Cristiandad. Al Reino de Cristo por la devoción a los Sagrados Corazones de Jesús y María |
año XIII, nº 295-296, págs. 199-200 Barcelona, 1 y 15 de julio de 1956 |
Carlos Feliu de TravyLos dos campos verdadDerecha e izquierda fueron los términos que, desde hace un siglo, por lo menos, sirvieron para indicar los dos bandos que, en el terreno político, pugnaban por el poder. La circunstancia personal, unida a la concepción que cada uno se hubiese formado acerca de las ideas políticas en juego, arrastraba en cada caso al particular a tomar partido, abiertamente o de modo platónico, en favor de uno u otro bando. Para muchos, con todo, la posición se tomaba partiendo del hecho «revolución», y, más que del hecho revolución considerado en su más profundo y verdadero sentido, de lo que se advertían consecuencias materiales de la revolución. Muchos, en suma, partían de revolución como de término equivalente a catástrofe. Vistas así las cosas, parecía perfectamente lógico que el hombre simplemente conservador fuera, en principio, de derechas. Tan lógico, por lo menos, como habría de parecer a todos que se convirtiese en revolucionario el hombre que nada tenía que perder en la catástrofe, porque nada en realidad tenía mayormente si con aquélla podía ganar algo de lo que otros perdían. Por efecto de semejante visión, por demás simplista, del problema, el empleo de los términos referidos se prestaba a indudable confusión. Así, por ejemplo, en un momento dado y frente a la amenaza de una peligrosa convulsión externa de tipo revolucionario, podían encontrarse en un mismo bando los que son enemigos de la revolución por motivos ideológicos con los que, estando de acuerdo con los principios básicos de la ideología revolucionaria, oponen reparos a la aceptación de las consecuencias totales de dicha ideología. Muestra clarísima de tal fenómeno es en la política moderna la característica postura de los partidos llamados de centro izquierda. Y lo mismo ocurre en el otro bando. La reivindicación de los derechos del desheredado ha llevado a muchos a inscribirse en la izquierda, a despecho de una convicción que, en el fondo, no cabe afirmar se confunda siempre con la típica del revolucionario consciente. Repetidas veces se ha hablado en los últimos años de posibles acuerdos tácticos entre comunistas y católicos. Estos últimos, por supuesto, no aceptaban las tesis comunistas, pero podía ocurrir en algunas ocasiones –se decía– que unos y otros coincidieran momentáneamente en inmediatos objetivos de mejora de la clase obrera. Conocemos sobradamente la actitud de la Iglesia al respecto, que es de una rotunda negativa. Pero, si bien fracasado, el intento queda como una demostración de la realidad del fenómeno a que venimos aludiendo. En todo caso, el calificativo de catolicismo de «izquierdas» hoy en boga, prueba a las claras la existencia de la confusión. Todos nos hallamos conformes en que una terminología que de tal modo induce a error, debe ser superada. No vayamos a creer, con todo, que la conveniencia de tal superación sea hallazgo de última hora. En realidad, la superación se ha producido desde el primer momento. Sólo que el hombre se muestra con frecuencia demasiado insensible a las razones de fondo. Para justificarnos a los ojos de los demás creemos es suficiente, a veces, contentarnos con el valor aparente que tienen las cosas. Pues bien; no olvidemos las razones verdaderas de la revolución y sepamos, de consiguiente, que perseguían la plena invalidación de las razones de la Iglesia. Se trataba –y se trata– de implantar un orden nuevo sobre bases extrañas al Cristianismo, so pretexto de que las estructuras materiales del orden antiguo colocaban al hombre en una situación de extrema injusticia. Notemos que el argumento empleado por los doctrinarios de la Revolución francesa es exactamente igual al que usa hoy día el Comunismo. Pero, ni la Iglesia era entonces fautora del absolutismo, ni es ahora responsable del capitalismo. Ello no obstante, la revolución cifra su empeño en llevar a los ánimos el convencimiento de lo contrario. Estamos en presencia de una enorme falsedad, que por sí sola califica a la revolución y pone al descubierto su íntima naturaleza. Desde el principio, por lo tanto, la terminología derecha-izquierda aparecía plenamente superada para los verdaderos adversarios. La Iglesia no era víctima del engaño, por más que la revolución usara del engaño que otros experimentaban como de arma favorita contra la Iglesia. Si aspiramos a una clara comprensión de los términos específicos de la actual circunstancia religiosa, política y social, tenemos que superar previamente la confusión. Es absolutamente seguro que, de otro modo, difícilmente seremos capaces de ver claro. Por otra parte, al tiempo en que la catástrofe material de que hemos sido testigos es ya sombra huidiza en el recuerdo, nos sentimos peligrosamente inclinados a simplificar. Los comunistas juegan hábilmente con esta tendencia, innata en el hombre, que nos conduce a olvidar lo desagradable. En todo caso, pensamos, lo de hoy es distinto de lo de ayer. Por lo menos, queremos esperar con todas nuestras fuerzas en que realmente sea distinto. Mas el simple deseo de que las cosas cambien no basta para hacerlas mejores. Podríamos descansar tranquilos en nuestra esperanza, al ésta naciera de una comprobación a fondo que pusiera de manifiesto la ausencia de engarce y de nexo ideológico entre lo malo de ayer y lo que hoy deseamos sea bueno. Por todas esas razones, sobre responder a una forma de expresión ya caduca, nos parece peligrosa y totalmente equivocada la alusión, bastante reiterada de un tiempo a esta parte, al catolicismo de izquierdas. Para llegar al supuesto que entraña esa última denominación, se hace indispensable seguir el proceso lógico de un razonamiento que distingue en los revolucionarios de antaño un doble objetivo: la lucha contra la Iglesia y el combate por la extirpación de la injusticia social. Dejando el primer aspecto, o sea el de la lucha contra la Iglesia, las izquierdas se habrían distinguido en lo último, mejor todavía, se habrían caracterizado por lo último, es decir, por su afán de justicia social. En ese sentido, el católico que se sienta hoy movido por ese afán de justicia social, se llamará de izquierdas. Eso supone, en cierto modo, una condena en bloque de los católicos que nos precedieron y que se llamaron de derechas, no por espíritu conservador, sino por convicción antirrevolucionaria sentida a fondo. A la larga, los perfiles característicos de la revolución quedan desdibujados. De rechazo, las gentes llegan a imaginar que lo de menos en la revolución era su espíritu radicalmente iconoclasta. La revolución, concluyen algunos, hizo a la Iglesia blanco de sus ataques, porque la Iglesia no se mostró a la altura de lo que exigían las circunstancias en lo tocante a las justas demandas de la masa trabajadora. En el substrato psicológico de todas esas consideraciones late una tesis esencialmente pesimista. Consiste en afirmar que los católicos o, por mejor decir, el catolicismo se ve forzosamente desbordado en la actual contienda social. Semejante tesis carece de todo fundamento objetivo y viene desmentida de raíz por la misma historia, aun de la de los últimos tiempos, en la que nadie como la Iglesia, por boca de los Sumos Pontífices especialmente, ha sentado las bases de un sistema social justo y [200] equitativo. No podía ser de otro modo, teniendo en cuenta que sólo la Iglesia defiende una concepción integral de la vida, en la que las facultades, las aspiraciones, los derechos y los deberes del hombre alcanzan su plenitud, a través de un armónico desarrollo de la existencia que tiende a la consecución de un destino trascendente. Dudar de la eficacia de la doctrina de la Iglesia a ese respecto, es poner en tela de juicio la verdad del mensaje total de la Iglesia. Cuando el pasado es ya sombra en el recuerdo, dijimos antes, nos sentimos peligrosamente inclinados a simplificar. La Cruzada Española que inició el levantamiento nacional del 18 de Julio es ya, por ejemplo, pasado. Pues bien; también respecto a ella se ha producido por parte de algunos la peligrosa simplificación. Nos referimos particularmente a la idea que tienen formada de todo aquello algunos representantes de las jóvenes generaciones. Puestos a simplificar, han podido éstos llegar a la conclusión de que el Alzamiento tuvo frente a sí las masas populares del país. Así se hace buena la teoría de los vencidos, la clásica del Frente Popular y del Comunismo, Según la cual la Cruzada fue una fase de la lucha, largos años hace empeñada, entre los oprimidos por la injusticia y los opresores. No se pierda de vista, además, que semejante tesis se halla en la línea de aquel razonamiento a que antes aludíamos, por el que se explican los motivos que permiten se denomine de izquierdas el catolicismo social. El Alzamiento Nacional del 18 de Julio fue a despecho de esa versión, a la que intencionadamente se acogen algunos y que otros aceptan con lamentable ligereza, un fenómeno histórico intensamente popular. Y siendo popular, habiendo llegado a las fibras más hondas del alma del país, fue un hecho básicamente antirrevolucionario. Falla totalmente en él ese falso supuesto que identifica en apariencia a los revolucionarios con los oprimidos, los débiles, los económicamente peor dotados. En el Alzamiento participaron por igual gentes de toda clase y condición, entre las que se contaban sin duda muchas que sufrían los efectos de la injusticia social. Sin embargo, estos últimos se alzaron. Nunca creyeron que la revolución había de proporcionarles el verdadero remedio para la injusticia que sufrían. No era necesario formar al lado de la revolución y en contra de la Iglesia para remediar aquella injusticia, porque la causa de ésta no era precisamente la Religión, sino el olvido por parte de muchos de las exigencias de un cristianismo vivido a fondo. Alzándose en armas, obraban antes que nada en favor de la Religión y en contra de los que ansiaban, desde dentro y desde fuera, destruirla. El pueblo español, que nada tiene que ver con el populacho, cuyo criterio no debe tomarse nunca como norma de gobierno, creía firmemente que en la Religión de sus padres se encontraba la única garantía de justicia social. La confusión a que ha podido dar pie la terminología derecha-izquierda quedaba en el Alzamiento Nacional plenamente superada. Carlos Feliu de Travy |
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