro, renunció voluntariamente a su cátedra. Era a principios del año 1868. Meses más tarde, en septiembre, estalla y triunfa la revolución. Y la revolución devuelve a sus cátedras a los profesores destituidos.

En la revolución de septiembre se advierten fácilmente tres elementos fundamentales. Un elemento político, que arranca de las Cortes de Cádiz –los propulsores de la revolución dirán que vienen a realizar el pensamiento de los doceañistas–, un elemento económico, provocado por la corriente librecambista, tan apasionadamente defendida en aquellos tiempos, y, sobre todo, un elemento intelectual, universitario. Es el krausismo. Es Sanz del Río. Su cátedra de la Central, por la que habían desfilado los hombres que dieron substancia a la revolución.

El gobierno provisional repone a los profesores destituidos y nombra Rector de la Universidad a Sanz del Río. Con ello, no sólo quiere reconocer sus relevantes méritos, sino intentar reparar el agravio que se le había inferido. Pero don Julián está muy delicado de salud y no acepta. En su lugar se nombra a uno de sus más fieles discípulos, –aunque tiene su misma edad–, a Fernando de Castro, profesor de Historia general, que también había sido destituido. Un hombre extraordinario, que comenzó siendo franciscano descalzo, que fue después capellán de honor de Isabel II, y que, tras una desgarradora crisis religiosa que describe minuciosamente en su Memoria testamentaria, acabará rompiendo con la Iglesia y enterrándose civilmente. En el momento del sepelio –mayo de 1874,– cumpliendo su voluntad, se leyeron las Bienaventuranzas, la parábola del Buen Samaritano y los Mandamientos de la Humanidad, de Krause.

El primero de noviembre de 1868 se efectúa la solemne apertura de curso. El nuevo Rector, en su discurso, expone el programa pedagógico de la revolución. O, en todo caso, el programa de la campaña universitaria que el grupo krausista va a emprender, bajo la inspiración de Sanz del Río, para que la Universidad, cumpliendo su misión histórica, sea la célula viva de la Nación.

La Universidad organiza cursos libres, conferencias y lecturas públicas, que se ven siempre concurridísimas. Las conferencias acerca de la educación de la mujer adquieren singular relieve e importancia. Tanta, que acabarán creando la «Asociación para la enseñanza de la mujer», que dirigirá hasta su muerte el propio Fernando de Castro. La Universidad consigue brillantez y eficacia inusitadas. A ello contribuye en gran parte don Francisco Giner de los Ríos.

«La actividad profesional de don Francisco –escribirá el Sr. Cossío– no se limitaba entonces a su cátedra, sino que daba todos los domingos, en la Universidad, cursos libres de Doctrina de la Ciencia, Sistema de Filosofía, &c., en los cuales recogió algunos de los discípulos más fervientes que le han acompañado después en su obra. Fue, además, el iniciador y mantenedor del Boletín-Revista de la Universidad de Madrid durante todo el tiempo que vivió [62] esta publicación, desinteresada y noble empresa que no ha vuelto desde entonces a acometerse.»

«Don Francisco –prosigue el Sr. Cossío– convive con casi todas las grandes figuras que se hallaban al frente de aquellos movimientos históricos y siendo de muchas de ellas respetado consejero. Es el alma de todas las reformas que se llevan a la enseñanza universitaria y que luego han ido realizándose paulatinamente, y defendiéndolas denodadamente en el claustro con don Fernando de Castro. Y aunque, desde luego, sus ideas filosóficas y sociales le situaban del lado de los que rompieron la vieja forma de la monarquía, radical como nadie, pero antirrevolucionario por principios, no simpatizaba con ninguna de las soluciones extremas que entonces buscaron el triunfo».

«Del influjo moral de Giner en las agitaciones substanciales del país, – concluirá el Sr. Cossío– puede juzgarse sabiendo que Maranges fue redactor confidencial, encargado de ello por la Junta revolucionaria, a que perteneció, del Título primero, sobre los derechos individuales, de la Constitución de 1869. Y teniendo en cuenta igualmente que en 1873 colaboró sin descanso, durante el ministerio Salmerón, en los proyectos de Gracia y Justicia, sobre todo en la Junta para la reforma penitenciaria, con Azcárate y con doña Concepción Arenal, a la que siempre consagró una amistad y un culto fervorosos.»

Expulsado de la Universidad

El 29 de diciembre de 1874, el general Martínez Campos, en Sagunto, proclamaba rey de España al hijo de Isabel II, don Alfonso XII. Con la restauración de la monarquía se terminó la obra renovadora de la Universidad. Cánovas del Castillo dijo que venía «a continuar la historia de España.» En efecto, el nuevo ministro de Fomento, Manuel Orovio, borra de un plumazo la generosa legislación de la revolución de septiembre y de la primera República. Sin perder tiempo, el 26 de febrero de 1875, publica un Decreto que «venía a remediar –son sus palabras– los perjuicios que a la enseñanza había causado la libertad». El Decreto se amplía con la Circular de aquella misma fecha. En ella se encarece a los Rectores que vigilen con mucho cuidado «para que en los establecimientos dependientes de su autoridad no se enseñara nada contrario al dogma, a la sana moral, procurando que los profesores se atuvieran estrictamente a la explicación de las asignaturas que les están confiadas, sin extraviar el espíritu dócil de la juventud por sendas que conduzcan a funestos errores sociales». Terminaba el ministro su Circular encargando a los jefes de los establecimientos docentes que «si tuvieran noticias de que algún profesor no reconocía el régimen establecido, procediese sin ningún género de consideración a la formación del expediente oportuno». Como se ve, el ministro no había cambiado. En 1875 se conducía con la Universidad como lo hizo en 1867. Cánovas del Castillo tenía razón. Se continuaba la historia de España…

El ministro encargó a los Rectores que diesen cuenta de su Circular a los Claustros respectivos. El Rector de la Universidad de Madrid –Pisa Pajares– no quiso cumplir el encargo ministerial. Sin embargo, varios catedráticos encargaron a don Gumersindo de Azcárate la redacción de una protesta colectiva. No llegaron a ponerse de acuerdo. Las protestas fueron individuales. A todos se adelantó don Francisco Giner de los Ríos, que envió a la Superioridad una comunicación en la que manifestaba que «jamás cooperaría a que se restringiera y menoscabase su elevada función, convirtiéndole en dócil intérprete de las pasiones políticas».

Esto se escribía el 25 de marzo de 1875. «Una vez enviada su protesta, – referirá el Sr. Cossío– fue llamado Giner para rogarle, en nombre de Cánovas, que la retirase, pues éste aseguraba que el Decreto ministerial, con el que no estaba conforme, no llegaría a cumplirse. Giner contestó con toda altura y dureza, que el Sr. Cánovas tenía la Gaceta para deshacer la iniquidad que desde ella se había hecho, y que no podía pretender de él una indignidad. Y aquella misma noche, habiéndose retirado a casa enfermo con fiebre, fue arrancado del lecho a las cuatro de la mañana para ser trasladado preso, entre guardias civiles, al castillo de Santa Catalina de Cádiz».

El cónsul de Inglaterra, Mr. Thomas Reader, se apresuró a visitarle, ofrecerle su apoyo y aun el de la opinión inglesa. Incluso le habló de la posibilidad de crear una Universidad libre en Gibraltar. Don Francisco declinó los ofrecimientos. El gobierno lo había encarcelado. Al gobierno le correspondía sacarlo de allí. Esa fue su respuesta.

La protesta de don Francisco fue la primera, mas no la única. Los profesores de más prestigio cursaron igualmente la suya: Salmerón, Azcárate, Castelar, Figuerola, Moret, Montero Ríos, &c. Todos fueron castigados. Encarcelados los unos, deportados los otros, expulsados de la Universidad todos. Y fuera de la Universidad vivieron hasta que el 8 de enero de 1881 se formó el primer gobierno liberal de la Restauración. El ministro de Fomento, Albareda, deroga la Circular y el Decreto de Orovio y vuelven a sus cátedras los profesores que tan inicuamente habían sido castigados en 1875. [63]

Aquella deportación, como la deportación y expulsión de la Universidad de tantos y tan excelentes profesores, le impresionó profundamente. Y allí, en la soledad de su destierro, pudo meditar con más calma que nunca acerca de los acontecimientos de que había sido testigo cuando no actor principal. Una amarga reflexión debió asomar a sus labios. Ante sus ojos desfilaba todo el dramático proceso del siglo XIX español. ¿Era la tragedia de una minoría de hombres selectos, que no encontraron preparadas a las masas? ¿Era torpeza de los dirigentes, que no supieron elevarse a la altura de las circunstancias?

Don Francisco debió recordar con tristeza que el pueblo español, que acoge con entusiasmo la Constitución de 1812 y que para perpetuar tan deseado suceso coloca en todas las ciudades una placa conmemorativa, es el mismo pueblo que dos años después, cuando regresa Fernando VII, se suma a la reacción y arranca dichas placas. Debió recordar que el pueblo que sigue a Riego en 1820 y grita «¡Viva la Libertad!», es el mismo que, tres años después, le apedrea, lo escarnece y asiste regocijado a la Plaza de la Cebada a presenciar su ejecución. Que el pueblo que canta el «¡Trágala!» y el «Himno de Riego», es el mismo que grita más tarde «!Vivan las caenas!» ¿Por qué?

Don Francisco se contesta tan doloroso interrogante. Piensa que la causa de todos los males que padece España radica en la falta de una buena educación. Ya pueden los espíritus generosos, aprovechando los días gozosos en que la Libertad brilla en España, llevar a la Gaceta las reformas más audaces. Esas reformas serán letra muerta en un país donde lo primero que hay que hacer es reformar el hombre. Y reformarlo interiormente. Esa es la obra urgente, inaplazable, en España. Obra lenta, es verdad; mas la única segura. El problema de España es, ante todo, un problema de educación. Y don Francisco se promete a sí mismo consagrar toda su vida a la reforma del hombre. En su mente aparece la necesidad de crear una Institución «consagrada al cultivo y propagación de la ciencia en sus diversos órdenes principales –son sus palabras–, especialmente por medio de la enseñanza»; una Institución «completamente ajena a todo espíritu e interés de comunidad religiosa, escuela filosófica o partido político –son también sus palabras–, proclamando tan sólo el principio de la libertad e inviolabilidad de la ciencia y de la consiguiente independencia de su indagación y exposición respecto de cualquiera otra autoridad que la de la propia conciencia del profesor, único responsable de sus doctrinas». Una Institución ajena e independiente de todos los gobiernos; que no aceptaría jamás subvención oficial alguna; que viviría exclusivamente del concurso de la iniciativa particular…

El gobierno, expulsándolo de la Universidad, le privaba de sus alumnos. Y sin alumnos, él, don Francisco, no podía vivir. Si el gobierno se los quitaba, él, don Francisco, con los demás expulsados de la Universidad, se encargaría de recuperarlos. Ese fue el origen de la Institución Libre de Enseñanza.

La Institución Libre de Enseñanza

Cesó la deportación y don Francisco retorna a Madrid. Inmediatamente pone en marcha su proyecto. Los Estatutos se aprueban por R. O. de 16 de agosto de 1876. «Fueron sus fundadores –escribirá el Sr. Cossío– un núcleo de hombres venerables que se agruparon frente a la Restauración». Entre ellos, además de don Francisco, conviene recordar a Salmerón, Azcárate, Montero Ríos, Joaquín Costa… Profesan en la Institución, además de los fundadores, hombres como Simarro, Federico Rubio, Juan Valera, Echegaray, Juan Uña…» Muchos de ellos –añadirá el Sr. Cossío– fueron absorbidos pronto por la Restauración y dejaron de colaborar activamente en la obra».

La Institución se instala en la calle de Esparteros. Era entonces una escuela de estudios superiores, a manera de Universidad libre. Acudieron tantos alumnos, que fue necesario encontrar un local más amplio. En 1882 se traslada a la calle de las Infantas. El éxito es tan bueno, que la Institución proyecta contruirse edificio propio. Adquiere los solares al final de la Castellana, donde más tarde se levantaría el Colegio Nacional de sordomudos y ciegos. Se comenzó la edificación. Mas por aquel entonces, una grave crisis económica turbó la vida de la Institución. Había organizado ya, además de los estudios universitarios, los de segunda enseñanza; pero rompe con la tradición de los exámenes y se independiza de los programas oficiales. La decisión alarma a muchos padres de familia, que se apresuran a retirarle los alumnos.

«La Institución –dirá don Francisco– no pudo desarrollar su obra y el principio que le dio vida hasta que rompió toda conexión con los exámenes oficiales. Lo único radical para nosotros es que el examen en todas partes, como la oposición, &c., aun reducido a su mínima expresión, representa la dislocación de toda teleología del estudio; en vez de estudiar para enterarse de las cosas y hacerlas en su caso, el examen disloca y nos pide estudiar para examinarnos, es decir, para hacer ver y creer que sabemos».

La Institución, forzada por esa crisis económica, abandona la construcción de su nuevo edificio [64] y se refugia en la casa del Paseo del Obelisco, que después se llamó Paseo del general Martínez Campos, de donde no se moverá ya nunca más. Es en esa casa donde el pensamiento pedagógico de don Francisco, fielmente secundado por sus colaboradores más entusiastas, hallará su mejor expresión.

Apenas nacida la Institución que, por imperativos de las circunstancias, se organiza en escuela de estudios superiores, don Francisco advierte que no responde totalmente a su pensamiento. Su verdadera intención era la de formar, educar a los alumnos. Para lograrlo, había que comenzar con ellos mucho antes, tomándolos desde su más temprana edad. Por eso dos años después de su fundación, en 1878, la Institución organiza los estudios de primera y segunda enseñanza, como más tarde organizaría la sección de párvulos. Y desde la sección de párvulos hasta la Universidad, la Institución proclama la unidad interna del proceso educativo, noción que ha costado muchos años penetrar en el mundo pedagógico. Los grados de la enseñanza no son sino eslabones de una misma cadena. «Una cátedra de Instituto, como una de Doctorado; las de Derecho civil, como las de Filosofía o las de Metafísica –escribirá don Francisco–, todas deben reproducir, cada cual a su modo, el tipo fundamental de una escuela primaria bien organizada. Esto es, deben venir a ser una reunión durante algunas horas, grata, espontánea, íntima, en que los ejercicios teóricos y prácticos, el diálogo y la explicación, la discusión y la interrogación mutua alternen libremente con arte racional, como otros tantos episodios nacidos de las exigencias mismas del asunto».

Nada tan conmovedor ni tan significativo para comprender el profundo pensamiento pedagógico de don Francisco, como verle, profesor universitario, descender de su cátedra y convertirse en maestro de niños. Frente a la falsa creencia, tan generalizada, que no ha desaparecido todavía en más de un lugar, de que cualquiera puede servir para maestro de niños, don Francisco sostiene lo contrario, esto es, que es en la edad más temprana de la infancia cuando se necesitan los mejores maestros, porque es en ella cuando la verdadera educación comienza. «¡Seamos maestros de niños!», repetirá don Francisco. Y este eminente profesor universitario convertido en maestro primario, confesará a sus más íntimos: «¡Ahora que he aprendido de los niños, comienzo a caminar con alguna seguridad en mis deberes de profesor!» Cincuenta años más tarde, cuando Claparéde funda, en Ginebra, el Instituto Jean-Jacques Rousseau, adopta como lema: Discat a puero magister.

Como se dice en los «Principios pedagógicos de la Institución», ésta, se propone ante todo educar a sus alumnos. Para lograrlo, comienza por asentar como base primordial inclusive, el principio de «la reverencia máxima que al niño se debe». Por ello precisamente, no es la Institución ni puede ser en modo alguno, una escuela de propaganda. Ajena a todo particularismo religioso, filosófico y político, abstiénese en absoluto de perturbar la niñez y la adolescencia, anticipando en ella la hora de las divisiones humanas. Quiere, por el contrario, sembrar en la juventud, con la más absoluta libertad, la más austera reserva en la elaboración de sus normas de vida y respeto más religioso para cuantas sinceras convicciones consagra la historia».

«La Institución estima que la coeducación es un principio esencial del régimen escolar y que no hay fundamento para prohibir en la escuela la comunidad en que uno y otro sexo viven en la familia y en la sociedad. Juzga la coeducación uno de los resortes fundamentales para la formación del carácter moral, así como la pureza de las costumbres, y el más poderoso para acabar con la actual inferioridad positiva de la mujer, que no empezará a desaparecer hasta que aquélla se eduque, en cuanto se refiere a lo común humano, no sólo como el hombre sino con el hombre».

La Institución despertaba en sus alumnos el interés hacia una cultura general, siguiendo una orientación educativa que consiste no en aprender las cosas sino en aprender a hacerlas. Quería que asimilasen los conocimientos que cada época exige para cimentar en ellos más tarde una formación profesional de acuerdo, en lo posible, con las aptitudes y la vocación. Por la atención que prestaba al decoro personal y al vigor físico, la depuración de los gustos estéticos, la corrección y nobleza de hábitos y maneras, la ingenua alegría y la conciencia del deber, quería formar caracteres armoniosos «dispuestos a vivir como piensan y prontos a servir al ideal dondequiera». Quería la Institución, en suma, formar hombres.

La Institución, que era neutral en cuanto a lo confesional y dogmático, trataba de suscitar en el niño «una tónica religiosa, un fervoroso anhelo por el conocimiento de lo absoluto y por la perfección de sí mismo». Para don Francisco, «la Religión, en su idea universal, que se halla en el fondo común de todas las religiones, desde las más sensibles y materializadas a las más espirituales, íntimas y profundas, es una función permanente de la vida individual y social, un fin eterno de la razón». «Se comprende sin gran dificultad –escribirá don Francisco–, que no sólo debe excluirse la enseñanza confesional y dogmática de las escuelas del Estado, sino aun de las privadas. De aquellas, ha de alejarlas la ley; de éstas, el buen sentido de sus fundadores y maestros. La práctica usual en [65] muchas naciones donde existe una religión oficial, de crear escuelas particulares para niños de cultos disidentes, ha producido y producirá siempre los más desastrosos resultados. Divide a los niños que luego han de ser hombres, en castas, incomunicadas desde la cuna. La escuela privada, no sólo la pública, –concluirá don Francisco–debe ser campo neutral, maestra universal de paz, de tolerancia y de respeto, que despierte por doquiera este espíritu humano desde los primeros albores de la vida».

Desde el primer momento, la Institución ha sido hogar de reformas pedagógicas. «En medio de todas sus vicisitudes, ensayos, arrepentimientos y correcciones – dirá Don Francisco– esa idea y fin ha sido siempre lo que ha dado unidad a todos sus esfuerzos». Abierta a todas las inquietudes, no sólo desarrolló y aplicó sus propias ideas, sino que adoptó, españolizándolas, las ideas excelentes que don Francisco y sus colaboradores hallaban en el extranjero, a donde se trasladaban con frecuencia, ansiosos de enriquecer con la ajena su experiencia personal, y donde tenían grandes amistades entre los pedagogos de mayor mérito.

La Institución no se conformaba con llevar la vida a la escuela: quiere llevar la escuela allí donde la vida se dé. La Institución establece las visitas a fábricas, talleres y museos; inaugura los paseos y excursiones escolares; introduce los juegos viriles de los ingleses; descubre la Sierra; organiza las primeras colonias escolares de vacaciones, a Miraflores de la Sierra primero, y a San Vicente de la Barquera después. Para valorar exactamente sus realizaciones, sus ensayos y sus iniciativas, hay que situarse en la época en que se producen y conocer el atraso en que vegetaba la enseñanza española. Sólo así se apreciará el sentido revolucionario de su obra.

Mas no se crea que la Institución tenía un sistema cuajado, cristalizado. Nada de eso. «La Institución no profesa un dogma concluso, rígido, articulado y cerrado con soluciones definitivas a modo de recetas –dirá el propio don Francisco–, sino un sentido general capaz de recibir varias aplicaciones en cada tiempo y que aspira sólo a mantenerse en comunión con las más autorizadas corrientes pedagógicas.» Siempre se mantuvo, es verdad, en estado de constante renovación y ensayo.

La Institución era un laboratorio pedagógico y una gran familia. Los niños aman entrañablemente a sus profesores. Los profesores participan personalmente en los juegos de los niños. El día en que Arnold se quitó la chaqueta y se puso a jugar con sus alumnos en el patio de su Colegio –dirá don Francisco–, se produjo una auténtica revolución en la educación de los tiempos modernos. La Institución no desdeña una sola ocasión de intimar con los alumnos, cuya custodia jamás confía a manos mercenarias, aun para los menesteres más subalternos. En la Institución los profesores no sólo educan por su saber; educan, además, por su ejemplo, y, más aún, por su amor a los niños, por una especie de contagiosa unción religiosa que ponían en su quehacer pedagógico. La Institución educaba, sobre todo, por el ambiente, por un ambiente moral estimulador de anhelos y esperanzas, que sólo ella supo crear y que impregnaba por entero la vida de aquella casa. La Institución fue escuela ejemplar en su tiempo, de tan elevado y fecundo espíritu, que sus principios no han sido superados todavía hoy, y cuyo influjo tanto estimuló la obra de la educación en España. La Institución tenía alma.

Obra lenta, pero segura…

El 8 de enero de 1881, se forma, al fin, un gobierno liberal en España. Es el primero que logra constituirse desde que se produjo la Restauración. De ese gobierno forma parte, como ministro de Fomento, José Luis Albareda. Albareda se apresura a liquidar los atropellos que en la enseñanza habían cometido los ultramontanos. Albareda anula la sectaria legislación de Orovio y repone en sus cátedras a los profesores destituidos en 1875. Entre ellos, a Don Francisco Giner de los Ríos.

Don Francisco «vive desde entonces –escribirá el Sr. Cossío– consagrado a su cátedra de la Universidad y a la enseñanza en la Institución; a la comunicación con todos los que se acercaban a él en demanda de consejo y de enseñanza al goce de la Naturaleza y del Arte, siendo la Arquitectura el de sus preferencias; a la satisfacción de las necesidades de su espíritu, curioso de todo y eternamente joven; a la exaltación de toda una vida a un ideal de perfección moral ilimitada».

En la Universidad tenía a su cargo la cátedra de Filosofía del Derecho, correspondiente al Doctorado. El curso de don Francisco consistía, al principio, en «una serie de conferencias rigurosamente científicas, implacablemente lógicas, y ceñidas a la materia del Derecho». En ellas exponía su doctrina jurídica, inspirada fundamentalmente en las enseñanzas de su maestro Sanz del Río. La doctrina jurídica de don Francisco influyó grandemente en el pensamiento de los profesores de la materia en aquella época. Junto a don Francisco, se formaron hombres como Leopoldo Alas (Clarín), Buylla, Sela, Posada, Altamira, Dorado Montero, Alfredo Calderón, Joaquín Costa y tantos y tantos más.

Hemos visto que don Francisco era enemigo de los exámenes. Sin embargo, en la Universidad no tiene más remedio que aplicarlos. Y no [66] sólo examina, sino que cumple dicho requisito administrativo con más seriedad que nadie. «Examen hubo –cuenta Martín Navarro Flórez– que duró más de tres horas y, en alguno, hubo de conceder un largo descanso al examinando, para proseguir el examen a continuación… y no aprobar, al fin, al alumno».

Afortunadamente, un ministro comprensivo acabó con ese suplicio. Declaró voluntaria la asignatura que explicaba don Francisco y eximió a éste de la función examinadora. A partir de ese momento, el curso de don Francisco cambió totalmente. Cuenta uno de sus discípulos más fervorosos, Martín Navarro Flórez, que los primeros días de clase los dedicaba don Francisco a persuadir a los alumnos inscritos en su curso, de la conveniencia de cambiar de asignatura, si no abrigaban otro propósito que el de aprobarla; les advertía que tendrían que examinarse con otro profesor; que les indicaría unos textos, que les haría un programa sencillo, &c.

Después de esa introducción, el curso quedaba grandemente mermado de alumnos. Eran poquísimos. Con ellos comenzaba el verdadero curso. Les pedía que concretaran el tema en que querían trabajar, en materia de Derecho, Economía, Filosofía, &c. Una vez hecho esto, don Francisco preparaba minuciosamente sus clases. En ellas, después de leído el resumen de la anterior, hecho por el alumno de turno, y de haberlo discutido y aclarado, empezaba el diálogo con el ponente del tema para precisar con el mayor rigor los términos que entraban en juego. Luego comenzaba la discusión, en la que intervenían todos. Y así durante dos horas.

A veces, cesaba el diálogo para dar lugar a uno de sus monólogos. Don Francisco exponía su propio pensamiento. Lo hacía con tal entrega de sí mismo, que se transfiguraba. «Era su espíritu como hoguera que iluminaba todos los ámbitos, que nos descubría de modo prodigioso el panorama entero de la vida, del saber y de los ideales que predominaban en la fase histórica a donde dirigía el torrente de su luz». Por esos cursos pasaron, cuando yo asistía –dice Martín Navarro Flórez–, Domingo Barnés, Besteiro, Azaña, Antonio Machado, Rivera Pastor, Pedregal, Corominas, Layret, Hinojosa, y, algunas veces, Unamuno.

Con el advenimiento del primer gobierno liberal de la Restauración, las cuestiones pedagógicas se actualizan. El gobierno se interesa por la enseñanza y amplias zonas de la opinión se interesan igualmente. En 1882, se celebra en Madrid el primer Congreso nacional pedagógico. La Institución, por primera y única vez, sale de su labor callada científica y pedagógica. Participa en el Congreso. En él hablaron el Sr. Cossío y Joaquín Costa. Exponen las ideas, los métodos, el hacer de la Institución. El contraste más doloroso se establece entre lo que estos hombres decían y representaban y el atraso que se enseñoreaba de la nación. La incomprensión y hasta la hostilidad general rodeó a los hombres de la Institución en aquel Congreso. En ese ambiente hostil intervino don Francisco, quien improvisó un discurso lleno de ciencia, de nobleza, de sinceridad y de indignación. Era la segunda vez que hablaba en un acto público. Sería la última. La primera fue en un acto electoral, en San Isidro, defendiendo la candidatura de Nicolás Salmerón.

Después de su discurso en el Congreso nacional pedagógico, le quedó en su alma, dice el Sr. Cossío, «una melancólica desconfianza en la acción rápida sobre las muchedumbres, que le afirmó definitivamente en que la única labor honrada y posible era la formación lenta y cuidadosa de los hombres de mañana desde su primera niñez». Y se recluyó en la Institución para consagrarse en cuerpo y alma a su gran labor educadora, «labor lenta pero segura».

Don Francisco vive en la Institución. Forma parte del hogar de su discípulo predilecto, del Sr. Cossío, quien representó a los ojos de don Francisco el tipo de caballero español a que aspiró como educador. «Vive don Francisco de continuo en familia –nos dirá el Sr. Cossío– porque nada hay más contrario a su carácter que el aislamiento del célibe, o el cuarto de una fonda o el retiro de una celda. Necesitó siempre de un hogar con los dulces contrastes femeninos, con ternuras filiales, con las luchas de la juventud y las perpetuas risas bulliciosas de los niños, en medio de todo lo cual hacía su diario trabajo. Y así, frustrados los anhelos que en edad propicia alimentara, de constituir este hogar por sí mismo, guardó toda su vida en su corazón culto sagrado a aquel imposible, y tuvo el arte de hacerse en otro hogar –que fue más bien el suyo– sitio de verdadero padre y de abuelo, alcanzando la dicha de vivir y morir como él quería, rodeado de hijos y de nietos».

Don Francisco se despertaba muy temprano. A las cinco de la mañana. Dedicaba las horas matinales al trabajo intelectual. Desayunaba a las ocho y media. A partir de ese momento, ya no había sosiego para él. Entraban y salían los profesores de la Institución. Daba sus clases. Pero sobre todo, recibía muchas visitas. Todos los días y todas las horas, menos la tarde de los jueves que dedicaba a recibir a sus amistades en su casa, y la noche de los miércoles en que se reunían con él los antiguos alumnos de la Institución, don Francisco recibía, siempre acogedor, a quienes acudían a plantearle problemas íntimos de su vida familiar, para solicitar consejo sobre cuestiones graves de conciencia; bien de orientación para la propia [67] vida o para la de los hijos; bien, con frecuencia, deseosos de hablar con él acerca de problemas nacionales. «Y aquella permanente ansia moral en que vivió don Francisco y hacía de él en todo instante una llama clara y viva –dirá su sobrino y discípulo Fernando de los Ríos– dio calor, luz y esperanza a cuantos se le acercaban. Jamás desamparó ni deprimió con una palabra hiriente o desdeñosa, o con una actitud rígida a quienes solicitaron oír su voz; más bien suscitaba en todos confianza en sus propias posibilidades; por eso nos llamaba insistentemente la atención sobre la trascendencia religiosa al administrar el santo sacramento de la palabra».

Grande ha sido su influjo universitario; inmensa fue también su labor educativa en la obra de la Institución; mas reputamos tan grande y trascendental por lo menos, esta otra actividad de aconsejar, alentar, suscitar con su palabra a cuantos llegaban hasta él. Sabemos de un institucionista que le visitaba todas las mañanas y trasladaba directamente al Presidente del Consejo de ministros de aquel entonces, las impresiones que acababa de recoger en la conversación con don Francisco.

«A su espíritu, en perpetua vibración –dirá el Sr. Cossío en el inmejorable retrato que hace de su maestro–, acompañaba un cuerpo pequeño, enjuto y también en movimiento perpetuo, coronado de una nobilísima cabeza grande, con cara algo alargada, ojos castaños, de una extraña mezcla, según los momentos, entre bondadosos y agresivos; barba en punta, espesa y dura, que fue blanca desde los cuarenta años, y hasta entonces negra, como el pelo, que perdió muy joven. En conjunto, en color y en estructura, si se descuenta la energía de sus rasgos, recordaba a los santos de Ribera».

El 18 de febrero de 1915, en una modestísima habitación, blanca y pulcra, con balcones al jardín de la Institución, de donde con la luz y el sol entraban las voces de los chicos que jugaban y reían, moría en Madrid don Francisco Giner de los Ríos.

«Hacedme un duelo de labores y esperanzas»… Sed buenos y no más, sed lo que he sido entre vosotros: alma… «Yunques, sonad; enmudeced, campanas»… Así despidió, en versos famosos, su discípulo Antonio Machado, al maestro de maestros, «al viejo alegre de la vida santa»…

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«Los resultados de toda esta energía inagotable son tan hondos, tan múltiples, tan delicados, que no es posible señalarlos en su individualidad, ni en su proceso, sino que hay que saberlos ver en tantos hombres como han dado los mejores frutos de su espíritu, merced al contacto con el espíritu de Giner; en tantas instituciones públicas y privadas, que en la conciencia de todos están, y que fueron creadas por gentes encendidas por el fuego de aquel corazón; en una inteligencia difusa en todas las actividades pedagógicas, científicas y sociales españolas, que seguramente se han traducido en un levantamiento del nivel moral e intelectual de una parte de nuestra patria».

El Sr. Cossío, cuyas son las líneas que acabamos de transcribir, tiene razón. España no ha conocido hombre que haya ejercido influencia tan profunda y tan decisiva en su historia como don Francisco Giner de los Ríos. Su obra de renovación ha sido grandísima. Si en España despertó la conciencia cívica y se emanciparon tantos espíritus, a su acción y a la acción de sus discípulos esparcidos por todo el país se debe en gran parte. La inteligencia difusa de que habla el Sr. Cossío, llegó a todas partes. La reacción española, fanática y grosera, lo sabía o lo adivinaba. Así, desde que en 1868, la «Civilizacion cristiana», remedo desdichado del agresivo «Pensamiento español», acusó de «texto vivo» a don Francisco, no cejaron en combatirle y en combatir más tarde la Institución Libre de Enseñanza, sin detenerse ante la injuria, la calumnia y la mentira más soez. El púlpito, la prensa y el Parlamento, se hicieron eco multitud de veces de esa campaña. Y aún hoy mismo, de cuando en cuando, puede verse en la prensa franquista. Después de todo, es el mejor homenaje que puede rendirse a un hombre y a una obra.

La República no olvidó lo mucho que debía a don Francisco. La República sabía que si ella había sido posible, era gracias a la madurez política y a la conciencia cívica del pueblo español. Esa madurez política y esa conciencia cívica eran el fruto de dos influencias, intelectual la una y obrera la otra. La primera, se debía directamente a don Francisco Giner de los Ríos; la segunda, directamente a Pablo Iglesias. Aquél supo despertar, crear, un ideal para la vida; éste, además, supo despertar la necesidad de ofrecer la vida en servicio del ideal. La República, agradecida a estos dos hombres, al votarse la Constitución, regaló la construcción de dos magníficos grupos escolares: uno, a la ciudad de Ronda, cuna de Giner de los Ríos; otro, a la ciudad de El Ferrol, cuna de Pablo Iglesias. A mí me cupo el honor de redactar el decreto-ofrenda…

Rodolfo Llopis