Germán Arciniegas
¿Hacia una organización de Estados latinoamericanos?
Al suspenderse Cuadernos, en cuyas páginas he procurado que aliente un solo espíritu, el de la integración de la América Latina, y donde se ha agrupado en estos tres años el mayor número de escritores libres de nuestro continente, sólo me resta decir por qué encuentro inaplazable esa integración cuyo ideal seguiré sirviendo con la misma devoción con que he dirigido esta revista. El tema, que es el de nuestro tiempo, no es nuevo. De él viene hablándose desde hace más de cuarenta años. Pero cuando entonces se esbozó un plan semejante, lo mismo en los tiempos de Rodó que de Vasconcelos, era apenas una anticipación idealista al sistema de agrupamientos regionales que hoy es solución económica y política universal, buscada afanosamente lo mismo por los europeos que por los africanos. En todas partes se ha llegado a la conclusión de que una nación solitaria, así sea tan fuerte como Alemania, tan antigua como Francia, o tantas veces centenaria como Italia, queda a merced de los grandes bloques en que se han integrado, primero los Estados Unidos, y en época más reciente Rusia. La experiencia ha demostrado, a cuantos tienen los ojos abiertos para ver, que de nada sirve una orgullosa independencia –hoy provinciana– cuando en el resto del globo se están formando nuevos continentes. Inventaron los americanos del Norte, en 1782, el mercado común como punto de partida al crear su república federal, y así han podido agrupar en siglo y medio cincuenta Estados cuyo creciente poder les ha permitido salvar a Europa en dos ocasiones. Siguiendo este ejemplo, los rusos montaron su mercado común al proclamar en 1918 la república de los soviets, y hoy andan ya camino de la luna. Tan evidentes han sido estos resultados, que ahora Europa llega hasta el extremo de integrar los términos opuestos tradicionales –Francia y Alemania– en un esfuerzo casi heroico por formar su bloque y crear su continente.
Estos tres continentes –el norteamericano, el soviético y el europeo– forman el esplendoroso hemisferio septentrional que mira, como siempre, lo que queda a su sombra, bajo su manto, como un futuro campo de aprovechamiento: son las naciones del cuarto o quinto mundo, nueva imagen de un imperio colonial metamorfoseado. Dentro de este esquema, el desenvolvimiento de la producción consistiría en que las materias primas se produzcan en el hemisferio austral, se elaboren en el Norte industrial, y tornen al Sur en forma de automóviles y radios. La dureza del sistema, y lo que ha puesto en alerta a las naciones en vía de desarrollo, consiste en que bajan los precios del café, los bananos, el cacao, el cobre, el estaño o el petróleo, y suben los de los productos que fabrica el hemisferio industrial. De otra parte, estaba la distribución de las zonas de influencia. África para Europa, Asia para Rusia, América Latina para Estados Unidos. En esto iba repitiéndose la historia del papa Alejandro VI, cuando fijó un meridiano [6] para repartir las tierras que iban a descubrirse, reservando todo lo que quedaba de un lado para Portugal y lo que quedaba del otro para España.
Fue muy claro, en principio, el propósito de los europeos de hacer una repartición semejante. De esto, lo que se veía más claro era lo referente a la América Latina. Hasta hace muy poco existían dos circunstancias confusamente conocidas, pero en todo caso aceptadas por los europeos, que les cohibían para disputar a los Estados Unidos la tutela del hemisferio occidental: la doctrina Monroe y la Organización de Estados Americanos. Ciertamente, la doctrina Monroe no existe. Fue sólo una declaración exclusiva de los Estados Unidos, que se impuso por las reiteradas declaraciones de sus presidentes. América Latina la aprovechó a medias, porque alejó de sus mares a las armadas europeas que tenían la costumbre de presentarse amenazantes, como cobradores de deudas más o menos fantásticas. Al firmarse, primero el tratado de Rio Janeiro y luego la carta de Bogotá –dos documentos aprobados con toda solemnidad por el gobierno y el congreso de los Estados Unidos–, la doctrina Monroe pasó a ser reliquia de la arqueología diplomática. De esto los europeos no se han enterado bien, al menos en el sector periodístico. Podría disculparles la circunstancia de que el mismo Presidente Eisenhower, en un lamentable momento de olvido, o en varios, volvió a invocarla. La Organización de Estados Americanos, en cambio, era algo vivo, vigente, indiscutible. Era el primer ejemplo que se daba al mundo de una vasta organización regional, en que veinte repúblicas, con más de siglo y medio de independencia, aceptaban ciertas normas que favorecían su desarrollo democrático y hacían imposible entre ellas la guerra. Su acción moderadora, en este sentido, tiene una hoja de servicios más feliz que la de las propias Naciones Unidas. Los Estados Unidos, rindiéndose a aceptar los principios de igualdad consagrados en esos documentos, aun descontado el interés que pudieran tener, dieron un ejemplo de moral indiscutible, y no sería exagerado decir que de todos los tratados que ha firmando la nación del Norte, esos tuvieron un carácter excepcional. Por su amplitud estaban a la altura de los que dieron fin a las guerras del 14 y del 39, y por las circunstancias en que se firmó la carta de Bogotá, nacida de un coloquio pacífico, su mérito es mayor, y consagraba una nivelación democrática sin precedentes. Si de algo podía enorgullecerse la nación norteamericana era de haber llegado a semejante compromiso.
Europa ha visto, como el resto del mundo, que todo eso se derrumbó en unas horas cuando el Presidente Johnson desconoció la carta de Bogotá y decretó el desembarco de marinos en Santo Domingo, retrocediendo a la tradición peor de su país. La precipitación de ese acto se hizo con olvido de un artículo terminante de la carta que dice «Toda agresión de un Estado contra la integridad o la inviolabilidad del territorio o contra la soberanía o la independencia política de un Estado americano, será considerada como un acto de agresión contra los demás Estados americanos.» El no haber aprovechado los Estados Unidos la coyuntura de Santo Domingo para consolidar la organización regional puso de manifiesto que la carta de Bogotá quedaba inerme. Un simple cambio en las vigorosas personalidades que se turnan en la presidencia de Washington imprime automáticamente a la organización un espíritu diferente. Basta repasar los nombres –Roosevelt, Truman, Eisenhower, Kennedy, Johnson– para ver que con ellos puede hacerse una línea de ascensos y descensos como en los gráficos de las estadísticas, o en los cuadros de fiebre de los hospitales.
La actitud del Presidente Johnson fue una inesperada revelación para ciertos medios de Europa, que súbitamente vieron la oportunidad de avanzar sobre las cenizas de la Organización de Estados Americanos. Cuando menos, Francia y Rusia reclamaron el derecho de las Naciones Unidas para servir de árbitro en las disputas interamericanas, con lo cual cada una de nuestras repúblicas pasa a ser una carta en la baraja que se usa para el juego de la guerra fría.
En realidad, hay algo falso en la Organización de Estados Americanos que no permite considerarla exactamente como liga regional. La región, verdaderamente, es [7] la América Latina, donde existe un común denominador económico, social, histórico, lingüístico, humano... como es región la Organización de los Estados de la América del Norte. La intervención sorpresiva del Presidente Johnson en Santo Domingo volatilizó la antigua Unión Panamericana, y el nuevo grito acuñado prácticamente por los rusos, «¡OEA no! ¡ONU sí!», entendido en su más profundo significado «¡Organización de Estados Americanos no! ¡Naciones Unidas sí!», es el más claro rechazo a las organizaciones regionales en favor de los imperios dominantes. Rusia y Francia, particularmente, han querido beneficiarse de la nueva situación para protocolizar la muerte del estatuto regional y entrar como árbitros en el caso de Santo Domingo. Para los latinoamericanos el problema es muy claro. Si su desintegración es un hecho cumplido, habrá veinte nuevos escenarios en donde podrá representarse el drama de la guerra fría entre los Estados Unidos y Rusia. Así, nuestras veletas quedarán a merced de la violencia de los huracanes antillanos.
Rusia y China piensan ahora, con la carta de Cuba entre sus manos, que si los Estados Unidos están presentes en Asia ellas pueden estar presentes en América. Y el general de Gaulle puede imaginar en hacer una figura de libertador, para aliviar a los latinoamericanos del yugo yanqui. Frente a todas estas ideas, que ya están pasando por la mente de orientales y occidentales, los latinoamericanos se encuentran con su liga deshecha y sin centinela a la puerta. En el siglo pasado la doctrina Monroe nos defendía de Europa, no hay que negarlo, pero, como ha dicho Lleras Camargo, «las repúblicas latinoamericanas quedaron a merced del Estado protector, que no parecía mostrar menos interés en la creación de un imperio que las monarquías europeas. Sucesivos actos de fuerza ejecutados por los Estados Unidos, a algunos de los cuales deben su conformación geográfica presente, demostraron las tremendas posibilidades del nuevo imperialismo y la dificultad de hacerle frente».
Hay dos países latinoamericanos desligados del destino común, uno comprendido dentro de la órbita de los Estados Unidos, y el otro dentro de la rusa: Puerto Rico y Cuba. El caso de Puerto Rico obedece a viejas circunstancias históricas; el de Cuba, a la libre voluntad de los dos caudillos de la revolución, Castro y Guevara. Las dos realidades hay que observarlas con honesta objetividad.
Como «Estado Libre Asociado», Puerto Rico ha logrado la más rápida industrialización, tiene un índice de riqueza por habitante, que supera al de todas nuestras repúblicas, sus libertades individuales no sufren eclipses que puedan compararse con los del resto de las Antillas o del continente lusohispanoindígena, su Universidad es un lujo, pero no es un Estado independiente con bandera en la plaza de las Naciones Unidas de Nueva York.
Cuba se desprendió del cuerpo de los Estados Americanos desde antes de la conferencia de cancilleres: a la semana de entrar en La Habana, Castro declaró que no aceptaba el tratado de Rio Janeiro. Vinculó su economía, la dirección técnica de su vida administrativa y su política a Rusia, en forma tan estrecha como jamás ningún otro país de la América Latina lo hubiera aceptado. Esto le ha permitido, además de la socialización de los medios de producción y de las propiedades urbanas y rurales, disponer de un presupuesto holgado para hacer muchas obras sociales y educativas. El control de la opinión pública se ejerce sin reservas sobre todos los medios de expresión –reuniones públicas, prensa, libros, radio, televisión, cine, teatro, cátedra, escuelas...– y cualquier desviación de la política que señala e impone el gobierno militar se castiga en la forma que todos sabemos. Es el más militarizado de los Estados Americanos. En abierta oposición a la doctrina mexicana de Estrada, que consagra el principio de no intervenir en los asuntos internos de los otros países, Cuba reclama su derecho de intervenir en todos los demás. En la literatura oficial, Cuba se declara «el primer territorio libre de América».
¿Han sabido aprovechar los demás el instrumento que les ofrecía la Organización de Estados Americanos? Definitivamente, no. Cuando el Presidente Eisenhower invocó la doctrina Monroe, no hubo una representación latinoamericana de protesta. [8] Cuando Venezuela llevó su caso a la reunión de cancilleres por la participación de Cuba en los movimientos terroristas, asunto rigurosamente relacionado con su seguridad interna y con la vida misma del Presidente Betancourt, se dejó correr por toda la prensa del mundo la voz de que la cancillería venezolana obraba como agencia de Washington. Quedaba así como sospechoso, aun para la defensa interna de los Estados, el instrumento que por primera vez en la historia del hemisferio nos daba fuerza suficiente para nivelar las relaciones con los Estados Unidos. De algunos años a esta parte viene presentándose por doquiera un fenómeno de que comenzamos también a ser víctimas: el rumor de la propaganda organizada tiene tal fuerza que todos tratan de ponerse a tono con ese ruido, espantados ante la idea de quedar como voces discordantes.
La prensa europea –e insisto sobre la prensa, porque la prensa es el ruido– aprovecha estos antecedentes para ignorar la independencia de los Estados latinoamericanos. En realidad, si la independencia en el sentido moral de la palabra la subraya el Estado mismo que tiene conciencia de ser independiente, a los nuestros les ha hecho falta, en mil oportunidades, ese mínimo de arrogancia que hace que las cosas respetables sean respetadas. La realidad no es exactamente esa que aparece retratada en los periódicos. La misma dependencia económica de los Estados Unidos quizás no ha sido nunca tan grande en la América Latina como en Europa después de las dos guerras. Puede ocurrir que en ciertos casos, países aislados latinoamericanos muestren la firmeza necesaria para expresarse frente a los Estados Unidos con sencilla certeza de paridad internacional. Pero la suma es débil, y el concepto regional blando. Por eso la imagen de una América Latina dirigida por Washington es parte de la literatura que se difunde en Europa para mostrarla como una región de borrosos contornos, propicia a un nuevo e imprevisto campo de expansión política.
Para aumentar la confusión, un guerrillero comunista internacional, de imaginación privilegiada, Che Guevara, encendió una luz que aclaró el camino a los europeos sin una idea exacta de lo que era la América Latina. Lanzó su famosa idea de que el nuevo Viet Nam estaba allí. Europa sabe muy bien lo que es Viet Nam y encontró esa imagen de asimilación mucho más fácil. La prensa hizo coro a la nueva fórmula, y desde Sartre hasta el jefe comunista de Noruega, todos los interesados repitieron lo del nuevo Viet Nam. En Argelia, bajo Ben Bella, Guevara pidió armas y dinero para los guerrilleros del nuevo Viet Nam y fue oído.
Así, dentro de una situación que nosotros mismos hemos contribuido a deteriorar, algunos teorizantes de matices diversos han pensado incrustar en bloque a la América Latina dentro de otra órbita: la del Tercer Mundo. Ya he dicho antes que en realidad ese mundo o continente no es el tercero, sino el cuarto, aceptando la presencia de Europa como un nuevo continente. Pero la expresión de Tercer Mundo, que ya Perón había descubierto en la Argentina cuando quería formarlo hablando de la «Tercera Posición», quedó consagrada en la reunión de Bandung, en 1955, cuando 29 países de Asia y África declararon que en ese día «nacía un tercer mundo». Los europeos han considerado que la fecha en cuestión tiene tanto valor histórico como el día de la conferencia de Yalta, que partió la tierra en dos hemisferios políticos, con un polo en Washington y otro en Moscú. Como ocurre siempre que se anuncia un nuevo mundo, lo de Bandung impresionó. Sus términos eran preciosos. Se trataba de los pueblos amarillos, negros y morenos –afroasiáticos–, que partiendo de la base de una independencia todavía fresca o por lograrse tenían condiciones básicas muy semejantes desde el punto de sus recientes experiencias coloniales, de sus economías y de sus culturas no occidentales.
Arrastrar a la América Latina para engrosar el mundo de Bandung es olvidar muchas cosas que cuentan. Al formidable aporte indígena y al negro ya asimilados, hay que agregar que hemos absorbido una cantidad de sangre europea tan grande que a veces parecemos blancos. Hay ciudades en la América Latina en donde el número [9] de habitantes que llevan sangre italiana, española o portuguesa supera al de las ciudades de Italia, España o Portugal. Los blancos de América son de otra manera, pero son blancos. Llevamos cinco siglos hablando dos lenguas europeas que han tenido más difusión en América que en Europa. Hemos elaborado toda nuestra idea del derecho y de la insurrección, del cristianismo y de la filosofía, de la libertad, de la democracia, de la justicia social, del arte, con una cantidad muy apreciable de elementos europeos. Podemos sin esfuerzo dialogar, discutir con los europeos, porque tenemos muchos puntos de contacto en los orígenes. Se nos clasifica como una parte de la cultura de Occidente, y no parece una herejía; pero no es fácil decir que somos de una cultura oriental. Hay en la América Latina once ciudades que pasan de un millón de habitantes que si a algo se asemejan es a las ciudades europeas, y miles de aldeas en donde la campana de la iglesia se oye como en las de España, Italia o Francia. Llevamos siglo y medio de haber descubierto la fórmula de la independencia, de haberla aplicado a la revolución y de haber triunfado con ella. ¿Es este el caso de África? ¿Es el de Indochina? ¿No es significativo que al buscarse ahora una base para el derecho en el África, sea indispensable, en algunas de las nuevas repúblicas, introducir la noción de tribu como aspecto íntimo de la vida política y social?
Muchas son las circunstancias comunes que se oponen al desarrollo de todos los países de las tres Aes –Asia, África, América Latina–, entre otras razones porque el permanecer en la vía lenta del desarrollo se debe a que los países monstruosamente desarrollados han impuesto sus condiciones para retardar la marcha de los otros. Todos, en el camino del desarrollo lento, obedecemos al precio: el precio que fijan las naciones industrializadas a cuanto producen los demás. Es esta una especie de imperialismo que nos contiene a todos. Pero si en esto los obstáculos son parecidos, en los demás las diferencias son grandes, y si el continente afroasiático es un cuarto mundo, a la América Latina está reservada la suerte el quinto, que por cierto está por descubrir.
Hoy se están fabricando en la América Latina unos trescientos mil automóviles al año, y desde los zapatos hasta la corbata, desde la batería de cocina hasta los muebles del baño y de la sala, se hacen en nuestros países. Cuando se construye uno de los diques más grandes del mundo, tenemos ingenieros que lo hacen; cuando se rehace una ciudad o se monta un fábrica, tenemos los arquitectos, los constructores propios. No todo es ideal, pero sí pasadero. Algo cuenta la experiencia. Sobre estas bases, acelerar el proceso en América Latina no es como en la India o el Congo. Por grandes que sean las similitudes, no son menos notorias las diferencias.
La Organización de Estados Unidos, paradójicamente, ha sido un obstáculo para que exista una clara idea regional de la América Latina. Dentro de su seno se mueven dos regiones a dos niveles muy distintos: la de los Estados Unidos y la de la América Latina. Son dos continentes en que cada uno tiene sus problemas, sus responsabilidades, su común denominador. Ya esto lo anunció clarividentemente José Martí. Los Estados Unidos son un hermano demasiado desarrollado, rico, poderoso, para que dentro del mismo ámbito nos sintamos cómodos e iguales. Para los Estados Unidos los latinoamericanos son un estorbo que les resta agilidad para moverse, y así lo ha expresado el Presidente Johnson con una elocuencia que no puede ser más grande. Para los latinoamericanos, el palacio de la antigua Unión Panamericana hace olvidar la íntima solidaridad que imponen las circunstancias que son el común denominador que los nivela.
Una solución lógica y posible sería la de liquidar la Organización actual y crear la Organización de Estados Latinoamericanos, tomando la misma base de la carta de Bogotá, con las mismas afirmaciones democráticas y las mismas normas para congelar las guerras, pero creando un ideal nuevo, coherente, auténtico, regional. Lo que le da fuerza y combatividad a las otras ligas que van formándose en otras latitudes es la perfecta unidad de su destino, la similitud de sus componentes. Desintegrada, América Latina es una abstracción imaginaria, un cuerpo fantasma. Pero sí así como se han creado otros continentes o [10] mundos en los últimos años creamos el nuestro, se facilitará el diálogo con Europa, con Rusia, con el Tercer Mundo, con el Canadá, y, desde luego, con los Estados Unidos, en forma más abierta que en la actual Organización de Estados Americanos. Será un diálogo en que nosotros nos presentemos en bloque y no como Estados desunidos, disminuidos en pequeñas rivalidades, con una subconciencia de inferioridad, y en el mejor de los casos con arrogancias postizas.
Hay dos de los nuevos continentes con los cuales tenemos vínculos históricos: uno es Europa. Con éste los antecedentes son siglos, forman parte de nuestros pecados originales y de nuestras utopías. Luego, está la vasta corriente de ideas del siglo XIX y del XX que fecundaron en nuestro territorio. El otro continente son los Estados Unidos, a quienes nos une el ser las primeras repúblicas de los tiempos modernos, las primeras democracias, los primeros países que se independizaron, y el estar dentro de la misma casa, el conocernos por bien y por mal, el tener las mayores relaciones comerciales. Con su pueblo nos entendemos mejor, a pesar de las diferencias de lengua. No hay otro continente de la tierra que nos vaya a ofrecer, por ejemplo, lo que Kennedy, no sólo como abierto deseo de impulsarnos por las vías del progreso, sino como comprensión humana, generosa y sin reservas. Todo nos mueve a estar cerca de los Estados Unidos, menos la seguridad en la igualdad del trato.
Las aproximaciones a Europa son de otro orden. Con la Europa latina el diálogo es más fácil. Europa toda, antes de las guerras fue nuestro mercado por excelencia. Un mercado que ahora, difícilmente, tratamos de reconquistar. Europa se ha creado otras relaciones. Sus ambiciones se distraen con el espejismo africano. Queda abierta, con todo, una ancha vía de posibilidades en el campo de la cultura, de la asistencia técnica, de la participación de las empresas privadas en nuestros planes de desarrollo. Pero no hay que equivocarse sobre las limitaciones que dificultan este acercamiento ideal. La última exposición hecha ante el parlamento francés sobre ayuda a los países subdesarrollados destaca en forma impresionante cómo en casi su totalidad esa ayuda se dirige al África. La necesidad para Francia de crear nuevos vínculos con las antiguas colonias, la defensa de los capitales e intereses franceses en África, imponen esa política. El general de Gaulle, haciendo el más vasto recorrido que ningún jefe de Estado de Europa haya intentado por la América Latina, no puede dar más de lo que estas circunstancias le imponen. México, que ha sido el primer país hacia el cual se han vuelto los ojos de Francia, y que hubiera sido el más favorecido dentro de la nueva política, a tiempo que sólo por el turismo americano recibe tres millones y medio de dólares al día, frente a Francia se encuentra en una situación de déficit. Eduardo Villaseñor decía en estos días en un gran banquete con que se le agasajó en París: «No hay que perder de vista que para la mayor parte de los productos mexicanos, la penetración del mercado francés se ha hecho casi imposible, de una parte a causa del régimen de tarifas preferenciales de que se benefician los países del mercado común, y de otra por la exclusividad acordada a muchos productos similares provenientes de los territorios de ultramar. Nuestra balanza con Francia está en déficit crónico. Esto es normal por razón de las crecientes necesidades de México en material de equipo. Nuestro país trata de llegar a la mayor edad industrial tan rápidamente como le sea posible a fin de dejar de depender casi exclusivamente de las fluctuaciones de las materias primas exportables y de reducir la salida de divisas que significa la compra de una cantidad de productos manufacturados que en cantidades crecientes vamos capacitándonos para fabricar nosotros mismos. Si Francia, pues, quiere tener un mejor puesto entre los grandes proveedores de México, tendrá que hacer cierto esfuerzo acelerado no sólo para que los productos franceses sean más accesibles, sino para favorecer –dentro de la igualdad y la competencia de los precios– la compra, por parte de Francia, de productos que aquí se importan y que no compra de México sino en cantidades mínimas, por no decir nulas.»
Hacia la integración de la América Latina vamos moviéndonos, y no es poco lo [11] que en este sentido se ha avanzado en los últimos dos o tres años. Una integración económica, una integración de mercado común, una integración sindical. Sobre esa base puede darse el paso decisivo para que podamos anunciar, como los asiáticos y africanos en Bandung, la aparición de otro continente. Eso nos permitiría no sólo llegar al diálogo abierto con los otros cuatro, sino tomar más cuerpo en las Naciones Unidas, en la Unesco, en la F.A.O., en el mercado común europeo y donde quiera que exista una sociedad internacional. Un diálogo en que lo auténtico sea nuestra propia voz. No hay nada más peligroso sino que la interpretación de América Latina quede a cargo de los «expertos» –que brotan ahora en Europa como hongos– y cuyo conocimiento superficial contribuye a hacer más borrosas nuestras fronteras.
Todos los continentes ya formados muestran un creciente interés por América Latina. En algunos de ellos lo que hay como antecedente es una ignorancia sólida, sin restricciones ni esperanza. En esos, una rectificación apresurada, tendrá siempre el valor de la improvisación en el conocimiento. El exceso de demostraciones que nos llegan de quienes han estado más lejos de nosotros que de la luna, sólo tiene el valor de un cálculo político, apresurado. Historia de relaciones verdaderas sólo la tenemos con Europa y los Estados Unidos. Todo el cuadro que descarnadamente he presentado en las páginas anteriores, sería falso si tuviera el propósito de desconocer un bien oculto que tenemos en nuestro favor. Es la obra de más de un siglo llevada a cabo por los estudiosos, por los hombres de letras, por los artistas, por los científicos, por los americanistas que han formado en todas partes selectas corrientes de opinión, colegios de amigos. Para todos ellos las versiones corrientes y absurdas que circulan sobre la América Latina resultan tan fastidiosas y extrañas como para nosotros. Dentro del mismo mundo oficial no todo es cálculo político, sino que también hay cordial aproximación. De las deformaciones de los volareporteros la víctima es todo el mundo, y no nosotros solos.
La aparición de nuestra América como el Nuevo Mundo, proeza que no será menor que la del siglo XVI, regocijará a todos: lo mismo en los Estados Unidos que en Europa, y hasta en los continentes comunistas y en las regiones afroasiáticas, porque se encontrará una tierra y un hombre nuevo para hablar con sencilla claridad.