Determinados sectores de nuestra actual sociedad se han acostumbrado con sospechosa facilidad a un ente de razón, discreto y pusilánime, que se ha venido en llamar prudencia. Pero, ¡qué lejos queda de la auténtica, de la vivificadora prudencia, el pacato concepto elaborado a medida de conciencias intranquilas! Porque de lo que nunca ha eximido la prudencia es de hablar claro, de mantener abierto e iluminado el camino, áspero y difícil, que conduce a la verdad. Cuando en la vida comunitaria se prefiere hablar de prudencia y se rehúye y estigmatiza a todo el que habla en nombre de la verdad; cuando epidermis demasiado sensibles se muestran irritadas y enrojecidas ante comentarios bien intencionados, hay algo patológico que examinar y enmendar.
En este afán colectivo que supone la convivencia sólo tendrá razón de ser nuestro empeño cuando podamos decir que nuestra vida está al servicio de la verdad. Sin veracidad, más radicalmente aún, sin autenticidad, la vida colectiva se hace inhumana. La profunda raíz de la democracia está en una sabia educación para decir, sentir y comprender la verdad. La construcción de una sociedad realista y auténtica exige el acuerdo de voluntades humanas, lúcidas y conscientes, sinceras, veraces. Gobernantes y gobernados han de vivir en la verdad para saber decirla en su momento, para que nadie se sienta herido si la verdad se dice. De ahí la vital necesidad de cauces institucionales para el diálogo que eviten soliloquios paralelos. Y nuestra necesidad es doblemente urgente; si los cauces para el diálogo se cierran, todo acaba en alarido.
El Evangelio casi ordena: «La verdad os hará libres». Alguien apostilló: «Y la libertad os hará más verdaderos». De esta doble problemática nadie escapa. La obligación de hablar, cuando de la verdad se trata o cuando la injusticia se comete, es algo ineludible y que debiera pesar sobre nuestras conciencias con la fuerza de las Summas medievales, cuando incluían el «pecatum taciturnitatis» –el pecado de silencio– entre los pecados de omisión; el pecado de los que callan cuando tienen obligación de hablar. Y, ciertamente, triste destino el del silencio consciente, cómplice de la injusticia y de la desesperanza. Los silencios culpables –en España como en cualquier otro país– necesitan remedio de hombres libres, formados y vivificados en la verdad. Todos aquellos que estén en puestos magistrales, todos los que de alguna manera ejercen funciones de gobierno, tienen que hablar. Son los débiles, son los pobres, los oprimidos frente a privilegiados y poderosos, los que esperan y gritan por la verdad, por la justicia, por la libertad. La responsabilidad nos alcanza a todos. Si callamos, si callan, algún día hablarán las piedras. Y aquel pecado contra el Espíritu, aquél que no tenía perdón, era un pecado contra la verdad…