Salen a la luz estos Cuadernos en plena segunda fase del Concilio Ecuménico.
Saludemos con júbilo y esperanza a esta magna Asamblea, que es testimonio de la perennidad de la Iglesia, de su inmensa fuerza vital.
Convocado el Concilio por Su Santidad Juan XXIII –su obra capital, junto con las dos grandes encíclicas «Mater et Magistra» y «Pacem in Terris»–, revela la acción del espíritu de Dios en el corazón de la Iglesia. Pero también, en un sentido muy profundo, la presencia activa de una auténtica opinión pública en el seno del Catolicismo.
Juan XXIII sintió su latido y le abrió cauce para bien de los hombres. La providencia de Dios no ha querido que de nuevo se quiebre; y ahora Pablo VI consolida la empresa, asumiéndola como la primera gran tarea de su Pontificado, y no sin recalcar que la segunda, íntimamente ligada a aquélla, es la unión de todos los cristianos.
Pudo el actual Pontífice haber demorado la reanudación del Concilio durante algún tiempo, mientras preparaba su propio programa de magisterio y de gobierno. Pero no ha querido hacerlo en una admirable lección de continuidad. Salvo el retraso de breves días, los estrictamente necesarios para cubrir los que quedaron entre paréntesis por la enfermedad y muerte de su antecesor, ha hecho seguir el Concilio dentro del mismo mes de septiembre, como deseó Juan XXIII, y no ha modificado su temario, su estructura ni su organización, salvo la incorporación de algunas personalidades muy características –en los órganos rectores de la Asamblea– como signo de su voluntad integradora. Y fruto de ella es también el gesto de amplitud de espíritu del Papa hacia otras iglesias y religiones, pues no sólo ha mantenido la invitación de «observadores» a los cristianos separados, sino que se inclina a invitar también a «auditores seglares», y abre las puertas del Concilio a la atención del mundo budista y del Islam.
Pero hay, un segundo rasgo que importa subrayar en torno al Concilio, y es la limpia y fructífera libertad con que todos los Padres conciliares –y teólogos y consultores– manifiestan sus opiniones y cooperan en el perfeccionamiento de las expresiones. Importante lección para todos los cristianos, pues si los eclesiásticos opinan con serena independencia de juicio, incluso, sobre temas más directamente vinculados a puntos dogmáticos, ¿cómo se hurtarán a un similar deber, más que derecho, los seglares que bregan en el mundo cuando estén en juego cuestiones menos dogmáticas, más opinables, en el afán de cada día?
Sería grave y triste paradoja que mientras el Concilio Ecuménico Vaticano II da ejemplo espléndido de apertura de espíritu, de comprensión recíproca, de libertad de alma, en suma, los seglares, y sobre todo los políticos, no pusieran en práctica una análoga norma de comprensión y de diálogo.
Por último, tratará el Concilio de tender un puente hacia el mundo contemporáneo. |