Cristiandad
Revista quincenal
año I, nº 18, páginas 427-429
Barcelona-Madrid, 15 de diciembre de 1944

Plura et unum

Jaime Bofill Bofill

La redención bergsoniana

«De lo absurdo en el ser razonable»

«Entre las observaciones recogidas por la ciencia psíquica anotamos una vez el siguiente hecho. Una señora se encontraba en el piso superior de un hotel, y salió al rellano con el propósito de bajar. La puerta de la caja del ascensor se encontraba precisamente abierta. Ahora bien; como esta puerta no debe abrirse jamás si el ascensor no está parado en el rellano correspondiente, creyó naturalmente que el ascensor estaba allí y se abalanzó para tomarlo. Bruscamente, se sintió empujada hacia atrás; el hombre encargado de maniobrar el aparato acababa de aparecer y la rechazaba hacia el rellano. En este instante, salió ella de su distracción y constató estupefacta que no había ni hombre ni aparato: el mecanismo se había estropeado; por esto había sido posible que la puerta de su piso quedase abierta estando el ascensor en la planta baja. Había estado a punto de precipitarse en el vacío y una alucinación milagrosa acababa de salvarle la vida»{1}.

¡Brrrr! Un escalofrío de placer debió de recorrer –desde la pluma del sombrero hasta la punta del pequeño pie retirado un poco del zapato– el sistema nervioso de la amable parisién que divide su atención –tarde, noche– entre Enrique Bergson y Serges Lifar. El asunto promete, como siempre, ser interesante.

¿Qué pasará? Maravillosamente elegante de lenguaje, Bergson templa, de momento, el efecto conseguido. «Hay necesidad de decir que el milagro se explica fácilmente? »Y sigue con fluida rapidez: «La señora del hotel había razonado correctamente sobre un hecho real, porque la puerta estaba efectivamente abierta y el ascensor, por lo mismo, debiera haberse encontrado en el piso. Sola, la percepción de la caja vacía la habría sacado de su error; pero esta percepción habría llegado demasiado tarde, porque el acto consecutivo al razonamiento correcto había empezado ya. Entonces habíase erguido la personalidad instintiva, sonambúlica, subyacente a la racional y se había dado cuenta del peligro. Era necesario obrar al momento. Instantáneamente había rechazado al cuerpo hacia atrás, haciendo brotar al mismo tiempo la percepción ficticia, alucinatoria, que podía provocar, y explicar mejor un movimiento aparentemente injustificado »{2}.

Una amplia inspiración silenciosa devuelta su ritmo al aliento, contenido hasta ahora; pero la tensión de espíritu sigue. ¿Qué más? Los ojos y los labios insinúan el interrogante.

No van a quedar decepcionados. Conocen a su pastor, y él les conoce igualmente bien, y sabe los manjares que debe servirles. No tardará mucho en avanzar la palabra «religión». Era ya de prever. Tratamos, en efecto, de explicarnos el porqué «de lo absurdo en el ser razonable».

La religión y los riesgos de la inteligencia

Con un amargo gesto ancestral rasga sus vestiduras: «El espectáculo de lo que las religiones han sido, de lo que son todavía muchas de ellas, es bien humillante para la inteligencia humana. ¡Qué tejido de aberraciones! La experiencia se cansa de decir «es falso »y la razón «es absurdo»: la humanidad no se agarra menos por esto a lo absurdo y, al error. ¡Y todavía si se acabara todo aquí! Pero vemos la religión prescribir la inmoralidad, imponer crímenes... ¡Cuál debería ser nuestra confusión ahora, si nos comparamos con el animal en este punto! Muy probablemente el animal ignora la superstición. No sabemos muy bien lo que ocurre en conciencias distintas de la nuestra; pero como los estados religiosos se traducen de ordinario por actitudes y actos, estaríamos lógicamente advertidos por algún signo si el animal fuese capaz de religiosidad»{3}.

El tercer personaje que llena la vida de nuestra elegante y al que corresponden las mañanas: nos referimos al perrito de aguas, levanta ligeramente el hocico húmedo y tibio que tenía descansando entre sus patas; en el lejano piso donde aguarda el regreso de su amita acaban de silbarle las orejas. No hubiera sido imposible, a juzgar por su actitud, suponer que estuviese meditando sobre lo que sería su vida en la reencarnación futura si desempeñaba correctamente esta vez, en el mundo, el oficio, que le correspondía.

No se trataba de un perrito indio, sino tan europeo como todos nosotros. Pero su amita fiaba excesivamente en él y, en ausencia de ella, había olfateado con frecuencia los lomos de los libros de la minúscula biblioteca, y chamuscado su bigote en el pebetero que ardía ante cierta estatuita de porcelana sentada en el suelo con las piernas cruzadas, y descubierto el vientre hasta el ombligo.

Pero esto, si hemos de ser sinceros, no pasaría de una suposición más o menos fundada; y en este momento, no nos interesa más que la certeza. No nos queda pues otro remedio que reconocer con Bergson que, en realidad, nunca había confesado positivamente a su dueña deseo alguno de compartir con ella su religiosidad; por lo demás, acababa de ganarse en este instante, por obra y gracia de un conferenciante, un suplemento de bizcocho a la hora de la cena.

La cuestión va llegando a su punto maduro. También la naturaleza está recorrida, de punta a punta, por un escalofrío. Es el «élan vital». Y este escalofrío, bifurcado en dos direcciones, desemboca cada vez en una sociedad. En un extremo, la de los himenópteros; en el otro extremo, la del hombre. La permanencia de dicha sociedad, en el primer caso, es difícil. «Pero es a un desarrollo de la inteligencia, no a un desarrollo del instinto, a donde tiende el impulso vital en los vertebrados... En adelante, la reflexión permitirá al individuo inventar, a la sociedad progresar. Pero para que la sociedad progrese es necesario que subsista. Ahora bien: «invención significa iniciativa, y una llamada a la iniciativa individual es ya un riesgo que puede comprometer la disciplina social. ¿Qué ocurrirá si el individuo aparta su atención de aquello para qué está hecha... para volverla sobre sí mismo, sobre la molestia que la vida social le impone, sobre el sacrificio que le exige la comunidad? Sin duda, un raciocinio en forma le demostraría que su interés le aconseja promover la felicidad de los demás... La verdad es que la inteligencia aconsejará, antes que todo, el egoísmo. En esta dirección el ser [428] inteligente se precipitará si nada le detiene. Pero la naturaleza vela. Hace un instante, delante de la puerta entreabierta, un guardián había surgido que prohibía el paso y rechazaba al contraventor. Ahora será un dios protector de la ciudad, que prohibirá, amenazará, reprimirá. Toda vez que el instinto no es bastante fuerte en el hombre para provocar actos o para impedirlos, deberá suscitar una percepción ilusoria suficientemente impresionante para que la inteligencia se determine. Considerada desde este punto de vista, la religión es pues una reacción defensiva de la naturaleza contra el poder disolvente de la inteligencia»{4}

«El impulso vital es optimista»

No se acaba con esto tal poder. De dos maneras nuevas manifiesta su virtualidad antisocial: la primera, presentando al hombre la certeza de que ha de morir: la segunda, representándole «un margen desalentador de imprevisto entre sus iniciativas y los efectos deseados». Todo ello concurre a paralizar su acción. Pues bien; la religión suple maravillosamente a todo esto. Por una parte, «a la idea de que la muerte es inevitable opone la imagen de una continuación de la vida después de la muerte; a la incerteza de nuestras providencias, «presenta poderes favorables» que prolongarían de acuerdo con nuestros deseos los acontecimientos.

«Resumamos: al origen de las creencias que acabamos de considerar hemos encontrado una reacción defensiva de la naturaleza contra un desánimo que tendría su origen en la inteligencia». «El impulso vital es optimista». No es un escalofrío de miedo, que paraliza. Es un escalofrío de satisfacción. Pero no está dicho todo: lo mejor queda por decir. En un amplio gesto, el profeta judío abre ahora a su angélico auditorio espacios infinitos donde extender sus alas. Con una sola palabra puede expresarse este inmenso ámbito; y la palabra es ésta: «Mística».

La experiencia de Dios

Demos, al empezar, una mirada hacia atrás. «Una inmensa corriente de energía creadora se lanza a través de la materia para obtener de ella lo que pueda. En la mayoría de puntos es detenida; el esfuerzo creador no pasó con éxito más que en la línea de evolución que desemboca en el hombre. Al atravesar la materia, la conciencia tomó esta vez, como en un molde, la forma de la inteligencia 'fabricadora'. Y la invención, que lleva consigo la reflexión, se desarrolló en libertad»{5}.

«Pero la inteligencia no deja de tener sus riesgos». Lo hemos visto antes, y hemos visto también cómo su función mitológica{6} elaboradora de las religiones, «viene a llenar, en los seres dotados de reflexión, un déficit eventual de apego a la vida».

Sin embargo, el impulso vital que encuentra en el hombre su final razón de ser tiene en él un éxito incompleto. El éxito pudo ser muy superior a lo que es y es probablemente lo que ocurre en otros mundos en los que la corriente de vida se ha lanzado a través de una materia menos refractaria».

Siendo esto así, «¿por qué no encontrará el hombre la confianza que la reflexión ha podido resquebrajar?» Si lo ha de conseguir, no será por medio de la inteligencia; ésta, en efecto, «cuando se eleva a especulaciones no puede hacer otra cosa, a lo más, que concebir posibilidades, nunca alcanzar una realidad. Pero sabemos que alrededor de la inteligencia ha quedado una franja de intuición, vaga y evanescente; ¿no sería posible fijarla, intensificarla, sobre todo completarla en acción? Una alma capaz y digna de este esfuerzo no se preguntaría tan siquiera si el principio con el que acaba de entrar en contacto es la causa trascendente de todas las cosas o únicamente su delegación terrestre; le bastaría dejarse penetrar, sin que quede absorbida su personalidad, por un ser que puede inmensamente más que ella, como el hierro por el fuego que lo enrojece»{7}. Es el misticismo.

«Al definirlo por relación al 'élan vital' hemos reconocido implícitamente que el misticismo es raro» en nuestro planeta. Advirtamos tan solo que el misticismo «hay que situarlo, según lo que precede, en un punto hasta el cual la corriente espiritual lanzada a través de la materia habría probablemente querido ir, por hasta donde no ha podido llegar» sino en casos excepcionales. «De no ser así, la naturaleza no se habría detenido en el hombre, porque aquello sería en realidad más que un hombre»{8}.

El misticismo es raro: con todo, «cuando el gran místico habla, hay algo en el fondo de nosotros que le hace imperceptiblemente eco». Tal es lo que ocurría a la fina conciencia de William James según su propio testimonio. Tal es, así mismo, lo que ocurre en la de nuestra algo olvidada protagonista. Basta mirarle la cara. No, no deberá ya avergonzarse, al llegar a su casa ante el perrito de aguas; desde ahora se siente capaz de recobrar toda su autoridad sobre él. En cuanto se le ocurra levantar el hocico, estas palabras bastarán para situarle para siempre: Tú no eres capaz de llegar hasta aquí».

¡Oh la maravillosa historia de la mística con sus resultados imperfectos en la Grecia y la India, con su plena expansión en el «grand mysticisme» cristiano! Pero señores: ¿de veras les interesa a ustedes continuar? ¿No tienen ganas de decir todavía: «Basta de comedia»? ¿Dicen ustedes: «Adelante»? Pues bien, obedeceré.

Al lado y al margen del desarrollo del pensamiento griego, «se produjo de vez en cuando en algunas almas predispuestas un esfuerzo para ir a buscar, más allá de la inteligencia, la revelación de una realidad trascendente»{9}.

«Para ir a buscar». La mística es una busca.

«Una realidad trascendente a la inteligencia». ¿De qué clase de realidad se tratará? No se descuida Bergson de ilustrarnos con frecuencia sobre este punto: lo que trasciende a la inteligencia, la verdadera y profunda realidad es el movimiento, el «élan vital »{10}.

Depositada en el curso de la evolución como lo es un canto rodado por el avance de las olas, la inteligencia no puede darnos sino vistas fijas de la realidad esencialmente cambiante, no puede darnos sino vistas parciales del [429] movimiento total de la vida, incapaz de abrazarlo todo entero. La mística la suple. En su término, no es otra cosa que «una toma de contacto y por consiguiente una coincidencia parcial con el esfuerzo creador que manifiesta la vida»{11}.

En otras palabras: «Si el misticismo es realmente lo que acabamos de decir, debe dar el medio de abordar en cierta manera experimentalmente el problema de la existencia y naturaleza de Dios. No vemos por otra parte de qué otra manera podría abordarlo la filosofía »{12}.

Este Dios, indemostrable metafísicamente, es experimentado por los místicos como Amor. Incapaces de transmitir a otros su propia experiencia, utilizan las fórmulas que la religión les facilita, bien que su contenido bebido en «las raíces mismas de nuestro ser, y por ende, en el principio mismo de la vida en general »sea «independiente de todo lo que la religión debe a la tradición, a la teología, a las iglesias»{13}.

Este Amor. a la vez persona y potencia, ¿tiene un objeto? «Los místicos están acordes en atestiguar que Dios tiene necesidad de nosotros como nosotros tenemos necesidad de Dios; la creación aparecerá como una empresa divina para crear creadores, para asociarse seres dignos de su amor»{14}.

Las criaturas, ¡«objeto digno del amor de Dios»! La humildad del pensador le obliga a justificar esta frase. Realmente, «uno dudaría de admitirlo si no se tratara más que de los mediocres habitantes de este rincón del universo que llamamos tierra. Pero, lo decíamos en otra circunstancia, es verosímil que la vida anima todos los planetas suspendidos de todas las estrellas». A pesar de esto, «habría lugar a dudar todavía si se creyera que el Universo es esencialmente materia bruta y que la vida es algo sobreañadido a la materia. Pero ya hemos mostrado, al contrario, que la materia y la vida tal como la definimos, están dadas a la vez y solidariamente»{15}.

«En estas condiciones, nada impide al filósofo llevar hasta el fin la idea que el místico le sugiere de un universo que no sería más que el aspecto tangible y visible del amor y de la necesidad de amar con todas las consecuencias que se derivan de esta emoción creadora»{16}.

A esta emoción creadora, a esta liberación de la materia, el místico quiere colaborar. En efecto: ¿Qué pretende el «grand mystique»?

«Él quisiera, con la ayuda de Dios, terminar la creación de la especie humana, y hacer de la humanidad lo que hubiera sido desde el primer momento si hubiese podido constituirse definitivamente sin la ayuda del hombre mismo. O para usar de otras palabras que dicen la misma cosa en otro idioma, su dirección es la misma que la del impulso de vida; es este impulso mismo, comunicado a hombres privilegiados que querrían por una contradicción realizada, convertir en esfuerzo creador esta cosa creada que es una especie: hacer un movimiento de lo que es por definición un alto».

¿Tendrá éxito el misticismo? «Si el misticismo debe transformar la humanidad... el gran obstáculo que encontrará es el mismo que ha impedido la creación de una humanidad divina. El hombre debe ganar el pan con el sudor de su rostro; en otras palabras: el hombre es una especie animal, sometida como tal a la ley que rige el mundo animal», condenado a procurarse y a disputarse su sustento. «¿Cómo, en estas condiciones, levantaría al cielo una atención esencialmente fijada hacia la tierra?» ¿Cómo esperar, en estas condiciones, la Redención de la Humanidad?

Maquinismo y misticismo

¡Quién sabe! Por qué no? «Un cambio profundo de las condiciones materiales impuestas a la humanidad por la naturaleza permitiría, del lado espiritual, una transformación radical. Y «esta transformación de las condiciones materiales puede venir del maquinismo».

«Un cuerpo, dotado de una inteligencia 'fabricadora' junto con una franja de intuición a su alrededor, era lo que la naturaleza había hecho de más completo: aquí terminaba la evolución de la vida. Pero he aquí que la inteligencia elevando la fabricación de sus instrumentos a un grado de complicación y perfección que la naturaleza, tan inepta para lo mecánico, ni tan siquiera había previsto, nos ha dotado de unos poderes al lado de los cuales nuestra fuerza corporal apenas si cuenta. El obstáculo material ha caído casi. Mañana, el camino quedará libre en la dirección misma del soplo que había conducido, a la vida al lugar en que hubo de pararse»{17}.

Bastará que se desarrollen las ciencias del alma, «demasiado pequeña en este momento para llenar nuestro cuerpo excesivamente agrandado, demasiado débil para dirigirlo»; bastará darse cuenta de que «la mecánica exige una mística»{18}.

¡El día en que el mundo caiga en la cuenta de esto, su redención estará consumada! En el momento presente; «la humanidad gime, medio aplastada bajo el peso de los progresos que ha hecho. No se da cuenta bastante de que su porvenir depende de ella. A ella le corresponde decidir si quiere continuar viviendo. A ella le corresponde decidir además si quiere limitarse a esto, o dar el esfuerzo necesario para que se realice, incluso en nuestro refractario planeta, la función esencial del universo, que es una máquina de hacer dioses»{19}.

Epílogo. El «apostolado» de Bergson y una frase impertinente

Una línea rojiza en el poniente mezcla todavía un pálido reflejo a la luz de los faroles. Las vendedoras ambulantes ofrecen sus últimos ramos de hojas de todos los matices. Sumergida en el tumulto del metro, nuestra oyente se siente enfervorecida, casi podemos decir que se siente cristiana, esta noche. ¡Cuántos prejuicios han desaparecido, en su espíritu, por la palabra mágica de Bergson! Debemos agradecerle este beneficio, difundido a menos llenas desde su cátedra del Colegio de Francia. ¿Cómo sería posible que Pío X se refiriera a él en esta misma fecha, cuando amonesta a los Obispos de todo el orbe en su Encíclica «Pascendi»? !Cómo sería posible aplicarle a él cierta frase impertinente que nos baila dentro de la memoria;» ...apto no para edificar, sino para destruir; no para hacer católicos, sino para arrastrar a los mismos católicos a la herejía y aun a la destrucción total de cualquier religión...»?

Jaime Bofill

Notas

{1} Les deux sources de la morale et de la religion. p. 124-125. 17ª ed. París, Alcan 1934. Las demás notas del presente artículo se refieren todas a esta misma obra.

{2} Ibid.

{3} p. 105-106.

{4} p. 126-127.

{5} Cap. 3; p. 222-223.

{6} Traducimos por «mitológica» la palabra «fabulatrice». Mithologeo, en efecto, tanto vale como «fabulare».

{7} p. 326.

{8} p. 227-228.

{9} p. 234.

{10} «Le réel est mouvant ou plutôt; mouvement.»

{11} p. 235.

{12} p. 257.

{13} p. 268.

{14} p. 373.

{15} p. 273-274.

{16} p. 274.

{17} p. 337.

{18} p. 435.

{19} p. 343.


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1940-1949
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