Guillermo de Torre
Generaciones en la literatura hispanoamericana
Desde el día en que José Ortega y Gasset anticipó la teoría de las generaciones (El tema de nuestro tiempo, 1924), definiéndola luego como «el concepto más importante de la Historia y, por así decirlo, el gozne sobre el que ésta ejecuta sus movimientos»; más particularmente, desde la fecha (1936) en que Pedro Salinas expuso los ocho factores señalados por Julius Petersen para el establecimiento de una generación literaria, los escritos sobre este punto no han cesado de acumularse. Sobre todo, en las letras hispanoamericanas. ¡Curiosa, aparente contradicción! ¿Acaso dicha teoría –elevada al rango de método histórico– no tuvo su cura en otros ámbitos culturales, más densos y poblados, donde existe una larga continuidad, sin interrupciones ni desniveles, esto es, marcada por una sucesión de hechos, obras y personalidades que obligan a incluirlas automáticamente en casilleros previamente dispuestos? ¿Y no habrá sido, en buena parte, cierto cansancio contra esos métodos de ordenación historiográfica la razón que haya conducido a muchos a buscar otros procedimientos crítico-interpretativos?
Mas solamente hace unos cuantos lustros críticos e historiadores europeos resolvieron –tal, entre otros, Henri Peyre– declarar caducos e insuficientes los «períodos», las «escuelas», los «reinados»… ¿Por qué? Todas esas agrupaciones y subdivisiones suelen basarse en circunstancias tomadas de la vida exterior, dinástica o políticosocial de un país, y por consiguiente extravagan el ámbito de los puros fenómenos intelectuales. Quedó así descalificado, en primer término, el rudimentario sistema de la historiografía dinástica: englobar a muy diversos escritores bajo la etiqueta común de «jacobeos», «isabelinos», «georgianos», &c., según se hace en la literatura inglesa; ponerles bajo el pabellón de algún monarca –época de Alfonso el Sabio, época de Juan II, de Carlos V, de Felipe IV…, como en la literatura española–, sólo equivale a desnaturalizaciones o confusiones. ¿Qué motivo hay para aislar a Lope de Vega y a Cervantes de Quevedo y Calderón en dos períodos monárquicos sucesivos, según hacen algunas de las más renombradas historias de literatura española? ¿Por qué agrupar a Carlyle y Dickens con Walter Pater y Oscar Wilde, tan desemejantes y aun antagónicos, aunque todos ellos viviesen en el reinado victoriano? Mucho menos es de recibo la gruesa partición en grandes rebanadas de siglos, sobre todo teniendo en cuenta que éstos tienen medidas distintas y se encabalgan más que se suceden nítidamente con perfiles diferenciados.
Reaccionando contra tales modos de ver y medir, es lógico que el método generacional haya encontrado durante los años penúltimos una extensa aceptación. Particularmente, durante sus albores, en las letras germánicas; algo más tarde, en las [40] españolas, a partir de Ortega, con Salinas, Laín Entralgo y Julián Marías si bien éstos hayan limitado casi exclusivamente sus aplicaciones a la generación de 1898 y a la poética de 1927; restricción muy sensible esta última, ya que no es posible establecer ninguna generación verdaderamente significativa sobre la base de un solo género literario. Contrariamente, en la literatura más colmada, en una de las que mejor se presta a tales articulaciones, como la francesa, el influjo de la teoría generacional ha sido muy diluído, salvo las excepciones críticas de Thibaudet, Peyre, Sénéchal, Saulnier…
Y por el contrario –ley de las paradojas– tal influencia viene manifestándose de forma muy constante en otra literatura que, como la hispanoamericana, por su peculiar asincronismo o coexistencia de orientaciones disímiles –así criollismo y europeísmo o indigenismo y técnicas modernas–, menos parece avenirse, a primera vista, con el sistema de las coordenadas generacionales. Pues ¿acaso tal procedimiento –insistiré– no presupone cierta continuidad, una evolución ordenada, sin huecos ni saltos, característica inhallable en las letras virreinales y que sólo comienza a advertirse en el último tercio del siglo XIX con el modernismo y sus escuelas subsiguientes?
Ahora bien, el hecho es que además de los intentos llevados a cabo en varias historias generales de la literatura hispanoamericana, de forma más o menos sistemática (así las de Pedro Henríquez Ureña y Anderson Imbert), han ido surgiendo diversos estudios parciales: de Norberto Pinilla para «la generación chilena de 1842»; de Raimundo Lazo y José Antonio Portuondo para las letras cubanas; de Jorge Puccinelli para las peruanas; de Pedro Díaz Seijas para las venezolanas; de José María Monner Sans, Emilio Carilla, César Fernández Moreno y Romualdo Brughetti, aplicados a distintos períodos de la literatura argentina. Advierto acto seguido que esta breve enumeración no pretende ser completa. ¿Cómo podría serlo si cada temporada aparece algún nuevo cuadro generacional, establecido por los países hispanoamericanos, ya que es en el apartado de los lirófilos donde más adeptos encuentra tal método y ningún grupo quiere quedarse sin su correspondiente generación? Se llega al punto de no respetar las clásicas porciones de los quince y los treinta años de espaciamiento y encuentran nuevos pretextos para insertar «su generación» a la vuelta de cada esquina o de cada decena de años.
No es ese el caso de José Juan Arrom y de su Esquema generacional de las letras hispanoamericanas, subtitulado muy discretamente Ensayo de un método (Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1963), aunque en rigor viene a ser su aplicación más cabal y feliz hasta el día. Como que, en última instancia, se trata de una Historia literaria, pero no de una historia más, sino concebida y realizada a la luz de las generaciones. Generaciones que tienen casi siempre, como punto inicial o central un hecho político, un acontecimiento histórico, sin que el autor empero sucumba a este punto de mira y lo tome simplemente como marco para encuadrar las obras literarias. Escapa, por lo tanto, a cualquier mediatización, actitud muy alabable, particularmente hoy, cuando en nombre de una especiosa mixtura de sociologismo, pseudo marxismo y dirigismo teleológico, se pretende confundir todos los cauces del acontecer histórico. Cierto es que tampoco, en sentido opuesto, sería legítimo componer una historia generacional de la literatura hispanoamericana (entre paréntesis: felicitemos a Arrom por no haber incurrido ni una sola vez en la espúrea denominación «latinoamericana») con una óptica que abarcase lo literario «sensu strictu», particularmente hasta el período en que con el modernismo cobra autonomía o preeminencia.
Mas vengamos de una vez al cuadro de generaciones establecidas por Arrom. Son diez y siete fraccionadas en períodos de treinta años y abarcan desde 1474 a 1954. Divide cada una de las generaciones en tres sectores: el que le da nombre, una zona de fechas de nacimientos, las de sus integrantes, y el rótulo del grupo caracterizador. Después de los descubridores, conquistadores y fundadores, la más extendida y poblada es la generación del Barroco en el siglo XVII y primera mitad del XVIII, continuándose luego con los [41] enciclopedistas, los libertadores, los románticos, a la vez desdoblados en dos generaciones.
Un reparo nos asalta en la puerta. J. J. Arrom comienza con la generación de 1474, que extiende su predominio hasta 1504 y que llama de los Descubridores. Aclara el autor que en España esta generación debiera llamarse isabelina y en América colombina. Pero ¿no se tratará más bien de una pregeneración o escala introductoria? Porque la realidad es que literariamente no tiene existencia: carece de nombres y obras en qué sustentarse. Tal circunstancia no se repite en las sucesivas, pero sí el caso de que no siempre, dentro de los períodos trentenarios existan personalidades de primer plano que puedan tomarse como ejes de cada generación. Aparecen ya en la de 1504, donde resaltan los primeros grandes cronistas e historiadores de Indias, a partir de Las Casas y hasta Bernal Díaz, pasando por Oviedo y Cortés. Alguien podrá atajarnos en este punto ¿acaso tales autores-hombres de acción no son españoles? ¿Por qué anticipar la fecha del nacimiento de las letras hispanoamericanas? Interrogaciones que cabe responder aduciendo que la nacionalidad territorial pasa a segundo plano ante la espiritual y que la literatura hispanoamericana surge desde el momento en que Colón desembarca en la isla de Guanahaní y redacta las primeras líneas de su Diario. ¿No afirmó Ortega y Gasset que el español se convirtió en un hombre nuevo tan pronto como se estableció en el Nuevo Mundo –que entonces, no ahora, lo era efectivamente por no usado y fragante? ¡Calcúlese, pues, el error de perspectiva en que incurren quienes hacen datar de la emancipación los orígenes literarios y confunden así independencia política y existencia espiritual! ¡Lástima que no se afirme el mismo sentimiento de reciprocidad atlántica y que ciertas líneas de Hernán Cortés –una cláusula del testamento donde ordenaba llevar sus huesos a la Nueva España– sólo se hayan cumplido materialmente, y la ocultación de la tumba se agrave con la inexistencia de su estatua en México!
Pasando por la primera generación del siglo XVI, hay que llegar a las de 1564 y 1594 para hallarnos con figuras literarias capitales y plenamente memorables: Tales el Inca Garcilaso, en cuyos Comentarios reales asoma «una nueva manera de ver el mundo», debido al hecho de que precisamente tanto el imperio inca como la sociedad forjada por los conquistadores no se parecían a los mundos antes conocidos. El espíritu renacentista europeo se alía en el Inca Garcilaso con el primitivismo –más que medievalismo– de la América intacta. Por si el vocablo «novedad» no bastara, hay que acudir al de «extrañeza», a fin de medir la perspectiva insólita reflejada no sólo en Garcilaso, sino también en la Historia natural y moral de las Indias del P. Acosta, sin olvidar a Ruiz de Alarcón en sus comedias tan pulidas y mesuradas. En este punto se dibuja el bisel de lo americano y lo español: la novedad y la tradición. La curva cimera del vértice de fusión se produce en el Barroco, con la plenitud del siglo XVII, que Arrom desdobla en tres generaciones, prolongándolo hasta 1744. Cuaja en América con Sor Juana Inés de la Cruz, con Sigüenza y Góngora, incluso con la misteriosa peruana Amarilis, capaz de tratar tú por tú a Lope de Vega, traduciéndose así el alto nivel de la cultura virreinal.
Pero es en otro plano, en el puramente artístico, de modo más concreto, en el arquitectónico, donde el estado de espíritu barroco alcanza su más bella y perdurable realización. Tanto que su estela se continúa en el siglo XVIII; mientras en la Península lo barroco se disuelve en rococó, en América permanece pujante y aun refluye sobre lo español. Se produce así un doble fenómeno que habría de reproducirse dos siglos más tarde: por un lado, la asincronía, los influjos tardíos; por otro, la reversión de lo americano sobre lo español. En suma, lo que Max Enríquez Ureña llamó el «retorno de los galeones», pero cuyos ejemplos están todavía por precisar, pues se hallan no tanto en la literatura como en las artes plásticas. Por lo demás, Tepotzotlán, Taxco, Puebla y Quito valen por muchas páginas rebosantes, traducen la «grandeza» de un tiempo de plenitud virreinal con menos pesadumbre y más relieve que los versos de Bernardo de Balbuena sobre la capital azteca; y desde luego, nos compensan de la liromanía siguiente a la que aludía ya Eslava, [42] es decir, el anegamiento poético-estercolario de las calles de México…
Lamentablemente, el autor del Esquema generacional, a diferencia de lo que hizo Pedro Henríquez Ureña en sus Corrientes literarias en la América Hispánica, no tiene en cuenta la prolongación o complemento de lo literario llevado al plano de las artes visuales. Pero sólo mediante esta juntura se alcanza una cabal visión de las letras hispanoamericanas clásicas. Sor Juana Inés de la Cruz y su Primero sueño es tanto Góngora y Calderón como el Greco y Narciso Tomé. Ahora bien, respecto a la autonomía de la mente americana ¿puede vérsela ya en las postrimerías del siglo XVII y en la Respuesta a Sor Filotea de Juana de Asbaje –donde ésta, al cabo, mas bien afirmaba, un madrugador feminismo, como una «declaración de independencia intelectual» que rebase lo subjetivo, o hay que esperar casi dos siglos hasta encontramos con Andrés Bello y su Alocución de la poesía? Por lo demás, puestas en boca de un tan cabal humanista como Bello, expresiones como volver la espalda a la «culta Europa» y echarse de bruces en la «nativa rustiquez» no deben ser tomadas al pie de la letra.
No la hipérbole del americanismo alboreante, sino su parangón con lo español es el signo distintivo de una época de madurez a ambos lados del océano. En este aspecto quedan todavía muchos rincones por explorar. Porque no siempre los dos relojes marcaron la misma hora exactamente y hay tanto retrasos como adelantos. De estos últimos se beneficia Carlos de Sigüenza y Góngora, cuando acierta a anticiparse a un P. Feijoo en su lucha contra los errores comunes, los embelecos y supersticiones del vulgo. Y caso semejante es el de un polígrafo como Peralta Barnuevo, a quien precisamente el citado autor del Teatro crítico universal cita como ejemplo de lozano saber cuando refuta la opinión común de que así como a los criollos o hijos de españoles nacidos en América les «amanece más temprano el discurso», así también se les agosta más pronto. Disparate semejante al refutado por Feijoo es el que le toca contradecir a Clavijero (quien, junto con Concolorcorvo, es la figura más interesante de la generación de 1774) cuando replica a un supuesto arbitrario del holandés Pauw, quien había sostenido que los seres humanos degeneraban en América merced al clima maligno del continente.
No es en el siglo de la Ilustración cuando los anhelos de independentismo o autoafirmación surgen con más claridad. Tampoco se produjeron con la emancipación por vía bélica, ya que en este punto –escribe Arrom, deshaciendo la habitual hipérbole de los textos escolares– «no había una tajante separación entre los españoles y criollos; muchos criollos militaron entre los realistas y no escasearon españoles entre las filas de los patriotas. Ni hay base para pensar, como dan a entender ciertos historiadores racistas, que la guerra polarizó a los hombres por grupos étnicos. De ambos lados pelearon blancos, negros, indios, mulatos y mestizos… Ni siquiera hubo idea precisa de la organización política que se deseaba». ¡Si los proyectos del carlotercista Conde de Aranda hubieran podido cuajar, si un monarca y un pueblo le hubieran acompañado a partear aquella «república federativa» que él entreveía ya en 1783!
Mas volviendo a lo intelectual: fue menester que llegaran, algo tardíamente, las auras del romanticismo (que en sus comienzos no fue libertador, sino conservador) para que el sentimiento de divergencia introdujera sus aristas. Todavía en la generación de 1804, Lizardi, para iniciar la novela hispanoamericana, prolonga la veta de la picaresca española, y el mismo Olmedo, en sus trenos patrióticos, utiliza el arsenal metafórico de Gallego y de Quintana. En cualquier caso, lo americano como un todo y América como unidad dominan en las conciencias. José Antonio Miralla testimonia con su vida andariega, su cambio de países americanos, el «credo generacional» –recuerda Arrom– que Bolívar resumió en estas palabras: «Para nosotros, la patria es América». Lo que no le impide, al mismo autor, reconocer que «a ambos lados del Atlántico han imperado, en cada generación, idénticas ideas estéticas». Y es que, si bien esta generación «destruyó para siempre los lazos de la independencia política, España e Hispanoamérica siguieron y siguen siendo partes indisolubles de un solo mundo cultural». [43] Por consiguiente, tampoco en la generación de 1834, la del romanticismo y el caudillismo, los vínculos se quiebran, al menos en las partes donde eran más sólidos por su abolengo. Fue menester que llegara la generación postromántica o de 1864 para que la divergencia se produjese. El criollismo, lo gauchesco son frutos de la escisión, como el indigenismo andinista había de serlo en la generación de 1924. Rasgo unificador de ambas corrientes: cierto movimiento de vuelta atrás; se tiende a lo diferente por la vía de lo primitivo o lo más remoto. De las subsiguientes generaciones hasta el día, por el hecho de ser muy notorias y cotidianas, no es menester ninguna acotación.
Más importante es subrayar que José Juan Arrom ha logrado la primera historia literaria hispanoamericana, vista en sus generaciones, con aire y hechura convincentes. El mismo autor reconoce sus límites. A diferencia de otros propagandistas de técnicas unilaterales no pretende imponernos su sistema ni reclamar ninguna exclusividad. «Es un procedimiento –escribe– para ordenar, no para analizar ni valorar. Una creación literaria no se explica por la generación, sino en la generación… Este método, por consiguiente, no enjuicia. Sitúa, relaciona y enriquece». En suma, abre perspectiva que otros libros históricos o panoramas de conjunto obturan. Así el caso de aquéllos que entienden la literatura en su sentido más limitado y llegan a identificarla con el lirismo, con un esteticismo de vía estrecha. Ya sobreabundan los Parnasos, pero faltan las obras donde se destaquen las creaciones de cultura y se dé relieve a las grandes corrientes intelectuales, tan ligadas a los demás fenómenos de una sociedad. Porque la sola «literatura» –según vio muy bien Unamuno al verter la mirada sobre la ultra-atlántica– no define ni expresa la literatura hispanoamericana.