Plura et unum
Francisco Hernanz Minguez
Santo Tomás y la Educación
La segunda parte de la Suma Teológica, un vasto y elevado plan de educación
A primera vista parecería un poco fuera de lugar incluir a Santo Tomás en un tratado sobre educación. Sin embargo no parecerá tan extraño que se hable de educación en un artículo sobre el Santo Doctor, por aquello de que se suele exprimir todas las posibilidades de un personaje cuando a estudiarle se dedica un libro, un folleto, incluso un número de una revista. Se pretende entonces extraer, aunque sea a viva fuerza, todas las facetas –las que son y las que no son– de su vida, de su personalidad, de su pensamiento.
Pero no ha de parecer extraño en ningún caso, porque si bien es cierto que nadie suele hablar de sistema tomista de educación, sin embargo en la Summa Theologica se encierra, como vamos a intentar mostrar, el vasto desarrollo de una solución al vital problema educativo. En efecto, el propósito de Santo Tomás consiste, en resumidas cuentas, en trazar una ruta para que el hombre pueda alcanzar su bien supremo y llegar a su fin último. Y esto es lo educativo. Los jalones de la marcha, los pilares del edificio que Santo Tomás señala son tres: Dios, el fin; el hombre, el sujeto; Cristo, el medio más poderoso para unir al sujeto con su fin, el maestro por excelencia.
* * *
Se han dado muchas definiciones de la educación, siempre en función de las preferencias, de las opiniones y de los sistemas filosóficos que ha tenido cada definidor. Así como la moral es en todo caso el coronamiento de una metafísica, con mayor motivo el concepto de educación será variable dependiente de la doctrina moral que se sustente y también del momento histórico en que esa doctrina haya germinado.
La educación supone siempre un tránsito, un proceso, una transformación, un pasar de un estado que se considera imperfecto, incompleto, provisional, a otro que es estimado como más perfecto, valioso y mejor. En la educación hay un punto de partida y uno de llegada. El punto de partida es el hombre. El punto de llegada es el fin, la forma ideal propuesta por el educador.
Se presentan, pues, en el problema de la educación tres cuestiones: a) Punto de partida; b) Punto de llegada; c) Modos o métodos para realizar el tránsito, es decir, proceso de la educación.
Esta última cuestión constituye el objeto propio y peculiar de la educación como ciencia y como arte, pero no ha de olvidarse que necesita de una respuesta a las otras dos cuestiones. En efecto, ha de saberse con qué se cuenta y a dónde se va. En otras palabras, ha de precisarse el sujeto de la educación y su meta.
Veamos primero:
a) Punto de partida: El hombre
¿Qué es el hombre para Santo Tomás? El Santo Doctor parte de las palabras del Génesis: «Dios creó al hombre a su imagen y semejanza». A su imagen, porque posee algo parecido a Dios: su alma. A su semejanza, porque aunque parecido tiene algo que le diferencia: su alma no es espíritu puro.
En este concepto el hombre adquiere una excelsa condición y una elevada dignidad sobre todos los seres creados si exceptuamos a los ángeles. El hombre no es Dios, no es tampoco un ángel, pero ocupa una posición intermedia entre éste y los demás seres creados. Es una criatura de Dios en tensión natural hacia Él; compuesta de cuerpo y de alma; ésta de naturaleza simple, racional y libre, capaz de comprender a Dios por su inteligencia y de amarle por su voluntad.
Condición esencial del hombre es su libre albedrío. Esto es su gloria, aunque también haya sido su ruina, porque la voluntad libre le hizo caer en el pecado, en la repudiación, en el castigo. Adán y Eva pecaron contra la ley divina, y este pecado original fue un relajamiento, un desarreglo, que radicando en la naturaleza humana, ha gravitado sobre todos los hombres. El hombre, pues, es un noble ser caído, desterrado, perdido por esa mancha persistente que ha debilitado, aunque no destruido, la inclinación de su naturaleza hacia el bien, conduciéndolo a la ignorancia, a la malicia y a la concupiscencia.
Ante esta situación sólo se abre una esperanza: la de que Dios mismo se ofrezca para redimir la culpa de su criatura. Por eso pueden distinguirse tres fases en el proceso vital de la Humanidad: el estado de inocencia; el estado de destierro por el pecado; y el estado de redención.
Dios salva al hombre y con ello hace posible la educación. Él es el educador en cuanto gobierna las cosas conduciéndolas a su fin último.
Pero el hombre no es un ser estático, pasivo, sino que actúa en él, desde lo más profundo de su ser, el apetito. Es por consiguiente un ser en tensión permanente hacia su propio fin natural, hacia su bien, es decir, hacia su plena realización. Aspira de una manera necesaria a levantarse; pugna por elevar su mirada a lo alto, por despegarse de la cárcel en que ha quedado aprisionado, por remontar el vuelo hacia las grandes alturas.
b) Punto de llegada. El fin último
¿Hacia dónde se encamina ese humano andar constante e incesante?
Las causas finales están en el principio, y cuando algo se hace se hace para algo, incluso cuando parece que no se [105] hace para nada. ¿Habremos de descubrir el fin y el destino del hombre en el hombre mismo? No cabe duda ninguna. Allí donde se encuentra lo más profundo de nuestra persona, allí donde se esconde lo más divino que hay en nosotros, allí donde el tránsito hacia Dios es menos brusco y la capa que nos separa de Él la más tenue, allí donde brota la fuente eterna de nuestros actos, allí donde radicalmente se es libre porque se es racional, allí, en el principio, está el fin. Decía San Agustín: «Noli foras ire: in teipsum reddi: in interiori homine habitat veritas».
Repitamos que el hombre ha sido creado por Dios a su imagen y semejanza, y que no es un ser pasivo. Su actividad habrá de consistir en cooperar a la acción perfectiva de Dios. Esta acción se dirige a hacer que la criatura posea una semejanza de imagen perfecta con Dios. Lo cual se logra por el conocimiento sobrenatural y el amor sobrenatural del mismo Dios.
Porque Dios es la Verdad, pero no la verdad en abstracto, sino una verdad personal a la que se ama de diferente modo como se ama a lo puro abstracto o simplemente a un objeto carente de alma racional. ¿Qué puede significar la amistad con un teorema, con una piedra, con un animal? Podrá haber amor, pero no amistad. Y el amor de caridad consiste en esto: en darse y ligarse a Dios en una mutua comente de unión espiritual, o sea en una cierta amistad del hombre con Dios.
El amor sobrenatural y el conocimiento sobrenatural, a que antes hacíamos referencia, son el último fin del hombre. Añadimos que ese amor sobrenatural es un amor de caridad a imagen y semejanza del que une a Dios Padre con el Hijo, no el amor frío, egoísta, que cabría en un intelectualismo estricto; porque la bienaventuranza no consiste ni en una actividad sensitiva ni en una actuación de la voluntad, sino en la actuación del entendimiento especulativo, si bien este conocimiento no es el propio de las ciencias humanas especulativas, sino una visión intuitiva de la esencia divina. Esta intuición es la única operación que puede satisfacer completamente a la voluntad.
He aquí la razón de que la felicidad humana resida en la consecución del último fin por el hombre, porque entonces desaparece absolutamente la insatisfacción, el vacío, la oquedad nostálgica, valga la expresión, del alma. En último extremo la educación es hacer felices a los hombres.
c) Modo de realizar el transito: el proceso de la Educación
Las virtudes
Volvamos a insistir en el concepto de educación. ¿No podríamos decir que consiste en lograr una capacitación del hombre para que adquiera su perfección?
Ahora bien, el hombre llega a su perfección cuando ha alcanzado su fin, así como cualquier cosa es perfecta cuando ha logrado adquirir plenamente su bien, que es el fin para el que ha sido hecha. Aunque parezca un contrasentido, diremos que el hombre se perfecciona llegando a ser lo más hombre que se pueda ser, llegando a ser el hombre ideal. Y el hombre ideal será aquel que use mejor de sus mejores facultades.
El buen uso de una facultad se logra por la virtud, que es «una cualidad del alma por la cual vivimos rectamente y de la que no puede usarse mal».
La virtud es el medio para alcanzar el fin último, pero como éste sobrepasa a toda naturaleza creada, ninguna criatura puede llegar a él sin realizar un movimiento que allí la conduzca.
Sin embargo, ¿puede el hombre alcanzar ese bien supremo, que es su fin último, a que naturalmente aspira y que se esfuerza por lograr? En otros términos, ¿es posible la educación?; y en caso afirmativo, ¿cómo es posible? ¿Puede el hombre realizarlo él solo? ¿Cuáles son los principales obstáculos que se oponen a ello? ¿Qué clase de ayuda necesita?
Es posible la educación porque el hombre puede alcanzar el fin último a que está ordenado. Pero la beatitud no puede lograrse en esta vida, la cual, precisamente por eso, no es otra cosa que un camino, una conducción, una educación que halla su meta en la otra, allá donde el hombre logra su perfección completa. Ha de tenerse siempre como norte esa meta; ha de haber además un guía; y por último es necesaria una ayuda que haga posible la ascensión y que sostenga al hombre en su esfuerzo catártico.
Esta ayuda viene proporcionada por la gracia, que da Dios al hombre por dos motivos: Primero, por ser una criatura caída; de lo contrario, no, podría nunca librarse del pecado. Segundo, por estar destinado el hombre a un fin sobrenatural, pues si no de ningún modo lograría elevarse hasta él.
Por consiguiente, hay en la educación unos medios externos: la gracia y la ayuda de los demás hombres, y otros internos, que son las virtudes.
Nos interesan ahora solamente los medios internos.
Causa de las virtudes
Todas las virtudes están en nosotros naturalmente como aptitud, incoadas, pero no perfectamente, excepto las teológicas que nos vienen totalmente de fuera. Lo natural al hombre puede tomarse en dos sentidos: a) natural a la especie; b) natural al individuo. Lo que conviene al hombre según alma racional le es natural según la razón de especie. Lo que le conviene según la determinada complexión del cuerpo le es natural según la razón de individuo.
En uno y otro caso la virtud es natural al hombre, pero en estado de incoación y no de consumación, porque en el primer caso tiene naturalmente ciertos principios tanto de las cosas cognoscibles como de las agibles, principios que son como semillas de las virtudes intelectuales y de las morales, y en el segundo caso, por la disposición del cuerpo, unos están mejor dispuestos que otros para ciertas virtudes. Así uno tiene aptitud natural a la ciencia, otro a la fortaleza, otro a la templanza{1}.
Luego tanto las virtudes morales como las intelectuales proceden de ciertos principios naturales preexistentes en nosotros. Las virtudes teológicas nos son infundidas por Dios en lugar de esos principios.
Hay personas que tienen más aptitud para la virtud que otras. Así por ejemplo aquellas que no les cuesta gran esfuerzo el ser buenas. En este caso, la virtud se desarrolla de un modo suave y sin demasiada coacción exterior. En cambio, en las otras, en las que la resistencia a la virtud es ostensible, la educación ha de hacerse empujando desde afuera. Para ello es necesaria la ley, la coacción, la fuerza, por tal de sostener las almas derechas, procurando que con el ejercicio venga la habituación y con ella la virtud.
El tratado de la ley de Santo Tomás, desde el punto de vista que enfocamos aquí es principalmente una refutación anticipada de las teorías rusonianas que consideran bueno naturalmente al niño, y a la sociedad como su corruptora. Para Rousseau la educación consiste en dejar que las fuerzas naturales desarrollen su buena obra; la ley sobra; más aún, la ley es nociva. [106]
Crecimiento de las virtudes
Pero ¿hay un más y un menos en la virtud?
Las virtudes pueden ser mayores o menores, más excelentes o menos, consideradas unas respecto de otras, pero nunca cuando se las mira en sí mismas.
Tomada una virtud respecto de otra diferente es más excelente la que se aproxima en mayor grado a la razón, porque la razón tiene un objeto más elevado que el apetito (un efecto es tanto mejor cuanto más próximo se halle de la causa).
Tomada en su misma especie, la virtud se llama mayor por la magnitud de las cosas a que se extiende, pero no por ella misma, pues «la razón de virtud sólo admite lo máximo» (ratio virtutis consistit in maximo).
Sin embargo, también puede ser considerada en relación al sujeto que de ella participa y entonces la magnitud de la virtud depende de las diversas épocas en un mismo sujeto, o bien de los diferentes sujetos, que pueden estar mejor o peor dispuestos, ya sea por la asiduidad, ya sea por disposición natural.
A pesar de ello las virtudes participadas por un sujeto tienen una igualdad de proporción como los dedos de la mano –dice Santo Tomás– que no son todos del mismo tamaño, pero crecen proporcionadamente.
Las virtudes intelectuales
No podemos en un artículo, por mucha extensión que se le quiera dar, referirnos a todas las virtudes –dignas de un estudio profundo como el que realiza Santo Tomás–, ni siquiera analizar satisfactoriamente una sola clase de ellas.
A modo de ejemplo examinaremos someramente las intelectuales.
Cinco son las virtudes intelectuales: la sabiduría, la ciencia, la inteligencia, el arte y la prudencia.
El entendimiento tiene como objeto propio lo verdadero, que puede presentarse bajo dos aspectos: patente por sí mismo («per se notum») y patente por otra cosa («per aliud notum»). En el primer aspecto es captado por la inteligencia, y así se llama inteligente (intus legere, leer dentro) a quien penetra rápida y directamente en una cosa, en un problema, en una cuestión.
En el segundo aspecto lo verdadero es percibido, no inmediatamente por la inteligencia, sino por una búsqueda de la razón, lo cual implica un discurso. Y en este caso puede ocurrir que esto último que se busca y que condiciona todo lo demás sea lo último en algún género determinado de cosas cognoscibles, o bien que sea lo último respecto de todo conocimiento humano. En el primer caso tenemos la ciencia; en el segundo la sabiduría.
«Y puesto que 'las cosas que son posteriores en evidencia para nosotros son anteriores y más evidentes por su naturaleza' (como dice Aristóteles –Física, libro I, text, 2 y 3), así lo que es último respecto de todo conocimiento humano es aquello que por su naturaleza es primero y cognoscible en el más alto grado. Sobre esto versa la sabiduría 'que busca las causas más profundas'» (Aristóteles - Metaf. Libr. 1, cap. 1 y II)»{2}.
Por consiguiente hay diversas ciencias porque hay diversos géneros de cosas cognoscibles. La ciencia –episteme– es un estar encima: conocer muchas cosas sin desorden, pero sin unidad. En cambio sólo hay una sabiduría porque sólo hay una primera causa. Ese saber de la primera causa es la «sapientia», la ciencia sápida. Porque la sabiduría es el conocimiento supremo, luz que ilumina y vivifica los conocimientos particulares, penetración aguda de todas las cosas por medio de esa visión, perspectiva grandiosa que resulta poética y, artística. Es la síntesis aplicada desde las altas cumbres. Es la filosofía. La metafísica llega a ser entonces algo vivo, y el metafísico, el que conoce lo que las cosas son viviéndolas y haciéndolas vivir en él.
Al lado de estas tres virtudes que arrancan de hábitos intelectuales especulativos, hay otras dos: el arte y la prudencia, que pertenecen al entendimiento práctico.
El arte consiste en la recta razón que conduce a hacer una obra bien hecha en sí, independientemente del apetito. Es, pues, la recta razón de lo factible –poietike–. La prudencia, por su parte, es la recta razón que lleva a hacer una obra buena exigiendo el apetito recto por parte del sujeto. Es, pues, la recta razón de lo agible –praktike.
Se puede apreciar en seguida que estas dos virtudes tienen algo de común y algo de diferente. Lo común estriba en la recta razón. Tanto el arte como la prudencia radican en la razón que ha de ser recta, pero mientras en el arte la razón se dirige hacia el bien de la cosa producida o hecha, en la prudencia va más allá y perfecciona al hombre.
El arte consiste en hacer una cosa bien hecha; la prudencia en hacer una cosa moralmente buena, en cuanto el hombre es un ser libre. La cosa queda clara si decimos que la expresión «agere librum» y «facere librum» no son equivalentes; más aún, la primera expresión es absurda.
La prudencia es una virtud importante entre las importantes y necesaria al hombre porque le dirige hacia su fin prestando los medios debidos y convenientes, ya que en el obrar bien interesa no sólo lo que se hace, sino también de qué modo se hace.
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En todo caso la labor educadora consistirá en favorecer el desarrollo de los gérmenes de virtud que naturalmente tiene el hombre, provocando y conduciendo las facultades aletargadas hacia el perfeccionamiento que quepa en cada educando.
Sobre todo es necesario que el sujeto de la educación actúe, sobre sí mismo bajo una dirección adecuada, de tal modo que no se convierta en un almacén, sino que él mismo sea un sistema de máximas, de principios y de conocimientos, urdidos íntimamente entre sí y con su espíritu para constituir una unidad, una armonía que no por eso podrá llevar al alma a ese reposo y a esa tranquilidad anheladas, puesto que esto sólo puede lograrse cuando la unidad y la armonía devienen unidad y armonía perfectas en la contemplación de la Verdad.
Así no interesa tanto el que el educando reciba un cúmulo de conocimientos (eso sería pura instrucción), como el que sea capacitado para adquirirlos por su cuenta (eso sería la educación propiamente dicha).
Y eso ha de procurarse por el ejercicio, partiendo de aquellas semillas. La educación es un cuidado de esos frutos potenciales, un especial cuidado para que no se malogren.
Y el cuidado ha de ser proporcionado a todos los factores que llevamos enumerados. De lo contrario se aboca a una educación exclusivista e inesencial; exclusivista porque se centra en uno de los varios aspectos que encierra la naturaleza humana; inesencial porque no se fija en lo que constituye la esencia del hombre.
La educación es producto de tres factores: el hombre, la sociedad y la gracia. Los tres factores, discernibles por [107] el intelecto, son en realidad inseparables en su actuación. He aquí los tres medios indispensables para este proceso educativo del hombre que ha de conducirle hacia la suma perfección y felicidad.
Habría que dilucidar la respectiva importancia y los límites que Santo Tomás concede a cada uno de ellos. Hemos seguido a grandes rasgos y de un modo incompleto lo que puede hacer el hombre por su salvación; han quedado dos grandes cuestiones sin tratar: ¿Qué puede hacer la sociedad? ¿qué la gracia o el magisterio de Cristo?
Francisco Hernanz Minguez
Notas
{1} S. Th., 1ª-2ª, qu. LXIII, art. 1.
{2} S. Th., 1ª-2ª, qu. LVII, art. 2.
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