Cuadernos para el Diálogo
Madrid, octubre 1963
 
número 1
página 3

Democracia e igualdad racial

La libertad es la idea central del liberalismo; la igualdad es la idea central de la democracia: la democracia liberal pretende, pues, la institucionalización de un sistema que realice la libertad y la igualdad entre los hombres. Conocida es la crítica marxista a la libertad y a la igualdad meramente «formal»: tanto libertad como igualdad han de tener en una democracia un sentido real, de contenido socioeconómico, aparte del imprescindible de carácter formal o legal. Sin igualdad, sin proceso efectivo y real hacia la igualdad, no existe propiamente democracia.

La igualdad es, repetimos, la idea central de la democracia: todo sistema que dificulta esa vía hacia la igualdad, más aún, que no se propone como objetivo principal la igualdad, es un sistema antidemocrático. Las democracias occidentales que, como decimos, tienen como meta la libertad y la igualdad, no han logrado eliminar aún fuertes desigualdades que subsisten en su seno y que dificultan su camino hacia una democracia más auténtica. Las desigualdades sociales y económicas constituyen, en efecto, la mayor dificultad para la realización de una democracia.

El problema de la igualdad racial, como aspecto del problema general de la igualdad, es central en toda democracia, tanto a escala nacional como a escala supranacional: las relaciones entre los hombres y entre los pueblos han de establecerse sobre la base de la igualdad racial: no caben discriminaciones racistas en un sistema que pretenda ser democrático, es decir, en un sistema que pretenda basarse en la igualdad.

Todas estas consideraciones vienen sugeridas a propósito de los recientes y dolorosos conflictos raciales provocados en los Estados Unidos: frente a los racistas, a los reaccionarios de la «John Birch Society» o del grotesco Ku-Klux-Klan y anacronismos similares, el presidente Kennedy, y con él la parte más sana, y también más numerosa, de la sociedad americana se pronuncia, con claro sentido democrático, por el definitivo fin de todas las discriminaciones raciales, de todas las desigualdades humanas basadas en el color de la piel o en la pertenencia a determinados grupos étnicos. El mito racista es otro mito irracional más: un mito que va contra la igualdad, contra la democracia y contra la dignidad del hombre.

El problema racial muestra en sus posibilidades de solución el sentido profundo y humano de la concepción democrática: la democracia significa, es cierto, la institucionalización legal, administrativa y económica de la libertad y de la igualdad: sin dicha institucionalización no hay democracia. Pero ésta es, diríamos, su «cara externa»: la democracia, la posibilidad para que la democracia subsista, se fortalezca y se perfeccione, exige como «cara interna», como fondo, una fe en la democracia, unas creencias democráticas basadas en un respeto y en un amor a la persona humana. Y esta faceta interna, creencial, humana –los cristianos podrán decir también cristiana– de la democracia cobra especial relieve en la cuestión difícil de la igualdad racial: el problema racial ha de resolverse con leyes, pero también con conciencia de la igualdad entre todos los hombres, con respeto y amor hacia la persona humana, cualquiera que sea su origen étnico, su credo religioso o su caracterización política.

Pero sería erróneo olvidar que en el fondo del problema racial hay también planteado un problema social y económico, muchas veces a escala internacional: el odio al negro, es el odio del oligarca al inferior que, cobrada conciencia de su alienación y de su fuerza, comienza a hacerse molesto y peligroso. Si los Estados Unidos no resuelven su problema racial de una forma justa, humana y democrática, la democracia americana habrá mostrado, una vez más, sus contradicciones internas y su ineficacia para una política de paz y de igualdad entre los hombres. Todo el mundo civilizado está contra esos fanáticos racistas y contra sus ataques a todo lo que estorba sus anacrónicos proyectos, ataques, como ha ocurrido recientemente, tanto al presidente Kennedy –«el meteco católico», le denominan– como al Papa, a los judíos o a los comunistas, indistintamente.

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