Filosofía en español 
Filosofía en español


Julián Izquierdo Ortega

La obra de Francisco Romero

Francisco Romero
Francisco Romero
(Dibujo de Manuel Manzorro)

El día 7 de octubre último la muerte nos ha arrebatado a Francisco Romero, el primer pensador de América Hispana, y una de las más altas y nobles personalidades de nuestra época. Su bondad, su sencillez, su modestia y su generosidad constituyeron un admirable ejemplo. Le sorprendió la muerte sin darse él cuenta de su tránsito, cuando su espíritu y su cuerpo todavía no conocían la vejez, cuando preparaba su Interpretación de la filosofía actual y su Metafísica, cuando sus fuerzas de trabajador incansable parecían reverdecer prodigiosamente. Se fue el maestro sin poder, como su fraterno Alejandro Korn, brindar socráticamente por la vida. ¿Qué pensador de talla no se ha enfrentado, en sus meditaciones, con la muerte? Hay dos textos del llorado filósofo de sumo interés acerca de la muerte: uno sobre Leonardo, y otro sobre el último momento de Korn. De Leonardo dice que inclinado sobre los cadáveres, “no reparó en primer lugar… en la flaqueza del cuerpo humano, en la miseria de la enfermedad, en la angustia de la muerte. Percibió sobre todo la vida, y, dentro de la asombrosa realidad vital, el valor absoluto de la vida humana”. Y añade que “cuando meditó en la muerte, también pensó en ella en función de la vida; puso virilmente la muerte bajo el signo de la vida y no al revés.” “La fatiga le parece un adelanto de la muerte.” Y sobre Korn dice que al brindar por la vida, “brindaba en el fondo por esta pugna hacia la personalidad que para él era el sentido de la vida… Lejos de cerrar alrededor de sí su horizonte y llorar por anticipado en su muerte el final de todo, se incluía en un vastísimo y luminoso panorama cuyas perspectivas futuras lo consolaban en el amargo trance de la despedida, y aun lo transfiguraban en el esfuerzo de confirmar valerosamente por vez última, en forma definitiva, su convicción de siempre.”

Romero, pues, pensó la muerte bajo el signo y en función de la vida; y si el trance de la despedida es siempre amargo, la muerte no es “el final de todo”, porque en el horizonte atisbaba “un vastísimo y luminoso panorama”, por encima de su tremenda realidad.

Recordemos los magníficos versos de Antonio Machado, su poeta predilecto, dedicados a Giner:

¿Murió? …Sólo sabemos
que se nos fue por una senda clara,
diciéndonos: Hacedme
un duelo de labores y esperanzas.

Reflexionemos ahora sobre su obra, partiendo en todo caso de que él era superior a su obra. En su múltiple personalidad confluyen el maestro de filosofía, el creador de un clima filosófico en América Hispana, el pensador insigne y el ciudadano ejemplar. Como maestro de filosofía fue el continuador de Alejandro Korn, y como éste, supo ser maestro de vida y de conducta, porque para ambos las ideas eran algo más que frías abstracciones, puesto que establecían una estrecha vinculación entre filosofía y vida. Romero tenía como pocos una singular vocación pedagógica. Necesitaba enseñar y gozaba orientando a sus alumnos. En la enseñanza de la filosofía inyectaba su espíritu, cálido, rico y abierto. Deja eminentes discípulos, entre los que se cuentan Frondizi, Torchia Estrada y Francisco Aguilar. Dijo de él José Gaos que era uno de los hombres mejor enterados del mundo en filosofía.

En cuanto a la creación de un clima filosófico en América, basta consignar su labor en el Colegio Libre de Estudios Superiores, durante más de veinte años, su inmensa tarea de comunicación, orientación e intercambio con los mejores publicistas de filosofía, de aliento para todos los aficionados, la fundación de la revista Realidad, que recuerda la Revista de Occidente, y su fecunda dirección de la Biblioteca Filosófica, de la Editorial Losada, de Buenos Aires, una de las mejores de Hispanoamérica, que ha publicado grandes obras de pensadores clásicos y de autores contemporáneos.

Como filósofo, Francisco Romero deja su Teoría del hombre, obra que perdurará, porque es una cima de la antropología filosófica actual; su Lógica, llena de interés y valor por sus puntos de vista originales; su Historia de la filosofía moderna, donde brillan sus admirables dotes de historiador de las ideas y su profundo conocimiento de los pensadores estudiados; Papeles para una filosofía, en que germinan las ideas que luego desarrolla en su Teoría del hombre, de la cual es un importante antecedente. Y varios tomos de ensayos filosóficos de elevado rango. Es un dolor inmenso que haya dejado inconclusos los libros aludidos, que hubieran sido tal vez la coronación de su obra.

Como ciudadano, su amor a la libertad, no sólo a la suya, sino a la de los demás argentinos, le obligó, en la lucha contra la tiranía peronista, a renunciar a su cátedra de la Universidad de Buenos Aires, afrontando con ello valerosamente la prisión y la persecución económica, que dificultaron considerablemente su vida y su hogar. Su mente penetrante se abre paso con la mayor soltura a través del boscaje de las múltiples ideas contrapuestas. En sus libros se desarrollan las ideas, no conforme a reglas de una lógica seca, sino según leyes de una lógica viva. Capta y sintetiza con entero acierto el aspecto histórico de las ideas filosóficas, la situación vital en que brotaron y las consecuencias sociales que produjeron. En los trabajos que dedica al positivismo, al cual combate enérgicamente, indagando sus errores y sus aciertos, enfoca el problema de su valor, en su situación, con gran agudeza.

Es enemigo de todo dogmatismo, frente al cual esgrime su derecho a la duda, que es a mi entender el fundamento de la libertad del espíritu. En sus meditaciones no desdeña del todo ninguna filosofía: cala hasta el fondo las insuficiencias, los errores y los logros de cada una. Su fina lupa analítica discrimina muy bien lo aceptable y lo inaceptable de cada sistema. Y muchas veces sabe llegar a síntesis luminosas en las que laten los principios supremos. Produce la impresión de que cuando escribe está elaborando las cuestiones, pues sus ensayos parecen conservar el estremecimiento y el calor de las creaciones recientes. Es que está repensando los temas y al repensarlos infunde en ellos nueva vida. Ataca los problemas no de modo frontal, sino en veces sucesivas y como en espiral, obedeciendo a un ritmo de maduración de las ideas en su mente. Siempre fundamenta, desarrolla y articula los conceptos de manera esencial e interna en cada trabajo suyo. En su obra podemos distinguir dos etapas: la primera cronológicamente, y la segunda, que se inicia con Teoría del hombre. En los libros de la primera etapa, en los que no se propone ser sistemático, atento sólo al ahondamiento en los problemas mismos, según la consigna de Nicolai Hartmann, palpita un pensamiento rico y hondo que se esfuerza con sereno entusiasmo por captar la verdad.

Ferrater Mora ha escrito que el estilo filosófico de Romero es un ejemplo del mejor “humanismo”. ¿Qué es el humanismo para el pensador desaparecido? He aquí sus palabras densas: “Dignificar definitivamente lo humano, ponerlo en el centro de las concepciones teóricas, de las intenciones ideales y de los designios prácticos.” Romero considera como un hecho el humanismo de la metafísica contemporánea, pues, según él, “casi todos los grandes metafísicos actuales ven en el hombre la cumbre del proceso cósmico, el ápice de toda la realidad; pero no solamente como su escalón más elevado… sino atribuyéndole una significación muy especial, un papel y sentido incomparable a los demás entes”.

Su profundo humanismo tiene sus raíces en su metafísica. Pero a la vez su vuelo alcanza gran altura y su visión es muy amplia. Para el maestro hispanoargentino, quedarse en lo estrictamente humano “no basta al humanista integral y pleno, porque lo propio del hombre es ser foco a partir del cual todo se contempla y enjuicia y cuya luz todo lo ilumina con propio fulgor y a todo confiere sentido”. Y sintetiza afirmando que el humanismo “atiende a la suma del hombre y de todo lo demás con un especial destaque del hombre como testigo, cima y polo de cuanto existe”. Ese humanismo radical encarna no sólo en la concepción que tiene nuestro pensador de la libertad y en su doctrina filosófica de la persona, sino que de manera fundamental arraiga en su antropología filosófica y en su doctrina de la realidad, desarrolladas en su Teoría del hombre.

Sartre rechaza por absurdo el humanismo entendido según la teoría que toma al hombre como fin y como valor superior, y añade que el existencialismo no tomará al hombre como fin porque el hombre es siempre un quehacer. Y, en cambio, defiende el humanismo en el sentido de que el hombre está constantemente fuera de sí mismo, proyectándose y persiguiendo fines trascendentes. Entiende el filósofo francés la trascendencia como un salir fuera de sí, y la subjetividad consiste en que el hombre no está encerrado en sí mismo, sino presente en un universo humano. Es humanismo porque el hombre no tiene otro legislador que él mismo, y porque no es volviendo hacia sí, sino siempre buscando fuera de sí un fin, como el hombre se realiza precisamente como humano. El humanismo de Sartre evidencia su ínfimo vuelo, su radical insuficiencia. ¿Acaso el hombre es sólo un quehacer, como opina el pensador francés? Y lo que el hombre se hace, ¿no rebasa el mero quehacer? La existencia, que precede a la esencia, ¿no implica acaso también cierta esencia? Reducir el hombre a mero quehacer significa, a mi juicio, arrancarlo de sí mismo, cosificarlo, en suma, deshumanizarlo. Romero ha escrito los profundos pensamientos siguientes. “La desvalorización de la persona en nombre del 'rendimiento' es típica de la última etapa… El hombre tiene su dignidad y valor en sí mismo; de ninguna manera es en primer término y por esencial definición una máquina de producir cosas, así sean éstas las más deslumbrantes realizaciones de la inteligencia. El alma alcanza su jerarquía máxima al asumir su específico destino de ser conciencia y juez del mundo, espejo en que la realidad se reproduce y sustentáculo y agente de la norma; al convertirse en el sentido de una realidad que acaso carece de sentido hasta el hombre, o quizás desde sus primeros pasos, va en demanda del sentido que en el hombre encarna.” Y concluye que “cuando el hombre se trasmuta en mera tarea… renuncia a lo que hay en él de más fundamental”.

El humanismo del maestro argentino muestra así su elevación y su profunda raigambre, y resiste con evidente superioridad el cotejo con el humanismo existencialista de Sartre, que no sólo no supone ningún progreso histórico filosófico, sino que, por el contrario, significa un acentuado retroceso respecto de la ética kantiana, para la cual el hombre es un fin y no un medio. Sartre descuaja al hombre de sí mismo y lo instala en un universo humano, donde no existe ningún vínculo social y ético que pueda ligar a cada hombre con los demás. El humanismo de Heidegger culmina en esta frase: “El hombre es el guardián del Ser y el vecino del Ser.” Si este gran pensador no ha podido llegar a ninguna indagación rigurosa sobre el Ser, a pesar de todo su esfuerzo y de su talento, quiere esto decir que su noción de la esencia del hombre queda en el aire. Además, al pensador alemán le interesa mucho más el Ser que el hombre mismo. Intenta ver al hombre en función del Ser y no a la inversa. Su humanismo es un patente fracaso.

La filosofía de Romero es hija de una amplia experiencia del mundo y de la vida, que le ha puesto en contacto con lo real y elaborada luego con fiel sujeción a esa experiencia. El pensador argentino ha sabido ser fiel a sí mismo y a las cosas. Ha inyectado su espíritu en su filosofía, donde los principios no pierden nunca la orientación hacia la realidad trascendente, aunque se elevan siempre por encima de las cosas. Ha sido el hombre Romero quien ha creado su filosofía, que así resulta algo vivo, en constante anhelo de superación; pero él ha vivido a la vez su filosofía, con lo cual entre el filósofo y su obra se establece una como corriente que vitaliza a la obra y universaliza al autor. La filosofía de Romero ha sido la teoría de su vida, y su vida ha sido la realización de su filosofía.

Para Romero, la persona es el individuo espiritual. No es sustancia, no es un ente del que los actos sean la manifestación o la consecuencia, sino que es actividad, actualidad pura. “La persona se determina por principios, por puros valores.” Con la actitud personal, “el hombre supera su objetividad empírica y se adscribe a un orden que lo trascienda…”. La persona es espíritu en cuanto estructura viva y unitaria. Según nuestro pensador, el universo está al servicio del espíritu, el cual logra imponer su orden al mundo. Para él, “la estructura agrega algo que no estaba patente en las partes, pero que tiene su fundamento o raíz en ellas”. Estaba en las partes como potencia o capacidad. Las partes se trascienden en cierto modo al componer estructura. El concepto de estructura implica, pues, el de trascendencia, que es la raíz de la metafísica del pensador argentino, según el cual, “la inmanencia es encierro en el recinto de la propia y particular realidad”. Por el contrario, “el trascender es siempre un ir fuera de sí, un derramarse y ponerse a lo otro, pero ha de mantenerse el centro que trasciende”.

Una de las ideas capitales en Romero es la de intencionalidad. Para el ilustre pensador, “es propio del hombre el percibir objetos… El hombre es, en primer término, una conciencia intencional”. A su vez es objeto “cuanto cae bajo la mirada cognoscitiva, cuanto aprehende el sujeto”. Identifica intencionalidad y conciencia. La conciencia duplica la realidad, porque aunque la deja intacta, “se apodera de ella en términos de conocimiento e instala en el sujeto esta versión, con la cual se enriquece el sujeto”. Así, “parece como si toda la realidad creciera, al ser ahora cada cosa ella misma como antes y además su reflejo o duplicado en los recintos subjetivos”. En tal doctrina lo fundante para el hombre es la conciencia intencional y a eso llama el autor su intelectualismo. Para Romero la primera noticia que tenemos del objeto es intelectual. Para Heidegger es el estado de ánimo lo que nos abre al mundo. Para Scheler, el valor del objeto es el primer mensajero de su peculiar naturaleza. Aunque el problema no esté resuelto, acaso Romero se aproxime más a su solución.

Encuentra Romero en la realidad cuatro planos u órdenes: el inorgánico, la vida, el psiquismo intencional y el espíritu. Lo que cardinalmente preocupó al maestro fue indagar el crecimiento de la trascendencia desde el plano inferior, que es el inorgánico, hasta el superior, que es el espíritu en el cual alcanza el trascender su más alto grado, porque en el sujeto espiritual, “el ímpetu animador de la realidad logra así su triunfo y funciona con total autonomía”. ¿Qué relación existe entre los cuatro planos de la realidad? Sostiene el ilustre pensador que “a partir de la vida cada uno de los citados tres órdenes asienta en el inferior y lo coloniza, lo toma como materia, a la que impone forma y legalidad nuevas”. Y añade que “el escalón colonizado agrega a su primitivo funcionamiento el que le imprime la entidad colonizante”. Concibe Romero toda la realidad como esencialmente trabada o complicada, pues además de fundir momentos reales, ideales y de valor, encuentra en ella la dependencia citada, en virtud de la cual cada plano subordina así al inferior y por ello el espíritu somete a su legalidad a la naturaleza.

Las diferencias entre N. Hartmann y Romero respecto de los planos de la realidad, evidencian que si el último ha podido caminar un momento en compañía del primero, después ha sabido ir solo hacia una meta propia y original. El papel que juega la transcendencia en la relación que según Romero existe entre los estratos de la realidad, confiere a su doctrina ontológica una indudable originalidad frente a la de Hartmann. Culmina la doctrina romeriana en la tesis de que en el sujeto espiritual se cumple la trascendencia absoluta. “Este funcionamiento consiste en extenderse sin ataduras ni coacciones sobre el conjunto, en volverse especialmente sobre sí mismo, en cuanto principio informador de la realidad, en aprehenderse cognoscitivamente y en hacerse éticamente solidario consigo mismo.” En esa doctrina, las relaciones entre los estratos están regidas por la trascendencia, que es el ímpetu animador de toda la realidad.

Al preguntar la antropología filosófica cuál es el lugar y la significación del hombre en el universo, evidentemente no se puede contestar esta pregunta sin antes haber contestado la de qué es la realidad. Por esto Romero, al plantearse el problema del hombre, tiene que haber resuelto el problema metafísico de la realidad, o por lo menos poseer una teoría de la realidad. Su obra Teoría de la realidad lo confirma abundantemente. Y en efecto, hay en ese libro una antropología filosófica que se fundamenta en una metafísica de amplio vuelo.

Sostiene Romero “que el acto espiritual se proyecta hacia el objeto y se queda allí”. Las notas del espíritu son para el pensador argentino: la objetividad absoluta, la universalidad, la libertad, la responsabilidad, la absoluta trascendencia y la historicidad. En su pensamiento, la dualidad “es el hecho constituyente del hombre pleno”.

Entre la antropología filosófica de Romero y la de Max Scheler hay sin duda notas comunes, pero también profundas diferencias. Ante todo, en Scheler falta la capa intencional, en la cual Romero asienta el espíritu, derivando el maestro argentino de esa estructura la dualidad en el hombre, que nace del antagonismo entre la naturalidad de la capa intencional y la objetividad del espíritu. Así como en Scheler del fondo último de la realidad brotarían directamente la rama espiritual y la rama psicofísica, en Romero, el espíritu sería como el más elevado ramaje del tronco por donde la trascendencia asciende.

La impotencia del espíritu en Scheler se contrapone claramente a la tesis de Romero en ese respecto. Mientras en Scheler el espíritu idea la vida y la vida realiza el espíritu, en Francisco Romero el espíritu es orden y acuerdo que controla la vida y la intencionalidad, y ese control significa mucho más que idearlas: aprovecharlas y someterlas. En Scheler el hombre es sólo un centro parcial del espíritu y del impulso del Ser existente por sí, y por tanto, se concibe al hombre como relativo a ese Ser; y en Romero el espíritu es trascendencia absoluta. La autonomía del espíritu tiene en Scheler un límite personal que no existe en la doctrina de Romero. García Bacca ha visto con finura que en la antropología filosófica de Scheler el espíritu funciona tanto mejor cuanto menos se entregue a la realidad. En cambio, según Romero, el espíritu, como ápice de la realidad, es el reencuentro de la realidad consigo misma. El maestro argentino sistematiza y afina más que Scheler en varios problemas de antropología filosófica.