Filosofía en español 
Filosofía en español


Jose Luis L. Aranguren

El futuro de la Universidad española

Los párrafos que siguen se diferencian de lo escrito en los tiempos recientes por Scheler y Ortega, Jaspers y Heidegger, en España por Pedro Laín o, últimamente, por Jaspers y Rossmann, no sólo –como es obvio– por la calidad, sino también por la intención. Yo no pretendo decir lo que, en abstracto, debe ser la Universidad, presentar un desiderátum universitario. Esta tarea ha sido cumplida ya. Mi propósito es moverme en esa zona, modesta e indecisa, pero realista, que se extiende desde lo que puede ser hasta lo que va a ser. Se trata, pues, de un escrito circunstancial, estrechamente ligado a un proceso, el de nuestro tiempo, en el cual es forzoso inscribir el proceso de la Universidad. Proceso, si se quiere, en el doble sentido de la palabra. Proceso al que es menester atenerse sin mayor pretensión que la de obtener el fallo más favorable que sea posible, dentro de los términos de la litis contestatio. La Universidad del futuro no va a ser, probablemente, lo que muchos quisiéramos o quisieran. Bastante será con que en el mundo de mañana cumpla, como tal auténtica Universidad, un papel positivo. El doble sentido, otra vez, de esta última palabra jugará un papel importante en las páginas que siguen.

El futuro de la Universidad

Augusto Comte, como en general todo el positivismo del siglo XIX, se nos aparece hoy como una extraña mezcolanza de previsiones muy agudas y de afirmaciones sumamente anticuadas. Su ley de los tres períodos fue una genial esquematización. Esquematización porque el proceso de la realidad, sujeto a un pluralismo de niveles y ritmos y a ciertos “retornos” o recurrencias, es mucho más complejo de lo que una intelección literalmente “positivista” –o antipositivista– de la ley haría pensar. Genial porque la ley es, en el orden sociológico y descontado su esquematismo, tendencialmente verdadera o, al menos, válida, vista desde nuestra precisa situación histórica.

El Occidente vivió en la Edad Media dentro de una fase teológica, es decir, bajo una cobertura cristiana, no impuesta totalitariamente sino vivida como el horizonte mismo de la época. La Universidad fue entonces, naturalmente, una Universidad teológica. Y, como suele ocurrir, alcanzó su cenit en el momento justo en que surgían los primeros brotes de disgregación. La afirmación de la Facultad de Artes frente a la de Teología y su recabamiento de libertad de investigación; la separación de filosofía y teología y su desafortunada traducción bajo la fórmula de la “doble verdad”, son las expresiones más visibles del agrietamiento de la potente edificación medieval. El período metafísico había comenzado. Pero, claro está, era todavía demasiado pronto para que pudiese instalarse definitivamente en la Universidad. Por esa razón la filosofía y la ciencia moderna se han hecho, desde el siglo XVI al XVIII, fuera de la Universidad y aun en contra de ella. La Universidad ha sido, durante esa decisiva fase, el reducto del período teológico y de una concepción cosmológica subordinada a una lectura pedisecua de la Biblia. A fines del siglo XVIII, cuando ya los tiempos estaban maduros, Kant replanteó, ahora con buen éxito, aquella lucha de las Facultades, que había asomado en el XIII. El siglo XIX y el primer tercio del nuestro han constituido la gran época de la Universidad, porque han sido la culminación del período metafísico. Desde el siglo XIII hasta hoy, la metafísica ha sido vivida como el ámbito de la libertad intelectual, y la Universidad, desde que pudo incorporarse al espíritu del tiempo, ha dispuesto de una cúpula metafísica, por encima de los techos de las ciencias. Esta cúpula, ciertamente no ha sido monolítica: ha consistido en muy cambiantes sistemas, pero todos “metafísicos”, es decir, construidos más allá de las ciencias, sin contar con ellas, por encima de ellas.

En la España del siglo XIX el krausismo representó el intento de transportar la Universidad al período metafísico. Este intento fracasó y la fundación de la Institución Libre de Enseñanza fue el abandono de una Universidad en realidad inerte y rutinaria. Los hombres de la Institución se retiraron de ella al ver que no era capaz de recibir su cuño y se acogieron, forzadamente, a la fórmula liberal de lo que en un sentido amplio podemos llamar Universidad libre. El orteguismo volvió a significar en la Universidad, durante la Segunda República, el espíritu filosófico independiente. Duró poco. La tentativa posterior del llamado Instituto de Humanidades ha sido como el muñón de una nueva y ya imposible Institución Libre.

Es muy interesante, desde el punto de vista sociológico, comprobar que la sección intelectual del Opus Dei manifestó, apenas acabada la guerra española, una clara voluntad de apoderamiento de la Universidad. Durante algún tiempo pudo pensarse en que se iba a acometer la empresa –grandiosa en cuanto proyecto, por anacrónica e ilusoria que en realidad fuese– de recristianizar de arriba abajo a España, desde la Universidad y la juventud. En diversas ocasiones he expuesto ya mi convicción de que vivimos un “tiempo de secularización” en el que la reconstitución de una sociedad espiritualmente homogénea es imposible, a no ser que, atentando contra la esencia misma del espíritu sea impuesta totalitariamente; o, lo que es más fácil, sobre todo entre nosotros, sea sustituida por la mera apariencia de plena homogeneidad católica. De todos modos, y me complace repetirlo, el intento era noblemente ambicioso; y aun cuando irrealizable en su pretensión total, habría podido llevar a la Universidad una presencia católica sumamente eficaz. La prisa o el apetito de poder echaron a perder este objetivo que, modesta y discretamente propuesto, era asequible. Con una innegable irresponsabilidad se improvisaron cuadros docentes cuyo testimonio católico, por falta de competencia, de vocación o de ambas cosas a la vez ha sido gravemente contraproducente. (En este sentido el contraste con la Institución es, desde el punto de vista de una autocrítica católica, abrumador para nosotros.) Naturalmente, sería simplista hacer responsable único de la descristianización de una gran parte de la juventud universitaria actual a este comportamiento, que parece haber buscado ante todo el “poder” universitario. Pero que a ella ha cooperado me parece indudable.

La historia universitaria del Opus Dei es, en muchos aspectos, una parodia de la Institución. (Creo que el tema más interesante, para un estudio sine ira et studio, preciso y objetivo, como compete al investigador positivo, que brinda la España de hoy, es una sociología de las actividades temporales del Opus Dei, no sólo, en éste sino en todos sus aspectos.) La Institución hubo de constituirse como tal al encontrar prohibida la conformación de la Universidad según su proyecto. El Opus Dei, no por ninguna prohibición exterior –al contrario, todo han sido y son facilidades–, sino a la vista de su propio fracaso en aquel ambicioso proyecto, ha salido de la Universidad en cuanto tal Instituto –sin abandonar por ello ni mucho menos, es claro, los instrumentos de poder con que cuenta dentro de ella–, para fundar el llamado Estudio General de Navarra. Pero esto merece capítulo aparte porque, como realidad universitaria, corresponde al presente o, mejor dicho, al futuro, aun cuando como espíritu proceda del más rancio pasado.

Una vía muerta: la llamada Universidad Libre

El Opus Dei, al frustrarse su empeño de adueñamiento espiritual de la Universidad, se separa de ella, se traslada a Navarra, sede del carlismo, y se fortifica allí para, a modo de “intelectual requeté” (términos que, tal vez por primera vez, se juntan aquí), iniciar, desde Pamplona, la reconquista espiritual de España.

¿Qué se advierte en este modo de proceder? Varias cosas, todas muy aleccionadoras. En primer lugar una conciencia –inconfesada, claro está– de fracaso. En seguida, un primer movimiento de “separatismo espiritual”: en vista de que la juventud española no está dispuesta a dejarse salvar por nosotros, salvémonos nosotros solos, con quienes quieran seguirnos, sostenidos todos socialmente por el sustrato carlista navarro. Finalmente el como proyecto de una nueva cruzada. Todo esto es, como se ve, bastante grave y más bien poco universal, es decir poco “católico”; mucho menos, católico actual. Cuando todos nos vamos convenciendo del gran error del “ghetto” católico y de que necesitamos abrirnos a todas las situaciones, a todas las formas de vida, a todas las actividades y a todas las actitudes (a esta necesidad sentida obedece precisamente la fundación de los Institutos seculares), he aquí que se inaugura, con la pretensión de ser la primera Universidad Católica española, un foco de acción más o menos intelectual, sociológicamente montado sobre fuerzas hasta ahora desaprovechadas y con oportunidad movilizadas, que se encuentran localizadas regionalmente. Es, con toda evidencia, una hábil transposición del carlismo a un plano que, hasta ahora, le había sido completamente ajeno. Todo esto tiene poco que ver, ciertamente, con el catolicismo actual. Sus patterns extrañamente mezclados son dos, y ya los conocemos: la Institución Libre de Enseñanza y el Requeté. Por eso ya no nos extraña tanto la paradoja de que lo que va a aparecer como primera Universidad Católica no sea una fundación de la Iglesia en cuanto tal, tampoco de las grandes Órdenes religiosas tradicionalmente dedicadas a la enseñanza, y ni siquiera de las agrupaciones seglares poseedoras de un historial en este orden –Acción Católica, Propagandistas Católicos– sino de un Instituto secular aprobado, como quien dice, ayer mismo. Audaces fortuna juvat.

En cualquier caso, como planta-piloto de Universidad Católica, parece un mal comienzo para la Iglesia el de empezar por la del Instituto más discutido hoy, y por el que más prepondera en la Universidad del Estado. ¿Conviene al interés espiritual de la Iglesia aparecer universitariamente representada por un Instituto que, con razón o sin ella –eso no nos importa ahora tanto como el “hecho social” de que se vea así– es visto por grandes sectores de la opinión pública como un grupo de interés que aspira a acumular y ejercer poder? No es simplemente la reflexión concerniente al pro bono pacis la que quiero mover aquí, sino, más hondamente, una apelación pro bono Christianismi.

Pero dejemos ya al Opus Dei e incluso a la Universidad Católica para enfrentarnos con el tema general de si puede ser para España una vía de renovación y revivificación intelectual la fundación de Universidades libres. Creo que no, y esto tanto por razones de orden ético-religioso como por razones sociológicas y técnicas.

La reivindicación de Universidades libres sólo es pensable en el marco de un Estado que, sin ser totalitario (pues si lo es, ni siquiera se plantea la cuestión), no se declara ajeno a la Instrucción pública, sino que la toma a su cargo y la orienta en un sentido determinado. Es lo que ocurrió precisamente en el siglo XIX. Sus presupuestos son, pues, dos, inseparables uno del otro: Instrucción pública con universidades estatales y liberalismo. El liberalismo extremo reclamaba que la enseñanza estatal fuese neutral, es decir, laica. Ahora bien, la neutralidad religiosa es imposible: el silencio sobre Dios es ya a-teismo (al menos práctico), es prescindir de Él. Más imposible aún en el siglo XIX, surcado por la pugna clericalismo-anticlericalismo. Por tanto, si la Universidad estatal del siglo XIX, al pretenderse laica, tenía que resultar, inevitablemente anticlerical e irreligiosa, el principio liberal quedaba incumplido. Por eso se hacía necesaria la concesión de Universidades libres confesionales (católicas, protestantes, &c.).

A partir de los mismos supuestos –Instrucción pública y liberalismo– el problema podía resolverse, en el caso de una sociedad de mayoría homogéneamente religiosa, a favor de la enseñanza estatal confesional, a condición de que, entonces, se autorizasen centros de enseñanza libres, es decir, en el supuesto de un país católico, Universidades no católicas: laicas, protestantes, &c. Son, pues, como se ve, dos estatutos docentes diferentes, pero fundados ambos en los principios del siglo XIX. Dentro del primero de ellos las Universidades “libres” eran religiosas y, en países de origen católico, principalmente católicas. (Es el caso de las Universidades católicas de Lovaina, Milán, &c.) Dentro del segundo, las Universidades libres eran bien no confesionales, bien religiosas disidentes. (Es el caso, en España, de la Institución libre de Enseñanza.)

La pretensión de querer beneficiarse, a la vez, de estos dos estatutos jurídicos opuestos no tiene sentido en el contexto liberal –único dentro del cual caben Universidades “libres”– y representa un orden católico docente elevado a la segunda potencia, puesto que monta sobre el plano de una Universidad católica estatal (con enseñanza obligatoria de la religión por profesores nombrados por la autoridad eclesiástica, con intervención de la Iglesia, establecida concordatariamente, con abundante número de sacerdotes y miembros de Institutos seculares en el escalafón docente, &c., &c.), un segundo plano de Universidades más católicas aún, estableciendo así una surenchère, una especie de puja de supercatolicismo. Solamente un pensamiento abstracto, incapaz de salir de un orden ideal inexistente y de pensar dentro de la situación real, puede tratar de legitimar tal pretensión.

Pero, por otra parte, el principio liberal es ya impracticable. No digo que sea bueno ni malo; digo que es inapto e irrealizable, salvo en países enormemente ricos y socialmente interesados en sus Universidades, como es el caso –hoy probablemente único– de Estados Unidos. Adviértese aquí una muestra más del tan visible anacronismo eclesiástico que, en la época del liberalismo, se opuso frontalmente a él, considerándole como el mal sin mezcla de bien alguno, y ahora, cuando, al menos en ciertos aspectos, es ya incompatible con la tendencia socializadora y con una auténtica democratización de la enseñanza, hace ademán de acogerse a él (tras interpretarlo, como hemos visto, de manera muy peculiar).

Las razones técnicas no son menos terminantes. ¿Imaginamos a este desventurado país nuestro de tan bajo nivel cultural, de tan escasos recursos económicos, en plena época de racionalización y planificación y de costosísimos centros de enseñanza, teniendo que mantener docenas de Universidades “libres” –una al menos por cada Orden religiosa o Instituto secular importantes, a más de las posibles Universidades fundadas por la jerarquía eclesiástica, los propagandistas, &c.– que, entrando en competencia entre sí y con las Universidades estatales nos acarrearían el más “liberal”, es decir, el más desenfrenado individualismo docente? Es imaginar un monopolio de la Universidad por los católicos y, dentro de ese monopolio, la más desbarajustada concurrencia de cada corpúsculo eclesiástico, católico estatal o simplemente catolizante.

La crisis de la Universidad “metafísica”

Todo esto, aunque amague con su galvanización, aun cuando llegue a ser establecido, pertenece irremediablemente al pasado. ¿Por qué? Volvamos a tomar nuestro hilo conductor, el de la ley de Comte. La “creencia”, en el sentido orteguiano, que aglutinó socialmente a los hombres en la Edad Media, fue de índole religiosa. Después, el terreno de conciliación, por encima de las discrepancias religiosas, se encontró en la creencia en la “razón”, una razón especulativa, discursiva e idealista. Y el modelo pedagógico correspondiente fue el humanístico. La Universidad moderna, especialmente en sus ejemplos más altos, Oxford, Cambridge y las grandes Universidades de las pequeñas ciudades alemanas, ha sido una forma total de vida, ligada al modelo humanístico de existencia. Metafísica y humanismo han sido los pilares fundamentales de esta gran época de la Universidad.

Durante el período metafísico la Universidad ha sido vivida como el ámbito espiritual del pensar libre. Insistamos de nuevo en el modo de entender rectamente este término, “período metafísico”, con el que no significamos, como pudieron pensar los positivistas del siglo pasado –tan metafísicos, por lo demás, como positivistas– la eliminación de todo vestigio teológico y religioso, sino la separación de los estudios civiles de los estudios eclesiásticos (en los países católicos), la reducción de la teología universitaria a “teología liberal”, es decir, a meras filosofía de la religión y crítica filológico-histórica de los textos religiosos (en los países protestantes), y la conversión de la religión en un asunto personal. Los universitarios seguían, en gran parte, perteneciendo a una confesión religiosa, pero la Universidad tenía que ser “metafísica” y no “teológica”. Era metafísica incluso sin saberlo, y hasta en las Facultades y en las disciplinas más alejadas, al parecer, de toda filosofía. La ciencia moderna entera ha sido montada sobre los conceptos metafísicos de “naturaleza” y de “causalidad”, tales como fueron elaborados por los últimos grandes escolásticos y por los primeros filósofos modernos. Pero la metafísica –toda suerte de metafísica recibida–, que fue vivida como liberadora, se ha tornado hoy “ideológica” y, por tanto, encadenadora. Repárese en que no se trata propiamente de que nuestra época sea antimetafísica, lo que sería otra manera –la manera positivista decimonónica– de ser metafísica. Es simplemente que no tiene metafísica y lo sabe. Ya no disponemos de ella como del cimiento y, a la vez, coronamiento o cúpula de las ciencias. Y sin embargo, sigue gravitando sobre nosotros de manera inerte y pesada. Por eso la Universidad tiene que ser hoy, en primer término, el lugar de la lucha por la liberación de esos fundamentos y esas síntesis intelectuales ya inválidas; y eso lo mismo si son dictados por grupos de presión, como si son tratados de imponer totalitariamente. La Universidad tiene que ser hoy crítica y disolutoria de todo pseudosaber, es decir, analítica. La metafísica, en el mejor de los casos, tendrá que volver a ser –después de realizada esta previa tarea de ascesis purificadora–, como en Aristóteles, una “ciencia buscada” y de ninguna manera poseída, un punto de llegada y no de partida; y, como vio bien Merleau-Ponty, un proceso que ni nos transporte a una “atmósfera rarificada” ni a un “dominio numéricamente distinto del de la ciencia”.

Se advierte, pues, que la primera condición para que la Universidad sobreviva como tal –ya que, como veremos en seguida, no es seguro que haya de sobrevivir– es que se torne implacablemente analítica y crítica. Pero esta labor negativa, indispensable, no es suficiente. Ha de ser seguida de una nueva, problemática y buscada totalización del saber (llamémosla modestamente así, en vez de “metafísica”). Piénsese, por ejemplo, en el título mismo de la Facultad universitaria a que pertenezco: “Filosofía y Letras”. O sea, la filosofía unida a las letras, a las viejas humanidades (en seguida trataremos de ello) y completamente alejada de las ciencias. ¿Responde ésto a la realidad actual? Evidentemente, no. Un país tan tradicional, en lo hondo, como Francia, ha introducido ya, en el título mismo de estas Facultades, la denominación “ciencias humanas”. En efecto, la filosofía necesita nutrirse de la materia positiva que sólo pueden suministrarle, por un lado, el conocimiento científico de la naturaleza, y por otro, el conocimiento científico del hombre, es decir, las que empiezan a ser llamadas “nuevas humanidades”. La organización americana de la Universidad en Departamentos significa asimismo esta conciencia de que la separación en Facultades se ha tornado rígida y cerrada a una nueva totalización, fluida e in fieri, del saber. Las ciencias positivas lo invaden todo, pues querámoslo o no, hemos entrado en el período positivo, de repulsa de la metafísica especulante, que se alimenta de sí misma. La filosofía actual tiene que pasar por la ciencia y tiene que tomar como punto de partida la ciencia en cuanto que se pone a sí misma en cuestión y se constituye en vigilante de sí misma, en su fundamento y en su problemática totalización. La Universidad de nuestro tiempo, para realizar una labor positiva, tiene que hacerse mucho más positiva de lo que ahora es.

Esta función de la nueva Universidad, sobre todo en su etapa primera, analítica, liberadora, crítica y disolutoria es difícilmente tolerable. Tanto que la verdadera fuerza de un Estado, su asiento firme y real en la sociedad, se mide por su capacidad de soportar y sostener una Universidad así. De ahí la tendencia de los Estados totalitarios a suprimir, de hecho, la Universidad, reemplazándola por una Universidad técnica, que es una mera Escuela o conjunto de Escuelas, atenidas al cultivo estricto de la ciencia positiva y aplicada. La función totalizadora de la Universidad es asumida en estos casos por el organismo (ministerio de Propaganda, o como quiera que se llame) productor, y las más de las veces simple difusor, de la ideología oficial, por los medios de la mass communication (prensa, radio, televisión). El ciudadano de estos Estados es, por una parte, instruido positivamente, por otra, adoctrinado ideológicamente. La unificación de una y otra “educación” pertenece a la metafísica subrepticia del correspondiente sistema político.

La crisis de la Universidad académica

Pero la Universidad idealista ha consistido tanto como en la producción y transmisión de un saber, en la creación y acuñación de un tipo de hombre, de un “modelo” de existencia. Este tipo de hombre era modelado conforme al patrón humanista.

Lo primero que ha de objetarse al patrón “humanístico” desde la perspectiva, en la que nos hemos colocado, de una Universidad crítica y analítica, es que es un “patrón”. Si la filosofía actual vuelve a ser filosofía o “ciencia buscada” y no posesión definitiva y dogmática de un saber acuñado –“acuñado como moneda que se puede atesorar o gastar”, es frase de Hegel–, al cambio en la concepción del saber ha de corresponder un cambio en la concepción de la docencia. La docencia clásica procuraba, ciertamente, la transmisión de un saber, pero la Universidad –recordemos, otra vez, las dos grandes Universidades inglesas– consistía no menos que en eso, y tal vez más, en la forja de una “forma de vida” integral, que comprendía desde las creencias fundamentales hasta los modales y ademanes y el modo de pronunciación, pasando por las convicciones políticas. Esta forma de vida era la del humanismo. ¿Qué era el humanismo en el aspecto suyo que aquí nos importa, el universitario?

El humanismo era, por de pronto, la sustracción del universitario a los afanes cotidianos, usuales, sociales, populares de la vida, recluyéndole privilegiadamente en un recinto apartado del tráfago real –por eso las mejores Universidades se encontraban en ciudades estrictamente universitarias–, para dedicarle íntegramente durante los “felices” años universitarios (que, para el destinado al profesorado, habían de durar toda la vida), a una existencia académica, de ocio y estudio, conocimiento de las letras antiguas, trato asiduo con los autores clásicos y paideia, dentro del fanal universitario, de la minoría destinada a regir, en todos los órdenes, la suerte de la nación. (Adviértase, dicho sea entre paréntesis, que el Estudio General de Navarra viene a repetir en España, de manera fabulosamente anacrónica, minoritaria y reaccionaria este tipo de pasadista Universidad.)

El universitario vivía, con su innegable grandeza “idealista”, en medio de la artificialidad más completa. Todo, incluso la política –piénsese en los grandes políticos salidos de Oxford y Cambridge– se tornaba para estos hombres juego brillante en el que los papeles innobles quedaban a cargo de “los otros”. Si no se tiene en cuenta este supuesto sociológico-existencial, esta artificialidad lúdica de la Universidad académica, presidida por el modelo “clásico” y sostenida, como un lujo, por el trabajo extrauniversitario, no se comprende nada de su verdadera y ya lejana realidad. Hoy la Universidad no puede ser ya mantenida “por encima” de la cotidianidad social, pura e incontaminada, separada y cerrada. (Por eso, dicho sea también entre paréntesis, es quimérico el intento de su despolitización.)

Por otra parte hoy carecemos de todo modelo y, en el mejor de los casos, sólo la nueva Universidad, a través de esa “ciencia buscada”, logrará, más allá de la crisis, forjar el modelo válido para la época que se anuncia. La Universidad del futuro, abierta de par en par a la realidad social, tendrá que ponerse al servicio del país. Incidimos así en el tan debatido tema del carácter, desinteresado o no, de la theoria. Hoy sabemos que la theoria es inseparable de la praxis y la ciencia de la técnica; y que el hecho de que el científico, caracterológicamente, como tipo humano, sea desinteresado, no tiene nada que ver con el de que la ciencia, considerada desde el punto de vista sociológico y no psicológico, sea necesariamente interesada. (De no ser vivida, al modo que estamos refutando, como el “juego” intelectual de un grupo privilegiado.)

Antes veíamos que la anticuada Universidad “metafísica” tiende a ser reemplazada por la nueva Universidad positiva (que, como hemos visto, no debe confundirse con la llamada Universidad técnica). Paralelamente debemos ver ahora que el humanismo conformador de aquella Universidad debe ser sustancialmente modificado por un ingrediente nuevo, el de las nuevas humanidades. Así como la filosofía del futuro no será ya una “metafísica” separada de la ciencia, tampoco la Universidad podrá seguir siendo un modo lúdico de existencia, separado de la vida real. Con esa inexorable reforma desaparecerán ciertamente los últimos destellos de la noble y antigua cultura de ocio. Nuestra nostalgia de profesores académicos en trance de envejecer la echará muchas veces de menos. También añoramos nuestros años de juventud; pero no por eso volverán.

Antes de seguir adelante, tal vez no sea inoportuno salir al paso de una posible objeción: la de que el modelo humanístico, muy visible en la Facultad de Filosofía y Letras, no ha gravitado, o ha gravitado apenas, sobre las otras Facultades.

Humanismo universitario y nuevas humanidades

Ciertamente que las Facultades de Medicina y Ciencias, muy alejadas ya de sus respectivas etapas hipocrática-galénica y cosmológica, aunque sigan siendo en su estilo muy “académicas”, no pueden ser consideradas ya como “humanísticas”. Pero la Facultad de Derecho sí. Por de pronto, de la misma manera que la filosofía aristotélica y las letras clásicas han seguido siendo el modelo de “Filosofía y Letras”, el patrón de “Derecho” no ha dejado aún de ser el Derecho romano, con todo lo que esto significa de anacrónico y antisocial. Más allá de él se dispone todavía de otro arquetipo, el del Derecho natural, y aun cuando se renuncie a éste, el sistema normativo aparece a los juristas como autosuficiente, en su carácter de ius positum. Dentro de esta Facultad se estudia ampliamente la Filosofía del Derecho, no solamente en asignatura especial, sino en cada una de las otras disciplinas; pero no se someten nunca las normas a un análisis lógico, con sentido moderno, ni se enseña una sociología del derecho y una ciencia política.

La Universidad, en sus secciones de filosofía y derecho, tiene que abandonar ese aspecto, entre “metafísico” y “literario” o “retórico”, que presenta hoy. Esto sólo puede lograrse mediante la aplicación a una y otra de la precisión infinitesimal de la lógica moderna y mediante el estrecho contacto con las llamadas “ciencias humanas” o “nuevas humanidades”. La antropología, la psicología positiva, el psicoanálisis y, puesto que el hombre es constitutivamente social, la psicología social, la sociología y la antropología cultural, por lo que se refiere a los estudios filosóficos; y la sociología del derecho, la ciencia política, la ciencia de la Administración y la Economía política por lo que se refiere a los estudios jurídicos, deben cobrar una importancia capital en los nuevos planes universitarios. Sólo ellas permitirán: 1°, comprobar esa caducidad o al menos problematicidad de normas y modelos recibidos (“metafísica aristotélica”, “humanidades clásicas”, “derecho romano”, “derecho natural”) que han servido de fundamento a la Universidad de la época que ahora termina; y 2°, crear paulatinamente el nuevo humanismo y la nueva metafísica realistas  y “futuribles”; porque esas tareas, humanismo, metafísica y, en suma, perfección del hombre, no están realizadas de una vez para siempre, sino que sin renunciar al apoyo del pasado, han de realizarse desde el presente y hacia el porvenir, mediante una ciencia concebida como methodos o camino que, a la manera del universo según ciertas teorías astrofísicas, siempre está haciéndose, está siempre en expansión.

El prototipo del profesor

A continuación, en este apartado y en el que sigue, vamos a estudiar respectivamente los prototipos del profesor y el estudiante universitarios. Adviértase que se ha elegido la palabra “prototipo” intencionadamente, con cuidadosa exclusión de otras como “arquetipo” o “modelo”, y que debe tomarse en una acepción análoga a aquella en que se habla, por ejemplo, del prototipo del nuevo “Supercaravelle”: el nuevo profesor y el nuevo estudiante, tales como nos parece hoy que habrán de ser mañana.

Antes hemos visto que la totalización del saber universitario está en trance de cambiar. Ahora vamos a ver que también está cambiando el estilo universitario y, por de pronto, el profesoral. El “sabio”, el “maestro” desaparecen y son sustituidos por el “profesor” que enseña unas técnicas y por el “investigador” que siente la necesidad de trabajar en equipo e incluso de asemejarse al técnico, con la mira puesta en el rendimiento y en ser eficaz. Piénsese en la inseparabilidad actual de Universidad e Instituto de investigación (en Francia, precisamente por haberse quedado anticuada la Universidad, se ha montado el Centre National de la Recherche Scientifique; en España el Consejo Superior de Investigaciones Científicas es la conciencia y el “hueco” –pues la mayor parte de sus Institutos son tan presuntuosos como cuasi ficticios– delatores de una necesidad de auténtica reforma). Piénsese en la organización cuasi industrial de la investigación en Norteamérica y en Rusia. Como ha visto bien Heidegger, la explotación se realiza en los modernos Centros de investigación incluso más consumadamente que en las factorías, puesto que en éstas el proceso se detiene, se queda en unos resultados –los productos y, si se quiere, los subproductos que se ponen en el mercado–, mientras que la Investigación parte de nuevo, de cada resultado obtenido, hacia ulteriores realizaciones y así, en principio al menos, indefinidamente. Por otra parte estos estudios, minoritarios, de investigación injerta en la enseñanza, subsisten al amparo de , otros, mayoritarios, cada vez más “aplicados” y “técnicos”, pues el acercamiento de la Universidad a la realidad y a la vida es indispensable.

Naturalmente, Universidades de este tipo moderno, provistas de medios considerables, muy eficientes técnicamente y montadas como Institutos de investigación o en estrecha conexión con ellos, no pueden multiplicarse, y menos en países pobres como el nuestro, y menos aún a partir de la iniciativa privada, en España siempre tan remisa a interesarse por la ciencia y la Universidad. Por eso en una época, nos guste o no, de socialización, la lucha por las llamadas “Universidades libres” resulta, como ya veíamos al principio, increíblemente anacrónica. La Universidad debe ser libre, sí, del Estado, es decir, políticamente descentralizada; pero nadie más que él puede mantenerla y administrarla aunque, por supuesto, sin pretensiones de injerencia, sino como puro “servicio público”. Prepararse para que cada cual abra su “tienda universitaria” a la altura del año 1962 es absurdo y además supone conducirla a la más funesta compartimentación social, al clasismo más intolerable.

El “sabio” y el “maestro” desaparecen, decíamos hace un momento. Es natural, es consecuente con lo anterior. El “sabio” es el poseedor de una sabiduría indiscutible, cuasi sacerdotal; pero ya hemos visto la crisis de este tipo de saberes dogmáticos. El maestro es la encarnación de un “modelo de vida”; pero ya hemos visto también que los antiguos modelos se han tornado inservibles. Hagamos la “composición de lugar”, correspondiente al modo humanístico de docencia: el maestro, revestido del traje académico, y elevado, merced al estrado o tarima profesoral, por encima de sus alumnos, éstos rigurosamente colocados –por orden de “aprovechamiento”, de matrícula o alfabético– en un recinto áulico prestigiosamente decorado –templos y bustos clásicos, cuadros del Renacimiento o neoclásicos, entre nosotros mucho Escorial–; todo ello contribuyendo de este modo a subrayar una distancia intelectual y a aureolar una “doctrina” impartida desde la cátedra de modo objetivo e impersonal, pues había de operar en el alma del alumno por decirlo así ex opere operato. A esta concepción de la docencia corresponde, es claro, la resurrección del título rectoral de “Magnífico Señor”, título que yo, personalmente, me siento incapaz de dar a ningún Rector, por magnífico que en realidad sea.

Con el tránsito de la Universidad teológica a la Universidad metafísica, las cosas cambiaron un tanto, sobre todo después de la etapa “idealista”, muy reminiscente aún del aura carismática y sacerdotal. Cuando se empieza a pensar que el “filosofar” es más importante que la “filosofía”, el acento es trasladado a la relación maestro-discípulo, concebida al modo socrático. El saber es vivido ahora ex opere operantes, en función de las personalidades del maestro, del discípulo y de la “comunicación” entre ambos. El “filosofar” conduce al problematismo. La docencia ahora –es la época del comienzo de la “escuela activa”– inventa su modo propio de operar, el “seminario”. El estudiante es imaginado como una planta que ha de desarrollarse, y en el alma del cual han de crecer asimismo las “semillas” que se siembren. El estudiante se ensaya en esta especie de Parlamento cultural del seminario y es visto como inmaturo aún, ciertamente, pero al propio tiempo como “interesante”. Este periodo metafísico, al psicologizarse, da lugar a la “dirección espiritual” laica, asumida por el maestro en el que, más que el saber libresco, importa ahora la “experiencia de la vida” y el conocimiento de las almas. Nunca. como a este nivel –que en España, siempre retrasada, estamos viviendo ahora con bastante intensidad– han estado tan cerca maestros y discípulos, ha sido tan íntima su vinculación. El eros pedagógico apenas encuentra o encontraba obstáculo para su vuelo por encima de la distancia generacional.

La nueva relación entre profesores y alumnos

Dentro del período teológico el acento estaba puesto, inequívoca y rotundamente, en el maestro. El período metafísico establece un cierto equilibrio entre la significación de maestro y la de discípulo en cuanto que el acento se pone más en la relación misma entre ambos que en el uno o en el otro tomados por separado. El período positivo ha de ser, parece, de claro predominio del papel del alumno, del estudiante.

Por de pronto entre los universitarios de nuestro tiempo se desvanece la ilusión de esa llana y fácil relación intersubjetiva de maestros y discípulos. En definitiva es casi tan irrealizable como la de transformar la vinculación paterno-filial en una relación de camaradería. El hiato de las generaciones es siempre, y ahora más que nunca, difícilmente salvable.

En segundo lugar, la generación decisiva es hoy la juvenil. Como he puesto de manifiesto en otro lugar, la juventud actual tiene una conciencia mesiánica de sí misma: sin idealizarse, al contrario, reconociendo con todo realismo sus fallos y limitaciones, está convencida de ser la portadora de toda renovación, y de encarnar el ímpetu progresivo de la historia.

En tercer lugar, es característico de la situación actual el hecho de que los adultos, de buena o mala gana, tendamos a aceptar esa pretensión juvenil y, en definitiva, nos acomodemos a ella. ¿Qué otra cosa significa ese esfuerzo de juvenilización, esa imitación en que los mayores incurrimos hoy constantemente del estilo y modo de vida de los jóvenes?

Vemos, pues, en resumen que los jóvenes y los adultos aparecen hoy tajantemente separados; que la separación quiere paliarse por parte de los adultos, acercándose a los jóvenes; y que es general el reconocimiento, expreso o tácito, de la primacía de la juventud.

Estos hechos repercuten profundamente en la docencia universitaria que deja de ser, como hasta ahora, de dirección única –del maestro a los alumnos–, para presentar doble dirección: por una parte los profesores continúan enseñando, claro está; pero lo que enseñan son por lo general meras técnicas, simples métodos. Y frente a eso empiezan a aprender de los alumnos, a recibir el influjo positivo de éstos. Tal influjo, si el profesor es juvenil, pero superficial, se traduce en la búsqueda afanosa de popularidad estudiantil, en la aceptación del papel de representante y portavoz, sin critica, de las aspiraciones de los alumnos. Pronto veremos lo que ocurre cuando el profesor está dotado de mayor profundidad.

Pero antes veamos lo que ocurre con los alumnos. Estos aprenden a vivir en un mundo autosuficiente, de influjos mutuos, de cerrada coetaneidad. Ocurre ahora plenamente lo que, dentro de ciertos límites, venía ocurriendo con el espíritu universitario en las grandes Universidades inglesas: que, mucho más que por los maestros se era formado en él por los condiscípulos.

El buen profesor se encuentra, pues, frente a dos problemas: el de franquear, hasta donde sea posible, la “distancia” que le separa de sus alumnos para el logro de comunicar con ellos; y el de profundizar en este aprendizaje que, paradójicamente, debe recibir de quienes han acudido a aprender de él. Examinemos uno y otro problema.

El cuerpo docente intermedio y el aprendizaje de los profesores

La distancia entre profesor y alumno, que viene establecida por la diferencia de edad, por la de status social (espíritu de cuerpo y espíritu de generación, respectivamente) y sobre todo por la de “código lingüístico” (pues se trata en realidad de una diferencia de “lenguaje” que una colaboración fecunda entre lingüistas y psicólogos del lenguaje debería estudiar) debe ser salvada personalmente por el profesor a puro esfuerzo de “traducción” o comprensión; e institucionalmente, por el reconocimiento administrativo de unos grados o peldaños docentes intermedios, el de profesor adjunto, el de profesores ayudantes y el de alumnos seniores, de Doctorado, colaboradores en un trabajo científico de equipo. Todos estos profesores jóvenes están, en todos los sentidos, muy próximos a los alumnos, y por eso de ellos se aprende, en cierta manera, mucho más que del profesor titular. Ellos son quienes crean el “clima” de la clase y quienes gradualmente incorporan a él a los “nuevos”. Naturalmente, no basta con que la iniciativa del profesor y su capacidad de atracción improvisen en torno a sí este equipo de colaboradores. Es menester que éstos lleguen a ser beneficiarios de un estatuto jurídico, decoroso y suficiente.

En cuanto al segundo problema, es importante percatarse de que, frente al viejo paternalismo universitario, aquí, como en tantos otros sectores de la vida, la relación entre adultos y jóvenes se está estableciendo y ha de establecerse cada vez más sobre nuevas bases, las de que el acrecentamiento espiritual, la ayuda, el aprendizaje deben ser mutuos. Como he escrito en otro lugar, “los jóvenes, aun sin saberlo del todo, introducen la novedad en la vida y en la historia; nosotros completamos su conciencia y comprendemos la realidad a través de ellos. En las manos de los jóvenes está el futuro del mundo. Procurar descifrar ese futuro intentando descifrarles a ellos es nuestra tarea”. Esto que, según creo, es verdad para la relación general de los adultos con los jóvenes, vale especialmente para los profesores con respecto a sus alumnos. Y no se trata de una aseveración vaga, genérica. Vamos a verlo con un ejemplo español y reciente. ¿Quiénes, sino los jóvenes universitarios, han sido los socialmente destructores de esa retórica de grandiosos ideales totalmente inasequibles?; ¿quiénes los que han medido el abrupto desnivel entre esas grandes palabras y la amarga e indigente realidad que ellas querían ocultar?; ¿quiénes los que han vivido la dura experiencia del tremendo contraste entre la brillante fachada y el mísero interior del hogar hispánico? El talante de nuestra época, tal vez ha sido expresado, por primera vez en forma literaria, por personas ya adultas; pero quienes se adelantaron a vivirlo oscura y profundamente, como un primero y prematuro desengaño amoroso, han sido estos jóvenes. Sí; de ellos hemos aprendido mucho, tanto que ni siquiera somos capaces de objetivarlo, de distinguirlo de nuestra personal experiencia directa, de decirlo.

El prototipo estudiantil

El cambio en el estilo de profesor viene condicionado por el cambio social del estudiante, según hemos visto. Éste ya no podrá seguir siendo el dócil “elegido” para ser iniciado primero en los ritos de la cultura superior e ingresado luego en el respetable estamento sapiencial; o el joven desocupado que cursaba su carrera universitaria como el equivalente femenino de las respectivas clases “de adorno”. Los estudios universitarios deben dejar urgentemente de constituir un lujo, inasequible a las clases inferiores. El estudiante-trabajador, el estudiante-becario y, en fin, el estudiante beneficiario de una democratización real de la enseñanza, que desde su ingreso en la Universidad, por propios méritos, sea cual fuere su originario status socioeconómico, ha de encontrar en el estudio su modo de subsistencia, son los tipos del alumnado que reclama nuestro tiempo. Estudiantes así, plenamente responsables, a mil leguas del clima pintoresco de “casa de la Troya”, capaces de elaborar por sí mismos –asesorados por profesores-directores– su propio plan de estudios, flexible, con las asignaturas de cualquier Sección o Facultad que les convenga estudiar, según la especialización que prevean, son los que la sociedad actual necesita.

Ahora comprendemos la ingenuidad de los jóvenes cuando, hace unos años, acostumbraban lamentarse de ser una generación sin maestros. Ni los tienen, ni pueden tenerlos. Ya lo vimos antes: los maestros han desaparecido, los modelos se han destruido. Son ellos mismos quienes, por sí solos o casi solos, tendrán que irse haciendo, como la época entera, a tientas.

Supondría un grave error por tanto pensar que estamos previendo un cuadro idílico. Evidentemente no, y no sólo por lo que llevamos dicho. La tensión entre la filosofía y la ciencia positiva que, por no poder deslindar, como en otro tiempo, sus respectivos campos –reino de las Ideas y mundo sensible–, encontrarán frecuentes ocasiones de fricción; la tensión entre la democratización real de una auténtica Universidad y la tendencia a convertir ésta en “Universidad popular” anexada a la ideología estatal; la tensión entre una Universidad centralizada y un Estado descentralizador serán algunas de las muchas dificultades que surgirán en la era positiva. Pero precisamente esas tensiones servirán, como toda lucha, a la afirmación dinámica del ser de la Universidad.

No, la nueva Universidad no será idílica. Al contrario. ¿Dónde habrá quedado, dentro de ella, el viejo y nostálgico romanticismo del sabio y de la vida universitaria tradicional? Creo que no debemos lamentarnos demasiado. La forma exterior de vida habrá cambiado, pero el “romanticismo” en cuanto es desinterés, amor, alegría puestos en el trabajo universitario y, en suma, en cuanto es auténtica vocación, durará mientras duren la dedicación a la ciencia y la Universidad como tal, porque es completamente inseparable de ellas, y constituye su alma y su espíritu imperecederos.