Filosofía en español 
Filosofía en español


José Ferrater Mora

Ortega y la idea de la vida humana

No parece dudoso que, fiel en esto a una venerable tradición filosófica, el problema del hombre haya sido considerado por Ortega como la cuestión central de toda filosofía. Una presentación de tal problema puede llevarnos, pues, hasta el corazón del pensamiento del filósofo. Es lo que intentaremos hacer en las líneas que siguen. Antes de iniciarlas queremos, sin embargo, hacer una advertencia, que el lector haría bien en tener constantemente presente. Es ésta: situar el problema del hombre en el centro del pensamiento filosófico no significa inclinarse hacia un antropocentrismo. Ortega ha reconocido varias veces que el hombre –o, como desde ahora lo llamaremos con frecuencia, «la vida humana»– no es la única realidad en el universo. No es ni siquiera la realidad más importante. ¿Qué es, pues? Simplemente, la realidad básica o, como Ortega la llama, «la realidad radical». «Radical» en el sentido de que todas las demás realidades –mundo físico, mundo psíquico, mundo de los valores– se dan dentro de ella y aun puede decirse que solamente dentro de ella son realidad.

La vida humana –cada vida humana– es, así, para Ortega, una realidad sin la cual las demás carecerían de «lugar» propio y, por consiguiente, de sentido –si se quiere: de sentido ontológico. Ahora bien, sería impropio estimar que esta idea orteguiana no es, en el fondo, sino la transposición a un lenguaje elevado de una experiencia de índole común y casi trivial: la que consiste en reconocer que sin nuestra vida todo lo demás perdería la significación –poca o mucha– que le atribuimos. El principio de Ortega: «La vida humana es la realidad radical» no es incompatible con tal experiencia. Pero es incomparablemente más sutil que ella. Implica, ante todo, que nuestras opiniones comunes sobre la vida humana se hallan afectadas por una grave falla: la que consiste en imaginar que, de un modo o de otro, la vida humana es una «cosa» dentro de la cual se encuentran otras «cosas». Pero la vida humana –insiste Ortega– no es una «cosa». Por lo tanto, no puede ser definida del modo como suelen serlo las cosas –diciendo, por ejemplo, que posee una cierta naturaleza, o que es una substancia, o que es una ley a la cual obedecen diversos fenómenos. Ello explica que la vida humana no pueda ser reducible a nuestro cuerpo –si bien no puede seguir existiendo hic el nunc sin un cuerpo. Por eso ni el realismo ni el naturalismo –que resultan tan manejables cuando nos las habemos con las realidades de que nos hablan la física o la biología– pueden ser utilizados cuando nos enfrentamos con la realidad radical de la vida humana. ¿Concluiremos, pues, que tal vida se reduce a un alma, a un espíritu, a una mente, o a una conciencia? Así lo declaran, en efecto, los «idealistas». Pero el idealismo –entendido aquí como «la filosofía del espíritu»– no es, según Ortega, menos impotente para [34] entender nuestra realidad de lo que ha sido el realismo –o «la filosofía de las cosas»– o el naturalismo –«o la filosofía de la materia». Pues el alma, el espíritu, la mente o la conciencia son, hasta cierto punto, «cosas», o, como Descartes proclamaba, «cosas pensantes», a diferencia de las «cosas extensas». Así, los constantes esfuerzos de los «idealistas» para describir la realidad del «yo» sin caer en las celadas tendidas por los realistas o los naturalistas, no han sido suficientes para evitar lo que para el filósofo español ha constituido siempre el error máximo: identificar la vida con una cosa. No basta decir, en efecto, que no es una «cosa extensa»; hay que despojarla previamente, y en una forma más radical de la que hasta ahora se ha imaginado, de toda «cosidad» y, por ende, de toda substancialidad.

El primer resultado a que se llega tras haber descartado dichas identificaciones es, como suele ocurrir en filosofía, un resultado negativo: la vida humana no es un cuerpo ni un alma, no es una «cosa» como la materia ni es una «cosa» como el espíritu. ¿Qué será, pues? Algunos filósofos, acuciados por el eterno problema de la relación cuerpo-alma, han proclamado que la vida humana es, en rigor, una entidad «neutral», que puede ser calificada de alma o de cuerpo, según el punto de vista adoptado en cada caso sobre ella. ¿No tendremos aquí, sin ir más lejos, el modelo de pensamiento que ha seguido Ortega? Tentados estamos de aceptarlo. Pero a poco que reflexionemos sobre el asunto nos será fácil descubrir que, a pesar de las apariencias, hay divergencias muy fundamentales entre el pensamiento de nuestro filósofo y el de las filosofías de tipo «neutralista». Tengo la sospecha de que, obligado a responder a esta incómoda cuestión, Ortega admitiría que su propia doctrina acerca del hombre coincidiría con las filosofías neutralistas antes aludidas a lo sumo en lo que niegan, pero jamás en lo que afirman. Pues el neutralismo –de Mach, de Russell o de otros autores– usa, quiéralo o no, los mismos conceptos de la ontología tradicional que tan abundantemente encontramos en los textos de los idealistas o de los realistas. En efecto, como los idealistas o los realistas, los neutralistas suponen que la realidad llamada vida humana sigue el modelo descrito, por la ontología de las «cosas». Pero –una vez más– la vida humana no es una cosa. En rigor, no es ni siquiera un «ser». Carece de status fijo; está inclusive desprovista de «naturaleza». La vida humana «ocurre» –nos ocurre a cada uno de nosotros. Es un puro «suceder» o, como Ortega lo indica explícitamente, un gerundio –un faciendum– y jamás un participio –un factum. En vez de «ser» algo ya hecho, es algo que tenemos que hacer incesantemente. La vida humana es, en suma, un «ser» que se hace a sí mismo, o, mejor dicho, «algo» que consiste en hacerse a sí mismo. Como consecuencia de ello, el concepto de devenir, que algunos filósofos han propuesto para sustituir al de ser, es sólo levemente más adecuado que el último para describir la existencia humana. No ignoro, por supuesto, que Ortega se halla más próximo a una «metafísica del devenir» que a cualquier otro tipo de filosofía. Después de todo, ha escrito que ha llegado el momento de cosechar las semillas esparcidas por Heráclito, y de que no andaba desencaminado en muchos puntos esenciales Bergson –«el menos eleático de los pensadores». Pero las filosofías de Heráclito y de Bergson tenían graves inconvenientes: la primera era inmatura, la segunda, irracionalista. Si hubiese que elegir un pensador realmente precursor, el menos sospechoso sería uno hoy excesivamente desatendido: Fichte. Fichte llegó casi hasta los bordes de la comprensión de la vida humana. Pero se detuvo –se detuvo refrenado por un persistente, y heredado, intelectualismo. Por lo tanto, una nueva ontología capaz de alojar en su seno la realidad de la vida humana parece indispensable. Es la que se ha propuesto elaborar Ortega: una ontología igualmente alejada del intelectualismo y del irracionalismo, igualmente dispuesta a acoger con simpatía las «filosofías del devenir» y a extraer sin contemplaciones los «residuos eleáticos» que permanecen tenazmente adheridos a tales filosofías.

Mas, ¿cómo edificar tal ontología? La respuesta de Ortega es inequívoca: el método de la «razón vital» constituye su única herramienta eficaz. Cuando el racionalismo puro ha fracasado en su intento de [35] comprender la vida humana, y cuando el irracionalismo se ha disuelto en patetismo, sólo «la vida como razón» puede llevar a cabo tan difícil tarea. Ello es posible, porque la vida humana no es, en principio, una teoría, sino un hecho. Como tal, antes de proceder a teorizar sobre él, hay que «dar razón» –o, si se quiere, «dar cuenta»– de él. Desde el punto de vista de la pura teoría, la vida humana no podrá dejar jamás de ser un «ser», una «substancia» o una «cosa» –por ahilados o sutiles que éstos sean. Sólo cuando la teoría surja como resultado de una previa descripción, en vez de ser un marco intelectual a priori más o menos violentamente impuesto, podrá decirse de ella que explica o, como diría Bergson, que «muerde» sobre nuestra «realidad radical».

¿Qué nos descubre, pues, la razón vital –sobre cuyo sentido no podemos aquí extendernos– en su descripción de la vida humana? Ante todo, los rasgos negativos ya apuntados. La vida humana, señalamos, no es, propiamente hablando, ni cuerpo ni alma. Cuerpo y alma son realidades con las que tenemos que habérnoslas, exactamente en el mismo sentido en que tenemos que habérnoslas con un ambiente social y, por supuesto, físico. Nos encontramos en un mundo que no hemos elegido; somos, así, la persona que vive una vida particular y concreta con las cosas y entre las cosas. Vivir no es, pues, un acontecimiento abstracto. Podríamos, así, reiterar el viejo principio orteguiano: «Yo soy yo y mi circunstancia.» El nos mostraría que, contra los realistas, nuestra vida es el punto de partida inevitable, pero que, contra los idealistas, tal vida se halla, quiéralo o no, completamente sumergida en el mundo. La frecuencia con que Ortega ha insistido sobre este punto no puede ser considerada como la consecuencia de un mero afán de repetición: la vida es una emigración perpetua del yo vital hacia el no yo; vivir es dialogar con el contorno; vivir es tratar con el mundo y actuar en él… Las páginas de que disponemos serían insuficientes para acumular todos los testimonios al respecto. Contentémonos con una fórmula –tan exacta como gramaticalmente bárbara: vivir es «vivir con». Por este motivo, la vida humana no es un «acaecer subjetivo». Es la realidad más objetiva de todas. Ahora bien, entre las realidades con las cuales tratamos, dos ofrecen un interés particular: nuestros mecanismos fisiológicos y nuestras disposiciones psicológicas. Auxiliados por ellas u obstaculizados por ellas, tenemos que hacer nuestra vida y permanecer fieles a nuestro yo íntimo, a nuestro llamado, a nuestra vocación –si se quiere, a nuestro «destino». Es un destino estrictamente individual. Cierto que no todos los destinos humanos poseen el mismo grado de particularidad. Pero todas las «vocaciones» personales son intransferibles. Lo que los psicólogos califican de «carácter» es, pues, sólo uno entre los muchos factores que determinan el curso de nuestra existencia. Así, sería un grave error suponer que nuestra vida está determinada solamente por el ambiente externo o por nuestro carácter. La frase de Schlegel: «Para lo que se tiene talento, se tiene gusto» constituye, al entender de Ortega, una grave incomprensión de la vida humana. Pues si bien es verdad que a veces [36] nuestros gustos y nuestros talentos entran en feliz conjunción, no es en modo alguno excepcional que se enfrenten con violencia. Los ejemplos no faltan. Supongamos que estemos dotados para las matemáticas. ¿Y qué, si lo que nos gusta de verdad es la poesía lírica? Imaginemos que poseamos grandes capacidades para el comercio. ¿Qué pasa si lo que secretamente anhelamos es convertirnos en metafísicos? Se dirá quizás que tales ejemplos no son suficientes. No lo negamos. En último término, ser un comerciante, o un poeta lírico, son modos de ser que la sociedad ya ha establecido –cuando menos a partir de un cierto momento de la historia– y que no pueden ser comparados con la «vocación» verdaderamente fundamental que constituye la base última de nuestro personal «destino». Pero los ejemplos en cuestión son cuando menos suficientes en tanto que nos hacen ver claramente que los gustos y los talentos no encajan siempre entre sí sin dificultades, y que no pocas veces podemos contemplar el espectáculo de las luchas entre el destino personal del hombre y su carácter psicológico –luchas que, dicho sea de paso, permiten entender el frecuente sentimiento de frustración tan característico de la existencia humana. Por si fuera poco, son además suficientes en tanto que nos confirman que el mundo no es un conjunto de «cosas» sino más bien un conjunto de «situaciones». Las cosas –y las ideas– son, desde el punto de vista adoptado, meras dificultades (o facilidades) para la existencia. De modo «análogo» a como decimos que los libros están hechos de páginas, podemos, así, decir que la vida humana está hecha de situaciones. En suma: el hombre se encuentra con un cuerpo, con un alma y con un carácter psicológico exactamente en el mismo sentido en que se encuentra con una herencia, con un país en el cual ha nacido, con una tradición histórica. Y así como tenemos que vivir con nuestro corazón, sano o enfermo, tenemos que vivir con nuestra inteligencia –o con nuestra estupidez. Nuestra memoria es acaso frágil, pero lo que hagamos tenemos que hacerlo con ella –contando con ella.– Por eso la vida del hombre no es para Ortega el funcionamiento de una serie de mecanismos, sino lo que hacemos, bien o mal, con ellos. Los mecanismos funcionan, con plenitud o con deficiencia, al servicio de alguien, un alguien que somos cada uno de nosotros, y con respecto al cual no podemos preguntarnos propiamente qué es, sino quién es.

Enfrentado con todas estas circunstancias, el hombre tiene que hacer su propia vida y hacerla, siempre que sea posible, auténticamente. Ésta es, por lo demás, la razón por la cual lo que hacemos en nuestra vida no es indiferente. En su ensayo sobre Goethe, Ortega subrayó que la famosa frase de Goethe: «Mis actos son meramente simbólicos» era, en el fondo, un modo de ocultarse a sí mismo el carácter decisivo de sus actos. Pues nuestros actos no son nunca simbólicos; son siempre reales. No podemos, pues, obrar «de cualquier modo»; nada tan alejado de la vida humana como el «no importa», el «es lo mismo» o el «qué más da». Tampoco, claro está, podemos actuar como nos guste. Tenemos que obrar… como tenemos que obrar, tenemos que hacer… lo que tenemos que hacer. ¿No es un tanto desazonador que al llegar a este estrato profundo de nuestra existencia los únicos enunciados con sentido que podemos formular sean meramente tautológicos –o triviales–? ¿Será el «obra como tienes que obrar» una especie de «imperativo categórico» todavía más formal y menos normativo que el kantiano? No negaremos que es un punto difícil –y que en otra ocasión merecería ser ampliamente dilucidado–. Por el instante bastará con señalar que cualesquiera que sean sus dificultades, no puede desconocérsele una virtud: la consecuencia. El «obra como tienes que obrar» carece de restricciones –incluyendo, conviene decirlo, las que podrían ser suscitadas por las reglas de la moralidad–. En este sentido, tiene que ser obedecido en un sentido más radical que la obediencia requerida por el imperativo kantiano. Pues el imperativo orteguiano se dirige a cada uno de nosotros en tanto que es él mismo el «cada uno de nosotros». Es posible, claro está, ofrecer resistencia a tal imperativo –queremos decir, a tal «llamado» o «destino». Pero entonces nuestra vida será menos auténtica y, hasta cierto punto, menos real. «Obra como tienes que obrar» significa, pues, «sé lo que eres». [37] Desde este punto de vista aparece menos como una tautología que como un modo de proyectarnos luz sobre el hecho de que nuestros actos concretos, en la medida en que sean reales y no meramente simbólicos, deben surgir del hontanar de nuestro auténtico, y con frecuencia oculto, yo, y no deben, pues, ser desviados por reglas sobrepuestas, las cuales pueden fácilmente conducir a la falsificación de nuestra existencia. Hemos señalado que de no ser lo que somos, nuestra vida sería no sólo menos auténtica, sino también menos real. No se trata de una observación al azar; es el armazón sin el cual se desintegraría toda la concepción orteguiana. En efecto, al identificar autenticidad con realidad Ortega ha llegado hasta el límite máximo en la «desnaturalización» de la vida. La naturaleza no admite grados de realidad: es lo que es. La vida humana, en cambio, los admite: es más o menos real –lo que significa que es más o que es menos. Y no se diga entonces que la falsificación de la vida y la no existencia serían una y la misma cosa. El «ser menos» de la vida no equivale al existir menos, sino al poseer ese «modo defectivo» de realidad que calificamos de inautenticidad.

Que estas ideas orteguianas plantean innumerables problemas, es apenas necesario decirlo. ¿Cómo llegamos a conocer nuestro «yo auténtico» –o, como Ortega ha dicho también, «insobornable»–? ¿Es posible una vida auténtica sin una cierta porción de falsificación y, por lo tanto, de frustración? ¿Por qué hay que descartar tan radicalmente las reglas morales declaradas siempre convencionales frente a la irreducibilidad última de nuestro destino? Dilucidar –no digamos ya contestar– cualquiera de estas preguntas requeriría un volumen entero. Sea cual fuere la posición que se adopte, no hay que olvidar, sin embargo, algo: que toda discusión al respecto con Ortega debe situarse en el mismo terreno en el cual el filósofo se colocaba. Este terreno no es ético, sino metafísico –tal vez habría que decir: ontológico–. Sólo a partir de él los problemas en cuestión adquieren sentido. Y lo mismo –por parecidos motivos– podemos decir del análisis crítico a que puedan someterse algunos de los más conocidos apotegmas orteguianos, los apotegmas con los cuales concluiremos el presente estudio: «La vida es un problema», «La vida es un quehacer», «La vida es preocupación de sí misma», «La vida es un naufragio» y «La vida es un proyecto», o un «programa».

«La vida es un problema» parece un enunciado obvio –y harto reiterado–. Pero hay que entenderse bien sobre lo que significa. No quiere decir, en efecto, que la vida esté llena de problemas. Sería difícil, pero no imposible, encontrar hombres para quienes los «problemas de la vida» no lo fueran, o porque los hubiesen resuelto, o porque hubiesen decidido no considerarlos como tales. «La vida es un problema» quiere decir que lo es ella misma, independientemente de los problemas por los cuales la vida se ve asediada. Por este motivo la vida humana es asunto más grave que cualquier otro; los grandes problemas –y no digamos los problemas que plantean el arte, la ciencia o la filosofía– son de escasa monta comparados con «el problema de sí misma» que es nuestra vida. Pero la vida humana no es un problema porque sí; lo es porque la vida es un quehacer –«lo que hay que hacer»– y, por consiguiente, no los quehaceres que tiene la vida, sino el quehacer magno que la vida misma es. Pues, ¿qué hay que hacer? En principio, sólo esto: nuestra propia vida. ¿No es un quehacer abrumador, casi insoportable? Ante todo, no podemos hacer nuestra vida como hacemos otras «cosas» –automóviles, sinfonías o sistemas filosóficos–. Para fabricar estas cosas hacemos uso, en proporción siempre delicada, de inspiración y de reglas. Ahora bien, no hay reglas para hacer nuestra vida. La única «regla» que podemos sentar es la invención perpetua de nuestro ser. De ahí que podamos decir que nuestra vida es una causa sui –una causa de sí misma–. En un sentido –agrega Ortega– más radical todavía que el tradicional concepto teológico de la causa sui, pues la vida humana tiene, además, que decidir qué sí mismo va a causar. Decidirlo, por supuesto, sin tregua. Razón por la cual Ortega ha observado lo que posteriormente ha sido retomado por tantos filósofos de confesión más o menos existencialista: que la libertad no es sólo algo que tenemos, sino algo que somos, esto es, [38] que estamos obligados a ser libres –a serlo inclusive cuando decidimos enajenar nuestra libertad–. Debemos, pues, «comprometernos» incesantemente, no porque haya una regla moral que nos lo exija, ni porque el compromiso sea más noble que la indiferencia, sino porque no podemos escapar a esa condición inexorable de la vida humana. La libertad, es, en rigor, tan absoluta, que podemos inclusive elegir no ser «nosotros mismos», esto es, ser infieles a ese «yo insobornable» al cual hemos llamado «vocación» o «destino». Nuestra libertad no será menor, porque nuestra vida sea menos auténtica, pues la libertad es justamente la posibilidad absoluta de prestar o no oídos a ese «llamado» íntimo que sostiene nuestro ser.

Nada de extraño, según ello, que la vida humana esté constantemente preocupada. Preocupada, esto es, ocupada previamente de lo que tiene que venir y, sobre todo, de lo que tiene que elegir. Cierto que la sociedad nos ayuda en la elección; los cauces que seguimos son en la mayor parte de los casos los que nos han forjado, a veces en una labor de siglos, nuestros semejantes. Cierto, además, que las circunstancias en vista de las cuales y por medio de las cuales se hace nuestra vida constituyen una brújula sin la cual muy pronto navegaríamos a la deriva. Cierto, finalmente, que por «plástica» que sea nuestra existencia, se trata de un proceso irreversible, de modo que el pasado –personal y colectivo– configura nuestro presente y va introduciendo cada vez más limitaciones en el marco de nuestro comportamiento futuro. Pero las decisiones últimas son siempre personales. Puesto que la soledad –soledad «existencial» y no simplemente «física»– es uno de los rasgos distintivos de la vida humana, sólo las decisiones hechas en soledad serán verdaderamente auténticas. La citada «soledad» no es, empero, suficiente; a ella hay que agregar una condición paradójica: la de que las decisiones últimas sean hechas «desde el futuro». Por este motivo la vida humana es un «proyecto vital», un «programa vital», expresiones que, hasta cierto punto, son equivalentes a las ya citadas de «llamado», «vocación» y «destino». Podemos, por supuesto, realizar o no tal programa vital. Y en este «poder realizar o no nuestro programa» encontramos el boquete en el cual se instala una condición permanente de nuestras vidas: su inseguridad. No ignoramos, ciertamente, que esta tesis de Ortega no parece siempre compatible con otras afirmaciones suyas no menos insistentes: por ejemplo, la de que la vida es una actividad casi deportiva. Sospechamos, empero, que a una posible objeción de tal tipo Ortega habría contestado dos cosas. La primera, que la inquietud no es precisamente incompatible con la alegre vitalidad. La segunda, que, junto con el estado perenne de inquietud e inseguridad hay que tener en cuenta, como elemento fundamental de la existencia humana, su perpetuo anhelo de seguridad. No de otro modo, por lo demás, ha sido definida por el [39] filósofo lo que calificamos de «cultura». Pues la cultura no es un inútil lujo en la vida: es el bote que lanzamos y al cual nos agarramos con el fin de no hundirnos en el abismo de la inseguridad que por doquiera nos amenaza. Si el hombre es un «ser cultural» no es, pues, por casualidad. La cultura sirve para no naufragar y no sólo para entretener. Pero la cultura que cumple con esta misión decisiva no es tampoco cualquiera: como la vida, la cultura debe ser auténtica. Debemos evitar sobrecargarla con tejido adiposo. Debemos hacer lo posible con el fin de reducirla a puro nervio y a puro músculo. De lo contrario, la cultura no será una posibilidad de liberación, sino de opresión. Para que realmente sea, la cultura debe, como la vida, cumplir con lo que es acaso su única condición ineluctable: ser esencial.

Tenemos, pues, que la vida es quehacer, problema, preocupación, inseguridad. Agreguemos, para terminar, que es también otra cosa: un drama. A la luz de esta equiparación debe entenderse lo que constituye una de las más insistentes fórmulas del filósofo español: la de que el significado primario y radical de la vida humana no es biológico, sino biográfico. Aprehendemos el significado de la vida cuando procedemos en efecto, a narrarla, es decir, cuando intentamos describir la serie de acontecimientos y de situaciones con las cuales se ha enfrentado y el programa vital que subyace en ellas. Muchas son las razones que se han aducido para confirmar este carácter dramático de la vida humana. Entre ellas, hay que destacar una: el hecho obvio de que el hombre sea un ser efímero y transitorio. El hombre tiene siempre prisa. La vida humana es, quiéralo o no, urgencia. Bajo la presión del tiempo, el hombre puede hacer lo que quiera menos una cosa: excusarse. Por eso los proyectos que el hombre forja no son intemporales. Por eso sobre todo no es intemporal el proyecto máximo del ser humano: la realización de su propio destino, la cual coincide con lo que podríamos llamar, con permiso de la sintaxis, «la liberación hacia sí mismo». Sólo a base de ello podrá el hombre descubrir lo que es tal vez la conclusión última en su busca de la realidad radical: que es inútil perseguir una cualquiera realidad trascendente. En este punto no hay vacilación en el filósofo: lo que calificamos de «lo trascendente» es la vida misma, la vida inajenable de cada hombre. Y ello nos permite dar pleno sentido a lo que de lo contrario permanecería en la indecisión o en la penumbra: la afirmación de que la vida, la vida humana, es, por decirlo así, la realidad.

Hasta ahora nos hemos esforzado en mostrar que las ideas de Ortega sobre la vida humana deben entenderse en función del terreno sobre el cual las edificó el filósofo: el de la metafísica. No en vano el esquema general dentro del cual tales ideas fueron oralmente presentadas por el autor, en sus cursos universitarios, recibió el nombre inequívoco de «metafísica de la vida humana». La moral, por lo tanto, había sido descartada. ¿Descartada? Mejor sería decir: puesta entre paréntesis. No es sorprendente que al llegar a un cierto recodo de este camino, tire hacia nosotros y nos haga reparar, como suele, en su presencia. Desde el punto de vista metafísico, la vida, aun siendo la realidad radical, no es la única realidad en el universo; coexiste con lo demás –con el mundo, con la sociedad, con otras vidas–. ¿Podemos decir lo mismo desde el ángulo moral? El filósofo no nos ha proporcionado muchas indicaciones sobre este punto. Pero hay una que es difícil desatender, cualquiera que sea, por supuesto, nuestra opinión personal sobre ella. Es la que surge de repente cuando al final de sus análisis Ortega nos indica que el hombre puede perderlo todo, pero que hay algo que no puede jamás perder: es el vivir; mejor todavía, su «desilusionado vivir». No cabe, en apariencia, idea más desalentadora. Casi estaríamos a punto de caer en la desesperación si no fuera porque sospechamos que, por debajo de toda teoría, hay aún –por fortuna para el hombre– un mundo de posibilidades en la desilusión de vivir.

José Ferrater Mora