José Ferrater Mora
Las tres filosofías
Imaginémonos viviendo y profesando en Europa en los albores del siglo XIII; supongámonos deambulando, a la usanza de los maestros de la época, de un convento al otro, de una universidad a la otra. Nos hemos topado con muchos maestros, hemos asistido a muchos debates, hemos aguzado nuestras armas dialécticas en numerosas ocasiones. Nos hemos dado cuenta de que las opiniones abundan, los argumentos proliferan, los problemas aumentan a un ritmo más rápido que las soluciones. Con todo, aspiramos a desbrozar la selva intelectual de la época y concluimos que lo más adecuado a tal efecto es bosquejar un panorama de la filosofía coetánea. ¿Qué camino seguiremos? Al principio nos limitamos a compilar un mero catálogo de opiniones: la doctrina de la unidad de las formas; la tesis de la pluralidad de formas; el platonismo de Chartres, el misticismo intelectual de los victorinos, &c. Pronto advertimos que, a menos de adoptar un esquema previo, corremos el riesgo de que nuestro panorama se convierta en un caos. Probamos entonces varias pautas: órdenes religiosas, grupos universitarios; por fin, llegamos a la conclusión de que acaso algún problema fundamental nos sea más útil para nuestro propósito. Tras unos instantes de vacilación, elegimos como pauta la doctrina de los universales; es improbable, pensamos, que no produzca los resultados deseados. Pero cuando, llevada a cabo nuestra tarea, presentamos, con un suspiro de alivio, el resultado de nuestras fatigas, comenzamos a sospechar que éstas fueron, a pesar de todo, penas de amor perdidas. Tan pronto como volvemos a echar una mirada furtiva al horizonte intelectual de la época descubrimos que un cierto número de importantes tendencias filosóficas quedaron fuera de nuestro marco. Nuestro panorama de la filosofía coetánea era, por lo visto, tan provincial como bien ordenado. Pues, de hecho, nos habíamos ocupado de filosofías que divergían entre sí considerablemente, pero que poseían la característica común de ser “cristianas”. Ahora bien, tras ellas emergen ciertas opiniones filosóficas que no pueden ser calificadas de aquel modo. ¿Era legítimo ignorar a Isaac Stella o a Maimónides simplemente porque nos habíamos afanado en describir las opiniones de San Bernardo, de Hugo de San Víctor o de Pedro Lombardo? ¿Era justo prescindir de Abentofail o de Averroes sólo porque habíamos interpretado tan cuidadosamente a Abelardo, a Juan de Salisbury o a David de Dinant? Los propios historiadores actuales de la filosofía medieval se hallan un tanto desazonados por la incómoda coexistencia de las filosofías cristianas y no cristianas durante aquel período; en vista de ello, deciden por lo común agrupar las últimas en uno o dos capítulos cuya misión casi única consiste en recordar al lector que había en aquellos tiempos algunas filosofías que no encajaban dentro de los marcos cristianos. Y, sin embargo, no sería difícil mostrar que esa mayor complejidad de la filosofía medieval puede resultar a la postre más provechosa que perniciosa con el fin de llevar a cabo el citado programa de introducir algún orden en el aparente caos. Ya no será necesario desde ahora preocuparnos por las sutiles diferencias existentes entre el realismo que hizo famoso a San Anselmo y la doctrina agustiniana de la iluminación divina, entre los residuos del nominalismo del siglo XI y los esfuerzos realizados por Abelardo para desarrollar un conceptualismo moderado. Todas estas diferencias se desvanecen ante la más importante distinción que debe ser establecida entre tres grandes grupos de filosofías que por sí solas bosquejan el panorama de la filosofía de aquella época. Muchas opiniones filosóficas había en los albores del siglo XIII, pero sólo tres filosofías subsistían: la cristiana, la árabe y la judía.
No pretendo, por cierto, que las diferencias entre estas filosofías fueran tan acentuadas, que resultara imposible juntarlas a no ser de modo apresurado o descuidado. Cada una de ellas forjaba métodos, desarrollaba ideas y elaboraba conceptos en numerosos respectos similares a las otras; aunque concentradas en áreas geográficas bien definidas, parecían, además, irse acercando entre sí más cada día, y hasta en algunas zonas, como España o la Italia meridional, marchar codo a codo. Pero en general aparecían –o, lo que aquí viene a ser lo mismo, creían aparecer– como independientes e irreconciliables: pensar como cristiano, como mahometano o como hebreo eran tres muy distintos modos de pensar y, en rigor, tres muy diferentes maneras de entender a Dios, al mundo, al individuo humano. Los cristianos estaban acosados por el problema de la personalidad –la de Dios y la del hombre–; los mahometanos, por la cuestión del hado; los judíos, por los embrollos del Pacto. No es sorprendente que cada uno de ellos usara las mismas palabras con el fin de hablar distintos, y aun opuestos, lenguajes. Solamente en el curso de las cinco o seis décadas que siguieron al año de gracia de 1200 cambiaron las condiciones hasta el punto de resultar posible edificar un sistema que tuviese en cuenta algunos de los rasgos de las tres filosofías considerados hasta entonces como inasimilables. Precedido por cierto número de esfuerzos parciales e insuficientes, la edificación de tal sistema fue la gran hazaña de Santo Tomás de Aquino. Santo Tomás no temió enfrentarse con los problemas suscitados por Averroes o los averroístas, hasta el punto de que pudo a veces ser “denunciado” como averroísta, justamente porque creyó que había realmente “superado” al averroísmo. Hizo cuanto estuvo en su mano para olvidarse de cuestiones “locales” y para afrontar problemas realmente universales. Siguió siendo, por supuesto, un cristiano, pero se aprovechó al máximo de las especulaciones árabes y judías. No forjó, ni pretendió forjar, una síntesis completa de las tres tradiciones, pero después de él ya no fue posible ignorar que, no obstante sus diferencias mutuas, dichas tradiciones planteaban, desde el punto de vista filosófico, muy similares problemas.
Mi interés por la filosofía del siglo XIII, o más bien por los problemas que tenía que afrontar un hipotético historiador de la “filosofía contemporánea” en tal siglo, no es inmoderado; en rigor, me atrae bastante más la filosofía del siglo XX y lo que podría decir acerca de ella un filósofo de nuestros días. Ahora bien, la situación filosófica en torno al año 1200 es en ciertos respectos tan semejante a la nuestra, que una rápida incursión en la primera puede proyectar viva luz sobre la segunda. Pues si pedimos a un filósofo actual que nos ofrezca un panorama de la filosofía contemporánea, lo más probable es que por lo pronto obtengamos una respuesta no sólo confusa, mas también parcial. La confusión será debida al hecho de que las opiniones sustentadas hoy en materia de filosofía aparecen a muchos como divididas en grupos entre sí irreconciliables. La parcialidad surgirá como consecuencia de la frecuente e inconsciente retracción del panorama a un área tan amplia como bien demarcada de nuestro planeta.
Si pedimos a un filósofo de París, Roma o Bonn que nos presente un cuadro de la filosofía contemporánea, las tendencias que con toda seguridad emergerán a un primer plano serán la fenomenología, el personalismo, el existencialismo, acaso el neohegelianismo: los nombres de Heidegger, Jaspers, Marcel, Croce, Sartre, Husserl se mencionarán con tal frecuencia que al poco rato tendremos la impresión de que son los únicos que gozan de suficiente, o merecido, crédito en nuestra materia. Tal filósofo no ignorará la existencia de una filosofía inglesa o norteamericana, pero tendrá la tendencia a colocarla en una zona vaga y distante, refiriéndose tal vez cortésmente a Russell, a Moore o a C. I. Lewis, pero sin pretender discutir a fondo sus doctrinas y posiblemente sin alcanzar a comprenderlas. No prescindirá del marxismo, pero lo más probable es que esté poco al corriente de los desarrollos concretos de la filosofía soviética. Si pedimos a un filósofo de Oxford o de Nueva York que nos presente su panorama del pensamiento filosófico actual, hay pocas dudas de que habrá en él abundante información sobre las más sutiles variedades del llamado “análisis filosófico”: las doctrinas al respecto de Russell, Gilbert Ryle, A. J. Ayer, Quine y otros ocuparán un lugar prominente, en tanto que la fenomenología y el existencialismo serán mencionados con desmayo, sino con displicencia. Si pedimos a un filósofo soviético que lleve a cabo una tarea similar, se abstendrá de mencionar las tendencias o los nombres antes señalados por los hipotéticos pensadores de París, Roma, Bonn, Oxford o Nueva York, excepto para calificarlos de idealistas, decadentes o pequeño-burgueses, y esto aun teniendo en cuenta la relativa indulgencia engendrada por la “desestalinización” en el reino de la cultura. Ello no presupone, ciertamente, una ignorancia completa por parte de cada uno de los aludidos grupos de la existencia de los otros. Estos son a veces citados –con cortesía o con desdén–, pero la comprensión de sus posiciones intelectuales se halla casi siempre tan cercana a la incomprensión, que podemos llegar a la conclusión de que prácticamente se ignoran mutuamente. Ello no significa, por lo demás, que en cada una de las áreas geográficas mencionadas, con la probable excepción de la Unión Soviética y de sus más o menos fieles satélites, falten representantes de todas las posibles –y a veces imposibles– tendencias. Aun cuando no siempre alardeen de tales, hay existencialistas en Cambridge y hasta en Filadelfia, filósofos analíticos en Marsella, Hamburgo o Milán, y, por supuesto, neoescolásticos, o mejor aún neotomistas, dondequiera. Lo que importa, empero, no es la mera existencia, sino el predominio. Podemos, pues, concluir que el planeta se halla actualmente escindido en tres colosales imperios filosóficos, y que aunque las relaciones entre ellos no estén totalmente ausentes, resultan casi siempre inoperantes.
Apenas necesito indicar cuáles son las áreas geográficas que abarca cada uno de estos imperios filosóficos. Se trata de las siguientes: la Europa occidental, excluyendo la Gran Bretaña y la mayoría de los países escandinavos: el mundo anglosajón, incluyendo los Estados Unidos de Norteamérica: el universo soviético, con todas las excepciones que permite el actual indeciso estado de cosas. Cada uno de tales territorios posee un sólido núcleo y un número mayor o menor de “zonas de influencia”. El núcleo de la Europa occidental está representado por Francia y por la Alemania del Oeste. El mundo anglosajón tiene, de hecho, dos núcleos: Gran Bretaña y los Estados Unidos. El núcleo del mundo soviético es Rusia. Las principales “zonas de influencia” son: para la Europa occidental, la América hispana y lusitana; para Gran Bretaña y los Estados Unidos, los países escandinavos, Nueva Zelandia, Australia y, en general, muchas de las zonas donde ingleses y norteamericanos han dejado huellas de su lenguaje o de su cultura; para Rusia, las naciones que de un modo o de otro pueden considerarse como sovietizadas. Estas regiones a veces se trasladan; sus fronteras son con frecuencia indecisas y fluctuantes. Pero en general han conservado por bastante tiempo una estabilidad notable. Ahora bien, con el fin de no sobrecargar el vocabulario aquí empleado, me referiré desde ahora simplemente a los “europeos”, a los “angloamericanos” y a los “rusos”. Cada uno de estos grupos será considerado como el principal representante de un cierto número de tendencias filosóficas, y en particular como el paladín de un cierto número de intereses intelectuales. Resumiré oportunamente tales tendencias y las calificaré respectivamente de “humanistas”, “científicas” y “sociales”. No pretendo que estos nombres sean apropiados, o siquiera medianamente adecuados; no sólo son el resultado de una consciente simplificación de la realidad, sino que al usarlos no parece tenerse en cuenta el hecho de que en el grupo “científico” hay no pocas tendencias que podrían merecer el calificativo de “humanistas”, y que en el grupo “social” hay bastantes elementos que son, o pretenden ser, de carácter “científico”. Aun inadecuados, sin embargo, tales nombres pueden servir para designar lo que con más evidencia resalta en la producción intelectual de cada una de las citadas áreas geográficas.
Comencemos con el grupo de tendencias intelectualmente más flaco y menos matizado: el de los rusos. La piedra angular del pensamiento filosófico ruso es el marxismo, o, mejor dicho, una extrema simplificación del corpus de doctrinas filosóficas, históricas, políticas y económicas legadas por Marx y Engels y transformadas por Lenin. Aunque la fachada del marxismo soviético parezca harto pulida y, como algunos de sus admiradores se complacen en advertir, “monolítica”, tan pronto como penetramos en el interior del edificio descubrimos una mezcla harto confusa de estilos, esto es, de supuestos filosóficos. He aquí algunos de ellos: el materialismo metafísico (todo se reduce a “materia”); el realismo epistemológico ingenuo (el conocimiento es casi una reproducción fotográfica de la realidad); el evolucionismo simplificado (de la nebulosa al hombre), la dialéctica hegeliana (en el seno de la cual los contrarios son llamados contradictorios), ciertas vagas y a la vez crudas formas de hilozoísmo (todo, incluyendo la materia, está “animado”). Dos pilares se destacan en este gravoso edificio: el materialismo decimonónico y la dialéctica hegeliana. Estos pilares no están, al parecer, firmemente anclados uno al otro; destacar el primero conduce a una muy temida heterodoxia, el “mecanicismo”; llamar la atención sobre el segundo desemboca en una posición acaso más heterodoxa todavía, el “idealismo”. La “línea general” de la filosofía soviética consiste en gran medida en el intento de mantener un equilibrio constante entre ambas “desviaciones”, las cuales son consideradas a la vez como dos formas peligrosas de “occidentalización”. El vocabulario filosófico empleado por los rusos se basa casi enteramente en esta pretendida necesidad de resolver la gran cuestión que plantea la fidelidad a la “ortodoxia”. Vocablos impregnados de significación_ política o, mejor dicho, “político-religiosa”, tales como “desviación”, “condena”, “retractación”, y otros similares, reinan como indisputables maestros en los artículos, los libros, los informes, los congresos de los filósofos soviéticos. A veces el vocabulario usado parece tan agresivo que llega a producir náuseas: “espías contrarrevolucionarios”, “víboras imperialistas”, “fautores de guerra capitalistas”, “payasos profesorales”, “charlatanes”, &c., constituyen algunas de las expresiones más frecuentemente empleadas con el fin de calificar –y con ello “denunciar”– a los filósofos no soviéticos. Ello se debe, ciertamente, al hecho de que ni la subjetividad ni la objetividad son consideradas por los pensadores soviéticos oficiales como características deseables de las ideas filosóficas. La subjetividad es, en su opinión, el rasgo típico de todo individualismo anarquizante, en tanto que la objetividad es el resultado de un universalismo y cosmopolitismo indeseables. Así, esa subjetividad que, desde Kierkegaard, caracteriza algunas de las tendencias humanistas, y esa objetividad que constituye una especie de constante de todas las corrientes científicas, deben ser sustituidas por el espíritu de partidismo; la consigna más frecuente de este tipo de filosofía es expresada por medio de un término tan poco humanístico como poco científico: “Partiinost”.
En vista de lo dicho, grande es nuestra tentación de declarar que el pensamiento soviético marxista es cualquier cosa menos una filosofía. Es, en efecto, demasiado arbitrario, excesivamente confuso y remendado. Y, con todo, hay en él algo que la filosofía ha procurado con frecuencia fomentar: el sincero y denodado esfuerzo de unir la teoría con la práctica, de considerar que ningún sistema filosófico es completo a menos que pueda explicar los principios de la acción humana tanto como las estructuras de la realidad. Sn embargo, con el fin de alcanzar esta finalidad los rusos han adoptado un punto de vista tan valioso como parcial: el punto de vista de la sociedad. Los problemas filosóficos son discutidos en términos de las fuerzas sociales que se supone los sustentan y explican. Más que materialista, la filosofía soviética es “sociologista”; en todo caso, el llamado materialismo dialéctico es más un resultado que una base del materialismo histórico.
El pensamiento filosófico de los europeos parece muy vario. Por lo pronto, un número sorprendente de tendencias ocupa el escenario de la filosofía europea. Múltiples formas de fenomenología, infinitas variedades de existencialismo, sutiles matices de escolasticismo, residuos de idealismo, neokantismo y positivismo, filosofías de la vida, de la historia y de la acción, vitalismo, problematicismo, personalismo: he aquí algunas de las filosofías que batallan entre sí sin tregua, que se lanzan mutuamente ataques y contraataques, que preparan potentes ofensivas, hábiles retiradas estratégicas, peligrosas escaramuzas, traidoras emboscadas. Parece imposible poner orden razonable en tan abrumador desorden. Sin embargo, tan pronto como examinamos con atención lo que nos dicen los varios representantes de las citadas tendencias, nos damos cuenta de que, no obstante sus pretensiones en contrario, hay un cierto número de temas que vuelven una y otra vez, dominando el clamoroso tumulto de la filosofía europea. Estos temas son predominantemente metafísicos y, como algunos pretenden, ontológicos. El ser y la nada, la esencia y la existencia, la trascendencia, lo absoluto y lo relativo, la temporalidad y la intencionalidad, la infinitud y lo finito, la mediación y la intuición, la vida y la muerte, la racionalidad y la irracionalidad, el acto y el cumplimiento... ¿Es necesario mencionar otros temas para mostrar que la especulación metafísica ha invadido verdaderamente la escena europea? Aun los que comienzan con el examen de problemas muy alejados de la esfera metafísica terminan al final por hablar el lenguaje metafísico, y no simplemente en el sentido de que toda teoría filosófica –y, en general, toda teoría– implica ciertos supuestos metafísicos. Así, si bien la fenomenología comenzó siendo una detallada investigación de índole epistemológica, los fenomenólogos parecen hoy incapaces de hacer nada sino ocuparse de problemas ontológicos fuertemente teñidos de conceptos metafísicos. El creciente entusiasmo por la investigación de “la realidad en cuanto tal”, de “la estructura del ser”, de “lo inteligible y lo trasinteligible”, de “lo óntico” y de “lo ontológico”, así como innumerables otros temas de igual sutil carácter hace casi inevitable asentir a la idea de que estamos asistiendo en Europa a una vigorosa “resurrección de la metafísica” tras un período de “árido” y “estéril” positivismo epistemológico. A la vez, estos temas y aspiraciones metafísicas giran en torno a la verdadera obsesión de los filósofos europeos, alrededor de los únicos problemas que permanecen tras la discusión incesante sobre el ser y la existencia, la nada, la ciencia, la moral y la política: el problema del hombre y de la condición humana.
Llega siempre, en efecto, un momento en que todos los problemas aludidos acaban por desembocar en una cuestión central y omnipresente: ¿qué es el hombre?, y en cierto número de cuestiones íntimamente relacionadas con ella: ¿cuál es la estructura del hombre?, ¿cuál es su condición, su situación, su destino? En sus libros, artículos, reuniones, “diálogos”, “conversaciones” y todos los demás medios usuales de comunicación filosófica, los filósofos europeos se sienten a sus anchas sólo cuando se llegan a formular conclusiones acerca de la existencia, la historia, la cultura y el destino del hombre. La frecuente reducción de las filosofías europeas a la tendencia existencialista es, sin duda, el resultado de una simplificación y vulgarización excesivas, pero es también una consecuencia muy comprensible de la innegable tendencia manifestada por los filósofos europeos a afrontar los problemas filosóficos en términos de existencia humana. La corriente existencialista y las afines a ella no constituyen todo el ejército filosófico europeo, pero son, por decirlo así, su punta de lanza y, por lo tanto, su porción más visible y agresiva. La inmensa variedad de opiniones sustentadas acerca de “la verdadera existencia” del hombre importa poco ante el hecho de que tal existencia es el santo y seña de los filósofos europeos. El hombre puede ser concebido por ellos de muchas maneras: como una criatura de Dios, como un hijo de la cultura, como un miembro de la sociedad, como un resultado de la historia, inclusive como un producto de la naturaleza. Puede ser descrito asimismo como un gran triunfo o como un lamentable fracaso. En todos los casos, empero, el hombre se convierte en tema de investigación incesante, en blanco de una infatigable valoración, desvaloración, revaloración. No es sorprendente que entre las disciplinas filosóficas alcance con frecuencia el primado la llamada antropología filosófica, y que en torno a ella giren las demás disciplinas: la metafísica, la ontología, la filosofía de la ciencia y de la historia, la ética, la teoría de los valores, inclusive la teoría del conocimiento y la lógica. Algunos filósofos prefieren discutir el gran tema del hombre en un lenguaje sobrio y desapasionado; otros admiten sólo lo que puede ser expresado en un lenguaje dramático y patético, pero en ninguna ocasión se desvanece enteramente dicho tema. Puede a veces parecer quedar sumergido, pero sólo para emerger al poco con sorprendente vigor y renovada porfía.
Esta pertinaz “humanización” de los problemas filosóficos se revela dondequiera, pero sobre todo en la elección del lenguaje. Los términos favoritos de los rusos son “clase social”, “dialéctica”, “instrumentos de producción”, “paso de la cantidad a la cualidad”. Las expresiones más frecuentemente usadas por los europeos son: “humanismo”, “creación”, “experiencia”, “angustia”, “renovación”, “situación”, “conversión”, “compromiso”. He aquí, ciertamente, un “lenguaje humano”, esto es, un lenguaje que hinca sus raíces en problemas humanos y que desde ellos se extiende para abarcar cualesquiera otros problemas u objetos. Cuando no se emplea un lenguaje humano en sentido estricto, ello obedece a que un lenguaje no humano ha quedado previamente “humanizado”. El argumento ontológico que solía aplicarse a Dios ha sido secularizado y se ha usado una y otra vez para describir lo que se imagina ser el inevitable carácter existencial del ser del hombre. Los vocablos que alcanzaron gran predicamento en la metafísica y en la ontología clásicas adquieren un giro subjetivo y un innegable sentido antropológico. Pero como se supone que este sentido es distinto del que los mismos vocablos tienen dentro de la psicología y de las ciencias morales y políticas, como se declara que tal sentido es “ontológico” y “trascendental”, resulta que el humanismo en cuestión es, de hecho “humanismo metafísico” que supone transposición continua de las categorías del ser a las de la existencia humana y viceversa. Los “temples de ánimo” o “talantes” se convierten en fundamento de intuiciones metafísicas, y a su vez los conceptos metafísicos son manejados como si se tratara de descripciones de “talantes”. Los existencialistas, que representan con más claridad que nadie esta tendencia “humanista”, declaran que tal ocurre porque los vocablos “experiencia”, “angustia”, “náusea”, “situación”, “conversión” y otros similares designan realidades que no son ni meramente psicológicas ni estrictamente metafísicas, sino precisamente “existenciales” y, por ende, “previas” tanto a la descripción científica como a la especulación metafísica. Mas como la única base posible de tales realidades es, a su entender, la existencia humana, nos vemos obligados a concluir que el mismo Pope estaría lejos de satisfacer las expectativas de los existencialistas y, en general, de los europeos al manifestar que el más adecuado tema de estudio de la humanidad es el propio hombre.
Se ha puesto a veces de relieve que en contraste con la casi caótica variedad de filosofías que pululan en el escenario europeo, las tendencias filosóficas angloamericanas ofrecen un espectáculo más mesurado y compuesto. Algunos proclaman que ello se debe a sobriedad intelectual; otros, que tiene su causa en la falta de imaginación. Estimo que ambas presunciones carecen de fundamento. Pues aun cuando el mundo intelectual de los angloamericanos sufra de diversas escaseces, no sufre de escasez en lo que toca a las tendencias filosóficas. Pragmatismo, positivismo, empirismo, realismo, neo-realismo, operacionalismo, inclusive idealismo y diversas formas de existencialismo...; sería difícil mencionar una corriente filosófica que no fuese representada por algún bien intencionado pensador o que no hubiera hallado su refugio en algún recinto universitario. La idea usual de que sólo la filosofía analítica y ciertas formas más o menos extremadas de empirismo lógico han logrado sentar sus reales en la mentalidad angloamericana es, por consiguiente, tan falsa como la suposición de que un filósofo europeo tiene que ser por fuerza un existencialista. Sin embargo, una vez admitida la variedad de las tendencias angloamericanas, hay que reconocer dos hechos. Uno es el hecho innegable de que las tendencias analíticas y lógico-empíricas antes mencionadas son, después de todo, aclamadas en el mundo angloamericano como las más representativas del mismo y, en algunas secciones de dicho mundo, como las únicas dignas de mención. Otro es el hecho poco dudoso de que cualquiera que sea la filosofía defendida por los angloamericanos, suele ser presentada en un lenguaje más afín al vocabulario analítico y empirista (o ambos) que a cualquier otro de los usados por los filósofos contemporáneos. Por consiguiente, debe admitirse que más acá de la variedad de referencia subsiste en la filosofía angloamericana un núcleo de convicciones filosóficas predominantes y de que dominan en ella, además, ciertos intereses que la separan característicamente tanto de las tendencias sociales como de las tendencias humanistas.
Los rusos piensan –o creen que piensan– en términos de sociedad. Los europeos juran por el hombre y prestan oído atento a cuantos problemas suscitan las situaciones humanas. Tentados estamos de obedecer al principio de simetría y de manifestar que los angloamericanos prescinden de las cuestiones relativas al hombre y a la sociedad con el fin de consagrar su atención exclusiva al tercer gran tema de la historia de la filosofía moderna: el tema de la Naturaleza. Sin embargo, la fidelidad a la simetría implicaría desobediencia a la realidad, pues aunque es poco dudoso que el vocablo “naturaleza” aparece con más frecuencia en los escritos de los filósofos angloamericanos que en los de los rusos y, en particular, que en los de los europeos, la preocupación por el problema –o, mejor, por los problemas– de la naturaleza no es en modo alguno exclusiva de los ingleses o de los norteamericanos. Tampoco puede argüirse que todos los angloamericanos sean naturalistas, aun si se tiene presente que el naturalismo sigue ejerciendo sobre muchos de ellos una notoria influencia. Mejor es, pues, abandonar la simetría y reconocer que si los problemas planteados por la naturaleza ejercen una especial atracción sobre numerosos pensadores angloamericanos, ello se debe a que les brindan una excelente oportunidad para encaminar a la filosofía, como Kant había tan ansiosamente pretendido, “por el seguro sendero de la ciencia”. Cierto es que tales pensadores consideran a veces que la actividad filosófica no es equivalente a la investigación científica, pues si ésta se ocupa en última instancia de hechos, la primera consagra su atención al estudio de los pensamientos –o, en todo caso, al de los conceptos, las ideas, los términos o las expresiones del lenguaje–. Pero aun entonces, el modo como afrontan sus problemas es, por lo menos en intención, más afín a la actitud científica que a la literaria o a la artística. Por añadidura, los filósofos angloamericanos prestan a la investigación científica que hoy se lleva a cabo una atención más vigilante de la que puede observarse en sus colegas europeos y, no obstante su jactancia de ser realmente “científicos”, en sus colegas rusos. La metafísica, la estética, la ética, la filosofía de la religión y de la historia no están, ciertamente, en barbecho en la Gran Bretaña y en los Estados Unidos. Pero en contraste con lo que acontece en Europa, aun en ellos se adopta una actitud que las más de las veces quiere ser realmente científica. Este interés angloamericano por la ciencia explica, dicho sea de paso, el hecho de que la lógica, la epistemología y la filosofía de la ciencia florezcan en los países anglosajones en una proporción que habría suscitado la envidia de los filósofos seiscentistas. Por lo tanto los angloamericanos manifiestan poca inclinación a deplorar el hecho de que haya más cosas en el cielo y en la tierra de las que sueña la filosofía; más bien cuidan de que no haya en la filosofía más cosas de las que existan en la tierra y en el cielo. Consecuencia natural de tal actitud es la hostilidad a la especulación y la creciente simpatía por el análisis, inclusive cuando el tema propuesto es declaradamente metafísico. Se argüirá acaso que no siempre sucede lo antes descrito, por cuanto algunos filósofos angloamericanos tienen muy en cuenta la existencia de las esferas ideales y trascendentales. Pero el papel que tales esferas desempeñan en su pensar es tan escaso comparado con el que se descubre en la mayor parte de las filosofías de la Europa continental, que parece justo suponer la existencia en las mentes angloamericanas de una especie de muro de separación entre las convicciones personales del filósofo y las ideas y argumentos que éste propone y emplea. Cuando un ruso no es un materialista, tiene que ser, a su propia costa, un idealista. Cuando un europeo es un naturalista, se le hace a cuestas ser al mismo tiempo un trascendentalista. En cambio, un angloamericano puede arreglárselas para ser todas estas cosas a un tiempo, justamente porque sus creencias no se funden necesariamente con sus pensamientos o con sus enseñanzas filosóficas. El “todo de la experiencia” a que tantos filósofos europeos tan fácilmente se entregan, la “experiencia de lo ideal” en torno al cual giran tantas de sus digresiones filosóficas, son considerados con suspicacia por los pensadores de Inglaterra y de los Estados Unidos. Tales “experiencias” ofrecen, en la opinión de éstos, contornos demasiado vagos y demasiado susceptibles de no ofrecer presa a la experiencia científica. Por si fuera poco, se hallan sobrecargados de estructuras metafísicas, de modo que si alguna vez llegan a aceptarlas lo hacen con repugnancia o con desgana. No parece necesario demostrar que en la base de una considerable porción del pensamiento angloamericano se afinca un cierto “naturalismo”, no forzosamente ligado a las llamadas “tendencias naturalistas” al uso. Así, numerosos filósofos angloamericanos estarían hasta dispuestos a admitir, siguiendo a Dilthey, que el hombre no es exclusivamente un ser natural, sino que es, o es también, un ser histórico; llegarían hasta a afirmar, a tenor con los existencialistas, que el hombre es un ente que se crea a sí mismo y que se abre camino en un mundo dominado por la contingencia. Pero cuando se tratara de deducir todas las consecuencias de tales afirmaciones, la vacilación, la repugnancia, inclusive el puro y simple rechazo emergerían pronto a la superficie; los angloamericanos decidirían, al final, no romper por completo los eslabones que unen los fenómenos sociales e históricos con los fenómenos naturales. Menos aún estarían dispuestos a aceptar que los conceptos resultantes de la descripción metafísica de la existencia y de la historicidad humanas son en cierto modo previos a los empleados en el análisis epistemológico de las ciencias naturales. Ningún pensador angloamericano que se estimara se atrevería, por ejemplo, a mantener que es posible decir algo filosóficamente iluminador sobre el espacio y el tiempo sin prestar antes alguna atención a los resultados al respecto de la ciencia física; hablar del espacio como “orientación existencial” y del tiempo como “el horizonte del ser” es algo en que tales pensadores no pueden comulgar sin una previa enérgica protesta.
Ahora bien, esta tendencia a tener cuidadosamente en cuenta los resultados y los métodos de la ciencia, y a refinar el vocabulario filosófico de tal modo que describa sólo cuanto pueda ser probado o comprobado, constituye en el fondo la consecuencia de una intensa aversión angloamericana hacia cualquier extremada “personalización” de las ideas y argumentos filosóficos. Se supone, en efecto, que la filosofía debe ser “objetiva” o, cuando menos, que debe llegar a ser lo más objetiva posible del mismo modo, aunque no en la misma proporción, en que tal acontece con la geología. El filósofo angloamericano medio no cree que su vida está ligada a la filosofía –y menos aún a su propia filosofía– más de lo que el físico cree que su vida está ligada a la física. Las ideas filosóficas injustificadas o injustificables son aceptadas por dicho filósofo más como supuestos inevitables que como “decisiones” existenciales. Si el filósofo introduce en su filosofía algunas de sus convicciones personales, ello ocurrirá por lo común sólo después de haberlas “despersonalizado” y convertido en objetos de una investigación racional intersubjetiva. Hay siempre, en suma, una cierta distancia –acaso un cierto abismo– entre el pensador angloamericano y su pensamiento. En tanto que ser pensante, el filósofo puede a lo sumo convertirse, a su entender, en objeto de indagación psicológica, social o histórica, pero no en tema fundamental, y menos aún en acontecimiento básico, de los enunciados filosóficos que presenta.
La tendencia de los rusos a defender sus teorías, incluyendo, cuando menos en su intención, sus teorías científicas, a base de mostrar la operación de las fuerzas sociales, y la inclinación de los europeos a explicar el sentido de sus pensamientos en términos de situaciones y decisiones (existenciales), son, pues, considerados con escasa simpatía, por no decir con aversión franca, por la mayor parte de los filósofos angloamericanos. El ideal de objetividad que se hace tan patente en la investigación científica impregna en considerable medida la actividad filosófica angloamericana. No es sorprendente que cuando se lleva tal ideal a un extremo el filósofo muestre una creciente repugnancia a ocuparse de cosas o de problemas –difíciles de aprehender o de manipular– y revele un entusiasmo cada vez mayor por examinar el lenguaje –o lenguajes– en los cuales se describen tales cosas o se plantean tales problemas. El resonante triunfo alcanzado por el talante analítico, inclusive entre quienes se complacen en desahogarse contra toda reducción de la filosofía a un hablar sobre el habla, es un resultado comprensible de la situación descrita, una consecuencia casi inevitable del constante temor que sienten ciertos filósofos a formular enunciados vastos o generalizaciones precipitadas. No ignoro que dentro del propio dominio del pensamiento analítico hay notorias diferencias de opinión entre algunos filósofos británicos y algunos otros filósofos norteamericanos. Mientras aquéllos, en efecto, han dado en la locura del minucioso análisis conceptual, éstos han caído en el frenesí de la investigación epistemológica sobre el lenguaje científico y de la construcción de lenguajes formalizados. Sin embargo, estas diferencias no bastan para extirpar el hecho de que entre los dos grupos hay un acuerdo básico. Común a ambos es, en efecto, el desvío hacia la especulación y la casi infinita paciencia para el análisis. De vez en cuando alguno de los filósofos que habitan el orbe anglosajón comienza a sospechar que la actitud antiespeculativa puede haber alcanzado ya límites intolerables. Así, el propio Bertrand Russell ha declarado que puesto que la única definición del vocablo “metafísica” que ha encontrado capaz de responder a todos los requisitos de sus colegas es la siguiente: “una opinión filosófica no mantenida por el que está hablando”, es mejor pensarlo dos veces antes de “acusar” a nadie de hacer metafísica. Pero éste es, en rigor, un disparo desenfadadamente asestado contra la alharaca producida por algunos de sus colegas oxonienses y tiene todos los visos de ser una disputa de familia. Por lo general puede decirse que aun cuando se critican entre sí, los filósofos ingleses y norteamericanos se entienden también mutuamente. Cada uno entiende cuando menos lo que su crítico quiere decir, suceso harto raro cuando ingleses y norteamericanos juntamente despachan sus asuntos filosóficos con sus colegas europeos o rusos. Entonces ni siquiera tiene lugar un desacuerdo, porque, como veremos luego, cada grupo no alcanza a comprender aquello de que el otro está hablando.
Las distinciones antes recalcadas podrían expresarse de muy otras maneras. Apenas necesita decirse, por ejemplo, que tienen su paralelo en las respectivas funciones ejercidas por la actividad filosófica en cada una de las referidas tres grandes áreas geográficas. Así, los rusos han llegado a considerar que la filosofía es una forma de acción política. La producción filosófica es controlada de modo muy severo, pues se supone que debe aprestar armas intelectuales para el combate contra las llamadas ideologías burguesas decadentes. La filosofía se halla entonces en la misma situación que las demás actividades de propaganda, destinadas a proporcionar combustible para la destrucción del “imperialismo occidental” y a acarrear sólidos bloques para la construcción del “socialismo”. De tal modo la filosofía se hace activa, popular y beligerante; los ejemplos aducidos por los filósofos que siguen estas consignas pertenecen entonces por lo común al campo de la política, de la economía y de la sociología. Los europeos gustan de considerar la actividad filosófica como un compromiso personal que impregna la vida del filósofo y hace posible hurgar en sus más recónditas raíces y en su último destino. La propia verdad impersonal es concebida entonces como el resultado de ciertas “situaciones” básicas, de modo que no puede ser amputada de las mismas. Con todo, la filosofía no es siempre entendida como una empresa estrictamente solitaria, confinada a unos cuantos ociosos; por el contrario, se subraya con frecuencia que la filosofía es misión personal de cada hombre, aun cuando a la vez reconozca que no todos los hombres son igualmente capaces de llevar a cuestas una vida filosófica. Los ejemplos citados por los filósofos europeos son por ello sacados con frecuencia de las situaciones humanas, y como tales situaciones se traslucen con particular claridad y vivacidad en la literatura, no es sorprendente descubrir que las obras literarias proveen de abundante material para las discusiones de tales filósofos. Algunos de éstos llegan inclusive tan lejos en este sentido que escriben novelas u obras de teatro a modo de ilustración filosófica. Los angloamericanos tienden a concebir la filosofía como si fuese una estricta actividad académica; por lo usual, los filósofos hablan para otros filósofos y no pretenden –aun cuando posiblemente no rechazarían– ser comprendidos por gentes fuera de su oficio. De tal guisa la filosofía suele confinarse en recintos universitarios, en reuniones y congresos. Cuando entablan relaciones con los que no son filósofos, los pensadores angloamericanos aspiran como máximo a entrar en contacto con gentes que trabajan “en otros campos”: con historiadores, matemáticos, antropólogos, acaso hasta críticos literarios. Los fanáticos del análisis del lenguaje común no se apartan de esta norma; constantemente dan ejemplos sacados del uso lingüístico ordinario, pero no pretenden (espero) ser seguidos por más que una reducida porción de sutiles razonadores u (ocasionalmente) por un grupo de corteses radioescuchas del célebre “Tercer Programa”. Podríamos continuar en este tren y hallar algunas otras diferencias entre los tres grupos de filósofos. Ha llegado ya el momento, empero, de plantear el problema que tales diferencias han estado implícitamente sugiriendo, es decir, el problema que consiste en saber si las diferencias en cuestión son fortuitas, efímeras o artificiales, o de si revelan la existencia de hendeduras profundas y permanentes en el mundo de la filosofía.
Mi respuesta a esta cuestión es –como es de rigor en toda respuesta cautelosa– doble: las grietas en cuestión no son permanentes en un sentido, aunque sean, o tiendan a ser, irreparablemente profundas en el otro. Antes de poner en claro esta respuesta quiero, sin embargo, advertir que cuanto he venido diciendo hasta ahora pretendía describir sólo la situación presente en filosofía; en manera alguna he supuesto que lo que ocurre hoy ha acontecido de igual modo en el pasado o seguirá sucediendo exactamente igual en el futuro. Las tendencias naturalistas, científicas, pragmáticas, operacionalistas, analíticas y otras análogas no han prevalecido siempre en la filosofía angloamericana; hubo un tiempo en verdad, en que los filósofos angloamericanos se distinguieron en el cultivo del pensamiento personalista, idolatraron a Hegel o dedicaron algunos de los mejores años de sus vidas a la elaboración de grandiosos sistemas metafísicos. Los filósofos europeos no han estado siempre obsesionados por la psicología trascendental, por la descripción fenomenológica o por la especulación existencial; algunos de ellos han sido inclusive los promotores de las más violentas corrientes analíticas y antimetafísicas. En un pasado más remoto, los pensadores rusos ensayaron muchas posturas filosóficas, tanto materialistas como idealistas, místicas no menos que positivistas, y algunos perspicaces observadores de la vida soviética sospechan que si las riendas se aflojaran en Rusia, el marxismo y el leninismo perderían casi todo su anterior prestigio y serían barridos por una ola o de positivismo o de existencialismo. Por consiguiente, el problema suscitado por la coexistencia de tres vastos y casi independientes orbes filosóficos puede perfectamente quedar resuelto algún día por la simple marcha de las cosas. Mas como no podemos solucionar los problemas del presente transfiriéndolos a un desconocido futuro, la cuestión de la relación o falta de relación entre los tres grupos sigue planteándose todavía.
1. Las diferencias entre los tres imperios filosóficos no parecen ser irremediablemente permanentes cuando consideramos con más atención sus correspondientes afirmaciones filosóficas. Ciertas relaciones “indirectas”, manifestadas por medio de una especie de “acuerdo negativo”, se ponen de relieve tan pronto como comparamos cada una de las tres tendencias principales con cualquiera de las dos otras. Cotejemos a este respecto el cientificismo con el humanismo, el humanismo con el marxismo, y el marxismo con el cientificismo.
El cientificismo y el humanismo se contraponen en muchos respectos, pero coinciden en su común hostilidad hacia el racionalismo tradicional. La fe casi ilimitada que los racionalistas tradicionales habían depositado en la razón en tanto que facultad capaz de descubrir por sí misma o las “verdades eternas” o un “sistema completa de categorías” ha sido descartada casi completamente tanto por las filosofías científicas como por las humanistas. Las primeras mantienen que el racionalismo en el sentido tradicional es demasiadamente abstracto; las segundas señalan que tal racionalismo es incapaz de dar cuenta de lo concreto. Este rechazo del racionalismo tradicional fue ya precedido por algunas escuelas filosóficas. Así, por ejemplo, el neokantismo, a la vez que luchó con gallardía contra el alud irracionalista, no consideró que el racionalismo clásico pudiera prestar gran ayuda en esta lucha, de modo que terminó por predicar una “ampliación del racionalismo” capaz de tener en cuenta los hechos históricos y sociales que habían permanecido opacos frente al análisis racional hasta entonces usado. La concepción tradicional de la razón que había alcanzado máximo predicamento en autores como Descartes o Hegel, fue desarticulada; no había, pues, más remedio que sustituirla por otra o proceder a reconstruirla. Ahora bien, esta oposición al racionalismo tradicional ha sido proseguida, bien que por distintos motivos, tanto por los filósofos de tendencia cientificista como por los de orientación humanista. Aquéllos defienden aún la razón, pero lo que entienden por el vocablo “razón” tiene poco que ver con la concepción tradicional; la razón no es ya una facultad o una substancia, sino un método o más bien un imperativo –el imperativo del orden y de la claridad. Estos manifiestan escasísimo entusiasmo por la razón, pero reconocen que es cuando menos una forma de experiencia entre otras. Así, las filosofías científicas y las humanistas pueden ser consideradas como reacciones contra el racionalismo tradicional cartesiano y como esfuerzos por ensanchar el radio de la experiencia. Sólo cuando proceden a definir el significado del término “experiencia” se apartan de su propósito común y desembocan en conclusiones distintas, por no decir opuestas.
El humanismo y el marxismo, asimismo hostiles entre sí en numerosos respectos, coinciden con frecuencia en algunos puntos. Ante todo, ambos se oponen, cuando menos teóricamente, a lo que Marx llamaba Verdinglichung, esto es, a la autoenajenación de la existencia humana. En segundo término, ambos predican el “salto a la libertad” –por medio de la autoliberación personal en un caso, a través de la transformación social en el otro–. En tercer lugar, ambos consideran que la naturaleza es una especie de tablado donde tiene lugar el desenvolvimiento histórico humano –con frecuencia concebido al modo de un drama–. Este último aspecto es significativo, pues muestra hasta qué punto el humanismo, en particular cuando se presenta bajo la forma del existencialismo, y el marxismo, sobre todo cuando hurga en sus propios fundamentos, hincan sus raíces en la tradición cristiana, especialmente en tanto que tal tradición ha sido previamente secularizada. Aun cuando adopta la extrema forma atea, el existencialismo no puede prescindir de conceptos teológicos cristianos. En cuanto al marxismo, hay buenas razones para pensar que es una especie de cristianismo vuelto del revés. Los dos van, en efecto, en busca de un “hombre nuevo”, de un hombre que en lugar de separar la teoría de la práctica hace lo posible –y lo imposible– para fundirlas. He aquí, dicho sea de paso, la razón por la cual ni el humanismo ni el marxismo conciben a la filosofía como una “mera” actividad intelectual íntegramente consagrada a la investigación desapasionada de la verdad –de una verdad impersonal, segregada de las creencias, necesidades y acciones humanas–. Al entender de ambos, el filósofo no puede dejar de comprometer su vida en su propia filosofía. La filosofía se convierte en tal caso en resultado de una “decisión” meta-racional (o acaso pre-racional), que depende, según los casos, de la situación personal o de la condición social. Tanto para el humanista como para el marxista la razón no es una facultad independiente, aislada, o que se basta a sí misma; se encarna en situaciones concretas y se las ha de continuo con situaciones concretas. El rechazo de la “abstracción” y la vuelta a lo “concreto” son considerados por los representantes de las dos tendencias como sólidas adquisiciones del pensamiento contemporáneo; sólo cuando se subrayan los elementos que constituyen la existencia concreta –tiempo, cambio, contradicción, acción, paradoja, historia– puede el hombre, según dichos representantes, recobrar su propio ser, arrancarlo de los peligros de la abstracción y de las ansiedades de la alteración.
Es curioso comprobar que el cientificismo y el marxismo parecen menos afines entre sí que cualesquiera de los otros grupos citados. Desde la época de Lenin hasta nuestros días los marxistas han consagrado más tiempo y energía en la lucha contra las teorías cientificistas que en la batalla contra los sistemas de tendencia metafísica. Ello es hasta cierto punto comprensible. Mientras los metafísicos de toda laya, incluyendo los existencialistas kierkegaardianos, se enfrentan, con simpatía o con aversión, con la tradición hegeliana, los filósofos científicos no creen que sea posible siquiera discutir con ella; de hecho, tal tradición es, a su modo de ver, uno de los ejemplos más notorios de disparate filosófico. Tan abundantes son los párrafos que los filósofos contemporáneos angloamericanos han producido con el fin de burlarse de las ideas de Hegel, que no sería difícil compilar a base de ellos una abultada, y a ratos entretenida, antología. Por otro lado, los filósofos científicos, en particular los de confesión positivista, son para los marxistas, una colección de obstinados “abstraccionistas” y de peligrosos “mecanicistas”, absolutamente ciegos para la “verdadera marcha” de la historia. A su vez, los filósofos científicos suelen declarar que los marxistas son mentes confusas, carentes de objetividad y atentos sólo a sustituir la filosofía por abundantes dosis de autoritarismo. A su modo de ver, los marxistas subordinan la ciencia a la historia, la investigación objetiva a las necesidades políticas y –el más grave de los pecados– la lógica formal a la dialéctica. Y, sin embargo, los filósofos científicos y los marxistas marchan con frecuencia, sépanlo o no, codo a codo, especialmente cuando ambos se enfrentan con las tendencias más resonantes del humanismo. Así, ambos se niegan terminantemente a admitir que el espíritu humano es una actividad espontánea y que el hombre se hace a sí mismo en un acto de libertad absoluta; ambos muestran inquebrantable hostilidad hacia toda discusión acerca de la trascendencia; ambos rechazan la idea de que el fracaso, la angustia existencial y la contingencia constituyen elementos fundamentales en la existencia humana. Si se estima que estas coincidencias en lo negativo son insuficientes, no es difícil descubrir acuerdos de carácter más positivo. Por ejemplo, la creencia de que todo aparece sub specie naturae, una “naturaleza” que para unos está sometida a leyes, mecánicas o estadísticas, y que para otros recorre un proceso dialéctico.
Debemos concluir, por consiguiente, que las tres filosofías están más próximas entre sí de lo que puede hacer esperar la descripción de sus respectivas enemistades. Intersectan, de hecho, en varios puntos decisivos, aun cuando lo que haga posible tal intersección sea casi siempre la coincidencia en ciertas diferencias más bien que el acuerdo en ciertas simpatías. Pero como el acuerdo en la común hostilidad es harto frecuente y no siempre estéril entre los hombres, podemos esperar que un más detallado análisis del “acuerdo en el desacuerdo” será capaz de acarrear cierto progreso encaminado a la producción de un tipo más positivo de coincidencia –siempre que, por supuesto, se estime que semejante progreso es deseable–. He aquí la razón por la cual afirmé antes que el abismo entre los tres imperios filosóficos no es incurablemente permanente cuando se tienen en cuenta sus respectivos argumentos. No sería imposible que los pensadores siguieran discutiendo interminablemente acerca de las virtudes o de los vicios de cada una de las grandes tendencias sin por ello tener que destruir por entero sus vínculos intelectuales o sin verse obligados a desembocar en un callejón sin salida, resultado de una incomprensión completa de las doctrinas de sus enemigos. Si la conservación de tales vínculos parece aún improbable en las relaciones entre filósofos rusos y pensadores europeos y angloamericanos, puede esperarse que sea más que probable en la relación entre angloamericanos y europeos –y muy en particular entre norteamericanos y europeos–. Después de todo, no es inverosímil que en algunos escritos filosóficos norteamericanos se hallen análisis favorables, bien que a la vez críticos, de tendencias tales como el existencialismo, la fenomenología y hasta el hegelianismo, o que en ciertas áreas de Europa se descubra la existencia de un interés creciente por los problemas que los ingleses y los norteamericanos ventilan en sus debates o en sus publicaciones periódicas. Así, aun la actual coincidencia en lo negativo puede producir en el futuro un acuerdo positivo; cuando tal acontezca ya no será posible filosofar sin tener de verdad en cuenta la ciencia o sin prestar cuidadosa atención a las voces de las grandes tradiciones metafísicas en el pensamiento de Occidente.
2. Si las perspectivas en lo que toca a las ideas defendidas y, por tanto, en lo que respecta a los problemas suscitados, son más bien alentadoras, el horizonte se presenta mucho más cerrado cuando consideramos el lenguaje o modo de expresión filosófico usado por cada uno de los tres grupos de filosofías. Quienes hayan tenido la oportunidad de hablar a representantes de los diversos grupos, o quienes estén familiarizados con las actuales publicaciones filosóficas de las zonas tantas veces referidas, habrán observado –con las correspondientes excepciones que confirman la regla– que tras un primer benévolo acercamiento al mundo espiritual del contendiente, llega un momento en el cual el diálogo no puede continuar, en que se convierte en una especie de diálogo de sordos. El representante de uno de los grupos, en efecto, oye y a veces hasta escucha cortésmente, las palabras proferidas por el representante de otro grupo. Pero que tales palabras lleguen a él saturadas de significado, es ya asunto harto debatible. El universo lingüístico en el cual se mueve cada filósofo constituye, pues, el máximo obstáculo para la prosecución del diálogo. En este respecto los Congresos internacionales de filosofía forman parte de las experiencias más desanimadoras que cabe hallar en la incomprensión internacional filosófica. Basta hojear la vasta colección de comunicaciones engendradas por tales Congresos durante los últimos quince años para darse cuenta de que si todo lo que contiene semejante colección puede recibir el nombre de “filosofía”, ello es sólo porque los encargados de ella han decidido dilatar hasta límites intolerables el significado del antedicho vocablo. Muy frecuente comentario de la opinión de un colega no es, en efecto, “Esto es falso”, “Esto es inexacto” o “Esto necesita prueba”, sino “Esto no tiene sentido”. No tiene sentido para la mayoría de los filósofos europeos proponer que se establezca una distinción entre “proposición” y “enunciado”. No tiene sentido para la mayor parte de los filósofos angloamericanos declarar que “debe distinguirse entre lo óntico y lo ontológico”. Los europeos proclaman que los angloamericanos son gentes superficiales y de mente angosta; los angloamericanos juzgan que las ideas de los europeos son vagas, precipitadas o inútilmente emotivas. Tanto los europeos como los angloamericanos manifiestan que los rusos son ingenuos o dogmáticos, y éstos acusan a aquéllos de ser incomprensivos o escolásticos. A veces ciertos grupos parecen hallar ocasionales motivos de concordia. Por ejemplo, puesto que tanto los filósofos de tendencia lingüístico-analítica como los pensadores de orientación existencialista rehúyen las teorías generales demasiado abstractas y muestran decidida inclinación hacia los ejemplos particulares, grande es la esperanza de que prosigan indefinidamente por este común sendero. Pronto, empero, se separan para no volver a encontrarse, pues los “ejemplos” aducidos por unos tienen poco o nada que ver con los “ejemplos” manifestados por otros. Unos se esfuerzan por desarrollar argumentos racionales; otros penan por crear una atmósfera espiritual. Las perspectivas de acuerdo se hacen, pues, cada vez más improbables, pues escaso, o nulo, es el acuerdo que puede obtenerse entre contendientes cuando éstos se niegan a obedecer las mismas reglas del juego.
He dicho “se niegan”, pues no puedo dejar de pensar que en la cuestión que nos ocupa la voluntad desempeña un papel capital. Si alguien desea llegar a la conclusión de que lo que dice un colega carece de sentido, no le será difícil mostrar que efectivamente carece de sentido; un leve toque, una hábil pincelada, y pronto se puede ver que Platón era un sofista, Aristóteles un charlatán, Hume un farsante, Kant un pedante, y que Heidegger es un embaucador o Carnap un pelmazo. Pronto se descubre, además, que cuanto más grave y completa sea una filosofía, tanto más fácil será convertirla en una caricatura. Es probable que gran parte de la actual incomprensión filosófica se deba a que entre los pensadores pese más la deformación caricaturesca que el honesto examen. Ello no significa, por cierto, que haya que calificar todas las ideas de todos los filósofos de profundas, interesantes o siquiera juiciosas. Ciertos árboles filosóficos son demasiado frondosos para que no haya urgente necesidad de podarlos. Mas esta última operación debe llevarse a cabo con gran cautela, pues el propio árbol que se procede a podar puede resultar indispensable. Lo primero que cabe hacer, pues, es penetrar en el universo espiritual del contendiente filosófico y ver si hay, en efecto, un universo espiritual y si las ideas que formula tienen sentido dentro del mismo. Si lo tienen, el universo en cuestión deberá ser sometido a severa crítica y, si necesario es, eliminado. Si no lo tienen, entonces, pero sólo entonces, puede concluirse que lo que el contendiente arguye no merece incluirse dentro del orbe de la filosofía. Ahora bien, con el fin de llevar a cabo semejante programa es necesario emplear un lenguaje filosófico que nada deje que desear en punto a precisión, distinción, claridad, pues tan pronto como este ideal pierde su vigencia la imagen resultante se hace borrosa, confusa, nebulosa, rondada por espectros que suelen ser confundidos con la verdadera imagen. Desde este punto de vista estimo que los requisitos propuestos por la filosofía angloamericana (y no sólo la de nuestros días) son los más adecuados y prometedores; quienquiera haya sido adiestrado en ellos se da cuenta muy pronto de que es penoso regresar a formas de expresión menos estrictas. Opino asimismo que la preocupación angloamericana por la ciencia y sus problemas no podrá ser descartada fácilmente, pues si bien la ciencia no lo es todo, constituye la contribución mayor del espíritu moderno al mundo de la cultura. No hay, por supuesto, ninguna originalidad en esta pretensión mía, pues los verdaderos grandes filósofos de la época moderna, desde Descartes hasta Kant, participaron de la misma opinión y saturaron de ella sus propias filosofías. Pero estos grandes filósofos no creyeron –y me adhiero sin reserva tal convicción– que una filosofía que tenga en cuenta la ciencia deba por ello apartar con displicencia el resto del globus intellectualis –por ejemplo, el estudios de las condiciones que hacen la ciencia posible–. Pero reconocer la eficacia de los temas angloamericanos y proclamar las ventajas del modo de expresión angloamericano en filosofía no debe cegarnos a la comprensión de que hay otros mundos filosóficos posibles y, por supuesto, “traducibles”. En particular no justifica el extraño supuesto, tan común entre los angloamericanos, según el cual cuanto ha acontecido en filosofía antes de 1938, de 1945 o hasta de 1956 es anticuado o prehistórico. Destaca simplemente el hecho de que de las tres filosofías citadas hay cuando menos que, siempre que no se encierre en sí misma, puede resultar capaz de rendir justicia y tributo a las otras. No estoy nada seguro de que, por el instante al menos, los rusos puedan hacer otro tanto, pero tengo la convicción de que los europeos marchan, cada vez en mayor cantidad y con más plena conciencia, por el mismo camino de universalidad y traducibilidad filosóficas. Los angloamericanos suelen proclamar que lo que puede decirse en filosofía debe decirse claramente. Los europeos insisten en que hay en filosofía mucho que decir. De la unión de estos dos postulados puede emerger rejuvenecida, una vez más, la filosofía.