Cuadernos para el Diálogo
Madrid, octubre 1963
 
número 1
páginas 8-9

Juan Rof Carballo

Cuando se rompe el diálogo

«Hablando se entiende la gente», reza un dicho español. Pero lo cierto es que también, por hablar, deja de entenderse. «Medir las palabras» es prudente consejo, todavía más entre los muy amigos, pues una palabra inoportuna o mal interpretada puede dar al traste con la amistad más vieja. El optimista piensa que un nuevo diálogo, amplio, comprensivo, es capaz de disipar los equívocos graves que surgen entre los hombres, que abren abismos entre ellos. Pero es raro que la sutura llegue a realizarse por el mero diálogo, esto es por razonamientos. Cuando se consigue, la mayoría de las veces es por la efusión que hay detrás de las palabras, porque éstas y no los razonamientos han servido para poner de nuevo en contacto fuerzas emocionales de cohesión.

Si, como a partir de Martín Buber han ido descubriendo poco a poco filósofos, psicólogos y médicos, el hombre es, ante todo, ser dialogal o dialógico, ser que sólo se constituye plenamente y sólo puede ser plenamente comprendido en y por el diálogo con el «otro», con el prójimo, debiéramos ocuparnos más a menudo de la patología del diálogo, de sus enfermedades. De averiguar por qué el diálogo se quiebra entre los individuos y, sobre todo, de por qué se rompe entre las colectividades o entre los sectores diversamente pensantes de una misma colectividad. Basta proponerse este tema para observar que no es tan fácil saber los motivos profundos por los que el diálogo fracasa. Cuando, para caracterizar la situación, se dice que las palabras ya no bastan, que hombres, grupos sociales de la misma nación o diversas naciones ya no pueden entenderse. Irrumpe en este momento bajo la disculpa de que ya el diálogo no es posible, una descomunal y soterrada agresividad, de fuerza insospechada.

Qué no sospechamos ni siquiera en nosotros mismos en el momento en que, irritados porque el diálogo ya no es posible, por ejemplo a través del hilo telefónico, colgamos el auricular. La razón de nuestra sinrazón, de esta irracional yugulación del diálogo, no es otra que nuestro miedo a no poder dominar la agresividad que nos invade. Es la irrupción de ese monstruo relativamente desconocido de nuestra propia agresividad, de una agresividad que preferiríamos seguir desconociendo, lo que nos asusta y hace cortar bruscamente la relación con el prójimo.

Este problema de la agresividad incontenida y mortífera es demasiado complejo para que ahora nos ocupemos de él. La agresividad es como un hontanar que convenientemente contenido alimenta nuestra actividad cotidiana desde el afán de saber hasta el sano espíritu competitivo, sin el cual nuestra sociedad no sería posible. Fluye, por lo común, mansamente gracias a múltiples y complicadas barreras: una de ellas el diálogo. Pero no sólo el diálogo verbal. Constantemente estamos con las personas que nos atañen, con nuestros «próximos», en relación dialogal tácita. Nuestros actos se guían a cada paso por como los demás los van a juzgar. Cuantitativa y cualitativamente este diálogo tácito con los otros es mucho más importante que el diálogo expreso. Cuando éste se rompe, probablemente ya hacía mucho rato que el diálogo tácito había sufrido resquebrajaduras graves.

Sólo atendiendo a estos estratos escondidos del diálogo podemos comprender por qué razón puede sufrir una ruptura. Aun en el diálogo cotidiano es más importante que lo expresado con palabras lo que se dice con las actitudes, con los gestos, con el tono de voz. Llámase a esto ahora lenguaje no verbal o preverbal. La venta de una ternera en la feria es obra más de estas expresiones no verbales que de las palabras. Muchas veces, a juzgar por las palabras que se dicen en el «trato», el diálogo se rompe o está a punto de romperse. Sin embargo, la riqueza expresiva de lo que está detrás del diálogo da en todo momento la seguridad a los interlocutores de que el diálogo –es decir, el «trato»– todavía no se ha interrumpido.

Un estrato aún más profundo de todo diálogo es el de las fantasías inconscientes, personalísimas y muchas veces descomunales que siempre le acompañan. Fantasías que constituyen toda personalidad humana en lo más hondo en medida que únicamente el muy especializado puede comprender. Gran parte de las respuestas, de las reacciones del prójimo, son interpretadas por nosotros conforme a esas fantasías nuestras de las que somos totalmente inconscientes. Que los demás no llegan a percibir más que en ciertas formas íntimas del trato humano, por ejemplo en el juego o en los viajes. Por herirlas o perturbarlas profundamente la palabra en apariencia más inofensiva puede provocar irritación y a la larga una ruptura. No es, como suele decirse, la pasión quien trunca el diálogo. Por el contrario, la pasión ejerce una función beneficiosa: descarga poco a poco la agresividad, la nuestra y la del prójimo, impide que ésta se acumule peligrosísimamente. Todo el mundo sabe cuán desvastadora es la cólera de los tímidos. También en las colectividades el diálogo apasionado impide que la mortífera agresividad se vaya acumulando en estratos muy profundos desde donde ya no puede salir sino mediante cataclismos.

Lo que más contribuye a estas catastróficas rupturas del diálogo es, de manera paradójica, el miedo a la ruptura. Ya antes dije que si, colérico, cuelgo el teléfono, es en el fondo por miedo a que mi propia agresividad me invada y haga daño. También en el diálogo colectivo se tiene temor excesivo a que salgan a relucir las fuerzas inconscientes, hasta entonces reprimidas.

En el fondo de todo diálogo roto hay siempre un fracaso en el diálogo con nosotros mismos, con nuestras propias profundidades. La riña con los demás debería mostrarnos, si la analizamos consecuentemente, que no estamos en el fondo conformes con nosotros. En el miedo a la irrupción de fuerzas –a menudo muy positivas– que la sociedad frena e inhibe, por miedo a la aparición cataclísmica de la agresividad colectiva, se refleja también un problema personal que afecta a todo hombre: el temor excesivo a que la agresividad propia se desate.

Por naturaleza el diálogo más sano es aquél que no tiene miedo a la ruptura, el que en el fondo está quebrándose constantemente, como en la feria, cuando el campesino trata de vender su ternera cuando los trasfondos profundos del coloquio consolidan en todo momento la fractura aparente. Lo peor es si el diálogo se establece sobre una falsa solidez. Cuando se convierte en pseudodiálogo. Por ejemplo, el diálogo del que manda con el mediocre que obedece y que, por mediocre, acierta a sepultar en lo más hondo y para siempre su agresividad. Como señaló Menéndez Pidal, en la base de nuestra «quiebra en la cohesión social», es decir, en los cimientos del fracaso del diálogo colectivo entre los españoles, está la incapacidad del emperador Alfonso VI para dialogar con el Cid. «El hombre superior y necesario para todos llega a producirse, pero se ve repelido del centro donde debiera operar.» Frase que lo mismo puede aplicarse al Cid ayer que hoy a un Premio Nóbel. Desorganización que –también según Menéndez Pidal– «se produce más a menudo en España que en otros países por abundar más entre los pueblos peninsulares la escasa comprensión de la solidaridad con la envidia del que se siente inferior y la tumefacción del que se cree superior».

La misma incapacidad de Alfonso VI para dialogar con el Cid, por lo cual aquél le destierra, la tenemos dentro del individuo que no es capaz de establecer diálogo con la fuerza y el genio que alientan en su subconsciente por miedo a su posible violencia, a la perturbación que estas fuerzas le puedan ocasionar. Se produce entonces en el individuo concreto un mal grave. El destierro de lo más rico y vivaz del propio subconsciente extingue la capacidad de creación, el impulso personalísimo; promueve, por tanto, la mediocridad. Hay en este proceso un cierto temor al riesgo íntimo –disfrazado de exterior valentía–, una propensión excesiva a estar protegido y seguro. El hombre incapaz de dialogar con lo más vital de su subconsciente acaba por anhelar una mediocridad que le garantiza la protección y, por tanto, la seguridad. Créase así, insensiblemente, una colectividad que acaba constituyéndose en asilo de invalideces intelectuales. Muy bien disimulada, eso sí, bajo afirmaciones fanfarronas, tras una provinciana afirmación de los pequeños valores indígenas. Los cuales, por ejemplo, en un Congreso internacional ya no se sienten capaces de medirse de igual a igual con los de otros grupos o países.

La primer cosa que debe hacerse, por tanto, para que el diálogo prospere es no tener temor a que se rompa. Pensar que hasta sería conveniente discurriera en medio de riesgos de fractura y hasta de fracturas reales. Nuestro antagonista es siempre nuestro mayor benefactor. Creer que porque le amordacemos para que el diálogo no fracase vamos a ser más inteligentes es una pueril estupidez. Y un gravísimo error si el antagonista amordazado está representando por las profundidades inconscientes del hombre. Las cuales, para ser fecundas, han de ser dominadas en diálogo no medroso, en diálogo arriscado, no en sojuzgación y timorata.

Es también Menéndez Pidal quien nos recuerda la famosa frase de Larra en su visita a los cementerios, a aquel epitafio que corona otros muchos: «Aquí yace media España; murió de la otra media.» El ingenuo que piensa va a vivir mejor matando su otra mitad se equivoca, pues la necesita; sin ella le es imposible vivir. Pero se equivoca aún más si en lugar de matarla la quiere mantener moribunda, como un espantapájaros que le sostiene. De nada le sirvió a Alfonso VI el diálogo con sus mediocres capitanes, los que sustituyeron al Cid. El diálogo falso es peor que el diálogo roto; nada bueno sale de él. Al menos, nada perenne, enraizado, creador. El peor enemigo de todo intento de diálogo es el temor a que pueda quebrarse. Diálogo auténtico es aquél que, por el contrario, está rompiéndose a cada paso en la superficie, sin miedo, porque, como en la feria, por debajo de las palabras en pugna está una hondísima y tradicional solidaridad.

Las razones profundas de la poca cohesión del diálogo colectivo entre los españoles están todavía por estudiar seriamente. No debemos contentarnos con conjeturas. Tampoco olvidar la lección de lo que ocurre entre los individuos aislados. Aun en la amistad más firme –y también en el amor– existe siempre eso que los psicólogos modernos llaman «ambivalencia». Todo gran afecto descansa sobre la represión y el olvido transitorio de pequeñas heridas, de mínimos o medianos resentimientos inconscientes. Su acumulo a la larga puede ser peligroso para el diálogo; menester es, por tanto, reducirlos a un mínimo. En especial si los envenena esa cosa profundísima en el hombre que es la envidia. Advirtamos que la envidia es condición universal, no sólo vicio hispánico. Si entre nosotros adquiere una potencia que la ha hecho merecer desde muy temprano en nuestra Historia la atención de escritores y filósofos, pienso que ello se debe a la pobreza del suelo, a la menesterosidad de la tierra maternal. Cuando la madre es exigua en sus dones, la envidia entre hermanos, ese estrato radical de la estructura humana, se acrecienta y ulcera. Para que el diálogo colectivo prospere no basta el amor; la riqueza material y espiritual de España tienen también que aumentar. Tropezamos aquí con un grave círculo vicioso, pues la riqueza material y cultural del país no podrán nunca acrecentarse por entero sin el diálogo cordial, sin el restablecimiento de la solidaridad en sus más profundos estratos. Si este círculo vicioso no se rompe, puede convertirse en círculo diabólico, para salir del cual el hombre, desesperado, llega a pensar que no le queda otra solución que la violencia y el caos.

Juan Rof Carballo

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