Cristiandad
Revista quincenal
año II, nº 19, página 9
Barcelona-Madrid, 1 de enero de 1945

Plura et unum

Luis María Figueras Fontanals

De la Ciudad Estado
al Imperio Universal

El gran objetivo romano se había realizado: el imperio universal era un hecho, y en su expansión, Roma, había de recoger nuevas ideas que le facilitaran la gobernación del Imperio.

A tres categorías podemos reducir estas nuevas ideas: jurídicas, políticas, filosóficas. Precisando más; nueva fórmula de gobierno, nueva concepción jurídica, nuevo pensamiento filosófico. Todas ellas, armonizadas, fueron dirigidas a un mismo fin: la unificación del Imperio.

Ante todo se buscó nueva forma de gobierno. ¿Cuál sería? La conquista romana había forjado excelentes caudillos, Pompeyo, César, Antonio... Encumbrados por sus brillantes éxitos, alcanzaban prontamente fama en los medios políticos de la Urbs, a la vez que sus espíritus albergaban una mayor ambición y que el instinto monárquico se elevaba entre ellos a alturas insospechadas.

Por otra parte su personalidad tropezó, en sus conquistas asiáticas, frente a un tipo de institución, que daba realidad tangible a sus ambiciones. Por eso, escribe con razón Ernest Barker, al hablar del imperialismo romano que «una evolución romana se encuentra con un concepto griego. Tal es la génesis de la concepción del imperio romano».

Así se justifican las palabras de Tácito, cuando en sus Historias (I,I) dice que «después de la batalla de Actium el gobierno de uno sólo se hizo indispensable para la paz».

Y esto fue así porque al conquistar un mundo, tuvo Roma que elegir entre el mantenimiento de sus viejas tradiciones republicanas o conservar el recién conquistado Imperio. Que una reforma del régimen político romano era indispensable ya lo comprendieron políticos como los Gracos, Mario, Sila. Pero el problema estribaba en encontrar la nueva fórmula política.

Pompeyo no la encontró; César dio con ella, pero fue demasiado lejos. Creyó en un régimen monárquico de tipo helenístico, pero si bien el porvenir garantizó la fórmula, no era entonces momento propicio para aplicarla.

Octavio comprendió que la fuerza de Roma residía en una monarquía de tipo militar, pero a eso se le llama Imperio, y, por otra parte, la reacción republicana había sido tan violenta...

Por lo mismo, su preocupación fue hallar una fórmula romana que viniera a substituir la helenística ideada por César. Y la encontró; fue el Principado, su creación. Tratábase de conciliar con las nuevas necesidades, creadas por la conquista, las antiguas tradiciones mantenidas por la oligarquía senatorial. Esta se alzó contra la monarquía de César, pero no contra la de Octavio, pues tuvo éste la suficiente habilidad de encubrir el régimen personal bajo el manto del Principado. Octavio comparte, en una verdadera diarquía, el poder con el Senado, aunque por otra parte su omnipotencia era absoluta. Tribuno y cónsul, poseía la potestad del imperium y le consideraron princeps entre sus conciudadanos. La nueva fórmula comenzaba su existencia.

El sistema del principado era constitucional y así vemos que los primeros emperadores de la dinastía Julio-Claudiana se esforzaron en darle un sentido ampliamente democrático. Pero esto no era solamente un buen deseo. La situación del Imperio a partir del siglo II se transformará y la realeza autocrática de tipo helenístico que ya se había dado en tiempos de los Ptolomeos y de los Seléucidas, penetrará en Roma.

Paralelamente al cambio político se operó la transformación del concepto jurídico entre los romanos. Fue el Helenismo, esta «doctrina transmarina atque adventicia», como la llamaron, un beneficioso elemento que contribuyó al desarrollo del viejo derecho romano, colocándole a la altura de las nuevas necesidades supranacionales.

Pero el Helenismo no habría realizado su cometido si, como escribe Moinsen, no hubiera sido otra cosa que' la idea griega fundida y transformada, a la larga, en el seno de la nacionalidad itálica.

El fondo de este consorcio, entre la idea y la nacionalidad, reposaba en la razón. La razón era el principio que guiaba a esa sociedad. Ahora bien, esta razón era para ellos el dictado de la naturaleza humana; por consiguiente concluían afirmando que toda ley que rigiera a esa sociedad, de acuerdo con los dictados de la razón, era ley natural. Este fue el gran principio sobre el que se asentó la filosofía de la Stoa.

Las barreras que antes separaran a los pueblos ya no existían. La Ciudad–estado había desaparecido. Lo indica Plutarco al hablar del Estoicismo cuando dice que «enseñaba que no debemos vivir en ciudades y demos, diferenciados por distintas normas de justicia, sino que debemos considerar a todos los hombres como pertenecientes a un mismo demos y como ciudadanos iguales».

Así fue la evolución del Derecho romano. El antiguo derecho civil va dejando de ser ritual y aparece un derecho nuevo, aplicado a la práctica cotidiana. Pero el cambio no se operó de una manera repentina; porque se puede decir que por espacio de tres siglos perduró la lucha entre el antiguo «ius civile» y el nuevo derecho honorario creado por los Pretores.

En síntesis de lo expuesto, también en el Derecho observamos la misma tendencia a la unificación. La nueva concepción jurídica del «ius gentium», asentada en la doctrina de una Ley natural, común a todos los pueblos, rompe definitivamente las ya cuarteadas murallas de las Ciudades–estados, que desaparecen.

Consecuencia de esta unidad en lo jurídico, y paralelo a ella es el esplendor del Municipio. El Principado de Augusto fue la época de esplendor del sistema municipal. En consonancia con las nuevas ideas del Imperio, los Municipios, que habían sufrido graves quebrantos bajo el régimen centralizador de la Ciudad–Estado, obtuvieron por la «Lex Julia Municipalis», una amplia autonomía.

Por fin, la filosofía se hace común, asimismo, a todo el Imperio. Las escuelas griegas irradian sus doctrinas a las poblaciones multiformes del gran Imperio, porque «el pensamiento griego se había dedicado a concebir la realidad del mundo y a comprender la vida universal». Su influencia data de muy antiguo. Ya en el siglo II a J. C., las escuelas de Pérgamo y Alejandría enseñaron a los romanos los elementos de su filosofía. Pero el carácter latino era de tal índole que, fundamentando la vida del espíritu en el principio de la utilidad social, ahogaba a aquel espíritu en unas reglas que no siempre eran las suyas. Por eso fue a los romanos tan difícil aceptar en su integridad un sistema filosófico. Fueron, sobre todo, eclécticos.

L. Figueras Fontanals


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